En el Castillo
M ientras Merrin intentaba acomodarse en una cama llena de bultos bajo los aleros de El Rodaballo Agradecido, Stanley hacía un hueco en la paja de la ratonera que había debajo del lugar de descanso del puente levadizo del Castillo. La ratonera era un lugar muy popular entre las ratas que volvían al Castillo, y también un lugar seguro en el que dormir mientras esperabas que se arriara el puente al romper el alba.
A Stanley le preocupaba encontrar la ratonera ya llena. Le había ocurrido unas pocas veces en el pasado y se había visto obligado a pasar una incómoda noche bajo un árbol cercano, lo cual era preferible a pasar cualquier día en las cocinas encantadas de El Rodaballo Agradecido. Con la esperanza de que no fuera demasiado tarde para encontrar un hueco, Stanley se deslizó por debajo del peralte y se metió a toda prisa en la oculta madriguera. Para su sorpresa, era la única rata que allí había. Y luego recordó el porqué: los Estrangularratas.
Unos seis meses atrás, Stanley y su esposa, Dawnie, habían escapado por los pelos de los estrangularratas. Al llegar a la relativa seguridad del Puerto, Dawnie había difundido la cada vez más dramática historia de su escapada. No había nada que gustara más a la comunidad ratonil que un cuento de terror. Las noticias volaron, y el resultado fue que ahora ninguna rata en su sano juicio quería poner un pie en el Castillo. Pero no todas las ratas, pensó Stanley, estaban tan al día de todo como él, y él sabía que los estrangularratas se habían ido hacía ya tiempo. ¡Adiós y hasta nunca!, pensó. Se metió más hondo en la cálida y rancia ratonera hasta que llegó al final de la madriguera, hasta un puñado de paja vieja.
La ratonera no tenía ninguna gracia sin compañía. Stanley era una rata sociable a la que nada complacía más que un buen intercambio de chismorreos con otras ratas mensaje. Le pareció bastante deprimente estar allí solo en el que en otro tiempo había sido un lugar tan concurrido. Intentó mordisquear un nabo medio mohoso que alguna rata había olvidado, pero pensar en Dawnie y los estrangularratas le había quitado el apetito. Y así, con un pequeño gruñido, Stanley, cansado y dolorido después de una larga caminata, estiró sus patitas, bostezó y se quedó dormido. Pronto un ruido de ronquidos de rata se transmitió por el Foso, pero nadie —ni siquiera los miembros de la familia Gringe, que vivían enfrente, en la casa del guarda—, lo oyeron.
Cuando los primeros albores aparecieron en el cielo, el tremendo topetazo del puente levadizo al ser arriado sacó a Stanley de la cómoda paja y lo envió de una sacudida hasta la boca de la ratonera. Medio dormido, se asomó a la apagada penumbra. No era un día apacible. El viento rozaba la superficie gris de pizarra del Foso y grandes goterones de lluvia salpicaban la superficie del agua de anillos que se hacían cada vez más grandes. Pero tampoco tenía ninguna gracia quedarse en la ratonera vacía. Stanley saltó fuera y olisqueó el aire temprano de la mañana. El olor a hojas muertas, lluvia y agua del Foso se mezclaba con un desagradable tufo a guiso rancio que circulaba por encima del agua y provenía de la caseta del guarda que estaba al otro lado. La rata se balanceó un instante sobre la lisa piedra de despegue que las ratas usaban desde hacía muchas generaciones y a continuación dio un salto bien sincronizado. Aterrizó con suavidad sobre una exigua plancha metálica de la parte inferior del puente levadizo y, con cuidado de no mirar abajo, hacia las profundas aguas, cruzó el Foso corriendo por el atajo oculto que discurría bajo las planchas macizas del puente. A salvo en el otro lado, Stanley subió por la enlodada orilla. Con la cabeza gacha para protegerse del azote del viento que le enviaba remolinos de arena a los ojos, se precipitó por el sendero que atravesaba la Puerta Norte. De repente, para su horror, descubrió que estaba corriendo por encima de los pies de la señora Gringe, la esposa del guarda. Stanley solía evitar a Gringe, que tenía unos pies tan grandes y pesados que cualquier rata podía oír a kilómetros de distancia. Pero la señora Gringe, una mujer pequeña, de aspecto preocupado, estaba sentada sin moverse y en silencio al amparo de la casa del guarda, con los piececitos asomando por la puerta, como animando a tropezar con ellos a cualquier rata desprevenida. Eso fue exactamente lo que ocurrió. El tacto de la rata corriendo por encima de sus delicados dedos de los pies fue algo que la señora Gringe no se tomó a la ligera. En menos de un segundo se las arregló para gritar, agarrar una escoba y sacudir con ella la cola huidiza de Stanley.
Stanley salió pitando y bajó por el desagüe más próximo, que no era, después de una noche de lluvia torrencial, el lugar más cómodo para estar. Además, resultó que estaba embozado.
—¡Rata, rata! —oyó gritar a la señora Gringe.
—¿Dónde? —gruñó una voz desde la caseta del guarda.
—En el desagüe… ¡Cógela, Gringe!
Stanley escuchaba, sin poder moverse, las pesadas pisadas de Gringe por encima de su cabeza. Respiró hondo y se hundió en el agua justo a tiempo.
Gringe se arrodilló y miró en el desagüe.
—No veo nada. ¿Estás segura?
—Claro que estoy segura, la he visto con mis propios ojos.
—¡Ah, bueno!, yo no la veo. —Gringe contemplaba fijamente el agua sucia—. ¿Sabes? —dijo despacio—, cuando has gritado, he creído que… que estabas discutiendo a gritos con Lucy. ¡Qué días felices…!
—No siempre estábamos peleándonos a gritos —dijo la señora Gringe con un suspiro—. Bueno, solo cuando hablábamos de ese muchacho, Heap.
Stanley sintió que estaban a punto de estallarle los pulmones. Una pequeña burbuja de aire se le escapó de la boca.
—¡Ah! —exclamó Gringe—. Creo que la pequeña sinvergüenza está escondida debajo del agua.
—¿Quieres una pala?
—Sí. Pásame la grande. La obligaré a salir y le machacaré la cabeza. Así practicaré por si ese Heap asoma alguna vez la nariz por aquí.
Stanley ya no podía seguir aguantando la respiración. Un gran chorro de agua fétida salió del desagüe junto con una rata empapada, y Gringe retrocedió, mascullando. Cuando por fin se secó la porquería de los ojos, Stanley se había largado, internándose en la maraña de callejones y meandros que conducían desde la Puerta Norte hasta el interior del Castillo.
Justo al otro lado de las verjas de Palacio, Stanley se dio un rápido baño helado en un abrevadero de caballos. Un baño no era precisamente la diversión preferida de una rata, no recordaba cuándo se había bañado por última vez, pero si una rata va a Palacio, tiene que hacer un esfuerzo.
Por el contrario, en la taberna El Rodaballo Agradecido, Merrin no estaba haciendo el más mínimo esfuerzo. Olaf Snorrelssen llevaba horas merodeando por allí, esperando a que Merrin se despertara, reprendido continuamente por la hojalatera. Por fin, el chico bajó las escaleras tambaleándose, un poco más tarde de las diez, cuando lo sacó de la cama la patrona, que quería limpiar su habitación.
Consciente de su promesa, aunque ahora lo lamentaba profundamente, Olaf apareció de las sombras.
—¿Quieres que te lleve al Castillo? —preguntó el fantasma con la esperanza de que el chico declinase la oferta. Por desgracia, no lo hizo.
—Sí. Salgamos de este estercolero —gruñó Merrin.
Olaf acompañó a Merrin por el Puente de Dirección Única; la familiar sensación de abatimiento que le producía el puente le cubrió como una nube. La nube no se levantó cuando, consciente de sus deberes, Olaf llevó al muchacho por el puente levadizo. Medió en la discusión que el muchacho entabló con el portero, un hombre que también tenía mal carácter y olía fatal. Luego se dirigió hacia los Dédalos, un lugar que era como un enorme laberinto, por los que Olaf sentía verdadero afecto. Mientras guiaba a Merrin a través de los exiguos y a veces bulliciosos corredores, Olaf no podía quitarse de encima la extraña sensación de que les estaban siguiendo. Pero cada vez que miraba hacia atrás no veía más que una sombra huidiza, lo cual no era raro en aquellos callejones sombríos y serpenteantes. Decidido a mantenerse fiel a su palabra, el fantasma llevó a Merrin por las entrañas de los Dédalos. Lo condujo hasta una pequeña pensión de la que conservaba gratos recuerdos de sus estancias, hacía muchos años.
Aquello, Olaf lo pensó más tarde, fue un error. A Merrin no le gustó el lugar. Lo calificó de «asqueroso cuchitril». Cuando le dijeron el precio de las habitaciones, el chico llamó a la propietaria, que era una amable mujer, viejo murciélago codicioso. Olaf decidió aparecérsele a la mujer y pedirle disculpas, pero aquello fue otro error. Se puso nervioso y lo hizo mal. A la vista de su repentina e incompleta aparición, la mujer lanzó un grito y cerró la puerta de golpe, que le atravesó el pie y le hizo sentirse bastante mal. Cuando se recuperó, Merrin se había ido. Olaf merodeó por allí, aliviado, sin ser consciente de que se aparecía a medias a todo el mundo y causaba gran revuelo. Al final del día, otra vez a salvo en aquel refugio de fantasmas que era la taberna El Agujero de la Muralla, Olaf decidió que no volvería a aparecerse a nadie. Era una locura.
Stanley trepó por una de las muchas sillas negras de Palacio. Aunque no había estado nunca en el Palacio, como ex rata mensaje que era, Stanley conocía el plano hasta del revés, se lo había tenido que aprender como parte de sus exámenes más avanzados. Evitando al viejo fantasma de un caballero que estaba de guardia —y que intentó darle un mandoble de una sola mano con la espada—, Stanley subió por los tapices de uno de los lados de las grandes puertas dobles. Se abrió paso a través de la ratonera cubierta de telarañas que había en la parte superior del revestimiento de paneles de madera y miró hacia abajo. Había una gran caída al otro lado. Stanley esperó un momento, reunió valor para saltar. Más abajo, sentada junto al fuego, estaba Jenna Heap, princesa y heredera del Castillo. A su lado tenía una nota muy sobada. Stanley no podía leerla desde tan lejos, pero Jenna se la sabía de memoria. La nota decía:
Entregada en mano de la Torre del Mago por B. Catchpole
Recibida en el Palacio: 7.30 h.
De: Septimus Heap, aprendiz de Marcia Overstrand,
maga extraordinaria
Querida Jen:
¿Puedes reunirte conmigo en casa de Marcellus hoy a mediodía? ¡He recibido una nota de él! Buenas noticias. Creo que por fin ha recordado algo. Tiene algunas cosas de Nicko que enseñarnos y ¡¡¡dice que puede haber un modo de que regrese!!! Nos vemos allí.
Te quiere,
Septimus xxx
Jenna estaba tan emocionada que no podía quedarse quieta y mucho menos esperar hasta el mediodía. Después de otro deprimente desayuno con Sarah Heap, había huido a su habitación e intentaba hacer algo útil para pasar el rato. Ajena a que estaba siendo observada por una rata que se balanceaba, leía con determinación un libro grande.
Muy por encima de Jenna, Stanley respiró hondo y se lanzó al espacio. Aterrizó sobre la cama de Jenna, rebotó muy alto, cayó dándose un batacazo en la alfombra de la chimenea y se torció un tobillo.
—¡Uuuf! —refunfuñó rodando hacia delante y golpeándose la cabeza en el cubo del carbón.
Jenna se puso en pie por instinto.
—¿Stanley? —exclamó.
Stanley se irguió de un brinco, hizo un guiño y saludó.
—A su servicio, majestad.
—Aún no soy majestad —dijo Jenna—. No hasta que me coronen con eso.
Hizo una mueca y señaló una corona muy hermosa pero sencilla que se asentaba en un almohadón de terciopelo colocado sobre la repisa de la chimenea.
—¡Oooh! —dijo Stanley, un poco impresionado—. Parece muy pesada. No me gustaría tener que llevar eso todo el día.
—Ni a mí tampoco —dijo Jenna—. Y tampoco pretendo hacerlo. ¿Sabes, Stanley?, siempre apareces cuando menos te lo esperas. ¿Cómo estás? ¿Y Dawnie?
—Estoy bien —respondió la rata—. Estoy seguro de que Dawnie también. Al fin y al cabo, le da demasiada importancia.
—¡Ah! —dijo Jenna—. ¿Las cosas entre vosotros no marchan bien?
—No, majestad, pero ha sido una separación amistosa. Bueno, cuando me fui pensé que ella tenía un aspecto bastante amistoso. Posiblemente. Aunque también es cierto que en aquel momento estaba comiendo un pastel, lo cual siempre la pone de buen humor.
—¡Oh!, lo siento de veras, Stanley.
—Yo no —respondió lacónicamente la rata.
—Entonces, ejem…, ¿qué haces con tu vida ahora? —le preguntó Jenna.
—Me mantengo ocupado. No me puedo quejar. Visito a los viejos amigos, me pongo al día, recupero los contactos, ya sabe cómo es esto. En realidad, ahora estoy trabajando por mi cuenta: una misión a las Malas Tierras.
Jenna se estremeció.
—¡Qué horrible lugar!
—Estoy de acuerdo con usted, majestad. Y no me gustaría tropezarme con los que allí habitan en una noche oscura. En realidad, preferiría no tropezarme con ellos en ningún momento. Pero ahora tengo mi campamento base aquí; no hay nada como el hogar, eso dicen. Y tengo que hacerle una proposición sobre algo que se me ha ocurrido, si no tiene inconveniente en escucharme. Si no está demasiado ocupada, quiero decir; si lo está, puedo volver más tarde. Sin duda las cuitas y tribulaciones de su joven majestad y realeza pesan sobre sus jóvenes hombros, y yo…
—Solo estoy leyendo, Stanley. Después tengo que reunirme con alguien; es muy importante y quiero averiguar todo lo que pueda antes de irme.
—Muy sabio por su parte. Siempre hay que estar preparado. ¡Vaya librote que tiene ahí! Yo no podría leer uno tan grande.
—Es bastante grande —suspiró Jenna—. Y complicado también… ¡Tiempo!
—Sí, opino lo mismo, ya va siendo hora de que regrese y…
—No, estoy leyendo sobre eso. ¡Tiempo!
—Sí, claro. He estado fuera mucho tiempo, pero me gustaría decir que tengo una propuesta que plantearle que le resultará ventajosa. ¿Puedo proseguir?
Jenna sonrió.
—Bueno, eso es lo que sueles hacer —dijo cerrando el libro y dejándolo sobre la alfombra—. Siéntate, súbete a mi libro.
—¡Ah!, gracias, majestad, pero creo que estaré mejor de pie. Bueno, mi proposición es que si tuviera la amabilidad de dejarme volver a abrir la Torre de Vigilancia de la Puerta Este y reinstaurar el tan añorado Servicio de Ratas Mensaje Oficial del Castillo, sería un honor ofrecerle la suscripción del primer año a unos precios muy rebajados…
—El Palacio siempre ha disfrutado de esos servicios gratis —dijo Jenna.
—¿En serio? Bueno, gratis durante el primer año, entonces. Y también incluiría una rata guardaespaldas personal y servicio prioritario en todas las ocasiones.
—Perfecto —dijo Jenna—. Adelante.
Stanley se sentó en el libro.
—¿Está segura? —preguntó.
—Sí. Podríamos usar el Servicio de Ratas Mensaje; realmente se echa en falta, pero no sé de dónde vas a sacar las ratas. Todas han desaparecido. Tú eres la primera que veo desde hace mucho tiempo.
Stanley se levantó y volvió a saludar, un hábito que había adquirido poco antes en el Puerto de una vieja rata de barco.
—No hay problema. Se necesita una rata para encontrar a otra rata. La mantendré informada, majestad. Su guardaespaldas saldrá tan pronto como sea posible. ¡Aydiantrestieneesegato!
De debajo de la cama de Jenna, salió un gato anaranjado pequeño y esmirriado. Aunque el gato no era mucho más grande que Stanley, había un brillo acerado en sus ojos azules que a la rata no le gustaba nada. Nada de nada. Stanley, que nunca olvida un gato, estaba seguro de que lo había visto antes.
—¡Ah, sí! Se lo estoy cuidando a alguien. Calma, Ullr —dijo Jenna al notar que el gato se preparaba para saltar.
—Tendré que rescindir la oferta del guardaespaldas —dijo Stanley, retrocediendo—. No con un gato en la residencia. No puedo poner a mi equipo en peligro.
Jenna cogió a Ullr y lo sostuvo fuerte.
—No te preocupes. Ullr es el mejor guardaespaldas que podía tener.
Stanley pasó revista al gato.
—Para ser guardaespaldas…, ¿no es un poco pequeño? —preguntó.
Ullr sacó las uñas e intentó escabullirse de los brazos de Jenna. Stanley retrocedió corriendo.
—Entonces, me marcho, majestad. Y gracias. Adiós.
Jenna se levantó con energía y dejó que Stanley saliera por la puerta.
—Está bien, sir Hereward —le dijo al fantasma que estaba a punto de asestarle otro mandoble a la rata—. Es un amigo.
Stanley se fue correteando por el pasillo, bajó con destreza las anchas escaleras de Palacio y, con la cabeza muy alta, salió por la puerta principal de Palacio con las palabras de Jenna resonándole en los oídos. Era un amigo. Un amigo de la realeza.