Desayuno
A la mañana siguiente, Billy Pot se levantó pronto para mezclar el desayuno de Escupefuego según las estrictas instrucciones de Septimus, pero el dragón no estaba interesado. Escupefuego estaba tumbado fuera de su nueva dragonera y miraba perezosamente a Billy con un ojo medio cerrado. Cuando Billy se acercó con el cubo del desayuno, una sacudida subterránea estremeció el suelo y el dragón eructó. Billy se tambaleó.
Se rascó la cabeza, perplejo. Si no hubiera estado seguro de ello, habría dicho que el dragón ya había comido.
—Te dejo tu cubo del desayuno aquí, señor Escupefuego. Tal vez te apetezca más tarde.
Escupefuego gruñó y cerró el ojo que tenía medio abierto. En lo más profundo de su estómago de fuego notaba que los huesos del viejo nigromante le habían sentado pesados y oscuros. Habría deseado no tragarse aquel feo saco viejo. No quería volver a comer nada nunca más.
Mientras el estómago de fuego del dragón se preparaba para la oscura tarea de disolver los huesos, el fantasma de DomDaniel se deleitaba al volver a estar en la Torre del Mago una vez más. Le había hecho bien ver a la vieja Malaza Mecaesmal recibiendo por fin su merecido; le divertía verla deambular por allí como cualquier otro mago común, esperando a que le dijeran qué debía hacer. Y ahora había arrinconado a su antiguo aprendiz, Alther Mella, que le había empujado desde la pirámide de oro de la cima de la Torre del Mago. Aún tenía vivo aquel recuerdo, tan claro como el día que sucedió. DomDaniel disfrutaba contándole a Alther con gran detalle todos los planes oscuros que pretendía poner en marcha ahora que por fin se había convertido en fantasma, cuando empezó a sentirse algo extraño. En aquel momento, Alther notó que la pierna izquierda de DomDaniel había desaparecido.
Alther observaba, fascinado, cómo el brazo derecho entero de DomDaniel desaparecía de la vista, luego su rodilla izquierda…, el brazo izquierdo…, los dedos de los pies…, los dos tobillos… Atónito, Alther contempló cómo miembro a miembro su viejo maestro desaparecía.
A DomDaniel no le gustaba el modo en que Alther lo miraba, le parecía extraordinariamente grosero y no le mostraba el respeto debido. Se dispuso a decirle a Alther que cerrara la boca, pero su cabeza se desvaneció, dejando una mano izquierda sin cuerpo gesticulando salvajemente y una gran parte de la barriga temblando de indignación.
Y entonces, mientras los últimos huesos de DomDaniel se disolvían en el estómago de fuego de Escupefuego, el viejo nigromante desapareció por completo y para siempre. Pues esta vez no tenía puesto el Anillo de las Dos Caras en el estómago de Escupefuego para sacarle del lío. Fue un momento que Alther saborearía durante mucho tiempo, junto con el recuerdo de los siguientes minutos durante los cuales dio con Marcia y le dijo que ya no había más cónclave.
Marcia también saboreó el recuerdo del final del último cónclave. Disfrutaba particularmente del recuerdo de la reacción de Tertius Fume cuando lo echó triunfalmente de su sofá, al muy descarado, pensó, y no solo le dijo que el cónclave había llegado a su fin, sino que no volvería a haber otro nunca más y que podía salir de sus habitaciones ahora mismo. Tertius Fume se había negado a creerla hasta que Alther la respaldó. Era cierto lo que Marcia le había dicho a Beetle: Tertius Fume no sentía ningún respeto por las mujeres. Tertius Fume había declarado el estado de sitio para obligar a Septimus a entrar en el sorteo. Cuando se percató de que Septimus no estaba, había jurado continuar el estado de sitio para siempre si era necesario, hasta que Marcia le informó del paradero de su aprendiz, al que Tertius Fume creía oculto en algún lugar de la Torre del Mago. Pero ahora, sin el poder del cónclave para respaldarlo, Tertius Fume no tenía medio de continuar el estado de sitio. El estado de sitio había acabado.
Marcia no perdió el tiempo. Hizo que Catchpole escoltase ignominiosamente a Tertius Fume fuera del edificio, y mientras la Magia volvía a la Torre del Mago, se quedó de pie en la puerta sonriendo con los dientes apretados.
—Adiós, adiós. Muchas gracias por venir —dijo mientras el desconcertado cónclave se iba flotando.
Fuera de la Torre del Mago, una rata empapada y entumecida observaba cómo las enormes puertas se abrían, por fin. Para su sorpresa, un flujo aparentemente interminable de fantasmas de color púrpura bajaron los escalones. Esperó con impaciencia hasta que hubiera salido el último fantasma, luego entró de un salto gritando:
—¡Rata mensaje!
Mientras Stanley correteaba entre los pies de un grupo de excitados magos ordinarios que rodeaban al receptor de su mensaje, Tertius Fume conversaba en un corrillo al amparo de las sombras de la Gran Arcada con lo que parecía ser una joven submaga.
—Encuéntralo —dijo Tertius Fume—. La Búsqueda ha empezado y debe hacerse.
La cosa asintió. Observó a Tertius Fume volver, furioso y dando grandes zancadas, al Manuscriptorium y empezó a mordisquear las puntas de los dedos de Hildegarde. Estaba aburrido de habitar en la submaga. Su normalidad y su amabilidad eran irritantes; habían calado en la cosa y le hacía sentirse bastante deprimido. A la cosa le habría gustado habitar a alguien un poco más raro, alguien tal vez con un ápice de oscuridad. Se reclinó contra las frías paredes de lapislázuli de la Gran Arcada y, mientras mataba el tiempo viendo lo lejos que podía escupir los trocitos de uña de Hildegarde, esperó a que ocurriera algo.
Algunas horas antes, aquella misma mañana, Ephaniah Grebe se había despertado en una húmeda tienda sintiéndose muy extraño. Después de que Jenna, Septimus y Beetle se retiraran a su tienda, Ephaniah había aceptado una bebida dulce y fuerte que Morwenna le había ofrecido. En cuanto la bebió supo que contenía alguna droga y sin que se dieran cuenta tiró toda la que pudo, pero en cuanto la bruja madre lo acompañó hasta su tienda, Ephaniah sintió que el suelo daba vueltas bajo sus pies y notó un sabor amargo en la boca. Luchó en vano para no quedarse dormido, pero sus realistas sueños lo despertaron unas pocas horas más tarde. Decidido a no volver a quedarse dormido, salió de su tienda de campaña para respirar el aire fresco de la noche. Allí, en mitad del campamento de verano, vio a Morwenna mantener una acalorada conversación con una bruja joven.
—¿Dónde está Marissa, si se puede saber?
La bruja joven parecía aterrada.
—Dímelo, Bryony. Venga.
—Hummm. Ha ido al Campamento Heap.
—Yo no le he dado permiso. Lo lamentará. Tú ocuparás su lugar.
—¿Yo? ¡Oh, pero creo que no…!
—Tú no tienes que creer nada, muchacha. Solo tienes que hacer lo que te dicen. Quiero una tienda de campaña preparada para la princesa y sus allegados. Lo necesitaremos por la mañana.
—¡Oh! Entonces es verdad que va a ser…
—Basta de chácharas. Y no te olvides de asegurar la tienda.
Bryony hizo una torpe reverencia y salió a toda prisa. ¿Cómo iba a asegurar la tienda?, se preguntó, ¿cómo?
Ephaniah estaba mareado, ahora sabía lo que Morwenna le pediría a la mañana siguiente. Supuso que la bebida que Morwenna le había dado antes de irse a dormir era para mantenerlo tranquilo y dócil a la mañana siguiente. Ephaniah se maldijo a sí mismo por haber sido tan ingenuo y estúpido y prometer lo que no podía dar. Se acercó furtivamente sin ser visto hasta la tienda de los otros invitados, mientras le daba vueltas la cabeza. ¿Qué iba a decirles?
Cuando Ephaniah descubrió que la tienda de Jenna, Septimus y Beetle estaba vacía sintió un rápido alivio, pero no duró mucho. Se le ocurrieron todo tipo de preguntas preocupantes. ¿Adónde habían ido? ¿Por qué no se lo habían dicho? ¿No confiaban en él? ¿Habría estado él dormido mientras ellos pedían ayuda?
Ephaniah bajó, en un santiamén a pesar de su cojera, el camino en espiral del campamento de verano, con los ropajes blancos brillando a la luz de la luna llena. Bryony lo vio partir, pero no se atrevió a decir nada que pudiera enojar a la bruja madre. Observó cómo Ephaniah desaparecía en el Bosque, desde donde, sin ser molestado por las criaturas nocturnas que allí vivían, y que preferían evitar las ratas gigantes, regresó tambaleándose al Castillo.
Al amanecer, Ephaniah Grebe estaba de pie junto al Foso, esperando a que Gringe bajara el puente levadizo. Pagó su penique de plata y lo cruzó renqueante, ajeno a la mirada inquisidora de Gringe.
—En este trabajo ves de todo —musitó Gringe más tarde mientras miraba cómo la señora Gringe calentaba los restos del guiso de la noche anterior para desayunar—. Esta mañana he visto una rata gigante con gafas.
La señora Gringe rompió su costumbre de no escuchar a su marido. Dejó de remover y contempló las marrones profundidades de la sartén.
—Ya me parecía que estas setas tenían un aspecto raro —dijo.
—¿Qué setas? —preguntó Gringe, confundido.
—Las de anoche. Tenían un color raro. Yo no las comí.
—¿Pero dejaste que yo las comiera?
La señora Gringe se encogió de hombros y sirvió el guiso en el cuenco de Gringe.
—Mejor que dejes las setas.
—No, gracias —dijo Gringe. Se levantó y volvió enfurruñado al puente levadizo. A mediodía Gringe pensó que el efecto de las setas ya se le había pasado. Aparte de estar convencido de haber visto a Lucy escondida y asomándose por la esquina, lo cual resultaba de lo más turbador, no tuvieron ningún otro efecto secundario.
Aquella mañana, cuando Ephaniah regresó al Manuscriptorium, la sensación de abatimiento no mejoró al ver al nuevo encargado de la oficina principal sentado con los pies sobre la mesa mascando una serpiente negra con la boca abierta. Al ver al escriba encargado de la conservación, Merrin se había quedado mirándolo con muy mala educación y había seguido comiendo de manera insolente lo que de hecho era su desayuno. Ephaniah no solía echar de menos el poder de la palabra, pero cuando vio que Merrin aspiraba ruidosamente la cola de la serpiente y miró sus botas ensuciando la mesa que Beetle solía limpiar amorosamente todas las mañanas, Ephaniah sintió un abrumador deseo de decirle al chico: «Quita los pies de la mesa».
Y entonces, de repente, se alegró de no poder hablar. Pues mientras Ephaniah miraba torvamente el ofensivo par de botas, vio un pequeño trozo de papel redondo pegado en la suela de la bota derecha de Merrin. Un instinto alimentado por años de recomponer cosas, le dijo a Ephaniah que aquello formaba parte de algo, y estaba casi seguro de que sabía lo que era. Mientras avanzaba hasta las ofensivas botas, el rostro de Merrin traslució un destello de miedo: ¿qué pensaba hacer el hombre rata? Y entonces, como un rayo, como una rata persiguiendo a un conejo, Ephaniah cogió el pedazo de papel y Merrin se puso en pie gritando: «¡Aléjate de mí, bicho raro!».
Dejando al encargado de la oficina principal tosiendo y escupiendo los restos de su serpiente, Ephaniah bajó corriendo a su sótano, cerró de golpe la puerta verde de fieltro y pasó la llave. Y luego, mientras examinaba su hallazgo, le embargó una gran alegría. ¡Eso era!, ¡era el trozo del mapa que faltaba!
Ephaniah se pasó una hora restaurando concienzudamente el frágil fragmento de papel. Todo fue bien y enseguida tuvo delante de él un pequeño y perfecto círculo con un dibujo a lápiz delicadamente detallado de un edificio octogonal rodeado por una serpiente. En el medio había una llave. Ephaniah guardó con cuidado el precioso círculo de papel en un bolsillo secreto debajo de su túnica. Se subió las gafas para colocárselas en la frente y se volvió a sentar con un suspiro. Lo había hecho. La más minuciosa, y tal vez la más importante, restauración que había intentado en su vida estaba acabada.
Ahora venía la parte difícil: la reunión.
—No —dijo Stanley con la boca llena del desayuno—. Definitivamente, no. Una rata mensaje no transporta mercancías. Hummm…, nada sienta mejor que un bocadillo de beicon frío después de una noche de lluvia al pairo, ¿verdad? ¿Quiere?
—No, gracias —respondió Ephaniah con desdén.
—Como quiera.
—Sería ventajoso para usted.
Stanley se rió amargamente.
—¡Oh, ja! Todos dicen lo mismo, pero nunca es verdad. Acabas muriéndote de hambre en la jaula de un lunático o hundido bajo las tablas del suelo y dado por muerto. No me convencerá de este modo.
—Puedo traerle ratas.
—¿Ratas?
—Todas las ratas que quiera. Yo se las traeré.
Stanley dejó su bocadillo de beicon frío.
—¿Quiere decir que puede traerme personal? —preguntó.
Ephaniah asintió.
Stanley pensó en ello. Se imaginó la atalaya de la Puerta Este como el cuartel general de un próspero servicio de raticorreos, con él al frente. Imaginó los papeles y las hojas de salarios… ya Dawnie que se enteraba de su éxito y decidía darle otra oportunidad.
—No —dijo.
Mientras Ephaniah regresaba lentamente de la Atalaya de la Puerta Este, vio algo que no esperaba: las luces mágicas de la Torre del Mago habían vuelto. Pestañeó sorprendido; sí, aún estaban allí. Las familiares luces parpadeantes, púrpura y azules volvían a jugar otra vez alrededor de la torre, el intenso resplandor de la pirámide dorada de la cima de la torre brillaba en el apagado día gris y las ventanas de color púrpura relumbraban otra vez en su bruma mágica.
Ephaniah se olvidó de todas sus preocupaciones. Todo marchaba bien: podía acudir a la maga extraordinaria y pedirle que hiciera un enviar. Y todo iría bien. Caminando con pequeños brinquitos, tanto como le permitían las dolorosas hinchazones de la maltrecha planta del pie, Ephaniah se envolvió la cara con sus vendas blancas bien tensas y siguió andando hacia la Torre del Mago.
Mientras se internaba en las sombras de un azul intenso de la Gran Arcada, Ephaniah chocó con Hildegarde Pigeon… y ya no recordaba nada más.