18

La dragonera

J enna y el Chico Lobo estaban fuera de la caseta de Escupefuego. Aunque la dragonera sólo tenía un par de meses, la puerta ya estaba deteriorada y mostraba ciertas grietas serias que habían reparado con cinchas de metal.

—Tú coge un lado de la barra y yo cogeré el otro —le dijo Jenna al Chico Lobo—. Son muy pesadas. Sep… bueno, Sep siempre pide a alguien que le ayude. Normalmente a mí.

La puerta estaba atrancada con tres amplias barras de hierro y Jenna y el Chico Lobo estaban a punto de levantar la de arriba.

A Septimus no le gustaba dejar a Escupefuego encerrado por la noche, pero se vio obligado a hacerlo después de que una comisión de magos se negara a salir de las dependencias de Marcia hasta que se tomaran cartas en el asunto. Hasta entonces, a Escupefuego se le permitía correr por el patio de la Torre del Mago, pero la combinación de un joven dragón de granja y unas montañas de caca de dragón de un metro de alto causaron ciertos problemillas. Pronto no quedó un mago que, de noche, no hubiera pisado sin darse cuenta una de esas montañas y perdido una bota o, aún peor, caído de cabeza en ella y al que hubieran tenido que sacar de allí. Escupefuego también había desarrollado una afición por las capas azules de lana de los magos ordinarios, y no había nada que encantara más al dragón que una rápida persecución por el patio en busca de una apetitosa capa para ir haciendo boca.

La caseta retumbaba con el ruido de los ronquidos del joven dragón, pues Escupefuego, que había llegado al equivalente de la adolescencia en los dragones, había empezado a dormir hasta bien avanzada la mañana. Pero en cuanto el Chico Lobo y Jenna levantaron la barra y la dejaron con cuidado en el suelo, Escupefuego se despertó. Con un gran estrépito, la cola chocó contra las vigas del techo y un fuerte ruido de madera astillada resonó en el aire. El Chico Lobo retrocedió de un salto, impresionado, pero Jenna, que había oído ruidos mucho peores provenientes de la caseta de Escupefuego, no se movió.

—Lo siento, Jenna —dijo el Chico Lobo, un poco avergonzado—. No me esperaba eso. Toma, yo puedo quitar las otras dos.

Para sorpresa de Jenna, el Chico Lobo levantó él solo la algo doblada barra de en medio y la de abajo y las dejó en el suelo con un ruido metálico. Hubo un estruendo como respuesta dentro de la caseta, cuando Escupefuego movió la cola nervioso ante la perspectiva de que lo soltaran.

Ahora lo único que Jenna tenía que hacer era abrir la puerta de la caseta. Alcanzó una larga llave que colgaba de un gancho y la introdujo en el enorme ojo de bronce de la cerradura.

—La puerta se abre hacia fuera —le dijo al Chico Lobo—. Así que has de tener cuidado de que Escupefuego no te aplaste al salir. Y aparta los pies de su camino, pues le gustan los dedos. Sep siempre decía… dice, que lo hace sin querer pero yo diría que lo hace a propósito. Cree que es un juego; le gusta el modo en que la gente se pone a saltar y a dar gritos cogiéndose los pies.

Jenna giró la llave, la puerta se abrió con estruendo y Escupefuego salió disparado por ella, estirando el cuello para percibir el fresco aire de la mañana, con las garras traqueteando por la rampa. El joven dragón se detuvo al pie de la rampa y miró a su alrededor, sorprendido. Ladeó la cabeza y luego, con aspecto algo deprimido, se sentó raramente tranquilo.

Escupefuego se estaba convirtiendo en un guapo y joven dragón. Aunque sólo medía cuatro metros y medio de largo —la mitad del tamaño que tendría de adulto— ya parecía grande y poderoso. Sus brillantes escamas verdes brillaban en la llovizna de las tempranas horas de la mañana y se erizaban en los enormes músculos de la espalda cuando cambiaba ligeramente de postura. Sus correosas alas verdes y marrones estaban pulcramente plegadas a cada lado de la hilera de gruesas púas negras que tenía a lo largo de la columna vertebral, desde detrás de las orejas hasta la misma punta de la cola. Los ojos verde esmeralda de Escupefuego centelleaban, y las amplias narinas soltaban llamaradas cuando olisqueaba el aire, en busca del olor de Septimus, su improntador.

Sujetando fuerte las botas de Septimus, Jenna se le acercó con cierta precaución, cuidándose de no hacer movimientos bruscos, pues podía ser impredecible por las mañanas. Pero el dragón no reaccionó cuando Jenna se acercó despacio hasta él y le puso la mano en las frías escamas del cuello.

—Septimus no está aquí, Escupefuego —dijo dulcemente—. Yo he venido en su lugar.

Escupefuego miró a Jenna con suspicacia y olisqueó las botas. Luego resopló y soltó una gran gota verdosa de moco de dragón, que salió disparada por el patio y aterrizó, emitiendo un gran ¡plaf!, en una de las ventanas del segundo piso de la Torre del Mago. Al cabo de un momento, la ventana se abrió y una maga enojada asomó la cabeza.

—Oye —gritó—, ¿puedes hacer el favor de controlar a la bestia? Me costó tres días quitar esa última cosa —y luego, al ver que era Jenna la que estaba con el dragón y no Septimus, añadió—: ¡Oh, oh, querida! Lo siento, majestad. —Y cerró corriendo la ventana.

—No me llames así —murmuró Jenna, y luego, al ver la mirada burlona del Chico Lobo, añadió—: No soy reina. No deberían llamarme así. Ni tampoco quiero serlo nunca.

El Chico Lobo miró sorprendido, pero no dijo nada, que es lo que generalmente suele hacer cuando las cosas se ponen algo delicadas.

—Ahora tengo que hacer el Locum Tenens, Cuatrocientos Nueve —dijo Jenna un poco nerviosa—. Espero que funcione.

—Claro que funcionará —dijo el Chico Lobo, que era de la opinión de que Jenna podía hacer cuanto se propusiera.

Observó cómo Jenna sacaba del bolsillo de la túnica la deteriorada tarjeta de instrucciones que le había escrito Beetle y la leía lentamente, luego abría una vieja caja de hojalata de toffees y sacaba una frágil lámina de piel azul de dragón y la desplegaba con cuidado. Jenna se sentó tranquilamente junto a las botas de Septimus, y el Chico Lobo vio cómo sus labios se movían al leer las palabras escritas en la piel del dragón una y otra vez, memorizándolas con esfuerzo. Le sorprendió que tardara tanto, casi como lo que él había tardado en leer una de las recetas de pociones de tía Zelda. El Chico Lobo sabía que no podía hacer demasiado para ayudar a Jenna con el Locum Tenens, pero pensó que podía intentar una de las habilidades que había aprendido en el Bosque cuando vivió con los zorros.

De modo que el Chico Lobo se sentó unos tres metros delante de Escupefuego y deliberadamente fijó la mirada en la del dragón para que se tranquilizase y se quedara quieto. Escupefuego captó la mirada del Chico Lobo y apartó rápidamente la suya, pero fue suficiente. Él sabía que estaba siendo observado. Se removió incómodo al principio, pero no se apartó. Escupefuego se sentó raramente quieto en la suave llovizna, esperando que pronto apareciera su improntador y pusiera fin al desconcertante zorro de dos patas que no dejaba de mirarlo fijamente.

Por fin, Jenna estuvo segura de poder recordar el Locum Tenens. Cogió las botas de Septimus y las dejó a los pies de Escupefuego. Aún quieto, éste olisqueó las botas. Luego irguió la cabeza y soltó un largo y cálido aliento de dragón. El Chico Lobo se mareó. No estaba acostumbrado al olor del aliento de dragón, que se puede describir, en el mejor de los casos, como una apestosa mezcla de goma quemada y calcetines viejos, con ciertos rasgos de jaula de hámster muy necesitada de una limpieza.

Jenna se puso de puntillas y colocó la mano en la nariz de Escupefuego.

—Mírame, Escupefuego —le dijo Jenna.

Escupefuego se miraba los pies, miraba el cielo, miraba sus garras, luego giró la cabeza y de repente encontró la punta de su cola extraordinariamente interesante.

—Escupefuego —insistió Jenna—. Mírame… por favor.

Algo en la voz de Jenna captó la atención de Escupefuego. Ladeó la cabeza y la miró. Jenna mantuvo la mano firmemente apoyada en la nariz húmeda y pegajosa del dragón. Le temblaba la mano. Era su única oportunidad de encontrar a Septimus y todo dependía del joven dragón, que no era precisamente la criatura más fiable del mundo. Escupefuego miró a Jenna con recelo. ¿Le había traído su desayuno?, se preguntó.

Jenna miró a los ojos de Escupefuego. Luego respiró hondo y volvió a empezar.

—Escupefuego, mírame, y yo te diré las cinco cosas que debes comprender. Primero: Escupefuego, de buena fe te digo que tu improntador se ha perdido.

Escupefuego inclinó la cabeza con la esperanza de que no volvieran a darle gachas para desayunar.

—Segundo: Escupefuego, de buena fe te traigo lo que pertenece a tu improntador.

Escupefuego cerró los ojos y decidió que un par de gallinas serían muy sabrosas.

—Abre los ojos, Escupefuego —dijo Jenna severamente.

Escupefuego abrió los ojos. ¿De qué iba todo aquel lío?

—Tercero: Escupefuego, de buena fe te digo que yo soy tu copiloto.

Escupefuego pensó que no le importaría que le dieran muchas gallinas aquella mañana. Preferiblemente mezcladas en un gran cubo.

—Cuarto: Escupefuego, de buena fe te pido que me aceptes como tu Locum improntador.

Escupefuego se preguntó si podrían darle tres gallinas con las gachas, pues el desayuno se retrasaba.

—Quinto: Escupefuego, de buena fe te suplico que encuentres a tu verdadero improntador, a través del fuego y el agua, la tierra y el aire, dondequiera que esté.

Jenna mantuvo la mirada de Escupefuego durante los treinta segundos que se requerían y luego apartó la suya. Escupefuego se preguntó si tendría que buscar a Septimus antes o después del desayuno. Esperaba que fuera después. Entones cogió las botas de Septimus y se las comió.

—¡Escupefuego! —gritó Jenna—. ¡Devuélvelas!

Jenna cogió un cordón de la bota y tiró de ella. Escupefuego echó la cabeza hacia atrás. Le gustaban los juegos de tira y afloja y éste parecía bueno. Siempre había pensado que las botas de Septimus parecían sabrosas. Jenna tiró fuerte, hubo un chasquido y lo único que le quedó a Jenna fue el húmedo y deshilachado extremo de un cordón de la bota, Escupefuego las engulló, soltó un eructo de satisfacción y saltó sorprendido.

Un clamor ensordecedor acababa de empezar al otro lado de la Gran Arcada, acompañado de gritos y chillidos amenazadores. El Chico Lobo se puso en pie de un salto, consternado. No le gustaban los ruidos súbitos y fuertes, le recordaban demasiado la llamada para despertarse a medianoche del ejército joven.

—Son los estrangularratas —dijo Jenna—. Deben de haber encontrado una rata. Pobres criaturas. No tienen la menor oportunidad. Yo creía que la gente tenía cosas mejores que hacer que recorrer el Castillo todo el día golpeando las tapaderas de los cubos de basura y matando ratas.

El ruido se hizo más fuerte cuando los estrangularratas empezaron su canto.

—Ratas, ratas, coged a las ratas. ¡Ratas, ratas, matad a las ratas! ¡Atrapa ratas, atrapa ratas, aplasta, aplasta, aplasta!

Resonó por todo el patio de la Torre del Mago, y muchos magos abrieron las ventanas de par en par para ver qué era ese ruido. Entonces, con un rugido, la variopinta muchedumbre de los estrangularratas apareció por la Gran Arcada en busca de su presa: dos desesperadas ratas en plena desbandada, una de las cuales llevaba a rastras a la otra.

¿Por qué las ratas se dirigían a la caseta del dragón? Jenna no lo sabía, pero ellas corrían a toda prisa por el patio, ignorando la relativa seguridad del pozo y dos convenientes desagües. Las ratas se lanzaron en picado entre los pies de Escupefuego, subieron como una exhalación la rampa de la caseta y se hundieron en la paja de olor acre que cubría el suelo de la caseta.

En un momento, los estrangularratas habían rodeado la caseta, haciendo sonar sus tapaderas y cantando. Escupefuego resopló consternado. A ningún dragón le gusta que le rodeen, en especial una chusma escandalosa que hace ruido de tapaderas y canturrea. Los dragones suelen tener un oído sorprendentemente sutil para la música y disfrutan de la más delicada música clásica y del canto gregoriano; de hecho, en varios monasterios aislados se han sorprendido al descubrir a un dragón que acude regularmente a escuchar el canto gregoriano de la tarde. Escupefuego no era una excepción. El barullo hacía daño a los delicados oídos del dragón y los cánticos ni siquiera estaban afinados. Con un rugido se volvió contra los estrangularratas, echándoles el ardiente aliento de dragón encima.

La mayoría de la gente habría abandonado en ese momento, y algunos de los parásitos que sólo habían ido para echar unas risas y divertirse un poco se largaron, pero el grueso de los estrangularratas se quedó. Nunca habían perdido una rata y no pretendían empezar ahora.

Jenna estaba furiosa.

—¿Cómo os atrevéis? —gritó—. ¿Cómo os atrevéis a entrar aquí a cazar a dos pobres ratas y asustar a un joven dragón? ¿Cómo os atrevéis?

El ruido se apagó un poco cuando los estrangularratas, que en su enardecimiento no se habían fijado en la princesa, dejaron las tapaderas. El canturreo fue convirtiéndose en un embarazoso silencio.

El jefe de los estrangularratas, un joven de aspecto vehemente que lucía una placa con una temible rata de ojos amarillos y colmillos goteando sangre, dio un paso adelante.

—Estamos cumpliendo con un deber cívico, princesa. Las ratas son unas sucias alimañas, propagan la enfermedad…

En ese momento Jenna se echó a reír.

—Eso es ridículo, son tan limpias como tú o como yo. Y son los humanos los que propagan la enfermedad, no las ratas.

—Lamento no estar de acuerdo, princesa —dijo el joven—. La enfermedad ha venido al Castillo y la han traído las ratas. Deben ser destruidas.

—Esto es una locura —dijo Jenna sacudiendo la cabeza con incredulidad—. Estáis cazando ratas porque os gusta matar animales indefensos. Es horrible.

—Deberías estarnos agradecida —dijo una voz débil y aflautada desde el fondo de la multitud.

—¿Por qué? —preguntó Jenna captando la amenaza en la voz.

—Porque algunas personas dicen que vos habéis traído la enfermedad, princesa.

—¿Yo? —Jenna no daba crédito.

—Dicen que llegó en vuestra nave Dragón. Dicen que es una pena que el barco mutante no se quedase en el fondo del foso, que es donde debería estar.

Aquellas palabras fueron acompañadas por un murmullo general de aprobación desde las últimas filas de la muchedumbre, pero nadie que estuviera cerca de Jenna se atrevió a decir nada.

Jenna se quedó conmocionada, en silencio, y los estrangularratas interpretaron su silencio como un permiso para invadir la caseta de Escupefuego. Invadieron la rampa y en un segundo estuvieron todos rastrillando la paja, en busca de las ratas. Jenna y el Chico Lobo estaban en franca minoría y no podían hacer nada, pero Escupefuego decidió otra cosa. Cuando los estrangularratas pasaron a su lado movió la cola enojado y envió a la propietaria de la voz aflautada volando por los aires hasta una montaña de caca de dragón que había al fondo de la caseta. Luego, con un fuerte crujido provocado por la dura piel de dragón que se extendía en sus pliegues —acompañado por el fétido olor a sudor de dragón—, Escupefuego desplegó las alas y las levantó en el aire, proyectando su sombra sobre la dragonera. Los estrangularratas abandonaron la caza y observaron con asombro cómo Escupefuego bajaba la cabeza hacia Jenna, como invitándola a sentarse en el lugar donde siempre se sentaba Septimus, justo detrás del cuello, entre los hombros.

Temerosa de que Escupefuego pudiera cambiar de idea, en cuestión de segundos, Jenna trepó hasta el lugar de Septimus y ayudó al Chico Lobo a sentarse detrás de ella, en la posición del copiloto donde ella solía sentarse. Luego, recordando las instrucciones que Alther le había dado a Septimus en el primervuelo de Escupefuego, dio al dragón dos golpecitos con los pies en el costado derecho. Funcionaron; Escupefuego batió las alas lentamente, una vez, dos veces y una tercera vez, Jenna notó que los músculos del joven dragón se tensaban mientras se levantaba unos centímetros del suelo, estabilizándose y controlándose en los estrechos confines del patio de la Torre del Mago. Luego, mientras Escupefuego se mantenía inmóvil en el aire durante un breve momento y se preparaba para acelerar, uno de los estrangularratas gritó:

—¡Allí están! ¡Cogedlas!

Cuando Escupefuego despegó, llevaba más pasajeros de los que se creía. Colgadas de la púa de la punta de la cola había dos ratas aterrorizadas.