Al mando
E n el número trece de la Vía del Mago, sede del Manuscriptorium Mágico y Verificación de Hechizos, Sociedad Anónima, Beetle, encargado de la oficina e inspector, no estaba teniendo lo que se dice un buen día. Era una tormentosa mañana de lunes y Jillie Djinn, jefa de los Escribas Herméticos, le había dejado al mando. Al principio, Beetle había estado encantado. Era un verdadero honor, pues la señorita Jillie Djinn siempre escogía a sus sustitutos con mucho cuidado, aunque fuera solo para una hora, y solía dejar en el puesto al escriba más antiguo. Pero aquella mañana había dejado a Beetle petrificado con su desconcertante mirada, una mirada que siempre hacía que se preguntara qué era lo que había hecho mal.
—Beetle, te quedas al mando. Si viene alguien por el empleo, que rellene el formulario y yo lo veré esta tarde. Volveré dentro de una hora, ni antes ni después.
Luego, provocando un crujido de sus ropajes de seda azul marino, la señorita Djinn salió con prisas por la puerta y se marchó.
Beetle cerró la puerta forcejando contra el viento y silbó una larga nota baja. Se resistió al impulso de corretear como un loco gritando: «¡Es mío, todo mío!», y se contentó con echar un vistazo dentro del Manuscriptorium y comprobar que todo marchase bien. Y así era. Veinte escribas —uno menos que el número habitual— se sentaban a sus altos pupitres bajo veinte charcos de luz tenue, garabateando con sus plumas, copiando diversos hechizos, fórmulas, amuletos, encantamientos, contratos de aprendizaje, diatribas, licencias, permisos, poderes y cualquier cosa que necesitaran los magos, o de hecho, cualquiera del Castillo que pudiera gastarse unos pocos peniques de plata.
Beetle celebró su ascenso temporal sentándose en su silla giratoria y dando vueltas y más vueltas —lo cual no estaba permitido—, mientras practicaba su mirada de «yo soy el jefe ahora». Durante cinco vertiginosos minutos, todo había ido de maravilla y, de repente, todo fue mal.
Beetle estaba sorprendido de la cantidad de problemas que podían surgir en tan poco tiempo. Todo empezó cuando un chico alto y delgado, con una raída túnica negra y una capa manchada del viaje, entró en la oficina, hizo clic en el nuevo —y extraordinariamente molesto— contador diario de clientes de Jillie Djinn, que marcó el número tres, y exigió ver al jefe de los Escribas Herméticos.
—Ha salido —dijo Beetle de manera concisa tras decidir que no le gustaba nada el aspecto del chico—. Yo estoy al mando.
El muchacho miró a Beetle de arriba abajo y soltó una risita burlona.
—¡Ah, sí! —dijo—. No me lo habría imaginado.
—Es evidente que no —respondió Beetle sorprendido de oírse a sí mismo empleando un tono que por un momento le recordó a Marcia Overstrand. Al cabo de un instante recordó que un miembro del Manuscriptorium debe ser siempre cortés; Beetle se apresuró a preguntarle—: Bueno, ejem, ¿puedo ayudarte?
—Lo dudo. —El muchacho se encogió de hombros.
Beetle respiró hondo y contó hasta diez.
—Estoy seguro de que puedo ayudarte si me dices lo que quieres.
—Quiero ese puesto de escriba —respondió el muchacho.
A Beetle le impresionó.
—¿El puesto de escriba? —preguntó.
—Sí —dijo el chico. Sonrió, complacido por el efecto que había causado——. Ya te lo he dicho, el puesto de escriba.
—Pero… pero ¿tienes alguna preparación? —le espetó Beetle.
Por toda respuesta, el chico se inclinó hacia delante y chasqueó los dedos ante las narices de Beetle. Una llama negra parpadeante apareció en la punta de su pulgar.
—Esta es mi preparación —dijo el muchacho.
Beetle se sentó en la silla con un golpe. Había oído hablar de los trucos oscuros, aunque nunca había visto realmente uno. No se le había escapado el detalle de que el chico llevaba una copia barata del legendario oscuro Anillo de las Dos Caras. El muchacho era uno de esos niños raros que creen que si se visten de negro y se compran baratijas supuestamente oscuras en la Gruta Gótica de los Dédalos, serán el próximo aprendiz del viejo DomDaniel.
Beetle le echó la culpa a Jillie Djinn. Pese a su notoria desaprobación, hacía unas semanas, ella había puesto un cartel en la puerta del Manuscriptorium diciendo que se necesitaba un escriba. Beetle había puesto objeciones diciendo que sería una invitación a que se presentase todo tipo de gente rara. Pero la señorita Djinn había insistido.
Para alivio de Beetle, hasta aquel momento no se había presentado nadie. Había tardado mucho tiempo en convencer a la señorita Djinn, que era famosa por su racanería, de que pagara un anuncio en la Revista de Escribas y Escribientes. De hecho, esa mañana había dejado una copia de la oferta especial de tarifas reducidas encima de su mesa, pero ahora era como si sus peores temores se hubieran hecho realidad.
Beetle suspiró y sacó el impreso oficial para solicitar empleo en el Manuscriptorium.
—¿Nombre? —preguntó chupando la punta del lápiz.
—Septimus Heap —dijo el muchacho.
—No seas estúpido.
—Nadie me llama estúpido —le gritó el chico—. Nadie. ¿Lo entiendes?
—Vale, vale —intentó tranquilizarle Beetle—. Pero tú no eres Septimus Heap.
—¿Cómo lo sabes? —dijo el chico con una sonrisa burlona.
—Porque conozco a Septimus Heap, y tú no eres él. ¡Ni en broma!
Los ojos oscuros del muchacho lanzaron unos destellos furiosos.
—Bueno, aquí es donde te equivocas. Yo sé quién soy. Tú no. Así que donde dice «nombre» en tu formulariucho puedes escribir: «Septimus Heap».
—No.
Beetle y el muchacho se miraron fijamente. El muchacho apartó la mirada antes que él.
—¡Ah, bueno! Así es como me llamaban, antaño.
Beetle decidió seguirle la corriente por si de repente perdía, y no era que a Beetle le preocuparse salir malparado de una pelea. Aunque el muchacho era un poco más alto que él, era delgado y tenía un aspecto general bastante enclenque, Beetle era corpulento y de complexión fuerte, pero a Beetle no le apetecía destrozar la oficina, sobre todo cuando él estaba al mando.
—Entonces, ¿cómo te llamas ahora? —le preguntó tranquilamente.
El muchacho no respondió enseguida. Sus ojos negros, que a Beetle le parecieron jaspeados de verde, parpadearon como los de un lagarto. Beetle tuvo la sensación de que el chico estaba inventándose un nombre en aquel mismo instante.
Beetle estaba en lo cierto. Merrin necesitaba pronto un nombre y quería algo especial. No le gustaba ser Merrin Meredith; no se sentía como tal. Además, era un nombre estúpido. Meredith era nombre de chica y Merrin le parecía sencillamente ridículo. Necesitaba un nombre que infundiera miedo. Merrin eligió rápidamente los nombres de las dos personas que más miedo daban que había conocido en la vida: DomDaniel y Hunter, el Cazador.
Beetle se estaba impacientando.
—Bueno, entonces ¿cómo te llamas? —le preguntó.
—Dom… esto… quiero decir, Daniel.
—¿DomDaniel? —Beetle sacudió la cabeza.
—No seas idiota. He dicho Daniel. Daniel. ¿Lo entiendes?
Beetle se concentró en mantener la calma.
—¿Daniel qué? —dijo.
—Daniel Hunter.
—Vale. Escribiré «Daniel Hunter», ¿de acuerdo? —preguntó Beetle con exagerada paciencia.
—Sí.
—¿Estás seguro? No volverás a cambiar de opinión ¿verdad?
—Oye, me llamo así, ¿vale? De modo que anótalo —dijo el chico soltando un bufido.
Tras decidir que lo mejor que podía hacer era librarse del muchacho lo antes posible, Beetle rellenó apresuradamente el resto del formulario. No hizo ningún comentario cuando el chico le contó que tenía diez años de experiencia como aprendiz de dos magos y conocimiento práctico de brujería blanca. Beetle no creía una sola palabra de lo que el chico decía, y habría escrito que había ido a la Luna y vuelto si con eso hubiese conseguido que se marchara antes.
Por fin el formulario estuvo rellenado. Con cierto placer, Beetle lo clavó violentamente en el pinchapapeles del papeleo que aguardaba el regreso de Jillie Djinn.
El muchacho no daba la menor muestra de querer marcharse.
—Ya está —dijo Beetle—. Ya puedes irte.
—¿Y cuándo tendré la entrevista?
«¡Mecachis!», pensó Beetle. Merrin lo observaba atentamente mientras él ojeaba la Agenda Diaria, un libro de contabilidad que vivía encima de la mesa de Beetle, cuyo trabajo era mantenerlo al día.
—A las dos treinta y tres en punto. Ni antes ni después.
—Hasta luego, entonces —dijo el muchacho con una sonrisita de suficiencia.
—Lo estoy deseando —respondió Beetle en tono frío—. Permíteme que te acompañe.
Beetle se levantó, sostuvo la puerta abierta y observó a Merrin hasta que se hubo ido. Luego dio un golpe tan fuerte al cerrar la puerta que la oficina se estremeció. En ese momento sonó la alarma contra hechizos canallas.
La alarma contra hechizos canallas estaba pensada para ser particularmente molesta: una serie de pitidos fuertes acompañados por un estridente e infatigable timbre. Sin saber si era otro truco oscuro o si realmente se había escapado un hechizo canalla, Beetle envió a cuatro escribas, que bajaron a regañadientes al sótano para comprobarlo. Pero, a pesar de unos fuertes batacazos que resonaban desde el sótano, la alarma no cesaba. Beetle se enfrentaba a una posible rebelión del resto de los escribas, que intentaban seguir con la jornada laboral. Al borde de la desesperación, envió a dos de los escribas más fornidos como refuerzo y sugirió a los demás que buscaran tapones para los oídos, sugerencia que no fue bien recibida.
En aquel momento, un gran estruendo sacudió la oficina. A través de la puerta reforzada que conducía desde la oficina a la Librería Salvaje podían oírse tremendos gruñidos y porrazos. Beetle respiró hondo y observó por la mirilla de la puerta. Se había desencadenado una gran pelea. El aire estaba lleno de pelo y plumas. Beetle sabía que tenía que entrar deprisa, antes de que toda la librería quedase destrozada. Mientras abría con cuidado la puerta, un Almanaque de la araña enorme, y muy peludo, intentó escapar.
Por desgracia, Beetle había pedido a Foxy, uno de los escribas más impresionables, que le ayudara a aguantar la puerta. Aquello no resultó ser una buena idea. Foxy soltó un grito y se desmayó, golpeándose con dos grandes botellas de tinta indeleble que derramaron todo su contenido sobre el trabajo de cálculo de dos semanas de Jillie Djinn, que se suponía que Beetle estaba copiando para ella.
Beetle asomó la cabeza por la puerta del Manuscriptorium y gritó:
—¡Hechizo de borrar! ¡Rápido! —Luego, respirando hondo, se introdujo en la biblioteca salvaje.
Al cabo de diez minutos, Beetle, despeinado, magullado pero triunfante, emergió de la biblioteca. Foxy aún estaba desmayado en el suelo, y los escribas lo pisaban al intentar cazar desesperadamente un hechizo de borrar antes de que regresara Jillie Djinn. La alarma contra hechizos canallas aún sonaba. Y Beetle, que había seguido su propio consejo y se había puesto dos tapones de corcho cuyas retorcidas asas sobresalían de sus orejas, se curaba unos feos arañazos, producto de una emboscada que le había tendido una Guía de Campo de Foryx. Beetle pensó que no podía irle peor.
Pero se equivocaba.
Oyó un súbito sonido metálico y el contador de la puerta marcó cuatro. Marcia Overstrand, la maga extraordinaria, entró a grandes zancadas; con su capa púrpura flotando al viento, y el oscuro cabello rizado despeinado por el viento y mojado por la fría lluvia de primavera. Marcia frunció el ceño ante el desagradable ruido de la alarma que le taladraba los oídos y parecía instalarse en el suave y delicado centro de su cabeza.
—¡Beetle! —gritó—. ¿Qué demonios está pasando aquí?