Una habitación con vistas
U na cosa aburrida se mordía despacio las puntas de los dedos, arrancándose largos trocitos de piel con los dientes renegridos. Lanzaba una mirada fulminante a su amo —una pérdida de espacio en opinión de la cosa— y maldecía la mala suerte de haber sido engendrada por semejante imbécil. Su amo, felizmente inocente de las malas ondas dirigidas contra él, también estaba muy ocupado comiendo.
Merrin se apoyaba con despreocupación contra la vieja torre del reloj que estaba enfrente del Palacio, comiendo una serpiente de regaliz y disfrutando del primer sabor dulce de su vida. Después de su contratiempo con Beetle en el Manuscriptorium, Merrin había vagado sin rumbo por los Dédalos y había descubierto la Tienda de Golosinas Abierta Todo el Día y Toda la Noche de Ma Custard, enclavada en el otro extremo del Castillo, según se baja por el Atajo del Cono de Azúcar, junto al viejo muelle. Entretanto, la cosa y su saco de huesos había estado merodeando por allí, creando una opresiva neblina que espantaba a los clientes; Merrin se había pasado un siglo mirando las golosinas. Ma Custard, que estaba acostumbrada a que la gente se pasara horas dudando entre los terrones de limón y las feroces burbujas, le había dejado que se entretuviera. Al fin, Merrin había elegido la serpiente de regaliz porque le recordaba la serpiente negra que guardaba Simon Heap, y Merrin siempre había querido saber a qué sabe una serpiente.
Merrin saboreó el último bocado de la pegajosa regaliz. Alzó los ojos hacia las ventanas que se abrían en la parte superior del Palacio —un edificio antiguo alargado, bajo y sin aristas— y empezó a contarlas. Entonces se le ocurrió la idea. ¿Por qué gastarse el dinero en alquilar una habitación? Pensad en todas las serpientes de regaliz que podía comprarse con una semana de alquiler. Además, él pertenecía al Castillo, estaba en su derecho de vivir donde se le antojase. ¡Toma ya! Y ¿dónde iba a estar mejor que en el Palacio? Merrin engulló la cola de la serpiente con decisión. Problema resuelto.
Merrin era bueno encontrando sitios, sobre todo sitios a los que no debía ir. Así que le resultó fácil escabullirse sin que nadie se diera cuenta por el exiguo callejón de muros altos que rodeaba los terrenos exteriores del Palacio hasta una pequeña puerta del huerto de Palacio. La puerta estaba abierta como de costumbre. A Sarah Heap le gustaba dejarla abierta para que su amiga Sally Mullin pudiera pasarse por allí y charlar a media mañana antes de regresar a su café para servir las comidas en la hora punta.
Aunque Merrin había planeado tener algún día todo el Palacio a su entera disposición —al igual que el segundo de DomDaniel, el Custodio Supremo, lo tuvo una vez—, por ahora, y por desgracia para él, la situación era un poco distinta. Seguido de cerca por la cosa, franqueó la puerta y se encontró en el huerto del Palacio.
A Merrin le gustaba el huerto de Palacio; atraía a su sentido del orden. Era el único lugar en el que Sarah Heap era ordenada. Una alta muralla de ladrillos rojos rodeaba el huerto por todas partes. Estaba pulcramente arreglado y unos senderos de hierba bien segada discurrían entre los cuidados lechos donde Sarah se dedicaba al proceso de plantar lechugas, guisantes, judías y todo tipo de verduras que Merrin ni siquiera reconocía, y mucho menos soñaba comer. Todos los senderos conducían a un gran pozo en el centro del huerto, de donde Sarah sacaba el agua para sus plantas. En el otro lado del huerto había un arco bajo de ladrillos que, según veía Merrin, conducía a un camino abovedado.
Arrimado a la pared, Merrin tomó con cuidado los senderos de hierba, resistiéndose al impulso de contar los semilleros de lechuga recién sembrada. Al acercarse al arco, no podía creer en su suerte. Al final del camino abovedado había una puerta entreabierta que conducía directamente al Palacio. Su nuevo hogar le estaba llamando.
Fue entonces cuando Merrin sintió algo que respiraba en su nuca. Hacía rato que tenía la sensación de que lo seguían. Le había parecido que le seguían al salir de El Rodaballo Agradecido, y luego cuando salió del Manuscriptorium y en especial fuera de la tienda de Ma Custard, como si algo le estuviera esperando, pero cada vez que se giraba no veía nada. Ahora Merrin estaba seguro, se volvió y pilló a la cosa desprevenida.
—¡Lárgate! —gritó y luego se tapó la boca con la mano, horrorizado.
Alguien podía oírlo. Merrin y la cosa se quedaron petrificados, mirándose el uno al otro, escuchando por si oían ruido de pasos. Pero nadie acudió.
—Estúpida cosa, te dije que cuidaras mi capa —dijo Merrin entre dientes—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a ayudarte, amo —respondió la cosa en un susurro grave y lastimero.
—¿Tú sola? —preguntó Merrin con suspicacia.
—Yo sola, amo —respondió la cosa compungida.
Merrin se sintió aliviado.
—Bueno, puedes esperarme fuera. No voy a llevarte por todo el Palacio siguiéndome de puntillas… ¡Oh, maldición! ¿Por qué has traído esto?
Merrin reparó en el saco de huesos.
—Para tiiiiiiiiiiii, amo —dijo la cosa con su voz grave e insinuante.
Merrin se quedó mirando a la cosa. Le fastidiaba mucho no poder ver del todo la expresión de aquella criatura; le hacía creer que se estaba burlando de él. Pero Merrin sabía que, planeara lo que planease la cosa, tenía que obedecerle.
—No quiero esos asquerosos huesos —le dijo a la cosa—. Puedes… —Merrin echó un vistazo a su alrededor buscando un lugar donde ponerlos, hasta que sus ojos dieron con el pozo—. Puedes tirarlos al pozo.
La cosa puso una expresión de horror, pero lo único que Merrin vio fue un débil destello rojo en sus ojos de lagarto. Tras dejar a la cosa mirando con incredulidad su precioso saco de huesos, se coló a través del arco y avanzó por el camino cubierto. Merrin iba escondiéndose detrás de las columnas hasta que llegó a una puerta entreabierta. La puerta tenía toda la pinta de ponerse a rechinar en cuanto la abriese, así que se coló por el hueco hasta la fría y húmeda sombra del viejo edificio. Allí estaba, dentro del Palacio.
Poco después, Sarah Heap entró en el huerto por una portezuela que estaba cerca de las cocinas viejas. Aún llevaba puesto el destartalado sombrero de paja marinero de Jannit. A Sarah le gustaba bastante, como si la hiciera parecer alegre y despreocupada, algo que hacía mucho tiempo que no sentía. Pero mientras pasó junto al pozo, de camino hacia el invernadero para recoger las semillas para la siembra de ese día, le sobrevino una horrible sensación de melancolía. Se paró en seco, había algo oscuro en el pozo.
A Sarah Heap no le interesaba la magia desde hacía muchos años. Había estudiado para ser sanadora y creía haber dejado la magia muy atrás. Pero aún tenía aquellos reveladores ojos verdes mágicos y sabía realizar a la perfección un hechizo de ver. Así que, cuando para su horror, Sarah vio a la cosa sentada en el borde de su pozo —su maravillosamente limpio, puro y cristalino pozo— con un saco de algo oscuro, toda la magia de Sarah volvió al instante. Miró tanto como le fue posible los ojos parpadeantes y evasivos de la cosa y entonó muy despacio:
Puro y limpio este pozo quedaría
protegido de la oscuridad un año y un día.
La cosa observó con fastidio a Sarah, pero no podía hacer nada. Se cargó el saco de huesos al hombro y se largó. Sarah esperó hasta que la cosa saliera del huerto, y de repente fue consciente del horror de lo que había visto y echó a correr, temblando, a sentarse de nuevo en el Palacio con Ethel.
La cosa esperó a que Sarah desapareciera dentro del Palacio, y luego regresó al huerto. Como no podía dejar los huesos donde le habían ordenado, los puso en el cobertizo del huerto, y allí colocó con cuidado el saco entre las pilas de macetas y montones de utensilios de jardinería. Luego la cosa fue trotando hasta la puerta entreabierta que conducía al Palacio y se replegó en lo más profundo de un matorral frondoso a esperar a que saliera su amo.
El Palacio no era lo que Merrin esperaba. Olía raro: a humedad y a viejo, y olores a comida rancia acechaban en los rincones. Y cuando los ojos de Merrin se acostumbraron a la oscuridad, vio que tampoco tenía un aspecto grandioso. El yeso de las paredes estaba agrietado y descascarillado, y al arrimarse a la pared el polvo blanco había manchado su capa negra. Delante de él se extendía un pasillo adoquinado aparentemente sin fin, que llamaban el Largo Paseo. Era tan amplio como una pequeña calzada, con una deshilachada alfombra roja en el medio. Merrin se puso en marcha con cautela. Cada pocos metros se abría una puerta en el pasillo y al principio se había detenido delante de cada una, como si esperase que saliera alguien. Pero ahora solo ocupaban el Palacio Sarah, Silas y Jenna Heap y Maxie, el perro lobo. A Sarah no le gustaba contratar personal; prefería hacer las cosas ella misma. Aquella mañana los pocos criados del Palacio que Sarah había contratado estaban en alguna otra parte: el cocinero estaba en las cocinas charlando con la limpiadora, el chico que lavaba los platos estaba haciendo la siesta en la despensa y el ama de llaves había pillado un terrible constipado y se había quedado en casa.
Merrin se percató enseguida de que el lugar estaba desierto y se envalentonó. Merodeó por ahí, toqueteando la extraña colección de objetos exhibidos a lo largo del Largo Paseo. Había estatuas de todas las formas y tamaños: de animales, de personas y de criaturas extrañas, de esas sobre las que Merrin solía tener pesadillas. Había altos jarrones, tigres disecados, un carro antiguo, árboles petrificados, cabezas reducidas, mascarones de proa y todo tipo de artilugios. De las paredes colgaban viejos retratos de reinas y princesas muertas mucho tiempo antes, y cuando Merrin levantó la mirada para verlas se convenció de que le seguían con los ojos. Casi esperaba que una de ellas alargase el brazo, le diera un golpecito en el hombro y le preguntase qué estaba haciendo allí.
Pero no fue así, nadie le preguntó nada.
Al cabo de un rato, Merrin se encontró con una raída y desgastada cortina de terciopelo rojo que estaba recogida a un lado, y más allá podía ver un tramo de escalones empinados y estrechos que subían en espiral y se perdían en la oscuridad. Aquello se parecía más a lo que andaba buscando. Quería una habitación justo en la cima del Palacio, en algún lugar donde pudiera esconderse, tramar planes y espiar todas las idas y venidas. Se escabulló rápidamente tras la cortina. Subió de puntillas la escalera que crujía, pasando por delante de un papel pintado húmedo y desconchado, quitando de en medio largas y serpenteantes telarañas, y una vez, para su horror, se le hundió un pie en un trozo de madera podrida del escalón y se le quedó colgando en el vacío.
En lo alto de la escalera, Merrin cruzó un descansillo lleno de viejos arcones vacíos que formaban una alta pila, luego subió dos tramos más de escalones, hasta que por fin llegó al laberinto de minúsculas buhardillas que ocupaban toda la planta superior del Palacio. Allí era donde, en otros tiempos, cuando el Palacio había estado lleno de criados y cortesanos, habían vivido los criados más importantes, pero ahora las habitaciones estaban vacías y abandonadas, habitadas solo por unos pocos fantasmas, los menos sociables, gobernantas, primeras doncellas y lacayos. La mayoría de fantasmas de Palacio preferían los pisos inferiores, donde tenían más posibilidades de encontrarse con viejos amigos, hablar de que las cosas eran mucho mejor en los viejos tiempos y tal vez, con un poco de suerte, echar un vistazo a la princesa viva.
Merrin eligió la habitación de una de las gobernantas que daba a la fachada principal. Era pequeña, pero tenía una cama, una mesa, un armarito y una chimenea que aún tenía restos polvorientos del último fuego que había ardido en ella. En la habitación reinaba una atmósfera de profunda tristeza, a la que contribuía el desgastado papel pintado lleno de rosas, pero a Merrin, que no notó nada, le pareció bien.
Sin embargo, a quien no le pareció bien Merrin fue a la ocupante de la habitación. La gobernanta, que vestía el largo traje gris con una raya roja en el bajo que todas las gobernantas de las princesas solían llevar, se puso en pie de un salto. Con una expresión de horror observó cómo Merrin paseaba por su precioso espacio privado como si fuera suyo. Por dos veces estuvo a punto de atravesar su pie, lo cual no era de extrañar, ya que calzaba los zapatos alargados y puntiagudos que estaban de moda en su época. Cuando Merrin se sentó en la cama para probar los muelles y empezó a botar como si fuera un niño de tres años malcriado, la gobernanta ya estaba muy disgustada. Creó una corriente de aire frío al salir disparada de la habitación, mientras Merrin se preguntaba por qué la puerta se había cerrado de repente dando un portazo.
Merrin se quitó la mochila y una a una dejó sus preciosas pertenencias en la mesilla que estaba debajo de la ventana de la buhardilla y las ordenó de mayor a menor. Luego cambió de idea y las puso por orden alfabético y, por último, por orden de importancia. Tardó un rato, pero al final, de izquierda a derecha, colocó:
Una vez todo en orden, Merrin quitó la mugre de la cara interna de la pequeña ventana de su buhardilla y miró a través del círculo que había creado. Era una vista fantástica, se veía todo el trayecto de la vieja Vía Ceremonial. La Vía Ceremonial estaba desierta, como de costumbre, pero hacia la izquierda podía ver la Vía del Mago y cómo el viento hacía aletear y revolotear las capas y sombreros de quienes pasaban por allí, apresurados, intentando permanecer al abrigo de los edificios bajos de piedra amarilla. Y casi al final de la vía, a la izquierda, Merrin podía distinguir la puerta púrpura del Manuscriptorium. Y ante la puerta estaba ese Septimus Heap, la túnica verde intenso de aprendiz le delataba.
Merrin apenas podía creer que se le hubiera presentado tan pronto, y de manera tan fácil, la oportunidad de seguir con el oscurecimiento. Abrió rápidamente El índice oscuro, buscó la página y empezó la siguiente etapa de oscurecer el destino de otro. Miró fijamente a Septimus y colocó el pulgar de manera que la cara izquierda del anillo saliese por la ventana. Luego empezó a salmodiar entre dientes un largo y lento conjuro. Merrin vio a Septimus detenerse, mirar hacia atrás y luego mirarse el zapato como si hubiera pisado algo. Merrin se rió para sí. Ese Septimus Heap no tenía ni idea de lo que le esperaba, ni la más remota idea. Merrin era cada vez más bueno en esto de lo oscuro. E iba a ser mucho mejor.
De repente le invadió una sorprendente sensación de poder y se echó a reír con fuertes carcajadas. Era el propietario del Anillo de las Dos Caras; era indestructible. Por primera vez en su vida se sintió importante, pero, en aquel momento, lo que le sentaba mejor de todo era el hecho de tener su propia habitación y de que nadie supiera dónde estaba. Nadie lo sacaría de la cama y le pediría que se aprendiera las lecciones o que se comiera el bocadillo de col. Podía quedarse en la cama todo el día si le daba la gana. De hecho, ahora se acostaría un ratito. No había dormido bien en El Rodaballo Agradecido; la cama estaba llena de bultos y había oído ronquidos de otra persona en la habitación. Y la noche anterior apenas había pegado ojo. Merrin bostezó. Planeaba escribir una carta, pero lo haría más tarde. Se tumbó en la cómoda cama de la gobernanta y se quedó rápidamente dormido.
Merrin se despertó aturdido y presa del pánico, sin saber qué hora era. Miró por la ventana. Había un gran reloj en la torre de la relojería que se levantaba al final de la Vía del Mago, y respiró aliviado. Todo andaba bien. Faltaba media hora para su entrevista. Se metió rápidamente El índice oscuro en el bolsillo, cruzó la pequeña habitación a grandes zancadas y tiró de la puerta. Estaba atorada. Merrin volvió a tirar de ella más fuerte. Estaba completamente atrancada.
Después de veinticinco minutos de pánico total, Merrin dio un último tirón desesperado a la puerta con todas sus fuerzas. Se abrió y salió disparado hacia atrás. Magullado, se recompuso y salió pitando.
Sin importarle si lo oían o lo veían, Merrin bajó volando la escalera. Estaba decidido a no echar a perder su oportunidad. Llegaría a tiempo, le costara lo que le costase. Y sería mejor que tuviera cuidado quien se cruzase en su camino.