Cosas que te gustaría saber sobre…

La reina Etheldredda

y el retrato del desván

C uando la reina Etheldredda se cayó al río, no se molestó en intentar salvarse, ¿por qué iba a hacerlo? Estaba dispuesta a embarcarse hacia la vida eterna allí mismo. Se tumbó mirando la superficie del agua, y pronto empezó a preguntarse por qué se sentía tan extraña: un poco hueca y no del todo allí. Cada vez más impaciente, observaba el fondo de la barcaza real, mientras el barquero aguardaba durante horas, sin atreverse a zarpar por si la perdía.

Lentamente empezó a caer en la cuenta de que la poción de Marcellus no había funcionado; no era más que un fantasma común. Sin ser consciente de que la poción había funcionado hasta cierto punto y que, de hecho, era un espíritu sustancial —pues al principio es difícil notar la diferencia—, Etheldredda se quedó tumbada bajo el agua, observando la cambiante superficie, hecha una furia.

Etheldredda estaba perdiendo la paciencia cuando por fin Marcellus Pye localizó a su madre. Y así fue cómo, trece días después de que se hubiera caído al agua y se hubiera ahogado, su hijo convocó a la reina Etheldredda a media noche. Como un corcho que se destapa de una botella, así salió Etheldredda de las aguas negras del río y, sin dejar de patalear y vociferar, voló por el helado aire de la noche atravesando copos que convirtieron sus entrañas llenas de agua en hielo. Sin dejar de protestar, fue llevada a una pequeña habitación oculta bajo el alero, donde la esperaban Marcellus Pye y Julius Pike, el mago extraordinario. Allí, entre las túnicas negras y rojas del alquimista y la capa púrpura del mago, Etheldredda vio el retrato de tamaño natural de ella y su Aie-Aie.

Etheldredda sabía lo bastante de Magia para darse cuenta de lo que estaba a punto de suceder, pero no podía hacer nada. A pesar de sus pataletas y mordiscos, sus pellizcos y arañazos, Julius Pike y Marcellus Pye arrastraron al espíritu sustancial de Etheldredda hasta su imagen del cuadro, donde se unió al Aie-Aie, que Marcellus había capturado y matado el día anterior.

Pusieron el retrato contra la pared y sellaron la habitación. Y allí se quedaron ella y el Aie-Aie, hasta que Silas Heap deselló la habitación quinientos años más tarde.

La princesa Esmeralda

Después de sellar a Etheldredda en el retrato y asegurarse de que su espíritu no podía hacerle ningún daño a Esmeralda, Marcellus fue por la Vía de la Reina y le contó la noticia a la princesa. Al principio, Esmeralda se alegró de que su madre ya no pudiera hacerle ningún daño, hasta que cayó en la cuenta de que su madre estaba en realidad muerta. Y luego, Esmeralda pasó largo tiempo vagando por los marjales Marram, pensando en su madre y sus hermanas muertas. Se negó a volver al Castillo y pasó los años de la adolescencia con Broda. Pero, cuando llegó el momento, Esmeralda volvió y ocupó su legítimo lugar como reina.

Esmeralda se esforzó en ser una buena gobernante, aunque nunca se libró de la desazón de tener a la reina Etheldredda como madre. Se casó con un apuesto y formal granjero de la granja de manzanas que había justo al otro lado del puente de dirección única y tuvieron dos hijas, Daisy y Boo, que a su vez se convirtieron en reinas, pues Daisy tuvo cinco hijos pero ninguna hija.

Después del gran desastre de la Alquimia, cuando durante siete días y siete noches ayudó a Marcellus a sellar los Túneles de Hielo, Esmeralda empezó a sufrir unas jaquecas que la obligaron a pasar la mayoría del tiempo en su saloncito, al fondo de Palacio, con las cortinas corridas, mientras la competente princesa Daisy se ocupaba del gobierno del Palacio.

Las coronas

Desde que hubo reinas en el Castillo, la verdadera corona había agraciado sus cabezas. Se decía que estaba hecha del más delicado y mágico oro que se hubiera conocido jamás: el hilo de oro que tejían las arañas de Aurum. Ciertamente es anterior a Hotep-Ra, fundador de la Torre del Mago. Pero con la muerte de Etheldredda, la verdadera corona se perdió y la predicción de Etheldredda se hizo realidad: Esmeralda nunca ciñó la verdadera corona.

Pero a Esmeralda no le importaba. La verdadera corona había desaparecido, y ¡qué le fuera bonito! Esmeralda quería una brillante corona nueva para ella, a la moda del momento, que era un poco sobrecargada.

Esmeralda era digna hija de su madre, y, lo que quería, lo conseguía. Fue coronada en el Salón del Trono de Palacio, un día lluvioso del solsticio de verano y luego, resplandeciente con su corona nueva, se fue a ver a la nave Dragón. El dragón enarcó una ceja al ver tantos diamantes y piedras preciosas, pero no dijo nada. Durante un tiempo, Esmeralda no se separó de su corona y la llevaba a todas partes, hasta que le entró dolor de nuca y se la quitaba a regañadientes cuando se iba a dormir.

Fue con esta corona con la que, muchos cientos de años más tarde, se fugó el custodio supremo, dejando a Jenna sin corona propia, hasta que la verdadera corona salió de la hoguera y otra vez encontró a su legítima propietaria.

El Aie-Aie

Etheldredda encontró al Aie-Aie en los jardines de Palacio cuando era una niña. La criatura había saltado de un barco después de darse cuenta de que el cocinero del barco planeaba guisarlo para cenar, como venganza por el mordisco que le había dado el Aie-Aie en el tobillo por la mañana. Más tarde, aquella misma noche, el cocinero empezó a delirar y la tripulación del barco se fue a la cama sin cenar. Tres semanas más tarde el cocinero murió, pues el Aie-Aie transmitía la Plaga a través del mordisco.

Etheldredda pronto se percató de ello y descubrió que el Aie-Aie era un arma de lo más útil. Su madre estaba aterrada con la nueva mascota, pero no se atrevió a hacer nada, pues Etheldredda (o Etheldredda, la Horrible, como se la conocía) quería el Aie-Aie, e incluso aunque sólo tuviera nueve años, lo que Etheldredda quería, Etheldredda lo conseguía.

El Aie-Aie fue una criatura longeva a pesar de los muchos intentos subrepticios de acabar con su vida por parte de numerosos criados de Palacio. Se decía que Etheldredda quería más al Aie-Aie que a sus propias hijas, lo cual sin duda era cierto.

El Petulante Tonel de Manteca

Aunque el Petulante Tonel de Manteca no se llamaba así cuando era niño, su nombre real era casi tan malo: Aloysius ¡Paraguas! Tyresius Dupont. Su segundo nombre fue un error del funcionario del registro en la ceremonia de bautizo, en respuesta a un bocinazo que dio su padre para ordenar a su madre que levantara el paraguas de su pie.

El joven Aloysius ¡Paraguas! era hijo único, y un sabihondo. Cuando tenía diez años, su madre, cansada de que le dijera cómo tenía que zurcirle correctamente las medias, buscó un trabajo para él en el Palacio como submensajero del cuarto secretario del cuidador de la cuña de la Puerta Real. Después de eso, no hubo quien parara a Aloysius ¡Paraguas!: se fue abriendo camino a través de la complicada jerarquía palaciega hasta convertirse en el cuidador de la cuña de la Puerta Real.

A los veinte años, Aloysius ¡Paraguas! fue ascendido a camarero segundo de la reina Etheldredda, después de que el camarero propiamente dicho quedara fuera de juego debido a una misteriosa intoxicación alimentaria, una de las muchas que había sufrido desde que Aloysius ¡Paraguas! empezara a sentarse a su lado en la cena semanal de los criados. El camarero nunca se recuperó del todo, y a Aloysius ¡Paraguas! se le ofreció el cargo a jornada completa. Aunque Aloysius ¡Paraguas! entonces ya era conocido como Petulante, no adquirió su apodo completo hasta que pasó otros tres años excediéndose con la comida de Palacio.

Cuando huyó de Palacio aterrorizado, después de pegar una bofetada a la reina Etheldredda, Aloysius ¡Paraguas! tomó el barco nocturno hasta el Puerto y zarpó en el primer buque que pudo encontrar. Pasó el resto de sus días en una pequeña ciudad de un País Lejano muy caluroso, donde trabajó como inspector de alcantarillado durante el día y se pasaba las noches planchando minuciosamente los harapientos restos de sus cintas de Palacio.

El Auténtico Espejo del Tiempo

En épocas antiguas había muchos Auténticos Espejos del Tiempo, pero con el paso de los siglos se perdieron, se destruyeron o —como el Espejo de Marcellus— se desintegraron bajo las fuerzas opuestas del tiempo. Cuando Marcellus Pye era un joven y prometedor alquimista, todos se habían perdido ya.

Marcellus leyó todo lo que pudo encontrar sobre los Espejos del Tiempo. Descubrió muchas cosas: que era necesario vincular dos Espejos, y que lo que le sucedía a uno también le sucedía al otro. También descubrió que cuando entras a través de uno, te encuentras en un lugar en el que no hay tiempo, y para ir a otra época debes salir a través del otro Espejo del par. Pero en ningún lugar pudo descubrir la fórmula secreta del tiempo.

Marcellus se obsesionó con descubrir la fórmula, y, después de tres años de investigaciones, tuvo un golpe de suerte. Una húmeda tarde de invierno, cuando se disponía a visitar a su madre, se tropezó con un antiguo texto enterrado bajo una pila de libros sucios en el fondo del Manuscriptorium. Marcellus memorizó la fórmula y de inmediato la quemó en la llama de la vela, pues no quería que nadie más descubriera su secreto. Pronto se arrepintió, pues los dos primeros Espejos no funcionaron como era debido. Simplemente te transportaban a través de una pared sólida, lo cual, aunque maravilloso, no era suficiente para Marcellus, cuya ambición era moverse libremente a través del tiempo.

Marcellus decidió que incluso así, aquellos Espejos podían ser útiles. Cerró cada uno de los Espejos de modo que sólo su llave pudiera controlarlos y les puso unos ornamentados marcos dorados. Le regaló uno a su madre como oferta de paz después de una de sus frecuentes peleas. Etheldredda no hizo ningún caso del Espejo; lo colocó en su vestidor y enseguida se olvidó de él. Fue por ese Espejo por el que Septimus fue arrastrado.

Marcellus dio el otro al jefe escriba del Manuscriptorium, que era un hombre presumido y le encantaba tener su propio espejo… un objeto increíblemente caro en aquellos días. No se percató de que Marcellus lo estaba usando para conseguir entrar en la Cámara Hermética. Aquél fue el Espejo por el que Jenna, Ullr y Septimus regresaron a su propia época.

Después de aquellas dos decepciones, Marcellus se encerró en su habitación y se hipnotizó a sí mismo, hasta que recordó el más mínimo detalle de la fórmula del Auténtico Espejo del Tiempo, o al menos eso creyó él. En una atrevida innovación, Marcellus fundió la pareja de Espejos juntos, y funcionó. El Auténtico Espejo del Tiempo era enorme, inmensamente frágil… y peligroso. Tras instalarlo en la Gran Cámara de la Alquimia y la Físika, Marcellus envió a numerosos escribas a través de él, pero ninguno regresó. Después de que sus mejores amigos desaparecieran a través del Espejo, Marcellus decidió no arriesgarse a usarlo él mismo y cerró las puertas.

Ahora Marcellus estaba cada vez más seguro de sí mismo. Empezó a experimentar. Quería algo ligero y transportable que pudiera usarse para reunir secretos de los alquimistas oscuros de las Tierras de las Largas Noches. Después de que transcurriera un auspicioso número de días —ciento sesenta y nueve (trece veces trece)— Marcellus logró construir con éxito dos Espejos emparejados. Guardó uno en el Castillo y, en secreto, envió el otro por mediación de la reina a su esposa, Broda Pye, dándole instrucciones de que lo llevara al Puerto. Marcellus viajó hasta el Puerto y supervisó la carga del Espejo en el buque, pero mientras dormía durante la primera noche a bordo, el Espejo fue descargado por el poco escrupuloso y endeudado capitán, y vendido a Drago Mills como un Espejo de lujo. Sin saber que había sido traicionado, Marcellus viajó hasta las Tierras de las Largas Noches y no descubrió el engaño hasta que vaciaron la bodega. Furioso, regresó al Puerto, intentó reclamar su propiedad y se encontró con que estaba embargada en el almacén número nueve. Por mucho que lo intentó, Marcellus no consiguió recuperarlo. Ese fue el Espejo a través del cual entraron Jenna, Nicko, Snorri y Ullr, y el que Escupefuego rompió.

El otro Espejo de la pareja, que Marcellus había guardado en la Gran Cámara de la Alquimia y la Físika, listo para llevarlo a cualquier época en la Tierra de las Largas Noches, no tenía ninguna utilidad para él. Marcellus lo quitó de la vista guardándolo, furioso, en un armario. Años más tarde, el armario llegó al Palacio, donde se usó como ropero de los subcocineros. Ese es el Espejo por el que Jenna, Nicko, Snorri y Ullr entraron en la época de Marcellus.

Después de aquello, Marcellus no hizo nunca más Espejos. Decidió que prefería el oro, al menos con el oro sabes adónde vas.

Hugo Tenderfoot

Hugo nunca olvidó a Septimus ni la temporada que Septimus pasó enseñándole pacientemente todo lo que había aprendido de Físika. Después de que sir Hereward lo acompañara a su casa y su madre se alegrara tanto de verlo, Hugo se dio cuenta de que su familia se preocupaba por él, y eso aumentó la confianza en sí mismo. Marcellus Pye encontró a Hugo leyendo un libro de Físika cuando se suponía que debía estar atendiendo la puerta, y, en lugar de enfadarse, tomó a Hugo como aprendiz. Hugo se convirtió en un físico de talento, aunque nunca consiguió curar las jaquecas de Esmeralda.

La madre de Snorri

Alfrún Snorrelssen procedía de una larga familia de mercaderes y estaba acostumbrada a los éxodos anuales de barcos y comerciantes al Pequeño y Húmedo País del Otro Lado del Mar. Cada año, después de la primera helada —y el hielo llegaba pronto en aquellas oscuras y septentrionales latitudes—, las barcazas de los mercaderes zarpaban cargadas de pieles, especias, lana, alquitrán, chucherías y baratijas. No regresaban hasta bien entrada la fiesta del Solsticio de Invierno. Alfrún Snorrelssen siempre sabía cuándo Olaf estaba a punto de regresar, y cuando se acercaba el momento, sus amigas empezaban a preguntarle: «Alfrún, Alfrún, ¿ves ya los barcos?». Y Alfrún siempre los veía, Pero el año en que Olaf Snorrelssen partió por última vez, cuando las amigas de Alfrún le preguntaron: «Alfrún, Alfrún, ¿ves ya los barcos?», ella negó con la cabeza. Incluso cuando la flota de barcazas mercantes apareció en el gris horizonte invernal, Alfrún seguía negando con la cabeza, pero esta vez con desesperación, pues sabía que su Olaf no regresaría nunca.

Alfrún puso a su bebé el nombre que Olaf había elegido para su hijo y por el que le había nombrado en sus Escrituras. No importaba que Olaf estuviera convencido de que su hijo sería un muchacho; Alfrún cumplió sus deseos y llamó Snorri a la niña.

Snorri creció rodeada de varias tías, tíos, abuelas y primos. Era una niña feliz y llena de vida, y sólo cuando cumplió trece años, y encontró las Escrituras de su padre en las que nombraba a Snorri su heredera para comerciar, empezó a sentirse insatisfecha. Snorri nunca había pensado demasiado en su padre, pero ahora anhelaba navegar por su ruta y seguir sus pasos por el Castillo del Pequeño y Húmedo País del Otro Lado de Mar y, sobre todo, beber Springo especial en el famoso Salón de Té y Cervecería de Sally Mullin. Y, como vidente, también anhelaba ver su fantasma.

Cuando Snorri le contó a su madre su intención de comerciar la temporada siguiente, a Alfrún Snorrelssen le pareció fatal. Le explicó a su hija los peligros del mar, le dijo que era demasiado joven para comerciar, que era una chica y las chicas no comercian y, además, ¿qué sabía Snorri del precio de la piel y de la calidad de la tela de lana?

Snorri no sabía nada, pero podía aprender. Y cuando su madre encontró un montón de Manuales de los Comerciantes escondidos debajo de su cama y los tiró a la estufa, Snorri cogió a Ullr y salió corriendo de su casita de madera del puerto y se fue al Alfrún. Su madre se imaginó dónde estaba y la dejó en paz, pensando que pasar una noche fría en una incómoda barcaza la ayudaría a entrar en razón y regresaría por la mañana. Pero por la mañana Snorri había zarpado con la marea. Con el viento norte en las velas pronto estuvo navegando costa abajo para recoger su primer cargamento como mercader. Alfrún Snorrelssen estaba destrozada; envió una canoa rápida de rescate en su persecución, pero esa mañana sopló un fuerte viento y, aunque los remeros de la canoa divisaron la barcaza, no pudieron alcanzarla. Su hija se había ido y Alfrún Snorrelssen no culpaba a nadie más que a sí misma.

El padre de Snorri

Cuando Olaf Snorrelssen supo que él y Alfrún estaban esperando su primer hijo se alegró mucho. Llevó sus Escrituras a la Oficina de la Liga e insistió en que nombrasen a su primer hijo, Snorri, su heredero. Y luego, después de prometer a Alfrún que aquél sería su último viaje hasta que su hijo fuera lo bastante mayor para ir con él, Olaf Snorrelssen partió para comerciar con el corazón lleno de pesar.

Llegó tarde al Castillo del Pequeño y Húmedo País del Otro Lado del Mar y no consiguió un buen puesto en la Lonja de los Mercaderes. Esa noche, Olaf fue a El Rodaballo Agradecido (uno de los mesones preferidos por los mercaderes, justo fuera del Castillo) para ahogar sus penas como hacen tradicionalmente los Mercaderes del Norte, y como, en consecuencia, está prohibido hacer en la mayoría de mesones del Castillo. Cuando regresaba solo por el puente de dirección única, Olaf Snorrelssen tropezó y se golpeó la cabeza contra el parapeto. Un granjero, que iba de camino al mercado, lo encontró, muerto y congelado, a la mañana siguiente.

El fantasma de Olaf Snorrelssen se quedó en el puente durante un año y un día, tal como todos los fantasmas deben permanecer en la escena de su ingreso en la fantasmez. Prefería no aparecerse a nadie, pues en el puente hacía un frío horrible y mucha gente decía sentirse muy deprimida después de cruzarlo. La taberna El Rodaballo Agradecido casi tuvo que cerrar, pues la gente era cada vez más reacia a cruzar el puente de dirección única después de caer la noche. Cuando pasó el año y el día, Olaf Snorrelssen se alejó flotando a la taberna El Agujero de la Muralla, y allí se quedó.

El «Alfrún»

El Alfrún languideció en el Muelle de la Cuarentena durante los largos meses de invierno, donde adquirió el aire triste y el olor a humedad de los barcos abandonados. Cuando Jenna descubrió dónde estaba la barcaza, le pidió a Jannit Maarten que la llevara al embarcadero del Castillo. Pero antes de que Jannit pudiera cumplir sus deseos, el Alfrún había desaparecido.

El Chico Lobo

Cuando el Chico Lobo dejó el Alfrún, remó por el río y encontró a Sam Heap riéndose a mandíbula batiente al verlo remar en el bote de color de rosa. Le dieron una cálida bienvenida en el campamento Heap, donde vivían los demás hermanos Heap, y a pesar de la incesante variedad de chistes sobre su gusto sobre barcos, el Chico Lobo se alegró de estar otra vez allí. Sin embargo, le apenó mucho no poder convencer a ninguno de los hermanos Heap para que le ayudasen a buscar a Septimus. Sabiendo que sus habilidades como rastreador no serían de ninguna ayuda para encontrar a su viejo amigo 412, pues no había ningún rastro que seguir, el Chico Lobo decidió que tía Zelda tendría la respuesta. Llevó su ridiculizado bote de remos de color de rosa río abajo hasta el Puerto, y luego partió por la carretera elevada que conducía a los marjales Marram. Allí las habilidades rastreadoras del Chico Lobo resultaron útiles. Siguió el rastro del Boggart y llegó sano y salvo a casa de tía Zelda, donde descubrió a Jenna, que acababa de cruzar la Vía de la Reina para devolver la pistola de plata a tía Zelda.

El Chico Lobo se quedó con tía Zelda. Ella desistió de enseñarle a leer y empezó a hablarle de cosas que realmente él quería saber; le habló de la luna y las estrellas, las hierbas y las pociones y todo lo que tenía que ver con la tradición de la magia blanca. El Chico Lobo era un alumno aventajado y hábil, y enseguida tía Zelda empezó a preguntarse si sería posible romper la tradición y nombrar al Chico Lobo su sucesor como conservador.

Lucy Gringe

Lucy Gringe llegó sana y salva al Puerto en el barco de remos de Nicko. Era casi medianoche, amarró el barco al muro del Puerto, se acurrucó en la capa de Simon e intentó dormir.

A la mañana siguiente, Lucy compró un pastel en la Pastelería del Puerto y del Muelle. Maureen, la dueña de la tienda, notó lo pálida y fría que estaba Lucy y le ofreció un lugar junto al fuego de la cocina para sentarse a comer el pastel. Lucy estaba hambrienta y rápidamente compró dos pasteles más y tres tazas de chocolate caliente, se lo tragó todo y luego se quedó dormida junto al fuego. Maureen la dejó dormir y más tarde Lucy le devolvió el favor lavando la pila de platos y sirviendo en la pastelería. A Maureen le gustaba Lucy y estaba agradecida por la ayuda. Ofreció a Lucy una cama en un rincón de la cocina y manutención a cambio de su trabajo. Lucy aceptó contenta de tener un lugar caliente y acogedor donde quedarse y un constante flujo de clientes a los que preguntarles si habían visto a Simon.

Para decepción de Lucy, ninguno de los clientes había visto a Simon, pero una noche, ya tarde, cuando estaba sentada junto a las agonizantes ascuas del fuego, Lucy vio una rata mordisqueando las migas que la escoba había dejado sin barrer. A Lucy le gustaban las ratas y no la echó como sabía que Maureen quería que hiciera.

Miró la rata unos minutos y luego susurró:

—¿Stanley?

La rata parecía impresionada.

—¿Qué?

—Stanley. Eres Stanley, ¿verdad? —preguntó Lucy—. ¿Te acuerdas?, yo te daba galletas cuando mi padre me encerró… ahora estás un poco más gordo que entonces.

—Tú tampoco estás demasiado delgada, Lucy Gringe —replicó Stanley, y era cierto, pues Lucy no tenía límite con los pasteles.

Y así fue cómo, por fin, Lucy Gringe encontró su camino hasta Simon Heap. Pues Stanley, ex rata mensaje y miembro del servicio ratisecreto, sabía dónde estaba Simon, aunque le costó muchos diálogos de sordos y tuvo que pasar largas horas escuchando los recuerdos de las vivencias de la rata antes de descubrir exactamente lo que Stanley sabía. La gran helada ya había llegado cuando Stanley por fin accedió a llevar a Lucy a las Malas Tierras, y no partieron hasta la primavera del año siguiente. A finales de ésta, Lucy y Simon volvieron a estar juntos por fin.