La cabaña
E l interior de la cabaña era tal como tía Ells se lo había descrito antaño a Nicko y a Snorri. Estaba vacía y contenía lo esencial, pero, después del frío de la nieve y del inhóspito bosque, resultaba cálida y acogedora. A cada lado de la cabaña había tres plataformas para dormir, una encima de la otra, con dos mantas pulcramente dobladas colocadas en cada plataforma. Entre estas había una vieja mesa y una estufa de hierro con una buena provisión de leña apilada a cada lado. En el fondo de la cabaña había una puerta. Jenna la abrió y se asomó. Dentro había una pequeña habitación que contenía una jarra, un cuenco de agua helada y un hoyo que daba miedo, medio tapado por planchas con un cubo de tierra al lado. No olía demasiado bien. Jenna cerró rápidamente la puerta.
Septimus y Beetle se dedicaron a encender la estufa y pronto la leña prendió. Dejaron la puerta de la estufa abierta y los tres se apiñaron alrededor del fuego, calentándose las manos mientras la nieve resbalaba por sus pieles de zorro y se formaban charcos en el suelo de tierra. Cuando se les descongelaron las manos, abrieron las mochilas para descubrirlas llenas de paquetes muy bien envueltos en hojas y atados con hebras de enredaderas. Ansiosos, vaciaron el contenido sobre la mesa.
Ullr gruñó de manera esperanzada; olía a pescado. Incluso en su forma de pantera, Ullr conservaba el gusto de un gato por el pescado.
—Sam debe de haberse pasado toda la noche haciendo esto —dijo Jenna mientras repasaba la montaña de tesoros apilados en la mesa. Estaba tan emocionada como si fuera su cumpleaños.
Septimus sabía que Jenna quería abrir todos los paquetes en el acto.
—Deberíamos abrir solo unos pocos cada vez. Creo que las hojas conservan las cosas y…, bueno, no sabemos cuanto tiempo vamos a quedarnos aquí, ¿verdad? Podrían ser meses.
—A veces eres muy pesimista, Sep —dijo Jenna—. Bueno, pues, ¿cuáles abrimos?
Decidieron abrir dos paquetes cada uno, que resultaron ser cuatro de pescado, una bolsa de hojas secas que Septimus creía que era brebaje y una hogaza de pan recubierta de ceniza, que obviamente había sido cocinada en el fuego del Campamento Heap.
—Podríamos abrir otro cada uno —dijo Jenna, supervisando la gran montaña de paquetes sin abrir que aún les quedaban.
—De acuerdo. Solo uno más —accedió Septimus a regañadientes.
Había otro pescado y otra hogaza, pero Beetle sacó el premio: una gruesa tableta de toffee. El barco que transportaba las mercancías de Ma Custard había encallado en la orilla cerca de donde Sam estaba pescando, y el capitán había estado extraordinariamente agradecido de que Sam le ayudara a empujar hasta dejarlo libre sobre la corriente.
Beetle retiró el grueso papel de cera que envolvía la pegajosa tableta, y todos respiraron el olor cálido y dulce del toffee.
—¿Sabéis? —dijo Septimus—. Me gusta mucho Sam.
Al cabo de una hora estaban durmiendo en las plataformas de dormir, al calor de la estufa, llenos de toffee, pescado y brebaje. La cabaña estaba bañada en el fulgor anaranjado y perezoso de la estufa y, fuera, la nieve brillaba a la luz de una luna prácticamente llena. Pero seguía pareciendo como si aún fuese media tarde, demasiado pronto para irse a dormir.
—¿Qué hora marca tu reloj ahora, Beetle? —preguntó Jenna.
—Las cuatro en punto —dijo Beetle levantándolo para que captase la luz del fuego.
—Son las cuatro de la tarde y ha oscurecido hace cuánto… ¿dos horas?
—Sí —respondió Beetle mientras intentaba rebañar los restos de un grumo de toffee de sus muelas.
—Entonces, eso significa…
—Que todo es muy extraño —dijo Septimus.
—No, Sep. Significa que estamos o mucho más al norte o mucho más al este… o las dos cosas.
—Lo cual es bastante extraño —dijo Beetle—, puesto que lo único que hemos hecho ha sido entrar en un montículo de carbón. No es lo que se espera de un montículo de carbón, aun cuando mi antiguo profesor de arte solía decir: el carboncillo puede llevarte a un mundo totalmente nuevo, Beetle.
—¿Me pregunto qué es esto? —dijo Septimus—. ¿El norte o el este?
—Podemos averiguarlo mañana —dijo Jenna—. Podemos ver lo largos que son los días. Calculo que es el este y solo hemos perdido unas pocas horas. No creo que oscureciera tan rápido si estuviéramos más al norte. Ahora nos acercamos al verano y los días deberían ser realmente largos.
Los dos chicos se quedaron en silencio durante un rato. Luego Septimus dijo:
—¿Cómo sabes tú todo eso, Jen?
Jenna tardó un poco en responder.
—Gracias a Milo. Me lo ha contado todo sobre sus viajes. Él también tenía un reloj, y antes de que yo naciera decía que siempre llevaba lo que llamaba la «hora de casa» para saber lo que… hummm… mi madre… estaba haciendo. Y dijo que cuando viajaba hacia el este resultaba que, según su reloj, el sol se ponía cada vez más pronto; aunque a él no se lo parecía. Y fue Snorri quien me contó que en las Tierras de las Largas Noches en verano los días son tan largos que el sol apenas se pone.
Septimus meditó sobre ello.
—Entonces, si estamos más hacia el este, es buena cosa. Allí es donde está la Casa de los Foryx, ¿no es cierto?
—Voy a mirar lo que dice Nicko.
Jenna cogió el libro de notas de Nicko, encuadernado maravillosamente por Ephaniah, que había puesto a salvo en su litera. Hojeó las notas, algunas de las cuales eran minúsculos pedacitos que Ephaniah había fundido en trozos de papel más grandes; otros eran mayores y estaban cuidadosamente plegados, con los bordes reforzados. Todos tenían un tacto suave, casi resinoso. La escritura de Nicko tenía tendencia a dar vueltas como una hormiga perdida, pero Ephaniah la hacía parecer más nítida y clara, y por una vez Jenna entendía la mayor parte.
—Casa de los Foryx… Casa de los Foryx —murmuró Jenna pasando las páginas—. Aquí hay algo. Hay una nota pegada de Snorri para Nicko: «Nicko, esto es para ti. Por lo que te perdiste cuando tía Ells se puso a hablar en nuestro idioma. Snorri x». Creo que es lo que les contó tía Ells.
—Sigue, entonces, Jen. Léenoslo —dijo Septimus. Como un par de niños esperando a que les leyeran el cuento de antes de dormir, Beetle y Septimus miraron con expectación a Jenna.
Ella se echó a reír.
—De acuerdo. Pero no voy a poner la voz de tía Ells.
Un coro de protestas desilusionadas llenó la cabaña.
—Bueno, no pienso hacerlo, y ya está. Ahí voy: «Yo tenía nueve años. Estaba jugando con mi hermana en la casa de mi abuela y nos peleamos. Yo la empujé, ella me empujó a mí y me caí por el Espejo. Ahora lo sé, pero entonces no sabía lo que había pasado. Lo único que sabía es que ya no estaba en la casita de mi abuela junto al mar, sino en una habitación octogonal llena de muebles oscuros y pesados. Estaba aterrada.
»Cuando por fin me atreví a salir de la habitación me encontré en la cima de una larga escalera de caracol. Bajé y llegué al lugar más extraño que os podáis imaginar. Una gran sala llena de humo de velas, repleta de gente que hablaba de una forma distinta y vestía ropas extrañas. Me sentí como si hubiera ido a parar a una fiesta de disfraces interminable. La gente erraba a través de los pasillos hablando sin ton ni son, o se sentaba alrededor de grandes hogueras que ardían constantemente sin que, en apariencia, nunca se consumieran los troncos. Nadie se fijó en mí mientras yo merodeaba por la casa. Comí hasta hartarme en las grandes cocinas, descubrí una cama blanda en una habitación maravillosa donde siempre ardía un fuego y la pequeña tarrina de las galletas dulces siempre estaba llena, pero estaba sola y deseaba irme a casa.
»Había una gran puerta de entrada a la casa, pero las visitas constituían un raro acontecimiento. Algunos entraban para quedarse y esperar el momento oportuno, pero la mayoría acudían en busca de sus seres queridos perdidos, aunque no recuerdo que encontraran a nadie. Me sorprendía que tan pocos quisieran dejar la Casa de los Foryx.
»Recuerdo una mujer joven que llevaba una hermosa capa de piel. Quería irse, pero le di lástima y me cedió su lugar en la silla de dragón en el vestíbulo de suelo ajedrezado que había junto a la puerta. Dijo que yo solo era una niña y debía irme lo antes que pudiera, que no importaba a qué época fuera pues yo era lo bastante joven para adaptarme. Y tenía razón, siempre le estaré agradecida. Así que ocupé su lugar en la silla entre dos cabezas de dragón talladas, con los pies descansando sobre la cola. Esperé durante largas semanas mientras ella me traía comida y me hacía compañía. Me contó historias de palacios de hielo y llanuras cubiertas de nieve, trineos y carreteras de hielo hasta que, a pesar del calor de las velas que ardían día y noche, mis rodillas entrechocaban de frío y tiritaba dentro de mi capa de lana.
»Por fin una mañana llegó mi oportunidad cuando llamaron con fuerza a la puerta. Para mi sorpresa, un hombrecito saltó desde un pilar situado detrás de donde yo estaba sentada y corrió hasta la puerta. Fuera aguardaban un hombre y una mujer. El portero no les dejó entrar, y mientras la puerta empezaba a cerrarse aproveché la oportunidad y salí corriendo, para su sorpresa.
»Ahora me doy cuenta de que tuve una suerte impresionante. No sé por qué acudieron mis nuevos padres a la Casa de los Foryx; nunca me lo contaron. Lo siguiente que recuerdo era que viajaba por un estrecho puente que oscilaba con el viento por encima de un gran abismo. Mi nuevo padre llevaba el caballo mientras yo montaba sentada delante de mi nueva madre. Más tarde mi madre me contó que había cerrado los ojos del terror que sintió mientras cruzábamos, pero yo tenía los ojos muy abiertos de la emoción. La luna llena se alzaba a través de las nieblas que flotaban por debajo de nosotros y estábamos tan altos que me sentía como si voláramos entre las estrellas.
»Me trajeron aquí, al Castillo, y fueron muy amorosos conmigo. Cuando crecí llegué a quererlos tanto como había querido a mi madre y a mi padre, pero en el fondo de mi corazón siempre me planteaba la misma pregunta: ¿qué me pasó?
»Durante muchos años no fui consciente de que estaba en otra época, hasta que una mujer que contaba cuentos de aldea en aldea explicó una historia sobre la Casa de los Foryx y supe que no era un cuento, sino la verdad. La busqué y le conté mi propia historia. Ella me contó que la Casa de los Foryx es un lugar donde se encuentran todas las épocas. Solo puedes abandonarla cuando alguien llega, y entonces tú entras en su época. Así que cuando salí corriendo de la Casa de los Foryx entré en la época de mis nuevos padres.
»Creo que la única posibilidad de regresar a vuestra época es encontrar la Casa de los Foryx y rezar para que entre alguien de tu época. Cuando era niña deseaba regresar a mi propia época, pero cuando por fin entendí lo que había ocurrido ya había conocido a mi querido marido, mis padres adoptivos estaban ancianos y frágiles y no deseaba regresar. Esta es una buena época para vivir… podría haber sido mucho peor. Pero ambos sois jóvenes y veo que sois lo bastante valientes para intentarlo. ¡Qué Odin y Skadi os guíen!». Y entonces Nik ha escrito… creo que esto es lo que dice: «Casa de los Foryx, allí vamos».
—Eso es muy propio de Nik —opinó Septimus.
—Me pregunto si aún estarán allí —dijo Jenna.
—Solo hay un modo de averiguarlo —respondió Septimus.
A todos les costó conciliar el sueño aquella noche.
La estufa los mantuvo calientes y Septimus hizo un hechizo de mantente a salvo para la cabaña, pero resultaba difícil ignorar los ruidos que procedían del exterior, y había un buen surtido para escoger. Era extraño, pensó Septimus, que un bosque tan silencioso de día fuera tan ruidoso de noche.
Cuando la luna se alzó en el cielo, también se levantó viento; soplaba a través del valle y no trató con amabilidad a la cabaña cuando se topó con ella en su camino. Gemía y aullaba; traqueteaba los postigos y sacudía la puerta; la tomaba con los árboles, de manera que sus ramas golpeaban y arañaban el tejado y las delgadas paredes de la pequeña cabaña. A lo lejos se oían otros ruidos, agudos gritos convulsos y aullidos ululantes que erizaban el pelo de Ullr. Beetle se tapó los oídos con los dedos y deseó estar en su preciosa cama de los Dédalos.
Beetle y Septimus se durmieron primero. Jenna se sentó en su camastro envuelta en la piel de zorro, escuchando el aullido del viento. Miraba la nieve apilarse contra las ventanas, el fuego en la estufa se extinguió y la cabaña se fue quedando cada vez más fría y oscura. De repente oyó unos arañazos en la puerta. Ullr, que estaba tumbado atravesado en la puerta, se puso en pie y gruñó. Con el corazón acelerado, Jenna bajó de un salto a la cama de Septimus, que dormía en la litera de abajo y lo despertó.
—¡Sep…, escucha!
Septimus se despertó como accionado por un resorte, pensando por un horrible momento que volvía a estar en el ejército joven.
—¿Quééé… qué pasa?
—Algo está intentando entrar —susurró Jenna.
—¡Oh, oh, diantre!
Ullr volvió a gruñir. Una ráfaga de viento sacudió la cabaña y Septimus oyó algo parecido a unas largas uñas arañando la fina puerta de madera.
Ya completamente despierto, Septimus se levantó de un salto de su litera. Puso ambas manos en la puerta y murmuró su hechizo de mantente a salvo otra vez. Los arañazos continuaron. ¿Por qué no funcionaba? Nervioso, Septimus intentó un encantamiento antioscuridad. Y con eso, los arañazos cesaron.
Jenna y Septimus se quedaron escuchando, casi no se atrevían ni a respirar. Fuera, los árboles golpeaban con sus ramas como largos e impacientes dedos tamborileando sobre el tejado de la cabaña, pero se acabaron los arañazos en la puerta. Beetle se rebulló en sueños y murmuró algo parecido a «¿Qué hay, Foxy?»; luego, arrancando muchos crujidos a su cama, se volvió y se calmó de nuevo. Ullr se tendió otra vez y se colocó atravesado en el umbral.
—Se ha ido —susurró Septimus.
—Gracias, Sep —susurró Jenna.
Jenna se enterró bajo las toscas mantas de la cabaña y su piel de zorro y pronto se quedó dormida.
Pero Septimus estaba despierto. No era el aullido del viento lo que le impedía dormir, ni el golpeteo de las ramas sobre el tejado de la cabaña, ni siquiera el hecho de preguntarse qué oscura criatura había estado allí fuera. Lo que le quitaba el sueño a Septimus era la piedra de lapislázuli con una B dorada inscrita encima. Cada vez que intentaba ponerse cómodo, la malvada cosa se las arreglaba de algún modo para clavársele. De mal humor, hundió la mano en el bolsillo de su túnica y sacó la piedra. Estaba caliente y pesada en la palma de su mano. Era extraño, pensó, cómo la luz del farol hacía que la piedra estuviera tan verde, no lo hacía con ninguna otra cosa. Y luego una horrible sensación de miedo le atravesó como una daga. No era un efecto de la luz, era la propia piedra. La piedra de la Búsqueda se había vuelto verde.
Septimus miraba la piedra como un conejo paralizado, las palabras que Alther le había susurrado precipitadamente en el cónclave daban vueltas en su cabeza como una horrible canción infantil:
Azul para prepararse,
verde para partir.
Amarillo para guiarte
a través de la nieve.
Naranja para advertirte
de que te caerás.
Luego rojo será el resplandor final.
Ahora el negro debes buscar; no hay vuelta atrás.
«Verde para partir», eso era. Verde para partir a la Búsqueda. Septimus se tumbó y se quedó mirando sin ver las toscas planchas que estaban a unos pocos centímetros de su cara, mientras en su cabeza rondaban pensamientos escalofriantes.
El primero ya era suficientemente malo: se encontraba en la Búsqueda, estaba en la Búsqueda.
El segundo era aún peor: si él estaba en la Búsqueda, ¿cómo iban a encontrar a Nicko?