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La Búsqueda de Septimus

S eptimus no oyó ninguno de los gritos y golpes de Jenna a través de la gruesa puerta púrpura. Ordenó furioso a la puerta que se desbloqueara.

La chica se echó a reír.

—No conseguirás nada, Septimus Heap. Aunque es cierto que esta puerta es una puerta gemela, todos los gemelos idénticos tienen algunas diferencias. Acabas de descubrir una de ellas. —La aprendiza parecía algo defraudada al evaluar a Septimus—. He esperado mucho a que llegara un Buscador. Esperaba algo más… maduro con quien pasar el tiempo. ¿Juegas a las cartas?

—¿Cartas?

—Puedo enseñarte algunos juegos. Espero que puedas aprender a jugar al Burro.

—¿Burro?

La chica suspiró.

—Lo más seguro es que no.

Septimus no dijo nada. La chica le recordaba a Lucy Gringe, aunque ella era mucho más pesada. Perdió la esperanza de mantener cualquier conversación razonable con ella y centró su atención en su nuevo entorno. Estaba en una gran cámara octogonal. Por encima de él había una hermosa cúpula de cristal a través de la cual podía ver el cielo que se oscurecía bañado por los últimos rayos del crepúsculo. Supuso que estaba en lo más alto de la Casa de los Foryx. Septimus se paseó por la cámara, observado por los ojos de águila de la antigua aprendiza. Era un lugar muy grande, y el mobiliario, las alfombras, los arcones de lapislázuli, los ricos tapices, le recordaban las dependencias de Marcia. Pero eso, pensó Septimus, no acababa de explicar aquella extraña sensación de familiaridad. Había otra cosa… algo más esencial: el olor de la Magia.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Septimus a la cascarrabias aprendiza.

—La Casa de los Foryx —fue la respuesta.

—Eso ya lo sé —respondió Septimus, intentando no traicionar su impaciencia—. Pero este lugar… Esta habitación…, ¿qué es?

—Pronto lo descubrirás.

Septimus suspiró. Intentó una última pregunta.

—¿Quién eres tú?

Para su sorpresa, la chica respondió a la pregunta.

—Soy Talmar —dijo.

Talmar. El nombre le era familiar. Septimus intentó recordar por qué, y entonces se le ocurrió. De repente se sintió muy raro.

—¿No serás… Talmar Ray Bell? —preguntó.

En el rostro de la muchacha apareció una expresión de sorpresa.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

Septimus sonrió, complacido del efecto de su pregunta.

En algún lugar a lo lejos sonó el plateado tañido de una campana. Talmar adoptó otra vez aquel aire de superioridad y anunció:

—Mi maestro está preparado. Sígueme, Septimus Heap.

Con la puesta de sol, la cúpula de cristal se había oscurecido. Mientras Septimus seguía a Talmar por la cámara, las velas se encendían solas a su paso, una detrás de otra, para iluminarles el camino. En el otro extremo de la cámara, Talmar descorrió unas pesadas cortinas para mostrar una figura sentada junto al fuego en un cómodo sillón igual al que había cerca del fuego en las habitaciones de Marcia… el que ella siempre insistía en que era el suyo. Talmar indicó a Septimus que entrara. Cruzó las cortinas y la figura, un hombre anciano y frágil con una larga y ondulada barba blanca, ataviado con una diadema de mago extraordinario, levantó la mirada. La luz de las velas centelleaba en sus brillantes ojos verdes, haciendo que parecieran casi en llamas.

—Este es nuestro Buscador, Septimus Heap —dijo Talmar.

—Bienvenido, Buscador —dijo el anciano con una sonrisa. Cuando empezó a levantarse, Talmar corrió a su lado para ayudarle. Mientras se ponía en pie, algo encorvado e inseguro, Septimus vio que vestía la túnica antigua de mago extraordinario, de los días en que lucían jeroglíficos bordados con hilo de oro. Apoyado en el brazo de Talmar, el anciano caminó lentamente hacia Septimus.

—De lo viejo a lo nuevo —murmuró con un acento que Septimus no había oído nunca—. ¡Buenas!

—¡Buenas! —respondió Septimus estrechando la fina y vieja mano.

El anciano bajó la vista hacia la mano derecha de Septimus. Septimus siguió su mirada y vio el anillo dragón, que brillaba más que nuca, como una minúscula lámpara en índice de la mano derecha.

—Tienes mi anillo —murmuró el antiguo mago extraordinario.

—¿Su anillo? —dijo Septimus—. Pero pensé que solo había pertenecido a… ¡Oh! ¡Oh, claro!

—¡Ah! ¿Sabes quién soy? —preguntó el anciano.

Septimus asintió. Entonces comprendió.

—Eres Hotep-Ra —dijo.

Mientras las estrellas resplandecían trémulas a través de la cúpula y la luna llena viajaba en el cielo, Septimus, Talmar Ray Bell y Hotep-Ra se sentaban a picotear de un festín compuesto por manjares exquisitos, que habían aparecido en la mesa larga y baja que Talmar había dispuesto delante del fuego. Talmar sirvió una infusión de menta en tres vasitos de colores.

Hotep-Ra levantó el vaso y dijo:

—Celebremos el fin de tu Búsqueda.

Y se bebió la infusión de un trago. Septimus y Talmar le imitaron.

—Pero tienes que hacer una cosa antes de que acabe tu Búsqueda.

—¡Oh! —Septimus se temía lo peor.

—Debes darme la piedra de la Búsqueda.

Septimus sonrió; nada le habría gustado más. Sacó la piedra de color rojo intenso del bolsillo.

Aliviado de librarse de la piedra, Septimus la puso en su mano extendida. Hotep-Ra colocó la otra mano encima de la piedra y Septimus vio la luz brillante a través de ella, revelando los huesos de la mano bajo la piel como sombras de color rojo oscuro. Entonces la luz empezó a extinguirse y las manos de Hotep-Ra volvieron a ser opacas otra vez. Abrió las manos y la piedra de la Búsqueda era ahora negra como el carbón.

—Has completado la Búsqueda. —Hotep-Ra sonrió a Septimus—. Ahora te contaré el motivo por el que te he hecho recorrer todo este camino: ven a sentarte y cuéntame todo lo que ha sucedido en el Castillo en mi ausencia.

—¿Todo? —preguntó Septimus, intentando adivinar qué se suponía que sabía.

—Como aprendiz conocerás muchas cosas. Ahora, antes de que empieces, colocaré mi signo en el reverso de la piedra y te la devolveré como recuerdo de tu viaje.

Septimus no estaba seguro de querer un recuerdo del viaje, pero no dijo nada. Hotep-Ra dio la vuelta a la piedra y su expresión se ensombreció.

—¿Qué ocurre, maestro? —preguntó Talmar.

—No lo entiendo. Yo numeré estas piedras con una numeración oculta. Cuando las sacaran, el número aparecería. Esta es la número veintiuno. Es la última piedra —dijo Hotep-Ra entre dientes.

—Sabía que algo iba mal —dijo Talmar, mirando a Septimus—. Es demasiado joven. Ni siquiera ha terminado su aprendizaje.

—¿No lo ha terminado? —preguntó el mago, perplejo—. Pero ese es un honor que solo se reserva al último día del aprendizaje.

—Exacto. Debe de haberla robado. No es más que un vulgar ladrón.

Septimus ya estaba harto de las groserías de Talmar y explotó de indignación.

—¿Cómo te atreves a llamarme ladrón? Además, ¿para qué querría alguien robarla? —preguntó—. No ha sido más que un problema. Puedo decirte que soy el último Buscador, era la última piedra del caldero. Y te diré algo más, ninguno de los que anteriormente fueron a la Búsqueda regresó jamás. No es un honor, es una maldición. Todos los aprendices temen que llegue el último día debido a ella. Y Tertius Fume es…

—¿Tertius Fume? —exclamó Hotep-Ra—. ¿Ese gusano reptil, mentiroso, bellaco y traidor ha regresado?

—Bueno, su fantasma sí —dijo Septimus.

—¿Su fantasma? ¡Ja! Al menos ya no está vivo. ¡Pero qué desfachatez! Yo lo desterré y él regresó en cuanto me fui. ¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace mucho tiempo. Es antiguo.

—¿Cómo de antiguo?

—Yo… en realidad, no lo sé. Es uno de los más antiguos del Castillo.

—Uno de los más antiguos… —Hotep-Ra guardó silencio durante unos minutos. Ni Talmar ni Septimus se atrevieron a hablar. Por fin, el anciano mago extraordinario dijo con calma, como si esperase malas noticias—: Dime, aprendiz: ¿cuántos magos extraordinarios ha habido desde que Talmar y yo dejamos el Castillo?

—Setecientos setenta y seis —dijo Septimus.

—¡Estás de broma! —exclamó Hotep-Ra.

—No. Fue lo primero que tuve que aprender cuando me convertí en aprendiz. Mi maga extraordinaria me lo hizo escribir y colgarlo en la pared. Además, yo los conté la semana pasada.

Hotep-Ra tragó saliva.

—Pensé que habría habido cinco o seis como máximo —dijo en voz baja—. Las cosas no son como deberían ser.

—¿Cómo… cómo deberían ser? —preguntó Septimus.

Hotep-Ra suspiró.

—Come, compañero amo del dragón —dijo—. Cuéntame de tu Búsqueda y yo te contaré de la mía.

Y de ese modo Septimus se sentó bajo la cúpula iluminada por la luna y le contó a Hotep-Ra cómo había llegado hasta la Casa de los Foryx. Y entonces, mientras comía con hambre los platos de fragantes frutas, sabrosas carnes y pescados y bebía té de menta, escuchaba la suave, melodiosa y frágil voz del primer mago extraordinario del Castillo.

—Cuando yo era joven —dijo Hotep-Ra—, pues una vez fui un hombre joven, me prohibieron jugar con el tiempo. Pero, como muchos hombres jóvenes, no siempre obedecía las reglas. Y cuando descubrí el secreto de suspender el tiempo, supe que había encontrado un lugar donde podía guardar mi secreto y hacerlo funcionar. Viajé por todo lo ancho y largo del universo hasta que me encontré en un hermoso bosque, en el centro del cual había un abismo. En la mitad de aquel abismo se levantaba una alta roca, y cuando la vi supe que había encontrado el lugar perfecto para construir mi secreta Casa del Tiempo.

»De modo que me puse manos a la obra. Primero, causé que se hiciera un puente… es un puente hermoso, ¿verdad?

Septimus asintió. Hotep-Ra decía la verdad: el puente era hermoso.

Hotep-Ra sonrió.

—Hermoso pero terrorífico. Ahora, entre los magos más mágicos, hay una desafortunada tendencia a temer las alturas. Debo admitirlo, deseaba que mis compañeros magos se mantuvieran alejados de mi Casa del Tiempo, no quería interferencias ni intrigas. Los magos se ponen celosos del verdadero talento, aprendiz. No pueden sustraerse a sabotear los proyectos de los más dotados. Recuérdalo. Y así, para estar doblemente seguro de que me dejaban en paz, atraje a los Foryx, que ahora muchos creen que son bestias míticas, pues ya no se ven… salvo aquí. Causé que corrieran sin parar alrededor del camino del precipicio para guardar mi Casa del Tiempo. Pronto noté que quienes llegaban a este lugar empezaban a llamarla la Casa de los Foryx y me agradó, pues no daba ninguna pista de que este era un lugar donde confluyen todas las épocas.

»Cuando me hice viejo, dejé el Castillo, a la querida reina y a mi pobre nave Dragón, y me vine a mi Casa de los Foryx. Ahora me gustaría haber venido antes, cuando aún tenía fuerzas, pero quería ver mi nave Dragón restaurada. Nunca lleves un barco a que lo reparen los hombres del Puerto, aprendiz, son lerdos y ladrones. Cuando vine a la Casa de los Foryx, me consolé pensando que, aunque añoraba terriblemente el Castillo, seguiría sabiendo lo que ocurría porque había establecido la Búsqueda.

»La Búsqueda tenía que ser un gran honor. Había acariciado la idea de que solo los aprendices más talentosos participasen en mi Búsqueda, pero entonces me di cuenta de que no sería justo, así que creé un sorteo. Llené una gran urna con cientos de piedras de lapislázuli, de las cuales veintiuna presentaban una B inscrita en oro, y todos los aprendices tenían una buena oportunidad para sacarla. Pensé que sería una maravillosa culminación de siete años de duros estudios ser elegido para ir a la Búsqueda, a visitar al fundador de la Torre del Mago, llevarle noticias del Castillo y regresar con nuevo conocimiento y comprensión. Para hacerlo más seguro, pues no quería arriesgar la vida de nadie, engendré un barco para llevar al aprendiz a salvo por mar y remontar el gran río justo hasta el límite de lo que era un hermoso bosque. También engendré siete guardianes de la búsqueda para escoltarlo en su viaje, guiarlo más allá de los Foryx y cruzar con él el puente. Su labor más importante, claro está, era esperar fuera de mi casa para que el Buscador saliera a su propia época. Me aseguré de que la piedra también los guiara hasta aquí para su seguridad, por si los guardianes fallaban. Ese era mi plan, pero al parecer no ha sido así, ¿verdad?

—No —dijo Septimus con tristeza.

—¿Dices que ha habido veinte Buscadores antes que tú? —preguntó Hotep-Ra.

Septimus asintió.

—¿Y todos perecieron?

—Bueno, no regresó ninguno. Y habrían regresado de haber podido, ¿no?

Hotep-Ra asintió despacio y se sumió en sus propios pensamientos.

—Es Fume —dijo—. A oscurecido esta Búsqueda. Todo lo que me cuentas: el bosque helado, el silencio, la niebla horrible y quejumbrosa, los mortíferos guardianes de la búsqueda… no te asombres, aprendiz, ¿de qué otro modo podía asegurarse de que nadie me alcanzaría? Es él. Lo sé.

Septimus también lo sabía.

—Él era mi mejor amigo —dijo Hotep-Ra con tristeza—. Hubo un tiempo en que confiaba plenamente en él. Lo quería como a un hermano, pero una vez, mientras estaba ausente cuidando de mi querida nave Dragón, se apropió de la torre y envió a mis guardianes a matarme. —Hotep-Ra sacudió la cabeza con incredulidad—. Había estado planeándolo durante años, y en todo ese tiempo no me mostró más que su amistad. Imagínate cómo te sentirías, aprendiz, si tu mejor amigo te hiciera algo así.

Septimus asintió compadecido. No podía imaginar que Beetle le hiciera algo parecido.

—Tertius solo tuvo la torre durante siete días, pero costó siete años reparar el daño oscuro que había hecho. Lo desterré, por supuesto —suspiró Hotep-Ra—. Y tengo que admitir que lo echo de menos, aunque me traicionase. Cuando se fue, me dijo que aunque yo pensara que podía controlar la torre eternamente, no sería así. Prometió que regresaría y yo lo lamentaría. Recuerdo que le dije que nada de lo que tramase me haría sentir mayor tristeza de la que sentía entonces, pero ahora pienso que no es cierto, pues se han perdido veinte jóvenes vidas, y yo no lo sabía. Y todos estos años he estado solo, esperando… —La voz de Hotep-Ra se extinguió tristemente en la noche. Mientras Talmar estaba ocupada preparando alfombras y mantas para combatir el frío de la noche, Septimus se sentaba tranquilamente y observaba cómo su piedra de la Búsqueda resplandecía con un intenso azul iridiscente a la luz de la luna llena que brillaba a través de la cúpula. Lo había hecho, se dijo a sí mismo, asombrado. Había completado la Búsqueda, pero entonces le invadió un sentimiento de tristeza: veinte aprendices no lo habían conseguido. Septimus pensó en lo que habían perdido. No solo el resto de sus vidas, sino también una noche mágica, durante la cual habrían conversado con el primer mago extraordinario. Septimus se estremeció. Olía la Magia en el aire y, por primera vez desde que había empezado a leer las obras de Marcellus Pye, se sintió contento. Aquello era bueno y Marcia… Marcia se sentiría orgullosa, si volvía a verla algún día.

A la mañana siguiente muy temprano, con la cabeza dándole vueltas todavía, Septimus se despidió de Hotep-Ra y salió de la cámara octogonal. La puerta gemela de la de Marcia se cerró con cuidado a su espalda. Con una vela en la mano, que una Talmar Ray Bell un poquitín más amistosa le había dado, caminó por el empinado y estrecho pasillo de mármol y salió al rellano de la balaustrada, lleno de humo.

Septimus sabía que era de día, había visto el sol alzarse a través de la cúpula de cristal, pero no había modo de saberlo dentro de la Casa de los Foryx, pues no tenía ventanas. Se sentó cansinamente en uno de los bancos, evitando a la guardiana con cara de caballo, que estaba sentada y actitud de espera, y, al igual que ella, Septimus también esperó. «Todos los que viven en la Casa de los Foryx pasarán por el rellano si esperas lo bastante», le había aconsejado Hotep-Ra. Septimus estaba preparado para esperar lo que fuera necesario a que pasaran Jenna y Beetle, pero la combinación del calor de la atmósfera viciada y la noche que había pasado sin dormir pronto hicieron mella en él, y Septimus no tardó en tumbarse en el banco y quedarse dormido.

Tuvo los sueños más extraños: Hotep-Ra y Tertius Fume danzaban por la Vía del Mago, Marcia volaba a lomos de Escupefuego en mitad de una tormenta eléctrica, Talmar jugaba a las cartas con un cocodrilo y Nicko lo sacudía diciendo: «¡Despierta, perezoso!».

Las sacudidas proseguían después del sueño y Septimus, medio adormilado, abrió un ojo para encontrarse de bruces con Nicko. Septimus se despertó del todo en una décima de segundo.

—¡Nik! —Abrazó a su hermano—. ¡Eh! Eres real.

—Y tú también. —Nicko se rió.

—¡Sep, oh, Sep, has escapado! —gritó Jenna, feliz.

—Bueno, en realidad no fue así, pero…

La mujer alta con cara de caballo forcejeó con ellos y agarró a Jenna por el hombro con mano de hierro.

—Cuando acabes la conmovedora reunión, me darás la llave. Por favor.

Beetle dio un salto y le apartó la mano de encima de Jenna.

—Déjela en paz —dijo.

Pero en ausencia de la pantera, la guardiana no desistió de su propósito. Cogió a Jenna del brazo. Jenna gritó de dolor.

—Dame la llave. Si tengo que quitártela la usaré para encerrarte por toda la eternidad.

Nicko detestaba a la guardiana. Una vez había llamado a Snorri bruja y la había ocultado en otro torreón durante… ¿cuánto tiempo? Nicko no lo sabía. Días, semanas, siglos… no tenía ni idea. Había llegado el momento de la venganza. Usando más fuerza de la que sabía que era necesaria, Nicko agarró a la guardiana de la muñeca y le retorció el brazo con ira. De repente la guardiana gritó y se cogió la muñeca, con la mano colgando inerte.

—¡Nik! —exclamó Jenna—. Le has roto el brazo.

—Los momentos desesperados requieren medidas desesperadas —dijo Nicko, encaminándose hacia las escaleras para bajar al vestíbulo—. Salgamos de aquí. ¿Quién nos espera fuera? Apuesto a que es Sam, ¿no?

Jenna corrió para alcanzarlo.

—No.

—O papá. Debe de ser papá. Me muero de ganas de verlo, y a mamá.

Jenna no podía soportarlo.

—¡No! ¡Oh, Nik, no te lo he contado. No hay nadie fuera!

Nicko frenó en seco, paralizado.

—¿Nadie?

—No.

Beetle se miraba los pies; habría deseado desaparecer para siempre, hasta que se le ocurrió que aquello era exactamente lo que iba a hacer. Se sentía fatal.

—Entonces estamos todos atascados —dijo Nicko enfadado—. Igual que Snorri y yo. Nunca volveremos a casa. Nunca.

—No necesariamente —dijo Septimus—. Tengo una idea.