15

El Camino Viejo

S septimus llegó luchando. Asestó tres puñetazos al alquimista y numerosas patadas, que de poco le sirvieron sin sus botas, pero que le proporcionaron cierta satisfacción. Se retorció, forcejeó y en un momento se zafó de la huesuda garra de Marcellus y se lanzó otra vez corriendo contra el espejo, sólo para rebotar como si fuera de piedra.

—Cuidado, Septimus —dijo Marcellus. Cogió la túnica de Septimus y lo apartó—. Te vas a hacer daño.

Marcellus Pye seguía sujetando a Septimus.

—Mira, Septimus —dijo—. Debes tener cuidado aquí arriba. Estamos muy altos. No querrás caerte, ¿verdad?

Septimus se frenó al oír su nombre.

—¿Cómo sabe quién soy? —preguntó.

Marcellus Pye sonrió, complacido de haberlo recordado.

—Hace muchos años que circulo, aprendiz.

Septimus no estaba seguro de si le gustaba oír eso, pero la sonrisa del viejo le tranquilizó un poco. Se quedó quieto un momento y evaluó la situación. Estaba, por lo que podía decir, en una cueva oscura con un hombre muy viejo. Podía ser peor, pero también podía ser mejor. Para empezar, podía haber tenido sus botas. Y entonces el pie derecho de Septimus descubrió el borde de la cornisa y se dio cuenta de que podía haber sido mucho mejor.

—¿A qué altura estamos? —preguntó Septimus, palpando el borde con el pie mientras la familiar sensación de vértigo se apoderaba de él.

—No sabría decirlo con exactitud, aprendiz. Hay que subir mucho para llegar hasta aquí, eso sí lo sé. Y también hay que bajar mucho, así que será mejor que nos vayamos.

Septimus sacudió la cabeza y retrocedió.

—Yo no voy a ninguna parte. No con usted.

—Bueno, eso es cierto, no irás a ninguna parte si no vienes conmigo —dijo Marcellus entre risas—. No hay ningún sitio a donde ir.

—Voy a volver a través del espejo. Otra vez con Jen. No voy a ir con usted.

Septimus se alejó del alcance de Marcellus y volvió a lanzarse contra el espejo. Y de nuevo salió rebotado, se tambaleó y casi perdió el equilibrio.

—Cuidado —dijo Marcellus, cogiéndole justo antes de que llegara al borde de la cornisa—. Nunca regresarás a través del espejo —le dijo a Septimus—. Yo hice el espejo. Sólo yo tengo la llave.

Septimus guardó silencio. Estaba terriblemente asustado de que aquel asqueroso viejo estuviera diciendo la verdad. Miró el anillo dragón, que brillaba con su habitual y tranquilizadora luz amarilla, pero le proporcionó poco consuelo.

Marcellus Pye caminó arrastrando los pies por el borde de la cornisa y se metió con cuidado en el peldaño superior de la escalera. Septimus oyó moverse a Marcellus. Levantó el anillo para ver lo que el viejo estaba haciendo, y Marcellus le sonrió; sus tres largos dientes amarillos brillaron llenos de baba.

—Vamos, Septimus. Es hora de ver si te ha aprovechado tu aprendizaje. No tienes que estar tan tristón. No muchos han tenido la suerte de ser mi aprendiz.

—¡Aprendiz! Yo nunca seré su aprendiz. Yo ya soy aprendiz de alguien, de la maga extraordinaria. Y pronto vendrá a rescatarme —dijo Septimus con más aplomo y convencimiento del que realmente sentía.

—Eso lo dudo mucho —respondió Marcellus—. Vamos, es hora de que bajes.

—No voy a ir a ninguna parte —dijo Septimus.

—No seas estúpido. Tendrás frío y hambre después de unos días aquí y me suplicarás que quieres bajar. O eso o te caerás y te harás pedazos. No será agradable, créeme. Vamos, ven, ¿quieres? —La voz de Marcellus tenía un tono persuasivo.

—No —dijo llanamente Septimus—. Nunca.

Por segunda vez aquella mañana Marcellus extendió la garra, cogió a Septimus y tiró de él. La fuerza del viejo sorprendió a Septimus y le pilló desprevenido. Perdió el equilibrio y se cayó hacia la cornisa.

—¡Cuidado! —gritó Marcellus, que de repente temió que su premio tuviera poca duración.

Pero Septimus lo había aprendido en un sueño. En su mano izquierda apretaba ahora el amuleto de volar. Sujetándolo entre el índice y el pulgar apuntó la antigua flecha de oro hacia la chimenea y, respirando hondo, se precipitó en la oscuridad.

Mientras Marcellus Pye observaba horrorizado cómo su potencial aprendiz caía en picado, vio el destello dorado de algo que recordaba bien. Era algo que él mismo poseyó una vez y que de hecho amaba más que nada en el mundo, después de su querida esposa, Broda.

—¡El amuleto! —gritó—. ¡Tienes mi amuleto!

Pero Septimus ya no estaba, se había sumido en las profundidades de la chimenea.

No fue un vuelo fácil. Aunque Septimus había practicado regularmente con Alther, siempre lo había hecho en espacios abiertos. El apretado espacio de la chimenea era mucho más difícil y aterrador. Pero Septimus pronto descubrió que el secreto para controlar el vuelo era caer en el aire lo más despacio posible. Al cabo de unos minutos, Septimus aterrizó suavemente al pie de la chimenea.

Septimus respiró hondo unas cuantas veces y miró a su alrededor. Detrás de él estaba la sólida pared de ladrillos de la chimenea, pero delante de él se extendía lo que Septimus sabía que debía de ser un antiguo túnel. El Castillo tenía varias capas de túneles construidos en diferentes épocas, pero los revestidos de ladrillo eran los más antiguos. Septimus tenía un mapa de los túneles conocidos en la pared de su dormitorio, pero aquél no era uno de ellos. Era otro que añadiría al mapa cuando regresase, si es que regresaba.

Las llamas de las hileras de globos que flanqueaban el pasadizo imprimían un mortecino fulgor rojizo y dibujaban sombras danzarinas en las murallas. Septimus silbó entre dientes. Aquello debía de ser el fuego eterno de los alquimistas, sobre el que había leído pero en cuya existencia no creía. Uno de aquellos globos estaba a los pies de Septimus y no pudo resistir observarlo con detalle. El grueso cristal verde estaba frío, incluso en el lugar donde la llama ascendía para encontrarse con su mano y bailaba ante él, como un perrito nervioso que exigía atención.

El traqueteo de la escalera sacó a Septimus de su fascinación, cuando, bastante por encima de él, Marcellus Pye se agarró a los peldaños y empezó el largo descenso. A cada paso de Marcellus, la escalera se sacudía.

A Septimus le entró el pánico. Echó a correr, sus gruesos calcetines de lana resbalaban y patinaban sobre el liso suelo de piedra caliza del Camino Viejo, mientras corría observaba las indistintas paredes en busca de cualquier puerta o túnel que pudiera proporcionarle la posibilidad de escapar. Pero no había nada, no tenía escapatoria y no habría dónde esconderse cuando el viejo llegara por fin al suelo, lo cual ocurriría pronto, y Septimus lo sabía.

El Camino Viejo serpenteaba, siguiendo vagamente la ruta de la antigua Vía de la Alquimia, muy por encima de él. Septimus pronto dobló la primera curva y, para su alivio, perdió de vista la chimenea. Jadeante, Septimus aminoró la marcha y miró a su alrededor con más detenimiento. No tardó en verse recompensado con la agradable visión de un arco de entrada elevado unos pocos centímetros en la pared. Rápidamente se encaramó al arco y se encontró al pie de un tramo de escalones bajos de lapislázuli de una escalera de caracol.

Por fin se sintió esperanzado y corrió escalones arriba. Daban vueltas y más vueltas, retorciéndose siempre hacia arriba. Al cabo de unos minutos, Septimus fue más despacio para recuperar el aliento. Se detuvo a escuchar por si oía pasos que le perseguían pero, para su alivio, no oyó nada. Entonces subió la escalera más despacio y siguió avanzando, extendiendo el anillo dragón hacia delante y detrás de él para iluminar el lapislázuli que no tenía fin. Septimus empezaba a tener la sensación de que la escalera no acababa nunca, cuando al girar la última curva se encontró de bruces con otro espejo. Estaba oscuro y misterioso en lo alto de la escalera. Septimus vio un apagado reflejo de sí mismo mirándole asustado con los ojos muy abiertos. Respiró hondo y se obligó a calmarse.

Suplicando que la superficie se hundiera bajo las yemas de sus dedos como le ocurrió con el que le había llevado hasta allí, Septimus extendió la mano contra el espejo. Tal como había temido, el viejo le había dicho la verdad. El espejo no le dejaría pasar. Era duro como una piedra. Desesperado, Septimus se arrojó contra él con todas sus fuerzas. Pero el espejo se mantuvo firme, tan rígido como siempre. Aún a sabiendas de que eso no le haría ningún bien, pero incapaz de parar, Septimus golpeó el espejo con los puños, hasta que se le amorataron las manos y le dolieron los brazos. Al otro lado del espejo, Jillie Djinn levantaba la cabeza de sus notas y sonreía. Siempre es satisfactorio cuando tus cálculos son acertados. Dejó las plumas en una ordenada fila, dobló los papeles y salió rápidamente hacia Palacio.

Septimus dirigió un último y desesperado puntapié al espejo y se dio en los dedos de los pies. Casi a punto de llorar, volvió a bajar corriendo la escalera. El descenso fue fácil y pronto Septimus vio el pequeño arco ante él y el fulgor rojo de los globos del fuego eterno un poco más allá. Bajó del arco sólo para oír la voz temblorosa del viejo que resonaba en el túnel mientras caminaba arrastrando los pies obstinadamente hacia él.

—Bien hecho, aprendiz. Casi hemos llegado.

Aquella seguridad que había en la voz del viejo le decía a Septimus que estaba atrapado, pero había una última cosa que el muchacho podía hacer para evitar caer en las garras del viejo, o al menos retrasarlo. Septimus buscó el amuleto de volar en su cinturón de aprendiz. No estaba allí.

Septimus echó a correr.

—No hay a donde correr —dijo su lento pero implacable perseguidor, y mientras Septimus doblaba la última curva del túnel supo que el viejo decía la verdad.

Había llegado al final. Delante de él, el paso estaba cortado por dos altas puertas de oro. A cada lado de las puertas había dos inmensos globos de fuego eterno casi tan grandes como él. Septimus se sentó entre ellos y observó las llamas bailar hacia él como si se encontrasen con un viejo amigo. No podía ir más lejos. Lo único que podía hacer era escuchar las titubeantes pisadas que se acercaban a paso constante.

—¡Ah, aprendiz! —resopló el viejo, sonriendo con su boca desdentada—. Creo que esto es tuyo. —Le mostró tentadoramente el amuleto de volar—. Uno siempre debe estar vigilante si quiere conservar el amuleto de volar, pues es un objeto veleidoso y le encanta eludir a quien cree que lo posee. Pero ahora, de nuevo, parece ser mío.

—El amuleto de volar no pertenece a nadie —dijo Septimus enfadado.

El viejo se puso a reír.

—Buena respuesta, aprendiz, y cierta. Veo que trabajaremos bien juntos. Felicidades… ya has pasado el examen de admisión. Has encontrado la entrada… ja, ja, ja. Permíteme un pequeño chiste. ¡Ah!, ¿dónde habré puesto mi llave?

Septimus se asustó y se dio media vuelta para echar a correr, pero la mano huesuda de Marcellus lo agarró por el cinturón de aprendiz y lo atrajo hacia él. Respirando laboriosamente debido al esfuerzo, el viejo sacó su disco de oro y lo colocó en una hendidura circular que había en el centro de las puertas doradas. Luego apartó a Septimus hacia atrás.

—Da un paso atrás, aprendiz, hoy tenemos un trabajo peligroso.

Las puertas se abrieron lentamente para reflejar una profunda negrura. Septimus miró ante él, incapaz de comprender lo que estaba viendo. Suspendido dentro de la negrura, mirando a Marcellus Pye y a Septimus, había un hombre joven, de pie, con el cabello oscuro y rizado y vestiduras negras y rojas bordadas con un círculo de oro muy parecido al disco que el viejo sostenía en la mano. La expresión del joven era una mezcla extraña de conmoción y expectación.

Con una mirada de infinita nostalgia, pues Marcellus sabía que estaba cara a cara con algo que nunca más volvería a ver —se trataba de él mismo cuando era un hombre joven de treinta años—, el viejo dio a Septimus un poderoso empellón y lo lanzó dentro de la helada negrura.

Silenciosamente, las grandes puertas se cerraron detrás de él. Septimus ya no estaba.