Snorri Snorrelssen
S norri Snorrelssen guiaba río arriba su barcaza mercante, por las tranquilas aguas, hacia el Castillo. Era una tarde neblinosa de otoño y Snorri se sintió aliviada de haber dejado atrás las turbulentas aguas de la marea que bañaban el Puerto. El viento se había aplacado pero aún soplaba la suficiente brisa para inflar la enorme vela de la barcaza —que se llamaba Alfrún, como su madre y anterior propietaria— y permitirle pilotar con seguridad la barca mientras bordeaba la Roca del Cuervo y ponía rumbo al muelle, justo más allá del Salón de Té y Cervecería de Sally Mullin.
Dos jóvenes pescadores, no mucho mayores que la propia Snorri, acababan de regresar de un día de excelente captura de arenque y agarraron de buena gana los pesados cabos de cáñamo que Snorri Snorrelssen lanzó a tierra. Ansiosos por demostrar sus habilidades, los amarraron alrededor de dos grandes postes del muelle y trincaron el Alfrún. Los pescadores le dieron, también de buena gana, toda clase de consejos sobre cómo arriar la vela y cuál era la mejor manera de estibar los cabos, consejos que Snorri ignoró, en parte porque apenas comprendía lo que le estaban diciendo, pero sobre todo porque nadie le decía a Snorri Snorrelssen lo que tenía que hacer; nadie, ni siquiera su madre. En especial su madre.
Snorri, alta para su edad, era delgada, fibrosa y sorprendentemente fuerte. Con la facilidad que da la práctica a quien ha pasado las dos últimas semanas surcando el mar en solitario, Snorri arrió la gran vela de lona y plegó el pesado tejido; luego enrolló los cabos en pulcros rollos y aseguró el timón. Consciente de que los pescadores la observaban, Snorri cerró la escotilla de la bodega de abajo, que estaba llena de pesados fardos de grueso tejido de lana, sacos de especias variadas para encurtidos, grandes barriles de pescado en salmuera y unas botas de piel de reno especialmente refinadas. Al final —haciendo caso omiso de las ofertas de ayuda—, Snorri tendió la plancha y desembarcó dejando a Ullr, su pequeño gato anaranjado con cola de motas negras, para que merodeara por la cubierta y mantuviera a raya a las ratas.
Snorri llevaba en el mar más de dos semanas y tenía ganas de pisar otra vez tierra firme, pero mientras caminaba por el muelle se sintió como si aún estuviera a bordo del Alfrún, pues el malecón parecía moverse bajo sus pies al igual que le ocurría en la vieja barcaza. Los pescadores, que ya se habían ido a casa con sus respectivas madres, estaban sentados sobre una pila de viejas nansas para langostas.
—Buenas noches, señorita —la saludó uno de ellos.
Snorri lo ignoró. Ya había llegado al final del muelle y enfilaba el trillado camino que conducía a un gran pontón nuevo sobre el que se había construido el próspero café. Era un edificio de madera de dos pisos, muy elegante, con ventanas largas y bajas que daban al río. El café parecía invitar a entrar en el helado aire de primera hora de la noche, con una cálida luz amarilla que procedía de las lámparas de aceite que colgaban del techo. Mientras Snorri cruzaba la pasarela que daba al pontón, apenas podía creerlo, por fin estaba allí: en el legendario Salón de Té y Cervecería de Sally Mullin. Emocionada, pero muy nerviosa, Snorri abrió la puerta del café y casi tropezó con una larga hilera de cubos para incendios llenos de arena y agua.
En el café de Sally Mullin predominaba el ruido de fondo de las conversaciones distendidas, pero en cuanto Snorri cruzó el umbral de la puerta cesó el bullicio, como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Casi al unísono, los clientes dejaron sus bebidas y contemplaron a la joven extranjera ataviada con las vestiduras características de la Liga Hanseática, a la que pertenecían los Mercaderes del Norte. Snorri sintió cómo se sonrojaba y deseó con todas sus fuerzas no hacerlo, pero avanzó hacia la barra, decidida a pedir uno de los pasteles de cebada de Sally y media pinta de la cerveza Springo especial, de la que tanto había oído hablar.
Sally Mullin, una mujer bajita y oronda con la misma cantidad de pecas que de harina de cebada en las mejillas, salió afanosamente de la cocina. Al ver las vestiduras de color grana de un Mercader del Norte y la típica cinta de cuero en la frente, hizo una mueca.
—Aquí no servimos a Mercaderes del Norte —le espetó.
Snorri parecía perpleja. No estaba segura de haber comprendido lo que Sally había dicho, aunque podía afirmarse que no le estaba dando precisamente la bienvenida.
—Ya has visto el cartel en la puerta —dijo Sally cuando Snorri no dio muestras de tener la intención de marcharse—. MERCADERES DEL NORTE NO. No eres bienvenida aquí, no en mi café.
—Es sólo una chiquilla, Sal —gritó alguien—. Dale a la muchacha una oportunidad.
Entre los otros clientes hubo un murmullo general de aprobación. Sally Mullin miró a Snorri con detenimiento y su expresión se ablandó. Tenían razón; era sólo una muchacha, de unos dieciséis años como mucho, pensó Sally. Tenía el cabello rubio clarísimo, casi blanquecino, y los ojos azules transparentes de la mayoría de los Mercaderes del Norte, pero no tenía esa mirada endurecida que Sally se estremecía al recordar.
—Bueno… —dijo Sally, rectificando—, supongo que se está haciendo de noche y no voy a ser yo quien eche a una jovencita sola con tanta oscuridad como hay ahí afuera. ¿Qué tomará, señorita?
—Yo… tomaré… —Snorri tartamudeaba como si se esforzara en recordar la gramática. Era: ¿tomaré o pediré?—. Tomaré una porción de su mejor pastel de cebada y media pinta de la cerveza Springo especial, por favor.
—Springo especial, ¿eh? —gritó alguien—. Esta chiquilla comparte mis gustos.
—Cállate, Tom —le reprendió Sally—. Sería mejor que probaras primero la Springo normal —le dijo luego a Snorri.
Sally sirvió la cerveza en una gran jarra de porcelana y la empujó por la barra hasta la chica. Snorri dio un sorbo de prueba y puso cara de asco. A Sally no le sorprendió. La Springo tenía un sabor que se adquiría con el tiempo y a muchos jóvenes les parecía repugnante; de hecho la propia Sally, en otro tiempo, la encontró bastante asquerosa. Sally sirvió a Snorri una jarra de limón con miel y la puso en una bandeja con una gran porción de pastel de cebada. La chica parecía tener buen saque. Snorri le dio a Sally un florín de plata, para sorpresa de Sally, y recogió el cambio en forma de una gran montaña de peniques. Luego se sentó a una mesa vacía junto a la ventana y miró cómo el río se iba sumiendo en las sombras.
Se reanudaron las conversaciones en el café y Snorri soltó un suspiro de alivio. Entrar sola en el café de Sally Mullin había sido lo más difícil que había hecho en su vida. Más difícil que sacar al Alfrún del agua por primera vez, más difícil que comprar todas esas mercancías que ahora estaban en la bodega del Alfrún con el dinero que había ahorrado durante años, y mucho, mucho más difícil que cruzar el gran Mar del Norte que separaba la tierra de los Mercaderes del Norte de la tierra del Salón de Té y Cervecería de Sally Mullin. Pero lo había hecho; Snorri Snorrelssen seguía los pasos de su padre, y nadie podría detenerla. Ni siquiera su madre.
Esa misma noche, más tarde, Snorri regresó al Alfrún. La recibió Ullr con su aspecto nocturno. El gato emitió un largo y grave gruñido de bienvenida y siguió a su dueña por toda la cubierta. Snorri se sentía tan llena de pastel de cebada que apenas podía moverse, y se sentó en la proa, en su lugar favorito, acariciando el Ullr Nocturno, ahora convertido en una esbelta y poderosa pantera, negra como la noche, con ojos verdes como el mar y una cola con motas anaranjadas.
Snorri estaba demasiado emocionada para poder dormir. Se sentó con el brazo extendido sobre la cálida y sedosa piel de Ullr, mirando en la oscuridad la negra extensión del río en dirección a las riberas de los labrantíos. Más tarde, cuando la noche se hizo más fría, se envolvió en un trozo de tela de muestra del grueso tejido de lana que planeaba vender —y a un buen precio— en la Lonja de los Mercaderes, que empezaba al cabo de dos semanas. Sobre su regazo tenía un mapa del Castillo que mostraba cómo llegar hasta la plaza de la lonja; y escritas en el dorso del mapa, instrucciones detalladas de cómo obtener una licencia para poner un tenderete, y todo tipo de normas y reglamentos sobre compra y venta. Snorri encendió la lámpara de aceite que había subido del camarote pequeño y se arrellanó para leer las normas y los reglamentos. Ahora el viento había cesado y la fina llovizna de primera hora de la noche se había extinguido; el aire era fresco y limpio, y Snorri respiró los olores de la tierra, tan diferentes y extraños de los que estaba acostumbrada.
A medida que avanzaba la noche, pequeños grupos de clientes empezaron a salir del café de Sally hasta poco después de medianoche, cuando Snorri vio a Sally apagar las lámparas de aceite y cerrar la puerta con llave. Snorri sonrió de felicidad. Ahora tenía el río para ella sola; bueno, para ella, Ullr y el Alfrún, para ellos solos en la noche. Mientras la barca cabeceaba ligeramente en la marea saliente, a Snorri se le cerraban los ojos. Dejó a un lado la tediosa lista de pesos y medidas permitidos, se arrebujó en la tela de lana y miró hacia el otro lado del río por última vez antes de bajar a su camarote. Y entonces lo vio.
Un barco largo y desvaído, perfilado en una luz verdosa, se acercaba bordeando la Roca del Cuervo. Snorri se sentó muy tiesa y observó el barco avanzar lenta y silenciosamente por en medio del río, aproximándose cada vez más al Alfrún. Mientras se acercaba, Snorri lo vio resplandeciente a la luz de la luna y un escalofrío la sacudió hasta la médula, pues Snorri Snorrelssen, vidente de espíritus, sabía exactamente qué era lo que estaba mirando: un barco fantasma. Snorri silbó entre dientes, pues nunca había visto un barco como aquél. Estaba acostumbrada a ver los restos del naufragio de viejos barcos de pesca pilotados por sus patrones ahogados, que buscaban eternamente un puerto seguro. De vez en cuando, veía el fantasma de un drakkar guerrero, que volvía con dificultad a casa después de una feroz batalla, y, en una ocasión, había visto el espectral velero de un rico mercader, con un tesoro rebosando por el ojo de buey del costado, pero nunca había visto una barcaza real completa, con el fantasma de su reina y todo.
Snorri se puso de pie, sacó su catalejo de espíritus, que le había dado la hechicera del Palacio de Hielo, y lo dirigió hacia la aparición que surcaba las aguas sin hacer ruido, impulsada por ocho fantasmales remeros. La barcaza estaba engalanada con estandartes que ondeaban en un viento que había muerto hacía mucho tiempo; pintada con volutas de oro y plata y cubierta por un lujoso baldaquino rojo, tendido sobre ornados pilares de oro. Bajo el baldaquino se sentaba una figura alta y erecta que miraba fijamente hacia delante. Con la barbilla afilada sobre una alta gorguera almidonada, llevaba una corona sencilla y lucía un peinado decididamente anticuado: dos trenzas enrolladas alrededor de las orejas. Junto a ella se sentaba una criatura pequeña y casi calva, que Snorri confundió con un perro particularmente horrible, hasta que vio su larga y serpentina cola enroscada alrededor de uno de los pilares de oro. Snorri observó cómo pasaba el barco fantasma y sintió un escalofrío, pues había algo diferente, algo sustancial, en sus ocupantes.
Snorri apartó el catalejo y subió por la escotilla hasta el camarote, dejando a Ullr de guardia en la cubierta. Colgó la lámpara de un gancho que salía del techo del camarote y la tenue luz de la lámpara hizo el camarote más cálido y acogedor. Era pequeño, pues la mayor parte del espacio de la barcaza mercante estaba ocupada por la bodega, pero a Snorri le encantaba. El camarote estaba recubierto de aromática madera de manzano que su padre, Olaf, había llevado a casa como regalo para su madre y estaba preciosamente trabajada, pues su padre había sido un hábil ebanista. En el costado de estribor había una litera que se convertía en sofá durante el día. Bajo la litera había unos pulcros armarios donde Snorri guardaba todos los trastos del camarote, y encima de la litera había una larga estantería donde Snorri guardaba las cartas de navegación enrolladas. En el costado de babor había una mesa plegable, una serie de cajones de madera de manzano y una pequeña y panzuda cocina de hierro de la que partía una chimenea hacia el techo del camarote. Snorri abrió la puerta de la cocina y un débil resplandor rojo salió de las ascuas agonizantes.
Muerta de sueño, Snorri subió a la litera, se arropó con la colcha de piel de reno y se acurrucó para dormirse. Sonrió de felicidad. Había sido un buen día, aparte de la visión de la reina fantasma. Pero sólo había un fantasma que Snorri quería ver, y ése era el fantasma de Olaf Snorrelssen.