Localizado
M errin Meredith mordía la cabeza de una serpiente de regaliz cuando Simon irrumpió en el Manuscriptorium.
—Estúpido gusano —dijo Simon escupiendo las palabras.
Merrin se puso en pie al instante, aterrorizado.
—Devuélveme a Chucho antes de que te arranque la cabeza. ¡Ladrón!
—Eeeeeeh… —Merrin estaba paralizado.
—Dame a Chucho. Venga.
Merrin hurgó desesperadamente en los bolsillos de su nueva túnica del Manuscriptorium. Tenía tantos bolsillos, ¿en cuál había metido a Chucho? Simon Heap miraba fijamente a Merrin, con un brillo feroz y verdusco en sus ojos entornados.
—Da… me… a… Chucho —dijo canturreando.
Con alivio, los dedos temblorosos de Merrin se cerraron en torno a la bola rastreadora. La sacó del bolsillo, se la tiró a Simon y se perdió en las profundidades del Manuscriptorium. Simon saltó para cazar la bola, pero el medroso tiro de Merrin fue sesgado y rápido. Pasó volando al lado de Simon y, mientras la puerta del Manuscriptorium se abría con un agudo «ping», Chucho fue hábilmente atrapado por la vigesimosexta visita del Manuscriptorium de ese día: Marcia Overstrand.
—Bien atrapada —dijo Marcellus, el vigesimoséptimo visitante.
Simon Heap se quedó atónito. Abrió la boca y soltó un sonido gimoteante, parecido al que Merrin acababa de emitir hacía un segundo.
—Bueno, bueno —dijo Marcia—. Señor Heap. Ahora recuérdeme, señor Heap, la última vez que nos vimos. ¿Fue en mis dependencias, tal vez, después de un problemilla con una colocación particularmente cruel?
—Yo… yo, sí. Lo fue. —Simon Heap se sonrojó—. Fue una especie de error. Yo… lo siento mucho.
—Bueno, entonces todo está bien.
—¿En serio? —dijo Simon con el rostro iluminado.
De repente, la posibilidad de volver a ser aceptado en el Castillo le alivió la carga que soportaba desde la noche de la cena del aprendiz de Septimus, cuando había sido lo bastante estúpido para salir en canoa de los marjales Marram en busca de los huesos de DomDaniel.
Pero Marcia lo decía con ironía.
—Claro que no. ¿Cómo te atreves a volver a aparecer por aquí después de todos los problemas que has causado? ¡Cómo te atreves!
Simon se quedó pasmado mirando a Marcia, que tenía a Chucho fuertemente agarrado en la mano. Las cosas no estaban saliendo exactamente de acuerdo con su plan.
—Tienes cinco minutos para dejar el Castillo antes de que te encierre. Cinco minutos. —Los ojos de Marcia despedían furiosos destellos.
Simon parecía incapaz de moverse.
—Hummm —murmuró.
—¿Sí?
—Esto. ¿Puedes devolverme mi bola, por favor?
—No. ¡Vete ya!
Entonces Simon dudó y, pensando en lo que se enfadaría Lucy si al final acababa en el calabozo, por no hablar de su madre, salió pitando.
Seguida por Marcellus, Marcia entró con paso firme en el Manuscriptorium. Todos los escribas siguieron trabajando con aplicación, pero Partridge levantó la mirada, contento de dejar por un momento sus cálculos, que estaba cuadrando laboriosamente… laboriosamente por cuarta vez.
—¿Puedo ayudarla en algo, señora Marcia? —preguntó bajando de un saltito de su escritorio.
—Gracias, señor Partridge —dijo Marcia—. Puede acompañarme a las Bóvedas.
Los demás escribas se miraron los unos a los otros alzando las cejas. La maga extraordinaria hacía dos visitas a las Bóvedas en una semana… ¿Qué estaba pasando?
Un fuerte crujido de seda atrajo la atención de los escribas otra vez hacia su trabajo. Jillie Djinn salía afanosamente del pasillo que conducía hasta la Cámara Hermética.
—¿Sí? —dijo en tono perentorio.
Marcia miró a Jillie Djinn enojada. Los modales de la mujer, que nunca habían sido buenos, estaban desapareciendo rápidamente, pensó.
—Nos gustaría que nos acompañaran hasta las Bóvedas —repitió Marcia.
—En estos momentos no es conveniente —respondió la señorita Djinn, mirando a Marcellus Pye con suspicacia. Todos mis escribas están ocupados.
—¡Yo iré! —dijo Partridge.
Jillie Djinn lo fulminó con la mirada.
—Tú no irás. Tú terminarás tus cálculos.
Partridge soltó un largo y pesado suspiro y volvió a coger su pluma.
—Si son tan amables de pedir una cita a mi nuevo encargado de la oficina principal, probablemente podré encontrarles algún hueco la semana que viene —dijo Jillie Djinn.
—¿Nuevo encargado de la oficina? —se extrañó Marcia—. ¿Dónde está Beetle?
—Ya no es empleado nuestro.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Su conducta no era satisfactoria —respondió la señorita Djinn—. Permítanme que les acompañe a la salida.
Sin habla y farfullando de rabia, Marcia y Marcellus fueron acompañados hasta la salida. Si la jefa de los Escribas Herméticos les negaba el acceso a las Bóvedas, Marcia no podía hacer nada. Dentro de su pequeño territorio, Jillie Djinn ostentaba tanto poder como la maga extraordinaria en la Torre del Mago. Y Jillie Djinn lo sabía.
Jillie Djinn cerró con firmeza la puerta cuando salieron y se dirigió hacia su nuevo empleado.
—Si cree que voy a permitir que alguien con la vestimenta de un alquimista baje a las Bóvedas, lo tiene claro —le dijo.
Merrin asintió sabiamente, pues comprendía perfectamente lo que Jillie Djinn quería decir y él habría hecho lo mismo. Luego puso los pies sobre la mesa, echo la cabeza hacia atrás e intentó meterse una serpiente de regaliz entera en la boca.
Aquel día Marcellus había tenido más emociones de las que podía resistir, y Marcia también. Después de ofrecer toda la ayuda que estuviera en sus manos para encontrar a Septimus, se despidió educadamente. Marcia lo dejó ir; se daba cuenta de que no estaba acostumbrado a la compañía y le agotaba un poco. Observó cómo el alquimista se alejaba por la Vía del Mago, mientras sus zapatos atraían divertidas miradas de los paseantes. Tal vez Marcellus había hecho todo lo que había podido, pero Marcia no estaba dispuesta a abandonar la busca de Septimus. Se guardaba otra idea en la manga, literalmente.
A Marcia no le gustaba hacer Magia en público. Le parecía que era una fanfarronada y no le gustaba el modo en que la gente se paraba a mirar. Pero a veces tenía que hacerlo. Y de este modo, aquellos que acababan de recuperarse de ver a Marcellus Pye y sus zapatos asistieron después al sorprendente espectáculo de la maga extraordinaria realizando un hechizo de encontrar justo en medio de la Vía del Mago. Se pararon y miraron boquiabiertos mientras una suave bruma púrpura envolvía a Marcia, que estaba de pie, muy quieta, canturreando entre dientes, y empezaba a desaparecer. Una niña valiente corrió a tocarla con el dedo para ver si era de verdad, pero cuando la niñita llegó hasta ella, lo único que quedaba de la maga extraordinaria era un reluciente halo púrpura. La niña rompió a llorar, y su madre fue a la Torre del Mago a presentar una queja.
Simon Heap esperaba el transbordador con Lucy cuando se le apareció una reluciente bruma púrpura. Lucy profirió un grito. Cuando Simon se percató de quién era, él también tenía ganas de gritar.
—Yo… me estoy marchando, de verdad —tartamudeó—. Tenía que decir adiós a mi madre e ir a buscar a Lucy y luego perdimos el transbordador y…
—Por favor, no lo meta en el calabozo. Por favor —suplicó Lucy—. Haré lo que sea. Me lo llevaré lejos y me aseguraré de que no vuelva nunca jamás. ¡Ooooh, por favor, por favor… Oooooh!
—Lucy, no voy a encerrarlo en el calabozo —se apresuró a decir Marcia, pues se dio cuenta de que Lucy estaba a punto de echarse a llorar.
Lucy se calmó.
—Bueno, no a menos que…, no, Lucy, está bien…, no a menos que esté ocultando deliberadamente información. Aunque estoy segura de que no es así, ¿verdad, Simon?
Simon negó con la cabeza.
Con el estilo de un consumado prestidigitador, Marcia se sacó a Chucho de la manga.
—¡Ah! —dijo Simon mirando con tristeza a su querida bola rastreadora. Algo le decía que Marcia no iba a devolvérsela.
—¿Supongo que esto es una bola rastreadora? —dijo Marcia.
—Sí. Sí, lo es. Se llama Chucho, yo mismo lo he entrenado.
—Ah, ¿sí? Muy bien. Muy bien, de verdad.
Simon sonrió. A él también le pareció bastante bien.
—Quiero encontrar a Septimus. Necesito que le des instrucciones.
El rostro de Simon mostró su decepción. Siempre se trataba de Septimus. Nunca de él.
Marcia hizo caso omiso de la expresión de abatimiento de Simon y siguió.
—Simon, sé a ciencia cierta que esta bola rastreadora tiene una etiqueta en Jenna. Jenna está con Septimus, y quiero que le des instrucciones para que siga la etiqueta.
—No puedo —dijo sombríamente Simon.
—¿No puedes o no quieres? —preguntó Marcia con mucha frialdad.
—Sí —dijo Lucy—, no pongas las cosas más difíciles. Por favor, hazlo. ¿Qué puede importarte?
—Luce, no puedo hacerlo… o mejor dicho Chucho no puede. —Simon se dirigió a Marcia—. Lo siento, señora Marcia, pero Chucho ya no tiene ninguna etiqueta sobre Jenna, de modo que no puedo hacerlo.
—Te lo advierto, Simon, no me mientas —le espetó Marcia.
—¡Si-mon! —gimió Lucy.
—Chist, Luce. Marcia, yo… no le miento. Se lo prometo. Sí, es cierto que Chucho tenía una etiqueta en Jenna, pero todo eso se acabó…, hasta el último resquicio. He reprogramado a Chucho porque… bueno, hace pocos meses sucedió algo horrible. Me persiguió algo oscuro. No quiero tener nada más que ver con la oscuridad, te usa y te tira. Es horrible. Y había mucha oscuridad en Chucho. Así que le hice un borrado completo. Había dejado a Chucho recargándose cuando esa garrapata me lo quitó. Lo siento. La habría ayudado de haber podido. De veras que la habría ayudado —dijo Simon casi suplicando.
Marcia suspiró. Sabía que Simon estaba diciendo la verdad. ¡Qué mala suerte!, pensó, justo cuando necesitaba ayuda de un practicante de la magia negra, el tipo decidía reformarse.
Marcia dejó ir a Simon y a Lucy. Mientras miraba como el transbordador los cruzaba a la otra orilla del río no pudo por más que preguntarse qué les depararía el destino. Y, más concretamente, qué le depararía a Septimus.
A la mañana siguiente, a muchos miles de kilómetros de distancia, en una pequeña cabaña, Jenna se despertó para encontrar a Ullr con su aspecto diurno, sentado encima de la estufa. Una luz apagada y gris llenaba la cabaña y el aire era frío. Se puso la manta encima y susurró:
—Ullr, ven, Ullr.
El gato movió la cola. Miró a Jenna, pensando si dejaba su lugar caliente y decidió no molestarse. Jenna, a quien no le gustaba que la desobedecieran, ni siquiera un gato, bajó de su litera, cogió a Ullr y lo metió en la cama con ella.
—Hummm —murmuró Septimus desde la litera de abajo—. Ya me levanto, Marcia. En serio.
—Está bien, Sep —se rió Jenna—. No soy Marcia.
Septimus abrió los ojos y se encontró ante la tosca lana de la litera de Jenna a unos pocos centímetros. Se acordó de dónde estaba y se sentó demasiado rápido. Se dio un golpe en la cabeza con la litera de arriba.
—¡Aaay!
—El fuego se ha apagado —dijo Jenna—. ¿Puedes encenderlo, Sep? Nos estamos congelando.
Septimus gruñó y salió de su cálida crisálida.
—Tal vez no seas Marcia, Jen, pero te pareces mucho.
Puso algunos troncos en la estufa y, como tenía demasiado sueño para usar la caja de la yesca, hizo trampa y practicó un hechizo enciendefuego. Las llamas prendieron en los troncos y al cabo de unos minutos la cabaña volvía a estar caldeada otra vez.
Comieron el último pescado seco para desayunar y Jenna les ofreció brebaje en tazas de hojalata. En cada una había añadido una pastilla de toffee que flotaba en la superficie del turbio líquido verde. Septimus miró, burlón, el contenido de su taza.
—Es extraño, Jen. Hasta tía Zelda podría aprender un par de cosas de ti.
—Bueno, me lo tomaré yo si tú no lo quieres —respondió Jenna.
—No, no. A mí me encantan las cosas de tía Zelda —dijo Septimus acabándose el brebaje de un trago y mascando gratamente el toffee, que se llevaba toda la amargura.
Mientras Ullr apuraba las espinas y las cabezas de pescado, guardaron sus cosas en las mochilas y miraron el mapa.
—Me imagino que estamos aquí —dijo Septimus señalando el dibujo de una cabaña junto a una línea sinuosa bajo la que Snorri había escrito útilmente RÍO.
—Estamos acercándonos al borde, entonces —dijo Beetle mientras pasaba el dedo por los márgenes del agujero que había en mitad del mapa.
Septimus asintió.
—Espero que cuando salgamos podamos ver algo con luz del día. Tal vez incluso la Casa de los Foryx…, sea como sea.
Fue duro dejar atrás la calidez y la seguridad de la cabaña y abrir la puerta a un mundo desconocido. En realidad, fue mucho más duro de lo que se esperaban, pues la puerta no se movía. Septimus y Beetle apoyaron todo su peso contra ella, pero no cedió.
—Es la nieve —dijo Beetle—. Mira toda la que se ha apilado contra las ventanas. Estamos encerrados por la nieve. —Dio otro fuerte empellón—. ¡Uufff! Esto no marcha. No se abre. Estamos atrapados.
—Dejadme intentarlo —dijo Jenna.
—Vale, ven a ayudarnos, Jen, pero no creo que sirva de nada —opinó Septimus.
—Lo intentaré yo sola, gracias, Sep.
—¿Tú sola? —dijeron Septimus y Beetle al unísono.
—Sí, yo sola. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —Septimus y Beetle se encogieron de hombros, y riéndose sin disimulo de Jenna, se hicieron a un lado.
Jenna cogió el pestillo y tiró de la puerta. Se abrió enseguida y cayó una montaña de nieve.
—Se abre hacia dentro —dijo sonriendo.
Beetle tenía razón en una cosa: había nevado tanto durante la noche que la cabaña estaba cubierta casi por completo de nieve. Donde el viento había soplado se apilaba contra los lados de la cabaña, un gran montón de nieve les impedía el paso. Beetle agarró la pala del oloroso excusado y empezó a quitar la nieve con mucha energía, como para borrar el embarazoso episodio de la puerta. Después de unas cuantas paletadas de nieve que lanzó a un costado, Beetle se detuvo de repente.
—¿Necesitas descansar? —preguntó Septimus.
—¡No! Quiero decir, gracias, estoy bien. Solo estoy sorprendido. Hay algo bajo la nieve…, algo blando.
Beetle hundió con cuidado la pala en la nieve y empezó a quitarla a arañazos.
—¡Mirad! —exclamó Jenna—. ¡Oh, no, mirad!
Empapada y pesada por la nieve, una tela blanca de lana apenas visible quedó al descubierto cuando Beetle excavó.
—Hay alguien ahí debajo —murmuró Beetle.
Se puso a gatas, y ayudado por Jenna y Septimus, quitaron rápidamente la nieve.
—¡Ephaniah! —prorrumpió Jenna—. ¡Oh, no, es Ephaniah! ¡Ephaniah, despierta!