10

El Vestidor de la Reina

A rriba, en Palacio, en el pequeño saloncito de Sara Heap. Septimus empezaba a despertar. Se sintió algo confuso al abrir los ojos, y se pregunto dónde estaba.

Una mortecina luz grisácea se filtraba a través de las cortinas floreadas de Sarah, y Septimus notaba la humedad del río en el aire. No era la clase de mañana que invita a levantarte.

Jenna bostezó, aún adormilada. Se tapó la cabeza con la manta de ganchillo y deseó que el día pasara de largo. La agobiaba una sensación extraña, y tenía un mal presentimiento, aunque no podía recordar por qué.

—Buenos días, Sep —saludó—. ¿Cómo estás?

—¿Quéee…? —murmuró Septimus con los ojos empañados—. ¿Dónde estoy?

—Hummm… en el saloncito de mamá —murmuró Jenna, adormilada.

—¡Ah, sí, ya recuerdo…! La reina Etheldredda…

Jenna se despertó de golpe, al recordar el motivo de su mal presentimiento. Le hubiera gustado no sentirlo.

De repente, Septimus recordó algo: su práctica de predicción. Se sentó, con los rizos pajizos de punta y una mirada de pánico en los brillantes ojos verdes.

—Tengo que irme, Jen, o llegaré tarde. Sabía que iba a pifiarla.

—¿Pifiar qué?

—Mi práctica de predicción. Lo sabía.

—Bueno, entonces, está bien, ¿no? —Jenna se sentó y sonrió—. Supongo que has aprobado.

—No creo que funcione así, Jen —dijo Septimus apesadumbrado—. Al menos no con Marcia. Será mejor que me marche.

—Mira, Sep —dijo Jenna—. Todavía no puedes irte. Antes tienes que venir a ver algo. Lo prometí.

—¿Lo prometiste? ¿Qué quieres decir con eso?

Jenna no respondió. Se levantó despacio y plegó con cuidado la manta de ganchillo. Septimus sorprendió una mirada turbia y nerviosa en sus ojos y decidió no forzar las cosas.

—Bueno, no te preocupes —dijo, saliendo a regañadientes de su improvisada cama—. Primero veré eso y luego me iré. Si me doy prisa puedo hacerlo.

—Gracias, Sep.

Mientras Jenna y Septimus cerraban la puerta del saloncito de Sarah Heap, el fantasma de la reina Etheldredda descendió a través del techo con una expresión de satisfacción en sus afilados rasgos. Se acomodó en el sofá, cogió el librito que Sarah había dejado sobre la mesa y, con fascinado desagrado, empezó a leer El verdadero amor nunca miente.

Septimus y Jenna avanzaban por el largo paseo, un anchuroso pasillo que recorría el Palacio longitudinalmente, como una columna vertebral. Estaba desierto a la tenue luz de la mañana, pues los criados de Palacio estaban tranquilamente ocupados en otros lugares preparando las cosas del día, y los diversos Antiguos que deambulaban por el largo paseo de noche se habían quedado dormidos con la luz de las primeras horas del día. Algunos estaban recostados en las entradas, otros roncaban con satisfacción en algunos de los sillones comidos por las polillas, que estaban diseminados a lo largo del paseo para que se sentaran en ellos quienes encontrasen la distancia demasiado larga para recorrerla de un tirón.

Una raída alfombra roja que cubría las viejas losas de piedra se extendía como un ancho sendero delante de Jenna y Septimus.

A Jenna siempre le parecía que el largo camino duraba una eternidad, aunque ahora era más interesante que antaño, desde que su padre, Milo Banda, trajo todo tipo de extraños y peculiares tesoros de los Países Lejanos y los colocó en sus nichos y alcobas vacías. De hecho, Milo había quedado tan contento con lo que llamó «alegrar el lugar» que pronto emprendió otro viaje para volver a traer más tesoros.

Cuando pasaron por lo que a Jenna le parecía una sección particularmente extraña —el área donde Milo exhibía ciertas cabezas reducidas de las islas caníbales de los Mares del Sur—, Septimus se demoró, fascinado.

—Vamos, Sep —le reprendió Jenna—. No te pares aquí, este lugar me da grima.

—No son las cabezas las que dan grima, Jen. Es ese cuadro. ¿No es la vieja Etheldredda?

Era una imponente pintura de tamaño natural. Los angulosos rasgos de la reina Etheldredda miraban a Jenna y a Septimus con su habitual expresión, captada con exactitud por el artista. La reina posaba con altivez contra el telón de fondo del Palacio.

Jenna se estremeció.

—Papá lo encontró en una habitación sellada del desván —susurró como si el retrato pudiera oírlos—. Lo sacó porque dijo que asustaría a su nueva colonia de Patifichas. Voy a pedirle que lo vuelva a dejar donde estaba.

—Cuanto antes mejor —dijo Septimus—. Antes de que asuste a las cabezas reducidas.

Al cabo de unos minutos, Septimus y Jenna se encontraban al otro lado de la Habitación de la Reina, en el piso de arriba de la torreta que se alzaba en un extremo del Palacio. Una alta puerta dorada con hermosos dibujos de color verde esmeralda brillaba en los polvorientos haces de los primeros rayos de sol. Jenna sacó una gran llave esmeralda y dorada del cinturón de piel que llevaba ceñido sobre su fajín dorado. Con cuidado, introdujo la llave en la cerradura que estaba en medio de la puerta.

Septimus retrocedió y observó a Jenna introducir la llave en lo que para él era una pared completamente desnuda y bastante agrietada. No le sorprendió, pues Septimus sabía que no podía ver la puerta de la Habitación de la Reina. Sólo aquellos que eran descendientes de la reina podían verla.

—Te esperaré aquí, Jen —dijo Septimus.

—No, Sep, no me esperarás, vendrás conmigo.

—Pero… —protestó Septimus.

Jenna no dijo nada; giró la llave y se hizo a un lado mientras la puerta descendía como un puente levadizo. Luego cogió a Septimus de la mano y lo arrastró hacia lo que a él le parecía una pared extraordinariamente sólida y muy dura.

Septimus se resistía.

—Jen, sabes que no puedo entrar ahí.

—Sí puedes, Sep. Yo puedo conducirte hasta adentro. Ahora cógeme fuerte de la mano y sígueme.

Jenna tiró de Septimus hacia delante. Él la vio desaparecer en la pared hasta que sólo fue visible la mano que tenía extendida detrás de ella, agarrada a la suya. Era una de las cosas más extrañas que Septimus había visto en su vida, e instintivamente, se frenó, pues no deseaba ser arrastrado a través de una pared, ni siquiera por Jenna. Pero un impaciente impulso tiraba de él, de modo que su nariz estaba precisamente contra la pared, no, estaba dentro de la pared. Otro insistente tirón y, de pronto Septimus se encontró en la Habitación de la Reina.

Al principio, Septimus apenas podía ver nada, pues no había ventanas y la habitación estaba iluminada por un pequeño fuego de carbón. Pero cuando sus ojos se acostumbraron a la semipenumbra, Septimus se sorprendió. La habitación era mucho más pequeña de lo que esperaba; en realidad, era muy exigua. Estaba amueblada con mucha sencillez, sólo con una cómoda butaca y una gastada alfombra frente al fuego. Lo único interesante que captó la mirada de Septimus fue un viejo armario empotrado en la curva de la pared donde podía leerse en unas familiares letras doradas: POCIONES INESTABLES Y VENENOS PARTICULARES. Era idéntico al armario que tía Zelda tenía en su casa de los marjales Marram, y a Septimus le entraron ganas de comer uno de los bocadillos de col de tía Zelda.

Ni Septimus ni Jenna podían ver a la ocupante de la butaca junto al fuego: el fantasma de una joven mujer. La joven mujer se volvió hacia sus visitantes y contempló a Jenna con una expresión embelesada. Alrededor de su largo y oscuro cabello, el fantasma llevaba una diadema de oro, idéntica a la que llevaba Jenna. Vestía las ropas rojas y doradas de una reina, que estaban muy manchadas de sangre encima del corazón. Después de contemplar a Jenna hasta cansarse, la reina dirigió la mirada hacia Septimus, fijándose en la túnica y la capa verde de aprendiz, los brillantes ojos verdes y, en particular, en el cinturón de plata de aprendiz extraordinario. Aparentemente satisfecha de que Septimus fuera un compañero adecuado para su hija, la joven mujer se relajó otra vez en su asiento.

—¡Qué sensación más rara! —susurró Septimus, mirando la butaca, aparentemente vacía.

—Lo sé —respondió Jenna en voz baja.

Tras recordar lo que Etheldredda le había dicho, miró alrededor de la habitación, con la esperanza de ver el fantasma de su madre. Creyó ver un débil destello en la butaca, pero cuando volvió a mirar, no había nada. Y sin embargo… Jenna apartó de su cabeza los pensamientos sobre su madre.

—Vamos —le dijo a Septimus.

—¿Adónde vamos, Jen?

—Al armario de tía Zelda.

Jenna abrió la puerta del armario y esperó a Septimus.

—¡Oh, vaya!, ¿vas a llevarme a ver a tía Zelda?

—Deja de hacer preguntas, Sep —soltó Jenna con algo de brusquedad.

Septimus parecía sorprendido, pero la siguió dentro del armario y Jenna cerró la puerta tras ellos. La joven de la butaca sonrió feliz al creer que su hija iba a pasar a través de la Vía de la Reina para ver a la conservadora de los marjales Marram. La madre de Jenna pensó que sería una buena reina, cuando llegara el momento.

Pero lo que su madre no sabía es que Jenna no iba a los marjales Marram. En cuanto cerró la puerta detrás de Septimus, Jenna susurró:

—No vamos a ver a tía Zelda.

—¡Ah! —Septimus parecía contrariado. Y luego dijo—: ¿Por qué hablas tan bajito?

—Chist. No lo sé. Hay una trampilla en algún lado, ¿la ves, Septimus?

—¿Tú tampoco sabes adónde vamos? —preguntó.

—No. Mira, ¿puedes iluminar aquí con tu anillo? Espero que sea el mismo lugar que la trampilla de tía Zelda.

—Estás muy misteriosa, Jen —dijo Septimus alumbrando con el anillo dragón, para que el fulgor iluminara el suelo.

Con toda seguridad, la trampilla del Armario de Pociones Inestables y Venenos Particulares de la reina era en realidad el mismo lugar que el de tía Zelda. Jenna levantó una gruesa anilla de oro que estaba cuidadosamente escondida (la de tía Zelda era sólo de bronce) y tiró de ella. La trampilla se levantó fácil y silenciosamente, y Jenna y Septimus miraron con precaución en el interior del agujero.

—¿Y ahora qué? —susurró Septimus.

—Tenemos que bajar —respondió Jenna.

—¿Adónde? —preguntó Septimus, que empegaba a sentirse algo inquieto.

—Al vestidor. Es la habitación de abajo. ¿Voy yo primera?

—No —dijo Septimus—, déjame ir a mí delante, por si acaso… y, bueno, tengo la luz del anillo.

Septimus se deslizó por la trampilla y, en lugar de la vieja y desvencijada escalera de madera que bajaba desde la trampilla de tía Zelda, encontró una fina escalera de plata con peldaños afiligranados y una barandilla de caoba pulida a cada lado. Bajó de espaldas, pues los escalones eran tan empinados como la escalera de un barco, y gritó a Jenna:

—Está bien, Jen. Creo.

Las botas de Jenna aparecieron por la trampilla y Septimus bajó los escalones y la esperó al final. Cuando Jenna saltó desde el último peldaño de plata y sus pies tocaron el fino suelo de mármol, dos grandes velas al pie de la escalera prendieron su llama.

—Uau —dijo Septimus, impresionado—. Es un poco más bonita que la habitación de arriba, Jen.

El vestidor de la reina era más que bonito; era opulento. Era más grande que la habitación del piso de arriba, pues la torreta se ensanchaba en el piso de abajo. Las paredes estaban forradas con láminas de oro bruñido que, aunque se había oscurecido con el paso de los siglos, brillaba en todo su esplendor a la luz de las velas.

En la pared que daba a la escalera de plata había un viejo espejo con un elaborado marco de oro, pero parecía de poco uso, pues gran parte del azogue se había estropeado tras años de humedad. El espejo estaba oscurecido y sólo mostraba un reflejo borroso de la luz de las velas.

A lo largo de las paredes había sólidos ganchos de plata, cada uno de una forma diferente e intrincada. Uno tenía forma de cuello de cisne; otro estaba hecho con las iniciales entrelazadas de una reina muerta hacía ya mucho tiempo y su alma gemela. Algunos ganchos estaban vacíos y otros tenían túnicas y mantos colgando de ellos, reflejando los distintos estilos que habían imperado durante los siglos anteriores, pero todos en los tradicionales colores, rojo y oro, que siempre habían llevado las reinas del Castillo. Lo que asombró a Jenna —aunque Septimus no lo notó— fue que ninguna de las prendas tuviera nada de polvo. Todas parecían tan nuevas y limpias como si acabaran de salir de la costurera de Palacio.

Embelesada, pues le encantaban los ricos tejidos, Jenna caminó por la habitación, pasando los dedos por los vestidos y exclamando:

—Son tan suaves, Sep… ¡oh, toca éste!, la seda es tan delicada… y mira este ribete de piel, es aún mejor que la capa de invierno de Marcia, ¿verdad?

Jenna había cogido una capa de exquisita lana de un gancho de plata con esmeraldas engarzadas retorcido en forma de J. Se la puso sobre los hombros; era una capa preciosa, suave y ligera, ribeteada de piel granate. Le sentaba perfectamente. Sin ganas de volver a dejarla en su solitario gancho, Jenna se abrochó los cierres de oro y se envolvió en la capa. Le recordaba la capa azul de Lucy Gringe, que Jenna había llevado no hacía tanto tiempo y le había regalado a una sorprendida Lucy.

—Mira, me sienta perfectamente. Es como si la hubieran hecho para mí. Y mira, el regalo de Nicko le viene de perlas.

Jenna se abrochó la capa con el broche de oro, también en forma de J, que Nicko había comprado a un mercader del Puerto y se lo había regalado para su último cumpleaños.

—Muy bonita, Jen —dijo Septimus, a quien la ropa no despertaba el más mínimo interés y pensaba que el vestidor era un poco opresivo—. Oye, ¿no sería mejor que me enseñaras lo que me querías enseñar?

Jenna aterrizó con un sobresalto. Durante unos momentos se había olvidado de la malvada reina Etheldredda. Señaló el espejo oscuro.

—Eso es, Sep. Ahora tienes que mirarte en él. Eso es lo que he prometido.

Septimus parecía recelar.

—¿Prometido a quién?

—A la reina Etheldredda —susurró Jenna afligida—. Anoche. Me estaba esperando detrás de la puerta.

—¡Oh! —murmuró Septimus—. Ya veo. Pero pueden suceder cosas raras al mirarse en un espejo, Jen. Sobre todo en uno antiguo. No creo que deba hacerlo.

—Por favor, Sep —suplicó Jenna—. Por favor, mírate en él. Por favor.

—¿Por qué? —Septimus vio la expresión de pánico en la cara de Jenna—. Jen… ¿cuál es el problema?

—Porque si no, ella…

—¿Ella qué?

Jenna palideció.

—Ella invertirá el reclamo. A media noche. Te ahogarás esta noche, a medianoche.