La Casa de los Foryx
—¡O h, caray! —dijo Beetle—. ¡Caray, caray, caray!
—¡Oh…, Beetle! —susurró Jenna, sintiéndose mareada.
—No puedo creer que haya podido ser tan estúpido. ¿Ahora cómo vamos a volver a nuestro tiempo?
El portero miró a Beetle.
—¿Tiempo? —dijo con una sonrisa torva—. ¿Qué es el tiempo ahora que estáis aquí? Bienvenidos a la Casa de Foryx.
Estaban en el vestíbulo de suelo ajedrezado que la tía Ells había descrito, pero la alta silla del dragón en que tía Ells se había sentado con tanta decisión estaba vacía. Jenna se sintió abrumadoramente desilusionada. Tenía la esperanza de que Nicko estuviera sentado en la silla esperándoles tal y como tía Ells había hecho, y Nicko no estaba allí.
—Dejad vuestgas mochilas aquí —dijo el portero, señalando hacia un gran armario.
Jenna sacó a Ullr de su mochila y lo sostuvo con fuerza entre sus brazos, para sorpresa del portero. El portero arrojó las mochilas en el armario, y luego se volvió para vigilar a los recién llegados.
Ante ellos se alzaban un par de puertas plateadas, una versión más pequeña de las de la Torre del Mago, aunque mucho más ornamentadas, como si estuvieran cubiertas de jeroglíficos. El portero las empujó e hizo pasar a Jenna, a Septimus y a Beetle a la Casa de los Foryx. Se quedaron juntos y quietos, las tres figuras eran como enanos entre dos inmensos pilares de mármol, la nieve de sus botas se fundía y formaba charcos en el blanco suelo de mármol. Ante ellos había un gran espacio iluminado por miles de velas, y sin embargo seguía estando sombrío y oscuro.
Jenna se sentía mareada, como si estuviera de pie al borde de un carrusel que girase en una silenciosa feria envuelta en niebla esperando su turno, y no quisiera que este llegara. A Septimus le recordó la Torre del Mago. Tenía la sensación de que las cosas no eran como parecían ser, como si las cosas se movieran ligeramente cada vez que intentabas enfocarlas, y te daba la impresión de que cuanto más mirabas, menos veías. A Beetle también le recordó algo, el interior del Cubo Peligroso en el patio del Manuscriptorium. Una vez se atrevió a levantar la tapa y en su interior vio un denso remolino lleno de niebla que le hizo querer sumergirse en él y nadar dando vueltas y vueltas para siempre, hasta que Foxy lo cogió del cuello y lo apartó de un tirón.
El portero se divertía viendo sus caras. En general, se proponía que nada le divirtiera, pero hacía una excepción con las expresiones de los rostros de los recién llegados cuando intentaban buscarle el sentido a los remolinos del tiempo. Al cabo de unos minutos, después de satisfacer su dosis de diversión diaria, mensual, para ser más exactos, el portero se escabulló por una puerta dorada que se abría en la columna cercana a Jenna y la cerró de un golpe.
El portazo los devolvió a la realidad.
—Vamos —susurró Septimus—. Entremos. —Se cogieron del brazo y juntos entraron en el lento y bochornoso vórtice de humo de velas y tiempo.
Caminaron con paso vacilante, sintiéndose como si estuvieran caminando a través de melaza, atravesando a la fuerza una barrera invisible. Septimus sacó la piedra de la Búsqueda, que se asentaba, caliente, en su mano y resplandecía con un rojo muy intenso. Brillaba como un faro esclareciendo un camino a través de la neblina. Mientras se internaban en la Casa de los Foryx, las figuras borrosas, que al principio habían tomado por los efluvios del humo de las velas y por perturbaciones del aire, se fueron haciendo más nítidas. Las figuras empezaron a emerger del miasma y a formar un círculo en torno a ellos.
—Aquí hay fantasmas —susurró Beetle—: Toneladas de ellos.
—No son fantasmas —dijo Septimus—. Son reales. Quiero decir…, seres vivos. Lo oigo. Oigo los latidos de corazones humanos. Cientos de ellos.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Jenna en un susurro.
—Lo mismo que nosotros, supongo —dijo Septimus—. Intentando volver a su propia época.
—Pero nosotros no estamos haciendo eso.
—Lo estaremos.
Jenna no dijo nada. Beetle se sintió fatal.
Las figuras que los rodeaban se fueron haciendo cada vez más sólidas; sus ropas cobraron colores y formas y sus caras se hicieron nítidas. Eran granjeros, cazadores, mujeres con exquisitos ropajes, criados y criadas en toscas túnicas, caballeros con todo tipo de armaduras y galas, una gran familia de personas de aspecto exótico engalanadas de oro, con una interesante línea en un sombrero puntiagudo.
Ullr estaba intranquilo. Se debatía por bajar de un salto de los brazos de Jenna, pero Jenna lo apretaba aún más fuerte. Lo último que necesitaba ahora era perder a Ullr.
Jenna y Septimus escrutaban los rostros de la multitud, con la esperanza de ver los rizos claros de Nicko y el cabello rubio casi blanco de Snorri. Empezaron a darse cuenta de que ellos también se habían hecho visibles, y que ellos, y la piedra de la Búsqueda en particular, eran el centro de atención.
De repente la muchedumbre se apartó y una mujer joven con una raída capa verde y una túnica avanzó hasta colocarse justo delante de Septimus. Paralizó a Septimus con sus ojos sorprendentemente brillantes y verdes y señaló la piedra con un largo y delicado dedo.
—Tienes la piedra de la Búsqueda —dijo con asombro.
Septimus asintió.
—¿Y cómo te llamas?
—Hummm. Septimus. Septimus Heap.
La muchacha miró a Septimus con expresión perpleja.
—Bien, Septimus Heap, eres muy… bajito —dijo como si estuviera buscando las palabras adecuadas.
—¿Bajito? —preguntó Septimus, indignado.
—Quiero decir… joven. Eres muy joven. Seguramente no has terminado tu aprendizaje.
—No…, no lo he terminado —respondió, perplejo.
—Entonces, ¿qué estás haciendo en la Búsqueda, si se puede saber? —exigió saber la chica en un tono que les recordó a Marcia.
—Yo… en realidad no estoy en la Búsqueda —tartamudeó Septimus—. O mejor dicho… yo no pretendía estar en la Búsqueda. Alguien me dio la piedra y yo la cogí por error.
—¿Por error? —Ahora la chica tenía la misma voz que Marcia—. ¡Qué estupidez! Pero no podemos andarnos con remilgos. Mi maestro se tendrá que conformar con lo que hay. Esperábamos grandes cosas, pero ahora… —La muchacha miró a Septimus de arriba bajo con una expresión que decía que no albergaba ninguna expectativa de ninguna clase, y mucho menos de las grandes, en lo referente a Septimus.
Jenna había esperado con impaciencia su oportunidad para preguntarle a la chica si había visto a Nicko, pero, cuando abrió la boca para hablar, una mujer alta de aspecto importante se acercó a ellos. Vestía una túnica azul oscura ribeteada de piel, y a Beetle su cara larga le recordó un caballo al que solía darle manzanas cuando iba al colegio. Apartó a la gruñona muchacha de verde.
—Bienvenidos a la eternidad —dijo la mujer.
—¿Eternidad? —exclamó Beetle—. ¿Estamos muertos?
—Estáis vivos en todas las épocas y, sin embargo, muertos en todas las épocas —respondió—. Bienvenidos.
Beetle pensó que no era el mejor recibimiento que le habían deparado en su vida. Miró a Jenna y a Septimus. Tampoco parecían entusiasmados.
—Soy la guardiana de esta casa —continuó la mujer de la cara de caballo—. Esta casa es un lugar de espera. Aquí no os faltara de nada, porque aquí no desearéis nada. Muchos son los que llegan, pero pocos los que se van.
Una joven de cabello negro con un largo manto blanco de piel y cubierta con una gran cantidad de joyas de oro se abrió paso hasta ellos.
—A algunos de nosotros nos gustaría marcharnos —dijo interrumpiendo a la guardiana. La joven miró a Jenna, a Septimus y a Beetle—. Puedo oler la nieve en vosotros —añadió con nostalgia—. Yo vengo de los Palacios de las Llanuras Nevadas del Este. Lo único que deseo es volver a mi casa con mi familia, pero vosotros habéis llegado y no habéis dicho a nadie cuál es vuestra época. Nadie ha tenido la oportunidad de salir.
La chica de verde que, Septimus se dio cuenta entonces, vestía una túnica de aprendiz muy antigua, una hasta los pies con los viejos jeroglíficos, empezó a impacientarse.
—Señora guardiana —dijo la chica—. He venido a llevarme al aprendiz ante nuestro maestro.
—Mis amigos también deben ir —dijo Septimus.
La muchacha miró con sorpresa a Beetle y a Jenna.
—¿Has traído a tus amigos contigo… a la Búsqueda? —preguntó y entonces se fijó en las ropas rojas de Jenna y en la diadema de oro. Nerviosa y azorada, hizo una larga reverencia—. Le pido mil perdones, princesa, no me había dado cuenta. —Se dirigió a Septimus en un tono aún más desaprobador—. ¿Por qué has traído a la princesa, aprendiz? Es una enorme imprudencia. ¿Quién protegerá el Castillo ahora?
—Yo no la he traído —dijo Septimus, que empezaba a desesperarse—. Fue idea suya. Estamos buscando a nuestro hermano, creemos que está aquí.
La antigua aprendiza parecía impresionada.
—Eres un príncipe. Perdóname. —Volvió a hacer otra reverencia.
—No, no, no soy un príncipe —dijo Septimus enseguida.
La aprendiza se detuvo en mitad de una reverencia.
—Seguidme —dijo con voz tajante.
Se puso en marcha a través de la muchedumbre, como una mamá pata con tres patitos díscolos. La multitud se apartaba para dejarlos pasar, mirándolos mientras lo hacían.
Siguieron a la madre pata hasta un amplio tramo de escaleras que los condujo cada vez más arriba hasta que estuvieron rodeados de una neblina amarillenta de humo de vela que se extendía en la sala, mucho más abajo. Por fin, tosiendo y resoplando entre el humo, llegaron a un amplio rellano con balaustrada y una hilera de bancos de mármol a lo largo de las paredes y cientos de minúsculas hornacinas que contenían aún más velas. Ahora que estaban lejos de la multitud, la antigua aprendiza se relajó un poco. Se detuvo y se volvió hacia ellos como haría un guía turístico.
—Aquí veis cuatro escaleras. Cada una de ellas lleva hasta una torre. Y en cada una de ellas hay un antiguo Espejo —dijo señalando a través de la neblina.
Septimus miró a Jenna; ahora estaban llegando a alguna parte.
—¿Qué clase de Espejo? —preguntó.
—No pienso explicártelo. Eres demasiado pequeño para comprenderlo —respondió hablando otra vez como Marcia—. Seguidme. —La muchacha empujó una puerta oculta en las paredes de mármol blanco teñidas de hollín—. Coged una vela —les ordenó, señalando una colección de velas encendidas en candelabros de bronce puestas en fila, en una hornacina junto a la puerta. Ella cogió uno y cruzó la puerta.
Los tres tomaron una vela y siguieron a la muchacha por un estrecho pasadizo, cuyas paredes de mármol estaban talladas de tal manera que los lados inclinados se encontraban en un punto no muy lejano a sus cabezas. Serpenteaba cuesta arriba, y, mientras seguían los diestros pasos de la chica, patinaban y resbalaban sobre la lisa superficie del mármol que tenían bajo sus pies.
—¿Adónde vamos? —preguntó Septimus.
La muchacha no respondió.
Al cabo de unos minutos llegaron al final del pasadizo, casi sin aliento debido a la subida. Las velas resplandecían y proyectaban sombras distorsionadas en el mármol ennegrecido por el humo. Por un momento, Septimus pensó que estaba teniendo visiones: delante de ellos, impidiéndoles el paso, estaba la gran puerta púrpura que conducía a las habitaciones de Marcia.
—¡Esa es la puerta de Marcia! —exclamó Septimus. Miró a su alrededor, y a Jenna y a Beetle—. Lo es, ¿verdad?
—Lo parece —dijo Beetle—. Pero no puede ser, ¿verdad? Debe de ser una copia.
—No, es idéntica. Mira, aquí es donde Marcia pilló a Catchpole grabando sus iniciales cuando estaba de guardia en la puerta. —Septimus señaló una B y una C sin acabar—. Y esta es la esquina que mordió Escupefuego, y aquí es donde el Asesino le dio una patada. Es la misma.
Al acercarse Septimus, la puerta de Marcia hizo lo que siempre hacía: se descorrió el pestillo y se abrió.
—¡Qué raro! —dijo Beetle tratando de ver en su interior—. ¿Creéis que encontraremos a Marcia dentro?
—Aquí no vas a encontrar a nadie —le dijo la chica a Beetle, plantándose delante de él y sujetando con fuerza el picaporte—. Porque no vas a entrar.
—Sí va a entrar —dijo Jenna—. Allá adónde vaya Sep, iremos nosotros.
—Majestad… —empezó a decir la muchacha.
—No me llames así —dijo Jenna, indignada.
—Lo siento. No era mi intención ofenderos, princesa, os daré unos minutos para despediros del Buscador y luego vos y vuestro criado deberéis marcharos. Soy consciente de que es una ocasión triste, pero os deseo que volváis pronto al Castillo y que tengáis buena suerte a la hora de encontrar la época adecuada. Sois afortunada al disponer de la llave de esta casa. Que vuestra libertad os lleve a donde queréis. Adiós.
La chica hizo una reverencia, y a continuación, pillando a todos por sorpresa, empujó a Septimus dentro, pasó corriendo detrás de él y cerró la puerta en las narices de Jenna y Beetle.
Se miraron el uno al otro, asustados, mientras oían el inconfundible ruido de las puertas barrándose.
—¡Oh, jolines! —dijo Beetle—. Jolines, jolines, jolines!