El Hombre del Peaje
U n hombre pequeño y enjuto vestido de la cabeza a los pies con una colección de pieles bajó del tronco del roble y aterrizó de un ligero salto en la nieve. Sus ojos, como dos pequeñas cuentas negras, se fijaron rápidamente en Jenna y Beetle y luego depararon en Septimus, que se acercaba. La cara morena y arrugada del hombre le recordó a Jenna al mono del organillero que había visto una vez en una feria, no le gustó el aspecto del mono entonces y tampoco le gustaba el aspecto del hombre ahora.
El hombre aguardó hasta que Septimus llegó hasta ellos y entonces empezó a hablar.
—Por si os estáis preguntando quién soy, yo soy el Hombre del Peaje. Nadie cruza el puente sin pagar un precio. Algunos pagan más que otros. Depende.
—¿De qué depende? —preguntó bruscamente Jenna. No le gustaba el modo en que la miraba el hombre.
—De si me gustan. Y de cuánto oro tienen. —Sonrió de manera desagradable. La sonrisa mostró, para su sorpresa, dos filas de dientes de oro singularmente irregulares de forma y tamaño—. No se preocupe, señorita. Veo que son jóvenes y aún tienen todos los dientes y a mí no me sirven. Soy un hombre justo. No pido a la gente lo que no puede darme. —Sacudió la cabeza como si se estuviera divirtiendo—. Pero siempre resulta sorprendente lo que algunas personas pueden llegar a darte cuando tienen que hacerlo.
Se pasó la larga y pálida lengua por encima de los desiguales dientes y sonrió.
—Entonces, ¿cuánto nos va a costar cruzar el puente? —preguntó Jenna.
—¿Cuánto desean cruzarlo? —preguntó el Hombre del Peaje.
Nadie respondió porque en realidad nadie tenía ningunas ganas de cruzarlo. Lo único que querían era estar al otro lado.
—Entonces, ¿van a cruzarlo o solo miraban? —preguntó con malos modos el Hombre del Peaje—. También cobro por mirar. No puedo tener gente aquí apiñada todo el día y solo mirando.
—Cruzamos —dijo Jenna con decisión—. ¿Cuánto quiere?
El Hombre del Peaje miró a Jenna de arriba abajo.
—Bueno, señorita. Esa diadema de oro que lleva en esa bonita cabeza. Eso quiero.
Las manos de Jenna volaron hasta su diadema de oro, la que su madre, la reina le había dado cuando era niña.
—¡Eso no puede ser! —clamó.
El Hombre del Peaje se encogió de hombros.
—Entonces no pueden cruzar.
Jenna se quitó la diadema de oro con tristeza. Solo era un objeto, se dijo a sí misma. Nicko valía más que el oro. Mucho más, pero el Hombre del Peaje ni se fijó. Ya había puesto sus ojos en Beetle.
—Tú, muchacho… me quedaré tu reloj.
Beetle parecía impresionado.
—¿Cómo sabe que tengo un reloj? —preguntó.
El hombre guardó silencio, brevemente desprevenido.
—Puedo oír el tictac —dijo—. Tengo mucho oído para los tictacs. Sí señor.
Beetle frunció el ceño. Dirigió una mirada interrogativa a Septimus, que le devolvió un gesto afirmativo.
—Y tú, chico —dijo el Hombre del Peaje, dirigiéndose a Septimus—, tienes un bonito cinturón de plata con unos pedacitos de oro. Eso me servirá. Y también todas las baratijas que lleves dentro. —El hombre los miró con su sonrisa amarilla brillante—. ¿Lo veis?, soy un hombre justo. No pido a la gente lo que no tiene.
Sacó del bolsillo un gran saco de terciopelo que colgaba de una anilla plegable de madera. Con un hábil movimiento de muñeca abrió la anilla y la bolsa colgó como un calcetín vacío. Al igual que el mono del organillero, el Hombre del Peaje empujó la bolsa hacia Septimus.
—Tú primero, muchacho. Pon el cinturón aquí.
Muy despacio, Septimus se desabrochó el cinturón de aprendiz, observado atentamente por el ávido ojo del Hombre del Peaje, que se lamía los dientes con ansiedad.
—Date prisa, chico. A este ritmo no conseguiréis cruzar con luz diurna.
A Septimus le costaba desabrochar la hebilla porque sus dedos fríos eran torpes y lentos, pero sobre todo porque necesitaba tiempo para pensar. Otro dicho del ejército joven le daba vueltas en la cabeza: «Si la pelea quieres ganar, el momento adecuado has de buscar». El momento adecuado, pensó, rechinando los dientes, ¡el momento… adecuado!
Por fin la hebilla se abrió con un clic y el Hombre del Peaje se inclinó con su alcancía. En aquel momento, para conmoción de Jenna, Septimus saltó sobre el Hombre del Peaje y lo tiró al suelo. El hombre cayó hacia atrás sobre un grueso pedazo de nieve. Antes de que pudiera librarse de Septimus, Beetle estaba encima de ellos y Jenna observaba horrorizada al trío de luchadores que, como si fuera una bola de nieve gigante, rodaba hacia el borde del precipicio.
El Hombre del Peaje no era grande, pero era fuerte, y sin el peso de Beetle y su capacidad para lanzar unos buenos puñetazos, Septimus no habría tenido ninguna oportunidad. Para alivio de Jenna, la bola de nieve se detuvo justo antes del borde con Septimus y Beetle encima del Hombre del Peaje.
—¡Empújalo, Sep… ahora! —gritó Beetle.
—¡No! —clamó Jenna, horrorizada ante la idea de matar a alguien empujándolo por un barranco—. No. No podéis hacer eso. ¡No podéis!
Jenna tenía razón. Como fortalecido por su grito, y la momentánea pérdida de concentración de los chicos, el Hombre del Peaje sacó fuerzas de flaqueza. De un furioso empellón se quitó de encima a Beetle y lo lanzó contra la helada orilla del sendero. La cabeza de Beetle chocó contra la pared de hielo con un ruido seco. Se desplomó y un reguero rojo le resbaló por detrás de la oreja y tiñó el suelo de un color rosado.
Jenna miró a Beetle. Al menos estaba a salvo y bien lejos del borde, cosa que Septimus no. La cabeza de Septimus colgaba sobre el borde mismo del precipicio, y el Hombre del Peaje estaba a punto de lograr que el resto lo siguiera.
Septimus contemplaba el abismo con los ojos en blanco, intentando no imaginar lo lejos que estaba el suelo por debajo de la niebla. Mientras luchaba contra el implacable embate del Hombre del Peaje, cuya respiración notaba en la nuca, Septimus deseó más que nunca tener el amuleto de volar. Lo veía tan claramente que casi lo notaba en la mano. Las pequeñas alitas blancas del amuleto que Marcia le había dado, que se había convertido parte del amuleto de volar, estaban aleteando…
De repente, Septimus rebasó el borde. Mientras empezaba a caer, increíblemente despacio, o al menos eso le pareció a él, se cogió a uno de los montantes del puente y se quedó colgado de él, balanceándose encima del abismo.
Sin importarle si el Hombre del Peaje se caía o no por el precipicio, Jenna le atizó un puñetazo por sorpresa. Hubo un golpe seco cuando el hombre cayó de bruces en la nieve y le saltó uno de sus dientes de oro. El hombre hurgó a tientas en la nieve para recuperarlo.
La cara de Jenna asomó por el borde del precipicio, blanca y asustada, temerosa de lo que estaba a punto de ver.
—Coge mi mano, Sep. Rápido.
—No, Jen. Te arrastraré conmigo.
Jenna parecía furiosa.
—¡Tú hazlo, Septimus! —gritó.
Septimus lo hizo. Se cogió de la mano de Jenna y para su sorpresa subió con tanta facilidad que los dos estaban otra vez sobre la nieve.
Entretanto, el Hombre del Peaje había encontrado su diente, pero cuando levantó el pedazo de oro manchado de sangre sus rasgos esbozaron una expresión de desesperación y tiró el diente con asco. Aquello no era a lo que había ido, ¿qué estaba haciendo? Pero antes de que le diera tiempo a responder a su propia pregunta, dos fuerzas implacables cayeron sobre él y lo empujaron por el precipicio.
Jenna parecía muy impresionada de lo que habían hecho.
—Se ha ido —dijo.
Septimus no estaba tan seguro. Se inclinó sobre el precipicio con mucho cuidado para comprobarlo. De repente una mano enguantada salió de la niebla y agarró la capa de Septimus. Septimus forcejeó echándose hacia atrás y se soltó de la mano; el Hombre del Peaje permanecía colgado del mismo montante en que había estado Septimus y lo miraba con ojos furiosos.
—No hay escapatoria, aprendiz —refunfuñó—. El oscurecimiento está hecho.
—¿Qué…?, ¿quién eres? —preguntó Septimus.
El Hombre del Peaje se echó a reír. Se quitó el guante de la mano izquierda, que se había congelado con el montante de metal, y volvió a intentar agarrarlo. Septimus cogió la muñeca del hombre en el aire. En el dedo meñique del Hombre del Peaje había exactamente lo que esperaba encontrar: una pequeña serpiente de regaliz.
—Me quedaré con esto —dijo Septimus.
Le quitó la sortija del dedo, tras lo cual este empezó a despotricar a voz en grito en lo que Septimus sabía que era una lengua oscura. Era soez. Las imprecaciones oscuras se metían por los oídos, reptaban hasta el cerebro e intentaban turbarle la mente, pero Septimus recordó sus salmodias antioscuridad y las murmuró sin cesar mientras luchaba por soltar la otra mano del montante.
Pero el hombre seguía profiriendo gritos oscuros y Septimus sentía que se debilitaba.
—¡Ayúdame, Jen! —gritó.
Al instante, Jenna estaba a su lado y los dos retorcieron la mano del Hombre del Peaje para quitarla de su guante. Y entonces, de repente, se acabó. Todo lo que quedó del Hombre del Peaje fue un par de guantes marrones de lana pegados al montante, mientras él desaparecía rápidamente gritando en la niebla.
Jenna se desplomó sobre el hielo y puso la cabeza entre las manos.
—No puedo creer que lo hayamos hecho —dijo. Miraba a Septimus con una expresión horrorizada—. Sep, acabamos de matar a alguien.
—Sí —se limitó a decir Septimus.
—Pero, es horrible —dijo Jenna—. Yo… yo nunca pensé que podría…
Septimus miró a Jenna, con sus serios ojos verdes.
—Es un lujo, Jen.
—¿Qué quieres decir?
Septimus miró la nieve arañada y ensangrentada a sus pies. Tardó un rato en responder.
—Quiero decir… —empezó despacio—. Quiero decir que si vas por la vida y nunca te enfrentas a una situación en la que, para que tú sobrevivas, alguien tiene que morir, entonces tienes suerte. Eso es lo que quiero decir.
—Es terrible, Sep.
Septimus se encogió de hombros.
—A veces es así. Lo aprendí en el ejército joven. Es el cadete jefe en el hoyo de los zorros o tú.
Jenna sacudió la cabeza muy despacio, aún no podía creer lo que había hecho.
—Jen, mira. ¿Te hace sentir mejor? —preguntó Septimus con calma. Le ofreció un pequeño anillo negro de regaliz.
—¡Oh!
—Estaba en su dedo meñique. Era la cosa, Jen. Era él o nosotros. Y teníamos que ser nosotros, tú lo sabes.
—También era el Hombre del Peaje —dijo Jenna.
—Sí, lo sé.
Lentamente, Septimus se puso en pie y con cautela se acercó al precipicio. Se acercó hasta donde fue capaz y luego, murmurando un canto antioscuridad, aplastó el anillo de regaliz entre los dedos y lo lanzó al vacío.
Detrás de ellos oyeron un gemido grave. Jenna se puso de pie de un salto.
—¡Beetle!
—Ufff…, ¿dónde estoy? —fue el quejido de respuesta.
Se necesitaron todas sus dotes de persuasión para hacer que Beetle subiera a la casa del árbol del Hombre del Peaje, incluso con la ayuda de las muescas que servían de peldaño que encontraron talladas en la corteza del árbol. Septimus empujaba y Jenna tiraba de él, y de algún modo todos subieron hasta la destartalada colección de tablones y pieles sobre una plataforma encajada entre dos ramas principales. Tapando la entrada de la casa del árbol estaba el escondite de un gran animal rojizo con grandes uñas curvas que traquetearon cuando Jenna levantó con cuidado la portezuela. El interior de la casa olía a humedad, y a algo extrañamente familiar. Intentó distinguir algo, pero el interior estaba negro como boca de lobo; lo único que podía decir era que el suelo también estaba cubierto de pieles.
Con el último empujón, Jenna y Septimus entraron a Beetle, que estaba aturdido y pesaba mucho, en la casa del árbol, y luego se metieron ellos.
Pero allí dentro ya había alguien.