~~ 8 ~~

Las Bóvedas

H abía algo en Marcia Overstrand que parecía llenar el espacio con su presencia, y mucho más. Beetle retrocedió instintivamente para dejar espacio a la maga extraordinaria.

—¿Qué demonios es este horrible trajín? —gritó Marcia.

—Ella no está —respondió Beetle, que pensaba que Marcia había preguntado: «¿Dónde demonios está la horrible Djinn?».

—¿Qué?

Beetle miró desesperadamente el reloj: ¿de verdad solo hacía tan poco que Jillie Djinn había salido?

—¡Volverá en treinta minutos! —gritó.

Marcia empezaba a tener la sensación de que había aterrizado en mitad de una de aquellas obras de estilo moderno que Septimus le había llevado a ver en el pequeño Teatro de los Dédalos.

—¿Y qué es eso que te sale de las orejas? —preguntó.

De repente, Beetle recordó que tenía los tapones puestos y se los quitó haciendo «¡pop!».

—Lo siento —dijo levantando la voz por encima de la alarma, que eligió precisamente ese momento para pararse.

—No hace falta que grites —dijo Marcia.

—No. Esto…, lo siento —tartamudeó Beetle—. ¿Puedo ayudarla, señora Marcia? Yo, ejem, estoy al mando hasta que vuelva la señorita Djinn.

—¡Ah, bien! —Marcia sonrió como si estuviera aliviada, lo cual sorprendió a Beetle.

—Ha sido una mañana accidentada.

Beetle intentó alisarse sin éxito el grueso cabello negro, que siempre le formaba raros ángulos cuando se agobiaba.

—Ya veo —respondió Marcia—. Bueno, nos puede pasar a todos.

—Ah, ¿sí? —dijo Beetle sorprendido.

—Todo el tiempo —suspiró Marcia—. Bueno, Beetle, por desgracia, necesito bajar a las Bóvedas.

Sintiéndose tremendamente aliviado porque Marcia se lo estaba tomando tan bien, Beetle acompañó a la maga extraordinaria al Manuscriptorium. Al pasar por la puerta hubo un destello de luz verde. Un corrillo de escribas retrocedió de un salto lanzando una exclamación y luego asomó la cabeza para ver los resultados de su hechizo de borrar.

—¡Aaaaaay, mis pies! ¡Mirad mis pies! —Un fuerte grito surgió del centro del corrillo.

El grupito emitió una serie de exclamaciones.

—Os dije que el hechizo estaba mohoso, pero no me escuchasteis.

—¡Eh, eso son hongos gigantes!

—Sí, enormes.

—Oye, parece que te huelen los pies, Partridge.

El grupo se rió con ganas; luego uno de los escribas se dio cuenta de que Marcia estaba detrás de ellos. Le dio un codazo al escriba que tenía al lado y al cabo de unos segundos se hizo un incómodo silencio.

—Buenos días, escribas —dijo Marcia.

—Buenos días, señora Overstrand —saludaron a coro los escribas como una clase de niños buenos.

—¿Tienen problemas? —preguntó Marcia con una sonrisa.

Los escribas asintieron con timidez.

Beetle estaba sorprendido del buen humor de Marcia. No se percataba de que Marcia le mostraba un cariño especial desde que le había ayudado durante un episodio difícil de su vida, no hacía mucho tiempo, en el que había intervenido un agresivo puñado de huesos. Beetle observaba con admiración mientras Marcia, chasqueando los dedos y destelleando mágica luz púrpura, limpió de un plumazo la impresionante cosecha de hongos que habían brotado en los pies de Partridge y estallado a través de sus botas en un espectacular despliegue de rojos, anaranjados y amarillos pálidos. Tras dejar a Partridge mirándose boquiabierto las botas, que ahora estaban salpicadas por una caprichosa colección de agujeros, Marcia borró la tinta derramada, rellenó los tinteros y restauró los cálculos de Jillie Djinn.

Entre coros de emocionadas «gracias» de los escribas —y de Partridge en particular—, Marcia pasó por encima de la forma acostada de Foxy. Beetle la acompañó hasta una puerta oculta en las estanterías que recubrían el Manuscriptorium, luego siguió a Marcia por un pasillo iluminado y sinuoso. El pasillo era largo y se inclinaba abruptamente hacia abajo hasta llegar a un tramo de escalones de piedra. Al pie de estos había una gran puerta de hierro tachonado… y el beligerante Fantasma de las Bóvedas.

El Fantasma de las Bóvedas era uno de los antiguos —esto es, fantasmas de más de quinientos años— que habitaban en las partes más viejas del Castillo. Pero a diferencia de los demás antiguos, él no estaba nada desgastado y su voz aún era enérgica. Tenía un aspecto intimidatorio y era uno de los fantasmas más desagradables de Castillo. El Fantasma de las Bóvedas se había negado a decir su nombre a nadie, aunque los ropajes pasados de moda de jefe de los Escribas Herméticos le delataban. Marcia sabía perfectamente quién era y Beetle también se lo había imaginado: el fantasma era el primer jefe escriba que había dirigido la oficina, Tertius Fume. Pero, aunque había buscado información sobre Tertius Fume, Beetle no había encontrado nada, salvo algunos datos aislados ocultos en un viejo tomo que olía a humedad, tal que había rescatado de caerse del extremo podrido de una estantería del almacén del Manuscriptorium. El libro, que Beetle creía que era parte de una vieja serie para niños, se llamaba:

¡Las ciento y una preguntas

que siempre has querido formular sobre: HOTEP-RA!

(El primer mago extraordinario de nuestro Castillo)

Edición de lujo con respuestas

Aunque las últimas páginas de respuestas estaban comidas por el moho, Beetle había descubierto un montón de cosas que no sabía. Una de las preguntas era: «¿Tenía Hotep-Ra algún amigo íntimo?».

La respuesta intrigó a Beetle: «¡¡¡Sí, lo tenía!!! —El libro era muy dado a los signos de admiración—. Pero, niños y niñas, no era un buen amigo. Se trataba de un viejo amigo que fue a visitarlo desde muy lejos, y se llamaba Tertius Fume. Al principio, Hotep-Ra estuvo encantado de verlo. ¡Se lo pasaban en grande juntos! Hotep-Ra le regaló a su mejor amigo una casa para que viviera en la Vía del Mago. ¡Tertius Fume era muy listo y pronto su casa se convirtió en el Manuscriptorium! Pero, aunque el mejor amigo de Hotep-Ra era muy listo, ¡no era bueno! (Recordad, niños y niñas, que es mucho mejor ser bueno que listo). Tertius Fume empezó a cometer maldades de las que Hotep-Ra no tenía conocimiento, ¡y acabó mal!».

Aquel era el único lugar donde Beetle había visto escrito el nombre de Tertius Fume, aparte de encabezar la lista de jefes de los Escribas Herméticos inscritos en el cuadro de honor de la oficina. Era como si todo lo suyo hubiera sido borrado del mapa.

Tertius Fume observaba a Marcia y a Beetle bajar la escalera. No era un fantasma que tuviera un aspecto agradable. Sus profundos ojos negros formaban unas delgadas rayitas en la cara pálida y tenía una larga perilla gris. Los labios finos y blanquecinos del fantasma se contraían en una mueca burlona que se movía. Beetle se percató de que incluso lo hacía cuando no hablaba. Parecía como si estuviera rumiando.

—Contraseña… —dijo Tertius Fume.

Su voz hueca y honda resonó en la piedra húmeda de las murallas e hizo que a Beetle se le erizaran los pelos de la nuca. El fantasma le daba escalofríos.

—Tentáculo —dijo Marcia, suspirando como si esperase problemas.

—No.

—Deja de fastidiar —exclamó Marcia—. Claro que lo es.

—¿Por qué?

Tertius Fume se reclinó contra la puerta, se cruzó de brazos y contempló a Marcia con aire de superioridad. Beetle, que no era un chico violento, tenía ganas de darle un buen puntapié.

—No tengo ni la más mínima idea del porqué —dijo Marcia, visiblemente irritada—, pero esa no es la cuestión. Uno no tiene por qué saber el porqué, la contraseña es la que es. Venga, déjanos pasar. Tentáculo. Ten-tá-cu-lo.

—No, la he cambiado.

—No puedes cambiar la contraseña sin consultarlo primero con el Comité de Contraseñas, de la cual yo soy la presidenta. Y no lo has hecho. «Tentáculo» era y «tentáculo» sigue siendo.

Pero la gran puerta de hierro de las Bóvedas permanecía cerrada a piedra y a lodo. Tertius Fume miró a Marcia con una expresión divertida y empezó a examinarse las uñas fantasmales como si Marcia fuera alguien insignificante. Beetle empezaba a pensar que había algo de verdad en la vieja historia que decía que Tertius Fume había sido asesinado por una camarilla de escribas contrarios a él.

—Muy bien —dijo Marcia—. No me dejas más alternativa que anular la contraseña. Apártate, Beetle.

—¡Ah, solo estaba probando! —dijo Tertius Fume con algo de prisa—. Habéis aprobado. Entrad ahora y no estropeéis nada.

—Idiota —dijo Marcia entre dientes.

Beetle cogió un par de lámparas de la estantería que estaba al otro lado de la puerta y las encendió. Marcia, que se había puesto de mal humor, le dio un empujón a la puerta. Crujió al abrirse y el olor a tierra húmeda y papel mohoso llegó hasta el descansillo de la escalera. Ya en el interior de las Bóvedas, Marcia cerró la puerta y activó una alarma. Si Tertius Fume se acercaba sigilosamente para escuchar a escondidas, quería estar sobre aviso.

Marcia aún estaba indignada con el fantasma.

—No le gustan las mujeres, ese es su problema —le explicó a Beetle—. Nunca hace eso con Alther, pero, desde que me convertí en maga extraordinaria, me lo hace siempre. Cada vez. Me pone enferma.

—Nosotros le llamamos Viejo Cara de Chivo —dijo Beetle.

—¿En serio? —Marcia se echó a reír—. Bueno, supongo que a él no le haría ninguna gracia si se enterase. Vamos Beetle, me gustaría que me sacases El plano vivo que hay debajo, por favor.

—¡Ah, muy bien! —Beetle parecía sorprendido—. Hummm, deje que le traiga una silla.

Beetle colocó las lámparas encima de un gran nudo de una mesa que parecía como si estuviera tallado en piedra, y con el extremo de su manga quitó el polvo del asiento de la vieja silla que estaba al lado. Marcia estornudó. Se sentó y se envolvió en su capa púrpura para protegerse del aire húmedo de las Bóvedas.

—¡Ah!, y Beetle…, ¿podrías traerme la Urna del Aprendiz Extraordinario más reciente?

—No hay problema. Volveré en un segundo.

Marcia miró la llama de su lámpara arder con luz parpadeante en las corrientes que soplaban a través del antiguo sistema de ventilación, mientras Beetle desaparecía en los confines más remotos de las Bóvedas. Beetle se sabía el camino de las Bóvedas con los ojos cerrados —algo que realmente había hecho para su examen intermedio de gestión de Manuscriptorium— y regresó enseguida con una enorme urna lapislázuli y dorada en los brazos. La lámpara le colgaba de un dedo libre y, encima de la urna, en precario equilibrio, llevaba un largo cilindro envuelto en tela.

Con muchísimo cuidado, Beetle dejó la urna y el cilindro sobre la mesa y colocó la lámpara junto a ellos. A la luz de la llama, el lapislázuli reflejaba una preciosa luz azul oscura y las vetas de oro que lo surcaban brillaban con un cálido resplandor.

—¿Quiere llevárselo a la Cámara Hermética? —le preguntó Beetle a Marcia.

—No, gracias, Beetle —respondió Marcia—. No tengo ganas de ir a la Cámara. De hecho, me alegro de que la señorita Djinn no esté aquí. Me gustaría hablar contigo en privado.

—¿Conmigo? —exclamó Beetle.

—Sí, en calidad de oficial de inspección, y porque confío en ti.

—¡Oh, gracias! —Beetle se sonrojó.

—Claro que confío sin reservas en tu jefa de los Escribas Herméticos —dijo Marcia—, pero ella tiene una tendencia a complicar las cosas, ¿sabes a lo que me refiero?

Beetle asintió. Sabía exactamente lo que Marcia quería decir.

—¿Puedes sacar el plano, por favor?

Beetle desató la tela descolorida del largo tubo plateado. El extremo del tubo estaba sellado con cera púrpura, en la que estaba estampada la impronta del amuleto Akhu. El amuleto que colgaba alrededor del cuello de Marcia había sido el símbolo y la fuente del poder de los magos extraordinarios desde los tiempos del propio Hotep-Ra.

Marcia sacó lo que parecía un largo rombo de plata del cinturón de oro y platino de maga extraordinaria. Murmuró algo entre dientes y, como si un gato sacara sus garras, salió sin hacer ningún ruido una brillante y algo curva cuchilla plateada. Beetle observaba fascinado mientras Marcia cortaba con la afilada hoja la cera del extremo del tubo, que se separaba como si fuera mantequilla. Sacó un grueso rollo de papel y lo desenrolló. De un estante de debajo de la mesa, Beetle sacó cuatro pisapapeles de oro con ornamentos y mango de plata y colocó uno en cada punta.

Marcia se puso las pequeñas lentes que usaba para mirar de cerca cuando trabajaba. Escudriñó el complejo gráfico, recorriendo con el dedo el camino de los Túneles de Hielo, murmurando para sí. Beetle se había alejado educadamente unos pasos, pero Marcia le indicó que se acercase.

—¿Conoces a los dos fantasmas del túnel, los hermanos que quedaron atrapados en la helada de emergencia y desde entonces están buscando el modo de salir de allí?

—¿Eldred y Alfred Stone?

—Esos son. Bueno, parece ser que han encontrado el modo de salir. Alther… ¿conoces al fantasma de Alther Mella? Eres demasiado joven para acordarte, pero él fue nuestro último mago extraordinario —Beetle asintió. Había visto a Alther varias veces últimamente cuando Septimus aprendía a usar el amuleto de volar.

—Bueno, Alther los vio hace un par de noches.

—En realidad —intervino Beetle—, ahora que lo pienso…, no los he visto en los túneles desde hace… muchísimo tiempo.

—¿En serio? Eso no es una buena noticia, Beetle. No señor, nada buena… ajá. Ahora ven a echar una mirada. Aquí está pasando algo. —Marcia clavó un largo dedo en una zona que parecía ser una maraña de gusanos, serpenteando y enredándose entre ellos.

Beetle no había visto un plano vivo en su vida. Mientras lo miraba estaba seguro de que veía algo moverse en un extremo del plano.

—¿Has visto eso? —exclamó Marcia—. Se ha movido.

—Lo está volviendo a hacer —dijo Beetle—. Creo que es la trampilla que hay debajo de la casa del viejo Weasal.

—Pensé que sabías qué era lo que estabas viendo. Beetle, necesito que vayas a comprobarlo. Es urgente. Esta escotilla de aquí está un poco borrosa… sea lo que sea.

Beetle silbó entre dientes.

—Está debajo de la vieja Cámara de la Alquimia.

Marcia frunció el ceño.

—Creo que sería una buena idea que te llevaras a Septimus contigo. Por aquello de que la unión hace la fuerza. Le mandaré que te acompañe. Ya imaginas que esto es estrictamente confidencial, ¿verdad?

Beetle asintió.

—Sobre todo no quiero que el Fantasma de las Bóvedas se entere. No podemos fiarnos lo más mínimo de él. Ya sabes quién es, supongo.

—¿Tertius Fume?

—Exacto. Ya imaginaba que lo habrías adivinado. Septimus también lo adivinó. —Marcia sonrió con cariño—. Muy bien, ahora puedes llevarte el plano. No es bueno tenerlo fuera a la luz demasiado rato.

Beetle empezó a enrollar el plano.

—¿Aún quiere la Urna del Aprendiz? —preguntó.

Marcia salió de golpe de sus pensamientos.

—¡Ah!, me había olvidado por completo. Sí, por favor, Beetle.

Marcia deselló la urna y hundió el brazo en su interior. Sacó un rollo de pergamino atado con unas cintas de color púrpura y verde y sellado con cera púrpura, con la impronta del amuleto Akhu. Marcia comprobó la firma estampada en pergamino. La caligrafía temblorosa de Septimus cuando era más joven era inconfundible, pero a Marcia le sorprendió cuánto había cambiado en tan poco tiempo. Ahora, la firma de Septimus era expansiva y reflejaba seguridad en sí mismo, si bien aún era demasiado enrevesada. Satisfecha de haber cogido la urna correcta, Marcia sustituyó el rollo del contrato de aprendiz. Sacó de su cinturón de maga extraordinaria una preciosa flecha pequeña de oro y plata. Durante un momento la sostuvo en la palma de la mano y ella y Beetle se quedaron mirándola.

—El amuleto de volar de Sep —exclamó Beetle.

—Solo estás en lo cierto a medias —le corrigió Marcia—. Es el amuleto de volar, pero no es de Septimus. El amuleto de volar es uno de los amuletos antiguos; no pertenece a nadie.

Y, dicho lo cual, Marcia colocó el amuleto en el fondo de la urna.

—¡Oh! —dijo Beetle—. Hummm… ¿está segura de lo que acaba de hacer?

—Por supuesto que sí —dijo Marcia—. Septimus necesita sentar la cabeza y seguir con su trabajo. Últimamente ha estado corriendo sin parar por todas partes… que ya entiendo que es uno de los efectos de tener el amuleto de volar. La gente se vuelve inquieta, siempre quiere estar fuera. Claro que dice que ha estado viendo a su madre, pero Sarah me ha dicho que hace siglos que no lo ve, y yo la creo. El amuleto de volar puede quedarse aquí hasta que sea lo bastante mayor para usarlo. No es un juguete. Ahora puedes volver a sellarlo, Beetle.

Una de las habilidades que Beetle había aprendido en el Manuscriptorium era saber cuándo no tenía que decir nada. Estaba seguro de que aquel era precisamente uno de esos momentos. Cogió la vela de su lámpara y la puso bajo un pequeño trípode del que colgaba una pequeña sartén de bronce. De un cajón de la mesa sacó un cuchillo y un gran pedazo de cera de sellar púrpura, luego empezó a rascar un poco de cera y dejó que las rayaduras cayeran en la sartén. Marcia y Beetle miraron cómo la cera se fundía lentamente en un charco púrpura intenso. Con mucho cuidado, Beetle derramó la mitad de la cera sobre el extremo del plano y la otra mitad la vertió de tal modo que cubriera el saliente entre la parte superior de la urna y su tapadera de oro. Cuando la cera estaba casi puesta, Marcia cogió el amuleto Akhu y presionó con fuerza en la cera, dejando la marca inconfundible del dragón en los sellos.

Marcia observó cómo Beetle desaparecía en las profundidades de las Bóvedas. Desde algún lugar sorprendentemente lejano, oyó un débil roce de lapislázuli contra la piedra mientras Beetle volvía a poner la urna en su lugar sobre un oscuro estante, lejos de los ojos curiosos, y a continuación el clic de la cerradura mientras Beetle dejaba el Plano vivo de lo que hay debajo otra vez en su cofre de ébano.

—¿Ha sido una visita productiva? —preguntó malhumorado Tertius Fume mientras ellos salían de las Bóvedas—. Espero que no encontraseis nada demasiado alarmante.

—Sé que ha intentado espiarnos —le espetó Marcia indignada mientras seguía a Beetle por el pasillo zigzagueante—. Lo tiene merecido. He puesto un aguijón en la alarma.

Beetle se echó a reír. Pensó que era preferible no jugar con Marcia.