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El portero

L a inmensa puerta de la Casa de los Foryx era casi tan alta como las puertas de la Torre del Mago. Estaban hechas de grandes planchas de ébano, unidas por barras de hierro ennegrecidas y largas hileras de remaches. Alrededor de la puerta había un pesado marco con monstruos y grotescas criaturas talladas que miraban desde arriba a Jenna, Septimus y Beetle. Se quedaron allí parados mientras la nieve se posaba en sus capas de zorro, intentando hacer acopio del valor suficiente para tirar de la larga campanilla que sobresalía de la boca de un dragón de hierro que descollaba en el granito, junto a la puerta.

—Vamos, ¿os acordáis de lo que hemos decidido? —le preguntó Septimus a Beetle.

—Sí. Tú y Jen entraréis y yo esperaré fuera. Os daré tres horas de mi reloj y luego haré sonar la campana. Si no salís, la tocaré cada hora hasta que salgáis. ¿De acuerdo?

—Fantástico. —Septimus levantó el pulgar hacia Beetle.

Jenna tiró con fuerza de la campana. En lo más recóndito de la Casa de los Foryx sonó un campanilleo. Permanecieron en silencio bajo la nieve que no dejaba de caer y esperaron… y esperaron.

Después de lo que parecieron horas, la puerta se abrió con un crujido. Asomó una pequeña figura gibosa.

—¿Síííííí? —dijo.

Jenna se quedó mirando fijamente al portero. Se acordaba de Silas inclinado sobre el libro de relatos, haciendo aquella voz de pito tan graciosa, pronunciando las «R» como «G», y poniendo caras de bobo a ella y a sus hermanos. Le sobrevino un ataque de risita tonta.

El portero pareció algo ofendido ante la risa de Jenna. Nadie solía reírse cuando llegaba a la Casa de los Foryx. A Jenna le recordó un murciélago marrón. Era pequeño, con ojos pequeños y párpados caídos, un gorro marrón, ceñido, de piel de topo y una larga capa marrón hecha de algún tipo de piel de pelo muy corto. Como si fuera un murciélago posado, se agarró al pomo de la puerta como si tuviera miedo de que echara a volar.

—Hummm, ¿podemos entrar, por favor? —preguntó Jenna.

—¿Tieeeeeenen cita? —preguntó el portero, de pie ante el hueco de la puerta impidiéndoles el paso.

—¿Cita? —respondió Jenna—. No, pero…

—Naaaaaadie entga en la casa sin una cita. —Dijo el portero con una voz que descendía en picado, como el chillido de un murciélago. Miró a Jenna con sus ojillos, que eran como dos minúsculas cuentas negras, llenos de reproche.

—En ese caso, me gustaría concertar una cita, por favor —le dijo Jenna.

—Muuuuuuy bien. Podrán entrar cuando la hayan concertado. Adiós.

—Pero ¿cómo vamos a…? —El portero empezaba a cerrar la puerta—. No… ¡espere! —gritó Jenna.

Beetle se apresuró a poner el pie para detener la puerta. El portero empujaba fuerte contra la bota de Beetle. Se desencadenó una batalla entre la bota de Beetle y la puerta, pero milímetro a milímetro el portero conseguía apartar la bota de Beetle. Beetle añadió el hombro a la presión de su bota y se reclinó contra la puerta, pero la fuerza del portero era desproporcionada con respecto a su pequeña talla. A Jenna le entró pánico. Tenían que entrar, tenían que lograrlo. Era impensable estar tan cerca de Nicko y que te cerraran la puerta en las narices. Se lanzó contra la puerta, añadiendo su peso al de Beetle, pero aun así la puerta seguía cerrándose.

—¡Basta! —gritó Septimus—. No necesitamos ninguna cita. —Puso la piedra de la Búsqueda ante las narices del portero—. Tenemos esto.

El portero dejó de empujar y miró la piedra. Luego levantó la vista hacia Septimus para inspeccionarlo de arriba abajo.

—¿Qué? ¿Todos están en la Búsqueda? —dijo con recelo.

—Sí —respondió Septimus en tono desafiante.

—Típico. Espegas cientos de años a que venga un aprendiz y de gepente te vienen tges de golpe.

Jenna se quedó mirando fijamente al portero, llena de asombro. Hablaba exactamente igual que Silas…, no podía pronunciar la «r». Se preguntó si Silas conocía la existencia de la Casa de los Foryx. ¿Habría estado allí alguna vez?

El portero los inspeccionó de cerca, reparando en el hecho de que solo Septimus llevaba una túnica verde.

—Tú puedes entrar —le dijo a Septimus—, pero los demás, no.

A Jenna le horrorizaba pensar que Septimus entrase en la Casa de los Foryx solo. Si lo hacía, estaba segura de que no volvería a verlo nunca más. Se imaginaba a ella y a Beetle esperando fuera durante días, semanas, meses tal vez, y luego volviendo a casa sin él. Era insoportable. Desesperada, recordando cómo continuaba el cuento de Silas, dijo: «Pedimos el derecho a la adivinanza».

El portero la miró sorprendido.

—¿Qué vosotgos qué? —preguntó.

Consciente de que Septimus y Beetle la miraban como si se hubiera vuelto loca, Jenna repitió:

—Pedimos el derecho a la adivinanza.

—¿El degecho a la adivinanza?

—Sí —dijo Jenna con mucha firmeza, decidida a poner cara de palo, a pesar de que Beetle reprimiese un resoplido.

—Muy bien —dijo el portero de mala gana.

—Venga, entonces —le instó Jenna.

El portero suspiró y empezó a cantar con su voz aguda:

Como el tocino chisporroteo,

estoy hecha de un huevo,

tengo una gran columna vertebral,

pero ni una sola pata cabal,

me pelo en capas como la cebolla,

pero sigo estando entera,

soy larga como un mástil,

pero quepo en una brecha.

¿Qué soy?

Ahora Jenna comprendía el dibujo de Snorri.

—La serpiente —respondió con una sonrisa.

El portero pareció sorprendido y no especialmente contento.

—Muy bien. Os quedan dos más. Creo que para entonces ya no sonreirás tanto.

Una vez más empezó a recitar:

Lo que no se consigue con sudor y fuerza,

lo hago yo con gentileza.

Muchos en la calle han esperado

por no tenerme a mano.

¿Qué soy?

Jenna lo supo de inmediato.

—La llave —dijo.

El portero estaba irritado.

—Cogecto —dijo a regañadientes—. Pero esta no la adivinarás tan fácilmente.

Volvió a empezar, pero esta vez recitando mucho más rápido y en un susurro apenas audible. Los muchachos se inclinaron hacia delante para captar sus palabras.

Solo tengo un color, pero más de un tamaño.

Aunque a la tierra estoy encadenado,

puedo fácilmente salir volando.

Estoy cuando hace sol, sí llueve me largo;

nada me duele, no siento dolor.

¿Qué soy?

Esta vez Jenna no sabía qué contestar. ¿Qué más había en el mapa? No había nada que pudiera recordar.

—Estoy espegaaan… do —dijo el portero con una entonación burlona—. Tienes un minuto para responder y luego dejaré entrar al Buscador. Solo. Vosotros dos podéis ir a casita…, si tenéis con qué pagar al Hombre del Peaje. —Y soltó una terrible risotada.

Movida por el pánico, Jenna desplegó el mapa.

—¡No hagas tgampas! ¡He dicho que no hagas tgampas! —gritó el portero furioso. Agarró el mapa de improviso y empezó a hacerlo añicos.

—¡No! —gritó Jenna, embistiéndole para recuperar el mapa—. ¡Devuélvamelo!

—Jen, Jen, ya no lo necesitamos —dijo Septimus tirando de Jenna—. Tenemos que mantener la calma y pensar.

—Veinte segundos —dijo el portero con un chillido gruñón—. Quince segundos… diez, nueve, ocho, siete…

Septimus evocó los dibujos de Snorri: la serpiente, la llave, la Casa de los Foryx en sombras.

—Cuatgo, tges, dos…

Y entonces se le ocurrió.

—Uno…

—¡La sombra!

El portero los miró. No dijo nada, pero la puerta habló por él mientras la abría con un coro de gruñidos y Septimus traspasaba el umbral. Pero en cuanto Jenna se disponía a seguirle, el portero empezó a cerrar la puerta.

—¡No! —gritó Beetle—. Deje entrar a Jenna.

Beetle saltó hacia delante y se lanzó contra la puerta. El portero retrocedió, la puerta se abrió y Jenna, Beetle y Septimus entraron en la Casa de los Foryx.

En cuanto estuvieron dentro, la puerta se cerró tras ellos con un fuerte estruendo.

—¡Oh, no! —exclamó Beetle percatándose de repente del error—. ¡Déjeme salir! ¡Déjeme salir!

Demasiado tarde.

El tiempo estaba suspendido.