El Palacio vacío
M ientras Septimus atravesaba de un empujón grandes puertas doradas. Gringe, el guardián de la Puerta Norte, cruzaba un puente de madera bajo que conducía hasta el Palacio.
—Buenos días, señorita —saludó Gringe a Hildegarde, la submaga que hacía guardia en la puerta aquella mañana.
—Buenos días, Gringe —respondió Hildegarde.
—¡Vaya, sabe mi nombre! —exclamó Gringe.
—Por supuesto que lo sé, señor Gringe. Todo el mundo conoce al guardián de la Puerta Norte. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Bueno, mire… es un asunto delicado y no puedo extenderme demasiado, dado que he dejado a la señora Gringe en la puerta y está algo nerviosa y no le gusta contar el dinero, en el mejor de los casos, así que tengo que volver prontito y, bueno…
—Entonces, dígame, ¿qué puedo hacer por usted? —preguntó Hildegarde.
—¡Ah, sí!, bueno, he venido a ver a Silas Heap. Si no le importa.
—No, no me importa en absoluto, señor Gringe. Si quiere tomar asiento aquí enviaré un mensajero a buscarlo. —Hildegarde se acercó al largo paseo, tocó una campanilla de plata que estaba sobre un antiguo arcón de ébano. El tintineo resonó por todo el pasillo vacío.
A Gringe le impresionaba un poco el Palacio; no podía creer que Silas Heap viviera realmente allí. Miró la hilera de sillas de oro de aspecto frágil con asientos de terciopelo rojo que Hildegarde le había señalado y decidió que parecían problemáticas, así que se escabulló hasta el rincón más oscuro del vestíbulo, donde había descubierto un sillón de aspecto muy cómodo.
El sillón estaba casi escondido en las sombras y allí sentado, aunque Gringe no podía verlo, estaba el antiguo fantasma de Godric, ex guardián de la puerta, dormitando apaciblemente.
—¡No! —dijo bruscamente Hildegarde—. ¡En ese sillón no, señor Gringe!
Gringe, que estaba a punto de sentarse, dio un brinco como si le hubiera picado un bicho.
—Hay alguien sentado ahí —explicó Hildegarde.
Gringe, que no había visto un fantasma en su vida ni tenía intención de empezar ahora, sacudió tristemente la cabeza. Era cierto lo que decían; en el Palacio estaban todos chiflados. Por eso, claro está, Silas Heap encajaba tan bien allí.
Gringe sintió un gran alivio cuando llegó Silas, seguido de Maxie. Silas estaba un poco nervioso y se alegró de tener una excusa para marcharse. Había dejado a Marcia ocupada en buscar a Septimus, que, al parecer, se había saltado un examen, para admiración de Silas. Por fin su hijo estaba sentando la cabeza y se comportaba como un niño normal.
Gringe saltó como un perro detrás de un conejo.
—¿Dónde está? —preguntó.
—¡Oh, no, tú también…! —exclamó Silas—. Se lo acabo de decir a Marcia: no lo sé. Además, es lo más normal del mundo. Personalmente, no culpo al chico por saltarse el extraño examen.
—¿Qué examen? —preguntó Gringe, sorprendido.
—Bueno, yo no recuerdo haber hecho ese examen, eso seguro. No puede ser importante. Además, ¿para qué lo quieres? ¿Ha estado haciéndose el gallito en el puente levadizo? Para eso están los chicos.
Silas se rió con indulgencia, recordando las veces en que él y una panda de amigos subían corriendo al puente levadizo mientras lo estaban izando para ver quién podía saltar en el último momento sin caerse al foso.
—¿Gallito? —preguntó Gringe, que volvía a tener la habitual sensación de vivir en un planeta diferente al de Silas Heap—. ¿Simon está molestando a los gallos ahora? No es que me sorprenda. Causará problemas allí donde vaya, sí señor, eso es lo que hará ese chico.
Ahora fue Silas quien se sorprendió.
—¿Simon? —preguntó—. ¿Gallos?
Gringe no pensaba esperar más.
—Mira, Heap. Sólo quiero saber dónde está tu Simon.
—Bueno, eso nos gustaría saber a todos —le soltó Silas.
—Sí. Mi Rupert saldrá a buscarlo, de eso puedes estar seguro. Rupert está muy unido a su hermanita, y ahora ella ha vuelto a escaparse con ese inútil…
—¿Se ha escapado con Simon? —preguntó Silas, que empezaba a compartir la opinión que Gringe tenía de su hijo mayor—. ¿Cómo ha sido eso?
—No sé cómo. Si supiera cómo la habría detenido.
—Bueno, lo siento, Gringe —dijo Silas, que estaba cansado de que le culparan de los desaguisados de Simon—, pero no sé dónde está Simon. Y siento que tu Lucy aún esté liada con él. Es una buena chica.
—Sí lo es —dijo Gringe, desinflado, Gringe y Silas estuvieron allí plantados en el vestíbulo del Palacio sin saber qué decirse durante un momento. Luego Gringe añadió—: Bueno, entonces me voy. No pierdas de vista a Jenna, si ese Simon está por aquí.
—Jenna… —dijo Silas—. Es curioso, no la he visto esta mañana…
—¿No? Bueno, yo en tu lugar iría a buscarla. Bien, entonces me voy. Te veo luego y echamos una partidita, si quieres. Te puedo prestar un par de Patifichas.
—Ahora tengo mi propio equipo, Gringe. No, gracias —dijo Silas, sorbiéndose la nariz. Y recordando las instrucciones de Sarah, añadió—: Mira, ¿por qué no vienes tú aquí? Haremos un cambio.
—¿Yo? ¿Subir a Palacio dos veces en un solo día? Bueno, bueno —se rió Gringe—. Gracias, Silas.
Silas acompañó a Gringe a la puerta del Palacio.
—Entonces, te veré más tarde —dijo Gringe. Y después de pensarlo un momento, añadió—: No tenemos gallos en el puente. Ni uno solo.
—No, claro que no los tenéis —dijo Silas para tranquilizarlo.
Silas se despidió de Gringe con la mano y luego él y Maxie salieron en busca de Jenna.
Silas no tuvo suerte en la búsqueda de Jenna, al contrario que Marcia. Marcia caminaba a grandes zancadas por el largo paseo seguida de Alther. A su paso iba abriendo una puerta tras otra, gritando:
—¿Septimus? ¡Jenna! —Y luego las cerraba de un portazo, hasta que Alther no pudo resistirlo más.
—Aquí está pasando algo, Marcia —le dijo.
—Tienes toda la razón Alther. ¿Septimus? ¿Jenna?
¡Paaam!
—Es raro que Jenna tampoco ande por aquí.
—Sí, muy raro. ¿Septimus? ¿Jenna?
¡Paaam!
—Bueno, Marcia. Saldré un rato. Hay alguien con quien quiero hablar.
—Hablar no servirá de nada, Alther. Ya he charlado lo bastante esta mañana con esa maldita escriba hermética para que me dure toda la vida, y todo son una sarta de tonterías. Tengo que encontrar a Septimus ya. ¿Septimus? ¿Jenna?
¡Paaam!
Alther dejó a Marcia con sus portazos y se alejó volando por el largo paseo. Cuando llegó al final, entró flotando a través de la torreta del extremo oriental del Palacio; luego subió las escaleras de caracol y se detuvo un momento en el descansillo de la parte de arriba de la escalera, poniendo en orden sus pensamientos. Alther parecía un poco nervioso. Se cepilló la túnica, lo cual no influyó en absoluto en su aspecto, y se mesó la barba. Luego respiró hondo y, de un modo inhabitualmente respetuoso para Alther, atravesó lentamente la pared de la Habitación de la Reina.
La reina se levantó sobresaltada.
—Por favor, disculpadme, majestad —dijo Alther, con mucha formalidad, haciendo una pequeña reverencia con la cabeza.
—Estás disculpado, Alther —respondió la reina con media sonrisa—. Si me dices qué es lo que te trae hasta aquí. Y por Dios bendito, no me llames majestad. Llámame Cerys. Soy sólo un espíritu, igual que tú. Y ya no soy majestad, Alther —añadió con un suspiro.
—Me preguntaba si habría visto a su hija esta mañana, Cerys —le preguntó Alther.
La reina sonrió con cariño.
—Sí, la he visto —respondió.
—¡Ah! Entonces fue a casa de Zelda, ¿verdad?
—De modo que tú también conoces la Vía de la Reina, Alther. Ya no es un secreto como antes.
—Vuestro secreto está a salvo conmigo. ¿Se llevó Jenna al joven aprendiz extraordinario, por casualidad?
—Sí, él iba con ella. Un chico muy guapo. Cuánto sabes, como siempre. Siempre me inspiraste una admiración reverencial. Parecías comprenderlo… bueno, todo.
—¿Así que se llevó a Septimus con ella? Bueno, eso lo explica todo. Gracias, Cerys. Debo regresar para decirle a Marcia que deje de volver a todo el mundo loco.
—¡Ah, la querida Marcia! —musitó la reina—. Salvó a mi Jenna, ya sabes.
—Lo sé —dijo Alther. Ambos guardaron silencio un momento recordando el día en que ambos entraron en la fantasmez, hasta que el propio Alther salió de su ensoñación—. Entonces me voy. Gracias.
Alther se dio media vuelta para marcharse, y luego dijo:
—Ya sabe, Cerys, debería salir más. No es bueno para usted quedarse aquí encerrada en esta torreta todo el tiempo. Y podría ir pensando en aparecerse a la joven Jenna. Sé que es una decisión importante, pero…
—Me apareceré cuando sea el momento, Alther —dijo la reina con algo de severidad—. Es importante para una princesa descubrir las cosas ella misma y demostrarse que es digna de convertirse en reina, igual que tuve que hacer yo. Mientras tanto, me quedaré aquí para guardar la Vía de la Reina de cualquier mal, tal como mi madre hizo por mí. Y como Jenna hará por su propia hija.
—¡Válgame Dios, Cerys! Falta mucho para eso, espero.
—Yo también lo espero. Pero se debe estar eternamente vigilante. Adiós. Hasta que volvamos avernos…
La reina volvió a su sillón junto al fuego que siempre estaba encendido, y Alther supo que la audiencia había acabado. Atravesó la pared con un vago sentimiento de insatisfacción; pero sólo más tarde Alther se dio cuenta de que la reina no había respondido directamente a ninguna de sus preguntas.
Alther fue a buscar a Marcia para decirle que dejara de dar portazos porque Jenna se había llevado a Septimus a ver a tía Zelda. La encontró discutiendo con sir Hereward en la puerta de la habitación de Jenna.
—Si no os hacéis a un lado, sir Hereward —estaba diciendo Marcia al fantasma muy enojada—, me veré obligada a atravesaros, no os quepa la menor duda.
El viejo caballero sacudió la cabeza con pesar.
—Le pido disculpas, su extraordinaria, pero la princesa me dio instrucciones concretas de que no dejara entrar a nadie en su habitación. Lo cual, desafortunadamente, la incluye a usted. Me gustaría que fuera de otro modo, pero…
—¡Oh, deje de balbucear, sir Hereward! Necesito hablar con ella urgentemente. ¡Ahora apártese!
—¡Uuuf! —exclamó sir Hereward cuando la afilada punta del zapato de pitón púrpura de Marcia le atravesó el empeine de la armadura.
—¡Marcia! —dijo Alther bruscamente—. Marcia, no hay necesidad de eso. No hay ninguna necesidad. Sir Hereward está haciendo su trabajo. Jenna no está en su habitación, ha llevado a Septimus a ver a tía Zelda.
—¿Qué? —Marcia se detuvo con el pie aún firmemente clavado en el de sir Hereward.
El caballero retiró el pie, luego desenvainó la espada, la cruzó sobre la puerta y dirigió a Marcia una mirada fulminante.
Marcia se apartó del fantasma.
—Pero… pero ¿por qué razón se ha llevado a Septimus a ver a tía Zelda? Alther, esto es terrible. Septimus no debe apartarse de mi lado en todo el día, corre un grave peligro. Y en cuanto a Jenna, tú sabes tan bien como yo que debe permanecer en el Castillo. Podría pasarle cualquier cosa mientras hacen todo ese viaje a través de los marjales. ¿En qué están pensando?
Alther miró a sir Hereward, dudando de si debía decir algo en presencia del viejo caballero, pero el fantasma se miró diplomáticamente los pies. Sir Hereward sabía cuándo tenía que pasar desapercibido. De todos modos, Alther cogió a Marcia del codo y la apartó del viejo fantasma. Mientras caminaban por el pasillo, Alther notó, para su consternación, que Marcia estaba temblando.
—Huuum, no han ido a través de los marjales, Marcia. Hay otra vía —dijo Alther en cuanto estuvo seguro de que el viejo fantasma no podía oírlos.
Alther se sentía incómodo. La Vía de la Reina era un secreto que mantenían las reinas y sus descendientes. Muchos años atrás, cuando él era mago extraordinario, había tropezado por casualidad con la Vía de la Reina en la casa de la conservadora mientras estaba buscando a la predecesora de tía Zelda, Betty Crackle. Betty había dejado la vía abierta, y Alther se encontró, para su sorpresa, en la Habitación de la Reina en compañía de la reina Matilda, la temible abuela de Cerys. Pronto regresó a la casa de la conservadora, pero no antes de que la reina Matilda le sacara la terrible promesa de que nunca divulgaría el secreto de la vía.
—Bueno, ir por el Puerto tampoco es mejor, Alther.
—No es por el Puerto, Marcia, es mucho más rápido… y seguro… que eso.
Marcia conocía lo bastante a su viejo tutor para saber que le estaba ocultando algo.
—Tú sabes algo, ¿verdad? —le preguntó—. Tú sabes algo que no quieres contarme.
Alther asintió.
—Lo siento, Marcia. Juré que nunca lo diría. Es un secreto de las reinas.
—Es evidente que no es un secreto para Septimus —dijo Marcia.
—No. Bueno, Septimus parece que sea diferente —se excusó Alther.
—Ese es el problema, Alther —respondió Marcia, elevando la voz en lo que a Alther le parecía sospechosamente un ataque de pánico—. Él es diferente. Lo bastante diferente para haberme escrito una nota hace quinientos años.