Marcellus Pye
M arcellus Pye odiaba las mañanas. No es que se supiera muy bien cuándo era por la mañana en las profundidades en las que él andaba. Tanto de noche como de día, una luz roja mortecina bañaba el camino viejo por debajo del Castillo. La luz procedía de los globos de fuego eterno, que Marcellus consideraba ahora su mayor éxito y ciertamente el más útil. El camino viejo estaba flanqueado por los grandes globos de vidrio que Marcellus había colocado allí hacía doscientos años, cuando decidió que ya no iba a vivir más sobre la tierra, entre los mortales del Castillo, pues era demasiado bullicioso, atropellado y luminoso, y ya no tenía absolutamente ningún interés en ello. Ahora se sentaba, con un frío húmedo en los huesos, temblando, junto a un globo que había al pie de la gran chimenea, compadeciéndose de sí mismo.
Marcellus sabía que era por la mañana porque había estado fuera la noche anterior en uno de sus paseos nocturnos bajo el Foso. En la actualidad, Marcellus sólo necesitaba respirar cada diez minutos o así, y no le molestaba demasiado si no respiraba durante treinta minutos. Disfrutaba de la sensación de ligereza que le producía estar debajo del agua; le aliviaba durante un rato el terrible dolor de sus viejos y frágiles huesos. Le gustaba pasear por el mullido lodo, cogiendo las extrañas monedas de oro que la gente arrojaba al Foso para atraer la suerte.
A su regreso, después de apretujarse a través de la olvidada cámara de inspección del Foso, Marcellus había cogido una larga vela, con la marca de las horas, y clavó un alfiler en la cuarta marca a modo de alarma. No porque temiera quedarse dormido, pues Marcellus Pye ya no dormía —de hecho, no podía recordar cuándo había sido la última vez que había dormido—, sino porque temía que se olvidara la hora señalada, que había prometido fielmente a su madre que no olvidaría. La idea de su madre arrancó una mueca a Marcellus, como si acabara de comer inadvertidamente un trozo de manzana podrida con un gusano gordo dentro. Se estremeció y se acurrucó dentro de su raída capa en busca de calor. Colocó la vela en un vaso, luego se sentó sobre el frío banco de piedra bajo la gran chimenea y se quedó mirando cómo ardía la vela durante toda la noche, mientras viejas fórmulas alquímicas entraban y salían de su cabeza del modo caprichoso e inútil de costumbre.
Por encima de él, la gran chimenea se alzaba como una columna de negrura. El viento frío se arremolinaba en su interior y aullaba como antaño solían aullar las criaturas que guardaba en frascos ansiando salir… ahora sabía cómo se habían sentido. Mientras la vela se consumía inexorablemente, Marcellus echaba de vez en cuando una ojeada nerviosa al alfiler y miraba hacia arriba, hacia la negrura de la chimenea. Cuando la llama se acercó al alfiler, empezó a dar golpecitos nerviosos con el pie y a morderse las uñas, un viejo hábito que pensaba que era mejor abandonar. Sabían muy mal.
Para pasar el tiempo y quitarse de la mente lo que muy pronto tendría que hacer, Marcellus pensó en su escapada de la noche anterior. Hacía muchos años que no salía al aire libre y no había sido tan malo. Fue una noche nublada y oscura y una agradable niebla amortiguaba cualquier sonido. Se había sentado un rato a esperar en la Grada de la Serpiente, pero su madre se había equivocado. No había acudido nadie. No le había molestado demasiado, pues le encantaba la grada; tenía gratos recuerdos de cuando había vivido allí, cerca de la casa donde ahora se guardaban aquellos estúpidos botes de remos. Se había sentado en aquel viejo lugar junto al agua y había comprobado que sus guijarros de oro aún estaban allí. Había sido bueno ver un poco de oro otra vez, a pesar de que estaba oculto bajo una capa de lodo y lleno de arañazos, seguramente causados por aquellos estúpidos barcos. Marcellus frunció el ceño. De joven él había tenido un barco de verdad. Entonces el río era profundo, no ese legamoso y desmayado curso de agua que es ahora. Es cierto, las aguas eran rápidas y traicioneras, pero en aquellos días los barcos eran grandes, con largas y pesadas quillas, amplias rengleras de velas y hermosos cascos de madera pintados de oro y plata. Sí, pensó Marcellus, los barcos eran barcos en aquellos tiempos. Y el sol siempre brillaba. Siempre. Nunca hubo un día lluvioso que él pudiera recordar. Suspiró y extendió las manos, mirando con disgusto sus atrofiados dedos, la piel apergaminada se extendía tensa y transparente por todos los nudos y huecos de los viejos huesos que había dentro, hasta sus gruesas uñas amarillas que ya no tenía fuerzas para cortarse. Volvió a hacer una mueca: era completa y absolutamente repugnante. ¿No habría nada que pudiera liberarlo? Un débil recuerdo de esperanza pasó fugaz por su mente y desapareció. No le sorprendía, ahora ya lo había olvidado todo.
La aguja de la vela ardiente cayó en el vaso con un sonido metálico. Marcellus se puso cansinamente en pie, palpó en el interior de la gran chimenea, se agarró a un peldaño y se aupó a una escalera de hierro que estaba sujeta al viejo ladrillo de las paredes interiores. Luego, como un mono deforme, el último alquimista empezó la larga ascensión por el interior de la gran chimenea.
Marcellus tardó más de lo que esperaba en llegar a lo alto de la chimenea. Había pasado más de una hora cuando, exhausto y débil, se subió a la amplia cornisa que bordeaba el tejado. Y allí se sentó, con los ojos muy cerrados, pálido y jadeante, intentando recuperar el aliento y deseando que no fuera demasiado tarde. Su madre se enfadaría. Al cabo de dos minutos, Marcellus se obligó a abrir los ojos. Hubiera preferido no hacerlo. La débil luz de la vela que se divisaba al pie de la chimenea le dio vértigo y le hizo sentirse mareado al pensar en lo alto que había trepado. Temblaba en el húmedo viento y encogió los pies bajo su capa; tenía los viejos y agrietados dedos como bloques de hielo. Tal vez, pensó Marcellus, fueran bloques de hielo.
Fue entonces cuando Marcellus oyó voces —voces jóvenes— resonando a través de las paredes de la chimenea. Crujiendo como una herrumbrosa verja, el alquimista se puso en pie y se acercó hacia lo que a primera vista parecía una ventana oscura abierta en la pared de la chimenea. Cuando se acercó, le quedó claro que la ventana no era una ventana corriente, sino más bien un profundo charco del agua más oscura que se pueda imaginar. Con dedos temblorosos, Marcellus Pye sacó un gran disco de oro de debajo de su andrajosa túnica y lo metió en una hendidura de la parte superior del espejo. Observó la oscuridad del primer espejo que había hecho en su vida y, durante un momento, pareció sorprendido. Como si estuviera en un sueño, levantó la mano izquierda y luego hizo una mueca. Al cabo de unos momentos, Marcellus sacó la lengua, y luego saltó.
Con una velocidad que sorprendió a sus viejos huesos, Marcellus Pye se lanzó contra el espejo, sus brazos lo atravesaron y sus dedos se agarraron al espacio vacío. El alquimista lanzó una maldición, lo había perdido. ¡Perdido! El chico —¿cómo se llamaba?— había escapado. Con un último estirón, se lanzó más allá del espejo y, para su alivio, cogió la túnica del chico. Después de eso fue fácil; se abrazó al cinturón de aprendiz —para ello le resultaron muy útiles sus uñas curvas— y tiró de él. El chico forcejeó, pero eso era de esperar. Lo que no esperaba era la repentina aparición de Esmeralda. En aquellos días, su viejo cerebro le gastaba crueles bromas. Pero Marcellus tiró con todas sus fuerzas, pues para él era una cuestión de vida o muerte, y de repente las botas del chico quedaron en manos de Esmeralda, y Septimus Heap —así se llamaba— atravesó rápidamente el espejo.