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Travesía nocturna

M ientras Jenna, Septimus y Beetle dormían tranquilamente en la cabaña del Chico Lobo y el Ullr nocturno escuchaba los sonidos del Bosque, un pequeño transbordador realizaba una peligrosa travesía hasta el Castillo. El barquero había conseguido una buena paga por el viaje, pero aun así empezaba a arrepentirse; la corriente era rápida contra el viento, y cuando llegaron al centro del río, el agua salpicaba contra el barco con cada ola que iba rompiendo.

Los pasajeros empezaban a arrepentirse también.

—Teníamos que haber esperado hasta mañana —gimoteó Lucy Gringe mientras el barco se hundía de manera alarmante y su estómago parecía ir en dirección contraria.

—No te preocupes, Luce —respondió Simon Heap animándola—. Las he pasado peores.

No era verdad, pero no era el momento de fijarse en detalles de precisión, pensó.

Lucy no dijo nada. Pensó que si hablaba probablemente vomitaría, y no quería que Simon la viera así. Una chica tiene que mantener su buen aspecto incluso en un barquito de reinos medio podrido. Lucy cerró fuerte los ojos y se sentó concentrándose en sus pensamientos. No podía quitarse de la cabeza la expresión de horror de Simon cuando entraron en el Observatorio aquella tarde.

—Luce —le había susurrado presa del pánico—. Baja corriendo la escalera y saca a Trueno. ¡Rápido!

A Lucy no le gustaba que Simon le dijera lo que tenía que hacer, y normalmente él no se atrevía, pero sabía que aquello era distinto. Había salido pitando por los resbaladizos e inclinados escalones de pizarra, había pasado por delante de la horrible cámara del viejo Magog, y cuando Simon llegó junto a ella, Trueno volvía a estar ensillado y preparado para partir. Le había preguntado a Simon cuál era el problema.

—He hecho un ver —era lo único que él decía.

Se acercaban al otro lado del río y el agua estaba más tranquila. Si lo que Simon había dicho —que no iban a volver a poner el pie nunca más en ese horrible Observatorio— era cierto, estaba muy complacida, pero hubiera preferido no volver al Castillo. Hubiera preferido ir hacia el Puerto. A Lucy le gustaba el Puerto; era más divertido que el Castillo y no había riesgo de tropezarse con su madre ni con su padre.

Sin embargo, la razón más poderosa por la cual Lucy no quería volver al Castillo era Simon. Simon parecía haber olvidado los acontecimientos que le habían llevado a huir de aquel lugar hacía casi un año. Lucy no sabía exactamente qué había pasado, pero había oído todo tipo de rumores terribles, a la mayoría de los cuales no daba ningún crédito, pero otros sabía que eran ciertos. Su hermano, Rupert, le había dicho que había visto a Simon lanzarle un rayocentella a Septimus, Nicko y Jenna, y Lucy sabía que Rupert no contaba bolas. Y también que Simon había intentado hacerle un terrible encantamiento a Marcia usando los huesos de DomDaniel y había estado a punto de lograrlo, y que Marcia le había hecho saber que si volvía a poner un pie en el Castillo lo metería en el calabozo de por vida.

Lucy miró su precioso anillo, que por supuesto no era de la liquidación del almacén de Drago Mills, y suspiró. ¿Por qué ella y Simon no podían ser normales? Solo quería ser como todo el mundo, pensar en casarse, buscar un lugar donde vivir; con una habitación en los Dédalos se conformaría. ¿Por qué no podía llevar a Simon a ver a su padre y a su madre, y que él y Rupert fueran amigos? ¿Por qué? No era justo, sencillamente, no lo era.

El barco se acercó al muelle del transbordador nocturno, justo debajo de la Salón de Té y Cervecería de Sally Mullin. El barquero, Micky Mullin, que era uno de los muchos sobrinos de Sally, amarró el bote con una sensación de alivio y deseó las buenas noches a sus empapados pasajeros. Les observó caminar con paso algo inseguro hacia la Puerta Sur —que, si sabías dónde mirar, tenía una pequeña puerta que estaba abierta toda la noche— y se preguntó qué estarían tramando. Aunque Simon se hubiera molestado en ponerse la capucha y taparse media cara con ella, Micky había percibido los claros rasgos de los Heap. Ahora que ya tenía más de veinte años, Simon era una versión de su padre, Silas, en joven. Micky decidió ir a ver a su tía a la mañana siguiente; a ella le gustaban los chismorreos y tenía un pastel de cebada muy bueno.

Mientras caminaban por las calles desiertas, protegiéndose lo mejor que podían del recio viento, Lucy estaba silenciosa, lo cual era raro en ella.

—¿Te encuentras bien, Luce? —preguntó Simon.

—Me gustaría que no hubiéramos regresado a este lugar —respondió Lucy—. Tengo miedo a que te descubran y te encierren para siempre.

Simon sacó una carta arrugada que les había estado aguardando en el Observatorio. Lucy respiró hondo. Le hubiera gustado no haberla visto bajo una piedra junto al camino de entrada al Observatorio, pero el sobre tenía las palabras ENTREGADA POR LA COMPAÑÍA POSTAL DE PAQUETES DEL PUERTO, y pensó que parecía emocionante. Lucy ya se sabía el contenido de la maldita carta de memoria, pero volvió a escuchar a Simon leer aquella caligrafía esmirriada y picuda.

La carta estaba escrita con papel oficial del Manuscriptorium y decía:

Querido Simon:

Espero que hayas notado que me he ido.

Notarás que también falta algo más. Tengo a Shusho, Xuxo, Chucho y ahora es MÍO. Le gusta estar conmigo.

Si vienes a buscarlo me encargaré de que alguien te encuentre.

Como puedes ver por el papel en que te escribo, por fin han reconocido mis talantes talentos y tengo un buen trabajo aquí. Mucho mejor que el que tenía contigo.

Ahora yo estoy donde me corresponde, pero a ti nadie te quiere aquí. Ni en un miyón millón de años. Ja, ja. Tu antiguo fiel zervidor serbidor servidor.

Merrin Meredith/Daniel Hunter/Septimus Heap

—Ya te he dicho, Luce, que no va a salirse con la suya —dijo Simon, que se volvió a meter la carta en el bolsillo—. Se ha asociado con otros dos vagos, no sé quién es Daniel Hunter, pero siempre supe que ese guapito de Septimus no era bueno, y ahora cree que me puede asustar para que le deje quedarse con Chucho. Pronto descubrirá lo equivocado que está.

Lucy sacudió la cabeza. ¿Qué les pasaba a los chicos con sus peleas?

—Es un camino muy largo solo para venir a buscar tu pelota —comentó.

Cuando Sarah Heap se repuso del susto y se dio cuenta de que era Simon el que daba golpecitos en la ventana de su sala de estar, no sabía si reír o llorar. Así que hizo las dos cosas, a la vez. Lucy se quedó de pie, pues se sentía algo incómoda y pensaba que tal vez debería ir a ver a su madre. Y entonces, cuando Sarah empezó a bombardear a Simon con preguntas, —dónde había estado viviendo, qué había estado haciendo, era verdad que había hecho aquellas cosas horribles que todo el mundo decía que había hecho y por qué no le había escrito— Lucy pensó que probablemente lo mejor sería no ir a ver a su madre. Aún no.

Lucy y Simon se sentaron a secarse junto al fuego en el saloncito de Sarah, comieron pan, queso y manzanas que Sarah había encontrado en la cocina. A Lucy le gustaba el caos del saloncito de estar, y estaba fascinada por el pato pelón con chaleco de punto que Sarah había levantado de al lado de la chimenea y colocado sobre su regazo. A Lucy le gustaban los Heap; eran mucho más interesantes que su propia familia.

—No sé qué hará Marcia si te encuentra aquí —dijo Sarah, que empezaba a estar preocupada—. Últimamente está siempre de mal humor. Está muy susceptible. Y tampoco es que sea muy amable. Nunca veo a Septimus y ella lo sabe, pero cada vez que nos encontramos se empeña en decirme que espera que yo esté disfrutando mucho de su compañía. No pongas esa cara, Simon. No voy a permitir que sigas peleándote con tu hermano pequeño, ¿lo entiendes? Bueno, ¿queda claro?

Simon se encogió de hombros.

—No soy yo el que se pelea. Me ha robado a Chucho —murmuró entre dientes.

—¿Te ha robado qué?

—Nada —refunfuñó Simon—. No importa.

Sarah suspiró. Estaba emocionada y encantada de ver a Simon después de tanto tiempo, pero le habría gustado que él no estuviera tan lleno de ira.

—Nadie debe saber que estás aquí, nadie —le dijo—. Tú y Lucy tendréis que pasar desapercibidos en el Palacio hasta que encontremos alguna solución.

Lucy bostezó y se desperezó, se caía de sueño. A Sarah no le pasó desapercibido el bostezo. Dejó el pato en el suelo con cuidado, se levantó y se acercó al fuego.

—Debes de estar agotada —dijo sonriendo a Lucy para expresar su preocupación—. ¿Por qué no te buscamos una cama cómoda en alguna parte?

Lucy asintió agradecida. La madre de Simon era muy simpática, pensó.

Al cabo de media hora, Lucy estaba dormida como un tronco en una inmensa habitación de invitados del Palacio que daba al río. Sin embargo, Simon, un piso más arriba, bajo los aleros de la buhardilla, miraba por la ventana con aire taciturno. Fue entonces cuando notó que algo iba mal…, faltaba algo. Las luces de la Torre del Mago habían desaparecido. Simon abrió la ventana y contempló la noche azotada por el viento. Abajo se extendían las luces del Castillo. Las antorchas de la Torre del Mago parpadeaban y danzaban en el viento, pero las luces mágicas de su gran escalera púrpura, que siempre iluminaban el cielo del Castillo, no estaban allí.

Simon sabía que no podía quedarse en su cuartucho preguntándose qué estaba pasando en la Torre del Mago, tenía que averiguarlo. Con la horrible sensación de ser un niño desobediente que salía a escondidas de aventura cuando su madre le había dicho que se quedara en casa e hiciera los deberes, Simon abrió la chirriante puerta del dormitorio intentando que no hiciera ruido y bajó de puntillas hasta el oscuro pasillo. Estaba tan concentrado en no hacer ruido que no se fijó en Merrin, que acababa de volver de otra visita a últimas horas de la noche a Ma Custard, saliendo de lo alto de la escalera. Horrorizado al ver a Simon, Merrin casi se ahoga con el último bocado de plátano y beicon. Se paró en seco, luego se escondió detrás de las enormes vigas que se alineaban en la pared.

Mientras Simon pasaba de puntillas, Merrin miró a su antiguo jefe como si fuera un conejo paralizado. No podía creer lo que veían sus ojos. ¿Cómo lo había seguido Simon? ¿Cómo sabía dónde estaba? Sin atreverse ni a volver la cabeza, Merrin observó a Simon bajar sigilosamente la escalera, pisando con el mismo cuidado que Merrin había tenido durante los primeros días de su estancia en Palacio.

Simon salió a hurtadillas por una puerta lateral y se encaminó hacia el callejón lateral del Palacio. Pronto caminaba por la Vía del Mago hacia la oscuridad que sabía que envolvía la Torre del Mago. A pesar de todo lo que había hecho —lo cual ahora Simon no podía creer, ¿en qué estaría pensando?— sentía un legítimo interés por la Torre del Mago. En lo más hondo de su ser, Simon aún quería ser el mago extraordinario, pero ya no quería serlo del modo oscuro. Aquello, pensó, era hacer trampa. Quería hacerlo como es debido, de manera limpia y honesta, para que Lucy estuviera orgullosa de él.

Simon sabía que era un sueño imposible, pero eso no le impedía acercarse a la Torre del Mago y tampoco le impedía querer saber qué estaba ocurriendo allí.

Mientras se acercaba a la gran arcada de la entrada del patio, Simon vio una gran multitud de aspecto decaído, congregada en el exterior, hablando en voz baja y angustiada; no era el único que había notado la ausencia de las luces mágicas.

Simon se puso la capucha de la capa e, ignorando las expresiones de protesta, se abrió paso hasta la primera línea. Allí se dio de bruces con dos figuras altas rodeadas por una neblina mágica. Eran, aunque él no lo sabía, dos de los sietes guardianes de la Búsqueda que habían ido a escoltar al aprendiz para que partiera a la Búsqueda. Cuando Simon se acercó con tanta decisión, los guardias armados cruzaron sus picas ante él con un fuerte taconeo y le impidieron el paso por el arco.

—¡Alto! —rugieron.

Simon se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Simon haciendo acopio de valor.

Estado de sitio —fue la escueta respuesta.

Detrás de Simon un angustiado murmullo se propagó entre la muchedumbre.

—¿Por qué? —preguntó Simon.

La respuesta de los guardias fue rápida e inesperada. Sacaron sus espadas y las empuñaron contra Simon, una de ellas le alcanzó en la capa.

—¡Vete! —rugieron.

La muchedumbre se dispersó. Simon, horrorizado, liberó su capa de la espada, y a continuación se alejó tan despacio como fue capaz. Albergando la fantasía de irrumpir en la Torre del Mago, rescatarla del estado de sitio y de que una Marcia Overstrand agradecida le pidiera que fuera su aprendiz, Simon rodeó el perímetro exterior de las murallas del patio, pero las verjas estaban barradas. Lo único que vio Simon fue el perfil fantasmal de la Torre del Mago a la luz de la luna y lo único que oyó fue el ulular de un búho y un portazo a lo lejos cuando una persona de la multitud volvía a la seguridad de su hogar.

Simon regresó al Palacio. Se dijo a sí mismo que aquello no habría ocurrido si él hubiera sido el aprendiz. Lo cual, de hecho, era cierto.

En el Palacio, Merrin estaba guardando sus pertenencias de mala gana en la mochila. ¿Por qué, pensó, siempre se tuercen las cosas? ¿Por qué cuando había encontrado un lugar dónde vivir, ese estúpido de Simon Heap tenía que venir a estropearlo? Al salir de la habitación, varios fantasmas Antiguos, entre ellos el fantasma de una gobernanta muy aliviada, observaron cómo se marchaba. Merrin bajó sigilosamente por el Palacio que dormía, salió y se dirigió al cobertizo del huerto. Al menos, pensó, allí no habrá antiguos empleados. ¡Qué equivocado estaba!

Pero Merrin se estaba curtiendo rápido. Enojado, cogió el saco con los huesos de DomDaniel, los arrastró fuera del cobertizo, y después de tomar impulso los arrojó por encima del muro del huerto. El saco voló describiendo un arco perfecto y se estrelló en el antiguo terreno donde Billy Pot plantaba las verduras, a la sazón, de un tal señor Escupefuego, que así llamaba respetuosamente Billy Pot al dragón.

Escupefuego estaba dormido, sin sospechar que el desayuno había llegado volando.