Prólogo:

el retrato del desván

S ilas Heap, mago ordinario, está a punto de abrir la pequeña puerta de una habitación sellada, que ha descubierto en un rincón oscuro y polvoriento del desván de Palacio, en compañía de Gringe, el guardián de la Puerta Norte.

—¿Lo ves, Gringe? —dice Silas—, es el lugar perfecto. Mis Patifichas nunca podrán escapar de aquí. Las guardaré aquí selladas.

Gringe no está seguro. Hasta él sabe que es mejor dejar en paz las habitaciones selladas de los desvanes.

—Esto no me gusta, Silas. Parece rara. Además, que hayas tenido la suerte de encontrar una nueva colonia de Patifichas debajo del suelo de madera no significa que se queden aquí.

—Claro que se quedarán si están selladas dentro, Gringe —dice Silas, apretando la caja de preciosas Patifichas recién encontradas—. Estás tramando algo porque no has sido capaz de engatusar a este puñado para que se fueran contigo.

—Tampoco tenté al último puñado de Patifichas, Silas Heap. Vinieron por decisión propia. No pude hacer nada para que ocurriera.

Silas ignora a Gringe. Intenta recordar cómo se hace un hechizo para abrir.

Gringe da impacientes golpecitos con el pie.

—Date prisa, Silas, tengo que volver a la puerta. Lucy está muy rara estos días y no quiero dejarla sola mucho tiempo.

Silas Heap cierra los ojos para poder pensar mejor. Entre dientes, para que Gringe no pueda oír del todo lo que dice, Silas canta el encantamiento de cerrar al revés tres veces y acaba con el de abrir. Abre los ojos y descubre que no ha pasado nada.

—Me voy —le dice Gringe—. No puedo haraganear como un gandul todo el día. Algunos tenemos trabajo que hacer.

De repente, la puerta de la habitación sellada se abre con un gran estruendo. Silas está radiante.

—Lo ves… yo sé lo que hago. Soy un mago, Gringe. ¡Uf! ¿Qué ha sido eso?

Una gélida ráfaga de viento atraviesa a Silas y a Gringe, quitándoles el aire de los pulmones y provocándoles a ambos un ataque de tos.

—¡Qué frío!

Gringe siente un escalofrío y se le pone la piel de gallina en los brazos. Silas no responde, ya ha entrado en la habitación abierta y trata de decidir, el mejor lugar para guardar su colonia de Patifichas. A Gringe le vence la curiosidad y entra cautelosamente en la habitación. Es pequeña, poco más que un armario. Aparte de la luz de la vela de Silas, la habitación permanece a oscuras, pues la única ventana que hubo en otro tiempo ahora está tapiada. No hay nada más que un espacio vacío, con un polvoriento suelo de madera y paredes de yeso desconchadas. Pero no está —como de repente nota Gringe— completamente vacía. En la penumbra del fondo de la pequeña habitación, apoyado contra la pared, hay un enorme retrato al óleo, tamaño natural, de una reina.

Silas mira el retrato. Es una fiel reproducción de una de las reinas que en tiempos remotos tuvo el Castillo. Sabe que es antiguo porque ciñe la verdadera corona, la que se perdió hace muchos siglos. La reina tiene una nariz afilada y puntiaguda y lleva el cabello recogido en dos rodetes alrededor de las orejas, como si fueran unas orejeras. Pegada a sus faldas hay un Aie-Aie, una horrible criaturita con cara de rata, uñas afiladas y una larga cola de serpiente. Contempla a Silas con ojos redondos y rojos, como si quisiera morderle con su único diente, largo y afilado como un estilete. La reina también mira hacia fuera del cuadro, con una expresión de majestuosa desaprobación. Mantiene la cabeza erguida, apoyada en una gorguera almidonada bajo la barbilla, sus penetrantes ojos se reflejan en la luz de la vela de Silas y parecen seguirlos a todas partes.

Gringe siente un escalofrío.

—No me gustaría toparme con ella en una noche oscura.

Silas piensa que Gringe tiene razón, a él tampoco le gustaría toparse con ella en una noche oscura, ni tampoco a sus preciosas Patifichas.

—Ella tendrá que irse —dice Silas—. No voy a dejar que asuste a mi colonia de Patifichas antes de que se hayan estrenado siquiera.

Pero lo que Silas no sabe es que ella ya se ha ido. En cuanto abrió la habitación, los fantasmas de la reina Etheldredda y su criatura salieron del retrato, abrieron la puerta y, con las puntiagudas narices muy erguidas, se escabulleron rápidamente, ante Silas y Gringe. La reina y su Aie-Aie no les prestaron atención, pues tenían cosas más importantes que hacer, y por fin eran libres para hacerlas.