A tiempo
C uando salieron jubilosos al rellano de la balaustrada, un comité de recepción les estaba aguardando. Dos enormes guardias saltaron y cogieron a Nicko. Snorri gritó. Eran aquellos mismos guardias, llamados Fowler y Brat, quienes se la llevaron después de que una vecina la acusara de echarle un mal de ojo a su cactus.
—Dejadme —vociferó Nicko, debatiéndose con furia. Estalló una trifulca. Snorri le dio un puntapié a Fowler, un hombre enorme con una calva brillante, que sujetaba a Nicko con los brazos a la espalda. Septimus y Beetle intervinieron, seguidos rápidamente de Jenna. Brat, que era el más pequeño de los guardias pero sorprendentemente fuerte, y tenía dos impresionantes orejas de coliflor, los barrió de un manotazo como si fueran moscas impertinentes.
La guardiana esperaba al fondo, medio oculta por el humo de vela, con el brazo vendado.
—Llevadlo a la habitación fortificada —gritó—. ¡No quiero volver a verlo nunca más!
—No se preocupe, señora guardiana, no lo volverá a ver. —Fowler se rió—. De eso puede estar segura. ¡Ufff…, suéltame, chico! —gruñó. Aquello iba dirigido a Beetle, que había logrado hacerle una llave.
Los guardaespaldas arrastraron a Nicko por todo el rellano, acompañado de Snorri que gritaba y les daba patadas en la espinilla, y de Jenna, pegada a su hermano como una lapa. Beetle aún sujetaba a Fowler con su llave de cabeza, pero su efecto no se notaba, y Ullr seguía el tumulto bufando.
Pero Septimus se había apartado de la refriega. De su cinturón de aprendiz sacó un cristal pequeño en forma de fragmento de hielo. Sujetándolo con cuidado entre el índice y el pulgar, apuntó con el lado más estrecho a Fowler, que ahora estaba intentando arrastrar a Nicko y a su séquito a través de la oscura arcada que se abría al otro lado del rellano.
—¡Congelar! —gritó Septimus.
Beetle se quedó congelado. Horrorizado, Septimus se dio cuenta de su error. Sin embargo, con un Beetle congelado colgado del cuello como un peso muerto, Fowler perdió el paso, y Nicko aprovechó su oportunidad. Se liberó, cogió a Snorri y en un momento echaron a correr hacia las escaleras. Furioso, Fowler forcejeaba para librarse de Beetle, y Beetle cayó al suelo como un árbol talado.
—¡Beetle! —gritó Jenna—. ¡Oh, Beetle!
Nicko pasó corriendo ante Septimus, arrastrando a Snorri detrás de él.
—¡Vamos, Sep! —le gritó Nicko—. Salgamos de aquí de una vez. Ya he tenido bastante… No me importa en qué época acabemos.
—¡No, Nik! —gritó Septimus—. No… no.
Pero Nicko y Snorri corrían por las amplias escaleras, perseguidos por Fowler y Brat.
Septimus corrió hacia Jenna.
—Tienes que detener a Nik —le dijo—. Ha perdido la cabeza. Detenlo antes de que se vaya para siempre.
Jenna se puso en pie.
—Pero, Beetle…
—Se pondrá bien. Yo lo arreglaré. ¡Ahora vete!
Jenna salió corriendo, empujando al pasar a la guardiana, que hizo un intento poco entusiasta por cogerla, y salió corriendo escaleras abajo.
Septimus dejó a Beetle congelado, apoyado sobre la balaustrada. Vio a Jenna bajar volando la escalera, con la capa púrpura ondeando tras ella. A lo lejos, a través del humo de las velas, pudo ver las vagas siluetas de Nicko y Snorri llegar hasta el abarrotado vestíbulo y empezar a abrirse paso a través de la gente, en dirección a las puertas de plata. Les seguían de cerca Fowler y Brat.
Confundiendo la aparente falta de interés de Septimus, la guardiana se acercó a él.
—Pronto detendremos al alborotador —sonrió.
Septimus no respondió y la guardiana, sintiéndose repentinamente incómoda, se alejó. No le gustaba la extraña mirada perdida de los ojos de Septimus, y en especial no le gustaba la peculiar niebla púrpura que empezaba a rodearle, temía que pudiera ser contagiosa.
Abajo, en el gran salón de la Casa de los Foryx, Brat había adelantado a Fowler y estaba a un brazo de distancia de Nicko. Alargó la mano para agarrarlo, pero en el último segundo Nicko lo esquivó colocándose tras un hombre grande con un sombrero alto y puntiagudo. De repente, Fowler frenó, parecía perplejo, luego gritó: «¡Idiota, está allí!». Brat giró en redondo para ver que su presa se dirigía otra vez hacia las escaleras, ¿cómo había podido el chico hacer algo así?
Inclinado sobre la balaustrada, Septimus estaba más concentrado que nunca en su vida. Proyectar una persona viva es una de las proyecciones más difíciles que existen. Septimus se esforzaba en usar poderes mágicos que nunca creyó tener, pero, como todas las proyecciones, no era del todo perfecta. Había bordes borrosos y vacíos momentáneos. Por suerte, el humo de las velas cubría las imperfecciones y Septimus se aseguraba de que la proyección de Nicko corriera lo bastante lejos de los guardias para que ellos no pudieran verlo de cerca. Estimulado por el dominio de la Magia, Septimus hizo que la proyección subiese las escaleras. Cuando la imagen de Nicko se acercó, él retrocedió unos pasos para quedarse a cierta distancia, pues cuanto más cerca estaba la proyección, más difícil era mantenerla. La guardiana notó con aprobación que Septimus vio pasar al joven truhán por delante de él, pero no hizo nada; había juzgado mal al aprendiz, pensó. Su larga nariz brilló de emoción al ver acercarse a sus fieles Fowler y Brat sudando, con las caras rojas de sofoco. Atraparían al chico en cualquier momento.
Septimus envió su proyección corriendo al torreón de Nicko y Snorri, y luego se relajó. Lo único que tenía que hacer era proyectar el sonido de pasos y dejar que los guardias se agotaran. Bajó para ver si Jenna había conseguido evitar que Nicko se fuera, pero el humo de las velas oscurecía su visión. Septimus tenía ganas de bajar corriendo y hacer entrar en razón a Nicko, pero sabía que tenía que confiar en que Jenna lo lograse. Tenía que hacer algo más, algo que no podía esperar. Beetle tenía que ser descongelado.
La guardiana observó a Septimus guiar a un tembloroso Beetle por la larga y ancha escalera, y mientras desaparecían en la neblina del humo de vela oyó a Fowler y a Brat bajar ruidosamente los escalones del torreón. Sonrió, con esa clase de sonrisa que se puede esperar de un caballo que, decidido a descabalgar a su jinete, pone la vista en una rama baja.
Jenna había alcanzado a Nicko y a Snorri en el vestíbulo de suelo ajedrezado.
—¡No, Nik! —gritó—. No te vayas. Por favor. No te vayas solo. Por favor.
—No pienso quedarme aquí —dijo Nicko—. No voy a pasarme el resto de mi vida, y más aún, encerrado en un inmundo agujero bajo tierra. Se llevaron a Snorri durante una eternidad. Fue horrible.
—Solo fueron unos pocos días, Nicko —dijo Snorri.
—Quién sabe cuánto tiempo fue —refunfuñó Nicko—. Este lugar te hace perder la razón. Nadie sabe cuánto tiempo pasa… es una locura. Ya no puedo soportarlo más. —Se lanzó hacia la puerta que daba al tiempo exterior, pero Jenna le cogió la mano en mitad del gesto.
—¡Nik! Solo prométeme una cosa, por favor.
—¿Qué?
—Que esperarás a Sep y a Beetle.
—Si aparecen. Tú no lo entiendes, Jen. Esto es muy raro. La gente desaparece.
—Aparecerán. Aparecerán.
Como si fuera una respuesta, las puertas de plata del vestíbulo se abrieron de repente y Septimus y Beetle entraron como una exhalación.
—¡Vienen hacia aquí! —exclamó Septimus—. Mi proyección se rompió cuando descongelé a Beetle.
—Vale, perfecto —dijo Nicko—. Yo me largo.
—¡Nik…, espera! —dijo Jenna.
Sacó la llave de la Habitación de la Reina que colgaba de su cinturón y la introdujo en una pequeña cerradura semioculta en mitad de un jeroglífico, en la puerta plateada de la derecha. En cuanto dio la vuelta en la cerradura, oyeron el sonido de las puertas bloqueándose.
—Eso no los detendrá —objetó Nicko—. Ella también tiene una llave.
—Los detendrá si la dejo en la cerradura —dijo una sonriente Jenna.
—Bien pensado, Jen —exclamó Septimus sonriendo a su vez.
Estaban sentados en el vestíbulo de suelo ajedrezado, atrapados entre dos mundos. Al igual que tía Ells antes que ella, Snorri se sentaba en un alto sillón con forma de dragón. Descansaba los pies en la gruesa y ensortijada cola, y su delgado cuerpecillo casi desaparecía en las alas de dragón talladas para formar el respaldo del sillón. Nicko se sentaba en los amplios brazos en forma de cabeza de dragón. Tanto él como Snorri reflejaban tensión y parecían extenuados.
Jenna, Septimus y Beetle habían recuperado las mochilas y se sentaban en el frío suelo de mármol, apoyados contra ellos.
Nicko los miraba, sacudiendo la cabeza con asombro.
—Aún no puedo creer… que realmente estéis aquí. No lo creo. Hemos esperado tanto, ¿verdad, Snorri?
Snorri asintió.
—Me alegro tanto de que estéis aquí —dijo Jenna con calma—. Temía no encontraros.
—Estoy aquí por poco —explicó Nicko—. Hubo algunas ocasiones en las que decidí marcharme. Las puertas están abiertas y ellos no te lo impiden, ¿sabéis? Pero te dicen que puedes salir a cualquier época. Incluso una época anterior… —Nicko se estremeció— anterior a que hubiera personas. Antes de que existiera la Casa de los Foryx, de modo que no puedes volver nunca. Snorri siempre decía que debíamos esperar. Tenía razón, siempre suele tenerla.
Snorri se sonrojó.
—Sí —dijo Jenna, sintiéndose algo más cerca de Snorri—. Tenía razón.
Un silencio taciturno llenó el vestíbulo ajedrezado, pero no duró mucho. De repente alguien aporreó las puertas de plata, y, tras un frenético traqueteo, intentaron introducir una llave en la cerradura.
—¡No se saldrán con la suya! —se oía la voz furiosa de la guardiana—. ¡Guardias, romped las puertas!
Nicko se puso en pie de golpe con los ojos desorbitados.
—No me cogerán —declaró—. Saldré y aprovecharé mi oportunidad antes de que me atrapen.
—Yo iré contigo —dijo Snorri. Cogió a Ullr en brazos—. Y Ullr también vendrá.
—Y nosotros también —dijo Jenna en tono solemne. Miró a Septimus y a Beetle—. ¿Verdad?
Septimus miró a Beetle.
—Contad conmigo —dijo Beetle.
—Y conmigo —se sumó Septimus.
—¿De verdad? —preguntó Nicko—. Pero es a mí a quien buscan, no a vosotros.
—Ahora estamos todos juntos, Nik —dijo Septimus—. Pase lo que pase.
Empezaron unos golpes rítmicos. Fowler estaba embistiendo las puertas. Pronto la cerradura, que era el punto más débil, empezaría a ceder.
—Voy a salir ya —dijo Nicko, muy compuesto y seguro de sí mismo, con la mano puesta en el pesado pestillo de hierro que cerraba la gran puerta de ébano de la Casa de los Foryx. Miró a Jenna, Septimus y Beetle—. Pero quiero que vosotros os quedéis —les dijo levantando la voz por encima de los rítmicos golpes que sonaban a sus espaldas—. Siempre tendréis una oportunidad de ir a casa, ver a mamá y a papá y contarles lo que ha pasado. Decidles que lo siento…
Septimus respiró hondo.
—No, Nik. Nosotros vamos contigo —afirmó mirando a los demás. Cuatro pares de ojos aterrados se encontraron con los suyos, sacudidos por lo que significaba lo que estaban a punto de hacer.
¡Pam!
A Nicko se le nublaban los ojos. Parpadeó.
—Muy bien —dijo—, allí vamos.
¡Pam! ¡Pam!
Nicko se dispuso a correr el pestillo de la puerta de ébano, que los llevaría al tiempo exterior, fuera cual fuese. Y cuando su mano tocó el pestillo, alguien llamó furiosamente a la puerta con unos golpes que ahogaban los que sonaban a sus espaldas. Todo el mundo se sobresaltó.
Septimus lanzó un fuerte grito de alegría. Solo había una persona que ignoraría una campana que funcionaba perfectamente y atacaría la aldaba de ese modo. Y abrió corriendo la puerta de la Casa de los Foryx.
—Bueno —dijo Marcia con una amplia sonrisa—, ¿no vais a invitarme a entrar?
—Ni hablar —respondió Septimus—. ¡Ya salimos nosotros!
Desde la amplia terraza de mármol, Sarah Heap miraba a sus dos hijos menores y a su hija salir al aire blanco y neblinoso y prorrumpir en gritos de júbilo. Los veía envolver a Marcia Overstrand en una avalancha de abrazos y apenas daba crédito a sus ojos. Sarah buscó apoyo en el sólido cuello del dragón y Escupefuego movió la cola con cansancio. Había sido un vuelo muy largo y frío.
El batacazo de la cola atrajo la atención de Nicko.
—¿Mamá? —dijo, sin hacer caso del dragón y viendo solo una fina figura azotada por el viento en una vieja capa verde—. ¿Mamá?
—¡Oh…, Nicko! —fue todo lo que Sarah pudo decir.