13

La caja del copiloto

M ientras Jenna caminaba hasta la parte principal del Manuscriptorium, oyó un extraño sonido, parecido al chillido amortiguado de un afligido hámster, que salía de detrás de la puerta. Echó un vistazo y descubrió la figura sombría de un chico algo regordete con una mata de pelo negro, apretado detrás del picaporte de la puerta.

—¿Beetle? —preguntó Jenna—. ¿Eres tú?

No se trataba de un hámster afligido sino de Beetle, que aguantaba la puerta abierta para su jefa, y respondió con otro quejido, que Jenna interpretó como un sí.

Jenna miró alrededor del Manuscriptorium con cierta preocupación, pero para su alivio no había ni rastro de Marcia.

—Por aquí, por favor, Jenna. Tendremos que proceder sin la señora Marcia. —La voz de Jillie Djinn salía del fondo de la oficina y Jenna se acercó a ella, dando la vuelta alrededor de una gran mesa que estaba situada en el extremo del fondo.

Jenna fue hasta la escriba y se quedó junto a la pequeña puerta que había en un tabique mitad de madera mitad de cristal. Jillie Djinn abrió la puerta y Jenna la siguió dentro del Manuscriptorium propiamente dicho.

Una atmósfera de silencio reinaba en el Manuscriptorium, rota sólo por el sonido de las plumas que arañaban el papel y el ocasional ruido de un plumín roto. Veintiún escribas trabajaban arduamente en la copia de conjuros e invocaciones, salmodias y amuletos, llamamientos y hechizos e incluso alguna que otra carta de amor para aquellos que querían causar buena impresión. Cada escriba estaba sentado ante una alta mesa, trabajando bajo un pequeño charco de luz amarilla proyectada por uno de los veintiún quinqués suspendidos de unas cuerdas, a veces peligrosamente deshilachadas, que colgaban del techo abovedado.

La jefa de los Escribas Herméticos hizo señas a Jenna para que la siguiera. Jenna pasó de puntillas a través de las altas hileras de mesas mientras cada escriba se giraba para mirar a la princesa y se preguntaba qué estaba haciendo allí y por qué llevaba un par de botas viejas. Veintiún pares de ojos observaron a Jenna seguir a Jillie Djinn hasta el estrecho pasadizo que conducía a la Cámara Hermética. Algunas cejas se enarcaron y algunos ojos intercambiaron miradas, pero nadie dijo nada. Cuando Jenna desapareció en la primera curva del pasillo, se reanudó el ruido de las plumas sobre el papel y el pergamino.

El largo y oscuro pasillo que llevaba hasta la Cámara Hermética daba vueltas sobre sí mismo siete veces para impedir la huida de hechizos malvados o cualquier otra cosa que intentara escapar de la cámara. También tapaba la luz, pero Jenna siguió el crujido de los ropajes de seda de Jillie Djinn y enseguida entró en una pequeña habitación blanca y redonda. La habitación estaba prácticamente vacía; en el centro había una sencilla mesa sobre la que descansaba una vela encendida, pero no fue la vela lo que atrajo la atención de Jenna, sino el espejo; un espejo horriblemente familiar, alto y oscuro, con un ampuloso marco, apoyado contra la pared toscamente enlucida de la Cámara Hermética.

Jillie Djinn vio desvanecerse la esperanza en el rostro de Jenna. Septimus no estaba, sólo vio otro espejo, que era lo último que quería volver a ver.

—Sé por mis estudios —dijo la escriba— que los primeros espejos eran sencillos, aperturas de dirección única. Y, según mis cálculos, yo diría que este espejo es un modelo de los primeros y se fabricó en la misma época que el espejo de tu habitación. Sospecho que en realidad éste regresa de ese sitio.

—¿El sitio donde está Septimus? —preguntó Jenna, con renovadas esperanzas.

—Sí, dondequiera que eso sea. Así que dígame una cosa —dijo Jillie—, ¿tiene el mismo aspecto que el espejo de la Habitación de la Reina?

—Bueno, no estaba exactamente en la Habitación de la Reina —respondió Jenna.

—¡Ah! —La escriba pareció sorprendida—. Entonces, ¿dónde estaba?

Sacó un lápiz y una libreta de la mesa y se puso a escribir la información. No era de mucha ayuda.

—No puedo decirlo —dijo Jenna, adoptando el tono oficioso de la escriba.

Le ponían de mal humor las preguntas impertinentes, los secretos de la Habitación de la Reina no eran de la incumbencia de la escriba.

Jillie Djinn parecía contrariada pero no podía manifestar nada.

—Pero ¿este espejo de aquí se parece al otro de… dondequiera que esté? —insistió.

—Eso creo. No puedo recordar todos los detalles del otro. Pero tiene el mismo cristal negro y… me produce la misma sensación horrible.

—No está iluminado del todo —dijo Jillie Djinn—, pues un espejo se iluminará, hasta cierto punto… según lo susceptible que seas a semejantes manifestaciones que pueden o no ser aparentes… refleja tus expectativas.

Jenna se imaginó cómo se sentía el Chico Lobo.

—¿Qué hacen qué? —preguntó.

—Ves lo que esperas ver —dijo bruscamente Jillie Djinn.

—¡Ah!

La escriba se sentó a la mesa y abrió un cajón. Sacó una gran libreta con tapas de piel, un fajo de papel lleno de columnas de números, una pluma y una botellita de tinta verde.

—Gracias, Jenna —dijo sin levantar la mirada—. Creo que tengo suficiente información. Ahora procederé.

Jenna esperó pacientemente unos minutos y luego, cuando la escriba no daba muestras de dejar de escribir, le preguntó:

—Entonces… Septimus… regresará aquí, ¿no?

La jefa de los Escribas Herméticos levantó la mirada, ya estaba perdida en otro mundo de cálculos y conjunciones.

—Tal vez sí, tal vez no. ¿Quién sabe?

—Pensé que tú sí podías saberlo —murmuró Jenna enojada.

—Yo podría estar en condiciones de saberlo cuando haya hecho cálculos —dijo Jillie Djinn severamente.

—¿Cuándo estarán hechos? —preguntó Jenna nerviosa, sintiendo que no podía esperar ni un minuto más para ver a Septimus y preguntarle qué le había pasado.

—El año que viene, si todo sale bien —respondió la escriba.

—¿El año que viene?

—Si todo sale bien.

Jenna volvió a la oficina de muy mal humor. Al ver a la princesa, Beetle saltó de su asiento detrás de la mesa. De repente las orejas se le pusieron coloradas.

—Hola —dijo Beetle dando un gritito tipo hámster.

—¿Qué? —le espetó Jenna.

—Hummm. Me preguntaba…

—¿Qué?

—Hummm… ¿Está bien Septimus?

—No, no lo está —respondió Jenna.

Los ojos negros de Beetle parecían preocupados.

—Ya suponía que no.

Jenna repasó a Beetle con la mirada.

—¿Cómo lo sabías?

Beetle se encogió de hombros.

—Sus botas. Es el único par de botas que tiene. Y las tienes tú.

—Bueno, voy a devolvérselas —dijo Jenna encaminándose hacia la puerta—. No sé cómo voy a encontrarlo, pero lo haré… y no voy a esperar todo un año.

Beetle sonrió.

—Bueno, si eso es todo lo que necesitas, es fácil.

—¡Ja, ja y ja, Beetle!

Beetle tragó saliva. No pretendía enojar a Jenna.

—No, no, no me entiendes. No estoy haciéndome el gracioso. Es cierto. Es fácil de encontrar… ahora que ha improntado a un dragón.

Jenna se detuvo, con la mano en el picaporte, y miró a Beetle.

—¿Qué quieres decir? —preguntó lentamente, sin atreverse a esperar que Beetle pudiera tener la respuesta que su jefa, la jefa de los Escribas Herméticos, no tenía.

—Quiero decir que un dragón siempre puede encontrar a su improntador —dijo Beetle—. Lo único que tienes que hacer es buscar y luego, ahí va zumbando. Está chupado. Puedes ir con él si quieres, dado que tú eres la copiloto. Sólo tienes que hacer un Locum Tenens, eso es todo. Problema resuelto. —Beetle se cruzó de brazos con un aire de satisfacción.

—Beetle, podrías… hummm, ¿podrías repetir todo eso? Un poco más despacio esta vez, por favor.

Beetle sonrió a Jenna.

—Espera un minuto —dijo.

Beetle se precipitó por la puerta y desapareció en la trastienda del Manuscriptorium. Justo cuando Jenna empezaba a preguntarse qué le habría pasado, la puerta se abrió bruscamente y Beetle regresó con una brillante caja de hojalata roja y dorada.

Le ofreció la caja a Jenna.

—Es tuya.

—¿Mía?

—Ajá.

—Bueno, pues muchas gracias —dijo Jenna. Se hizo el silencio mientras ella miraba la lata y leía las palabras COMPAÑÍA DE TOFFEES CHAPMANDÍBULA. LOS MÁS EXQUISITOS TOFFEES DE MELAZA, impreso sobre la tapa en gruesas letras negras—. ¿Quieres un toffee, Beetle? —preguntó Jenna intentando abrir la lata.

—No son toffees —dijo Beetle sonrojándose.

—¡Ah!

—Dame, deja que te abra la tapa.

Jenna le dio a Beetle la caja. Él forcejeó para abrirla unos segundos; luego la tapa se abrió y un aluvión de lo que parecían trocitos de cuero muy pequeños, muchos de ellos chamuscados, arrugados o desgarrados, se cayeron al suelo. Un fuerte olor a dragón llenó el aire. Aturullado y muy acalorado, Beetle se arrodilló para recuperar los trozos de muda de piel de dragón.

—No son toffees —murmuró Beetle mientras los recogía.

—No, no lo son —estuvo de acuerdo Jenna.

—Material de copiloto —explicó Beetle. Sacó una larga tira de piel verde y la sostuvo diciendo—: Busca. —Luego buscó un trozo rojo carbonizado y dijo—: Inflama. —Por fin encontró lo que estaba buscando, una hoja muy plegada de un material fino que parecía papel azul, y dijo, triunfante—: ¡Locum Tenens!

—¡Ah!, bueno, gracias, Beetle. Eres muy amable.

Beetle se puso aún más rojo.

—Está bien. Quiero decir… hummm, ya ves, después de que te convirtieras en copiloto de Sep en Escupefuego, recopilé todo el material que pude encontrar sobre copilotos y lo guardé en mi caja de toffees. La que me dio mi tía en la fiesta del Solsticio de Invierno. Espero que no te importe —dijo con algo de vergüenza—. Quiero decir, espero que no te parezca un entrometido o algo así.

—Claro que no. Siempre quise buscar algo sobre los copilotos, pero nunca lo hice. Me parece que Sep creía, quiero decir, cree, que ser copiloto significa cortarle las uñas a Escupefuego y limpiarle la caca de la dragonera.

Beetle se echó a reír pero cesó en seco al recordar que algo horrible le había pasado a Septimus.

—Entonces… ¿quieres que te enseñe el Locum? —preguntó.

—¿El qué?

—El Locum Tenens. Eso te permitirá relevar a Sep, y después de eso Escupefuego hará todo lo que tú le pidas… o, bueno, hará todo lo que habría hecho por Sep.

—Entonces no todo —dijo Jenna sonriendo.

—No, pero algo es algo. Luego puedes hacer que busque e ir a por Sep. Está chu… bueno, debería estarlo. Toma. —Beetle cogió con cuidado el fino trozo azul de piel mudada, lo desplegó y lo aplanó sobre la mesa—. Es un poco complicado, pero calculo que saldrá bien.

Jenna contempló un conjunto de símbolos confusos, que estaban escritos en forma de una tensa espiral que giraba hacia arriba, hacia un rincón chamuscado. Decir complicado era quedarse corto. No tenía ni idea de por dónde empezar.

—Puedo traducírtelo si quieres —se ofreció Beetle.

La cara de Jenna se iluminó.

—¿Podrías traducírmelo, en serio?

Las orejas de Beetle volvieron a ponerse como un tomate.

—Sí, claro que puedo. Ningún problema. —Sacó una gran lupa de un cajón y miró la piel—. Es muy sencillo, de verdad. Sólo necesitas algo que pertenezca al improntador… —Beetle se detuvo y miró las botas de Septimus—. Que… hummm… ya tienes. Las dejas ahí… enfrente del dragón, quiero decir, de Escupefuego, y luego pones la mano en la nariz del dragón, le miras a los ojos y le dices… ¿Sabes qué? Voy a escribirte todo esto para que no se te olvide.

Beetle hurgó en su bolsillo y sacó una tarjeta arrugada, luego extrajo la pluma del tintero y escribió una larga retahíla de palabras con gran concentración.

Jenna cogió la tarjeta, agradecida.

—Gracias, Beetle. Muchas gracias.

—De nada —dijo Beetle—, para servirte siempre que quieras… Bueno, quiero decir, espero que no haya otra ocasión. Quiero decir, espero que Sep esté bien y… si necesitas que te ayude en otra cosa…

—Gracias, Beetle —dijo Jenna al borde de las lágrimas. Corrió hacia la puerta y la abrió. El Chico Lobo estaba apoyado contra la ventana, y parecía muy aburrido—. Vamos, Cuatrocientos Nueve.

Y tras decir esto corrieron hacia la gran arcada que había al final de la Vía del Mago. Pronto ella y el Chico Lobo desaparecieron en las sombras azuladas de la arcada de lapislázuli.

En el Manuscriptorium, Beetle se sentó y se pasó la mano por la frente. Tenía mucho calor, y sabía que no era sólo porque siempre se sonrojaba cuando veía a Jenna. Mientras Beetle se recostaba hacia atrás en su asiento, un sudor frío lo recorrió de la cabeza a los pies, y la oficina empezó a dar vueltas.

Los escribas del interior del Manuscriptorium oyeron el estruendo que hizo Beetle al caer de la silla. Foxy, el hijo del anterior y desacreditado jefe de los Escribas Herméticos, corrió a atender a Beetle, que estaba tendido en el suelo. Lo primero que notó Foxy fue la marca de un pinchazo, del que se propagaba un sarpullido rojo vivo en la franja de carne que iba desde la parte alta de las botas de Beetle hasta los pantalones.

—¡Le han picado! —gritó Foxy a los conmocionados escribas—. ¡Ahora Beetle la tiene!