El Rodaballo Agradecido
M errin no sabía cuántos años tenía. De hecho, se acercaba a su decimotercer cumpleaños, pero la expresión contenida de sus ojos le hacía parecer mayor. Últimamente había crecido, y con la confianza de su recién adquirida independencia, más el conocimiento de que tenía dinero suficiente para muchos días, entró con paso decidido en la taberna El Rodaballo Agradecido. Impostando la voz, encargó la cena y pidió una habitación para pasar la noche.
Al cabo de unos minutos, Merrin se sentaba al lado de un fuego de leña crepitante con una jarra de la cerveza negra Rodaballo especial sobre la mesa, delante de él. Le habría gustado tener el valor suficiente para pedir limonada. Era una tarde tranquila de domingo en la taberna y, aparte de un par de granjeros que regateaban por el precio de una vaca, Merrin pensó que tenía todo el establecimiento para él solo. Pero lo que Merrin no podía ver, porque los fantasmas no se aparecían a ese tipo de niños, era que la taberna El Rodaballo Agradecido estaba llena de fantasmas. Tantos que cuando Merrin fue desde la barra a sentarse junto al fuego atravesó sin darse cuenta a media docena de fantasmas antes de que les diera tiempo de apartarse de su camino, desatando numerosas quejas fantasmales.
Cuando Merrin se sentó en lo que pensaba era un asiento libre junto al fuego, en realidad estaba rodeado de fantasmas, que disfrutaban tanto como los vivos quedándose de pie ante el fuego resplandeciente en una noche oscura.
Al lado de Merrin había tres pescadores, uno de los cuales estaba algo malhumorado, pues Merrin le acababa de quitar el sitio que había ocupado. Hacía cincuenta años, el pescador se había ahogado justo delante de la taberna después de una pelea sobre quién había pescado el pez más grande y aún seguían discutiendo. Sentada a la mesa, enfrente de Merrin, estaba una antigua hojalatera, muy apagada, que no dejaba de contar sus peniques. La hojalatera había muerto a una edad muy avanzada en aquella misma mesa y aún no sabía que estaba muerta. Apiñados en torno al fuego había un pequeño grupo de seis caballeros muertos en una batalla, olvidada hacía ya tiempo, que se libró por el Puente de Dirección Única. Charlaban con un par de lecheras que, hacía pocos años, se habían perdido en una tormenta de nieve cuando regresaban a casa del mercado y se habían congelado durante la noche. Sentada en el borde de la mesa de Merrin había una princesa que había huido para encontrarse con su amado, y cuando se cobijó bajo un árbol durante una tormenta repentina fue alcanzada por un rayo. Estudiaba a Merrin con una mirada de profunda tristeza, haciendo que este se moviese incómodo en su asiento. La princesa pensó que se parecía un poco a su perdido amor, pero solo un poco.
No era de extrañar que hubiera poco ambiente en El Rodaballo Agradecido, por eso solo la frecuentaban quienes llegaban demasiado tarde para entrar en el Castillo y necesitaban una cama para pasar la noche o los Mercaderes del Norte, que tenían prohibida la entrada en la mayoría de tabernas del Castillo. Y el primer fantasma que Merrin vio en su vida —aunque nunca se dio cuenta de ello— fue el fantasma de uno de esos Mercaderes del Norte.
Sentado en las sombras, de algún modo ajeno y de espaldas a la reunión que se celebraba junto al fuego, se encontraba el fantasma de Olaf Snorrelssen, un Mercader del Norte que un día se quedó dormido en el Puente de Dirección Única y nunca despertó. Olaf se sentaba en su sombrío rincón y observaba a Merrin al otro lado de la sala. Había algo en el chico que le llamó la atención: allí tenía un compañero viajero, un extraño en tierra extranjera, igual que Olaf había sido en tantas ocasiones. En un repentino arrebato de camaradería, Olaf decidió hacer su primera aparición a un vivo.
Mientas Olaf se acercaba a Merrin, miró uno de los oscuros espejos que cubrían las paredes de El Rodaballo Agradecido. Se vio a sí mismo por primera vez en quince años, o mejor dicho, partes de él. Fue una conmoción. Olaf se detuvo delante del espejo y se miró en él. Era muy extraño: su contorno estaba entero, pero había un feo agujero en el medio a través del cual podía ver. Y la parte superior de su cabeza tampoco estaba. Olaf se concentró con todas sus fuerzas y, lentamente, el resto de su cabeza, con su vieja cinta de cuero y su cabello fino y rubio aparecieron. ¡Cielos!, ¿de veras tenía la cabeza tan delgada? Se palpó la parte superior de la cabeza, pero allí no había nada. De repente Olaf se sintió deprimido; por un momento había olvidado que era un fantasma. Entonces recordó el consejo que le habían dado otros fantasmas sobre la primera vez que uno se aparece. «Ten cuidado —le habían dicho—, aparecerse a los vivos despierta viejos recuerdos. Los vivos te parecerán demasiados rápidos y demasiado ruidosos, y harán que te sientas más fantasma que nunca». Olaf respiró hondo y se armó de valor. El resto de su estómago apareció a la vista. Tenía una barriga incipiente. Eso tampoco lo recordaba, pero nunca había reparado demasiado en su aspecto cuando estaba vivo.
Cuando Olaf llegó hasta la mesa de Merrin, el fantasma parecía, a la débil luz de la taberna, tan sólido como un vivo. Merrin levantó los ojos hacia él y Olaf se puso nervioso; ningún vivo le había visto como fantasma antes.
—Saludos —dijo Olaf, pronunciando las primeras palabras que dirigía a un vivo en quince años.
Merrin no respondió. Sin saber qué hacer ni qué decir, Olaf se sentó enfrente del chico. No se percató del gastado fantasma de la hojalatera, que soltó un chillido y se levantó de un salto, esparciendo todos los peniques por el suelo.
—¡Oh! Lo siento, señora —dijo Olaf levantándose enseguida y buscando en el suelo para intentar recuperar los peniques de la mujer, lo cual era imposible, pues formaban parte de otro fantasma, y le causaron aún más ofensa. La hojalatera apartó a Olaf de en medio. Reunió los peniques y se retiró murmurando a un oscuro rincón lejos del fuego, donde pasaría los siguientes cien años, contándolos para asegurarse de que los tenía todos consigo.
—No me llame «señora». No soy una chica —refunfuñó Merrin frunciendo el ceño a Olaf.
Se preguntó por qué aquel extraño se había acercado a hablar con él y de repente se había agachado en el suelo. Había algo raro en él, pero Merrin no sabía exactamente qué era.
—Claro que no eres una chica —respondió Olaf confundido—. Eres un extranjero aquí, creo —siguió insistiendo, hablando en voz baja en su cantarín acento del norte.
—No —dijo Merrin hoscamente—. No lo soy. Nací en el Castillo. Yo… estoy regresando a mi hogar.
—¡Ah, el hogar! —dijo Olaf con añoranza—. Entonces tienes suerte. Algunos de nosotros nunca regresaremos al hogar.
Merrin miró al hombre que estaba delante de él. Su rostro ajado tenía una expresión amable y sus ojos de un azul muy claro eran amistosos. Merrin se ablandó un poco. Era la primera vez que alguien le había buscado porque le interesaba hablar con él, y la primera vez en su vida que alguien le hablaba como si fuera un ser humano adulto y decente. Fue una buena sensación. Merrin se atrevió a esbozar una sonrisa.
—¿Tienes familia aquí? —se aventuró a preguntar Olaf, alentado por la sonrisa.
—No —dijo Merrin, decidiendo rápidamente que una posible madre en el Puerto no contaba—. Yo… no tengo ningún familiar.
Olaf, que procedía de una familia muy numerosa, no podía imaginar cómo debía de ser eso de no tener a nadie.
—¿Ninguna? ¿Ni siquiera un poquito de familia?
Merrin sacudió la cabeza.
—No.
—Entonces, ¿dónde te quedarás? ¿Qué vas a hacer?
Merrin se encogió de hombros. Se había estado preguntando lo mismo pero lo había aparcado en el subconsciente.
Olaf tomó una decisión. En algún lugar de las Tierras de las Largas Noches, tenía un hijo que nunca había visto y nunca vería. Daba igual que Olaf estuviera seguro, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, de que su hijo era una niña. Imaginó que ella tendría la misma edad que aquel chico. Si no podía ayudar a su propia hija, al menos haría un favor a alguien.
—Mañana te acompañaré al Castillo y te enseñaré un lugar seguro donde puedes quedarte —se ofreció—. ¿Vas a quedarte aquí esta noche?
Merrin asintió.
—Y hoy has viajado desde muy lejos, me parece. —Olaf estaba cogiendo el ritmo y empezaba a encontrarse a gusto.
—Vengo desde las Malas Tierras. No quiero volver allí nunca más.
—¿Allí no tenías familia? —preguntó Olaf.
—Nada de eso. Me trataban como a un criado, o peor. Aproveché la primera oportunidad para huir.
Olaf asintió compadeciéndose. Pensó que el muchacho había llevado una vida dura. Ya era hora de que alguien le echase una mano.
Animado por la atención de Olaf, Merrin empezó a contar su historia.
—Me escapé una vez, pero acabé varado en los marjales con una vieja bruja loca que me obligaba a comer anguila y bocadillos de col.
—Eso no es bueno —murmuró Olaf.
—Era asqueroso, pero escapé de ella y entré a trabajar para Simon Heap, y fue aún peor. Acabé otra vez en el mismo horrible lugar donde crecí. No podía creerlo. Hasta hace unas pocas semanas, pensé que me quedaría allí atascado para siempre con el viejo Heap y ese saco de huesos.
—¿Saco de huesos? —preguntó Olaf pensando que no lo había entendido bien.
—Sí, el antiguo jefe de Simon, y el mío. DomDaniel. Vivía dentro de un saco hasta que lo volqué anoche.
—Lo… ¿volcaste? —Ahora Olaf estaba seguro de no entenderlo.
—Sí. Le quité este anillo, ¿quieres verlo?
Sin esperar respuesta, Merrin acercó el pulgar con el anillo a la cara del fantasma.
—Ahora es mío, me lo he ganado. No fue agradable tocar todos aquellos huesos. Algunos de ellos tenían algo encima, como si fuera cartílago, y babas, y estaba blandito. ¡Puaj! Pero se lo quité del pulgar. Le corté el extremo, ¡ja, ja! ¡Así aprenderá! ¿Sabes?, los pulgares de las manos son como los pulgares de los pies.
Olaf asintió con recelo. Aquel chico no estaba resultando ser lo que esperaba; empezaba a arrepentirse de su oferta anterior. Era cierto lo que decían de los vivos: ¡mira que había tipos bien raros ahí afuera! También era casualidad haber elegido a uno de ellos para aparecerse por primera vez. La camarera salvó a Olaf de seguir oyendo más historias de huesos cuando le llevó la cena a Merrin: un gran plato de salchichas sobre un montón de puré de patatas.
—Te dejo que cenes —dijo Olaf levantándose con premura mientras la camarera dejaba el plato delante de Merrin con un golpetazo.
Merrin asintió. Le parecía bien; no quería compartir su cena con el extraño. Merrin pinchó una salchicha grande con el tenedor. Olaf hizo una mueca. Pensó que las salchichas parecían huesos de pulgar. Se las imaginaba en el saco, con anillos puestos.
—Hasta mañana, entonces —dijo Merrin con la boca llena de salchichas.
—¡Ah! Mañana. Sí, te veré mañana —dijo Olaf con pesimismo. Nunca había faltado a su promesa.
—Bien —dijo Merrin, levantando la mirada después de pinchar su segunda salchicha. Pero la sala estaba vacía. Los granjeros se habían ido, y también el extranjero alto y rubio.