La investigación de Silas
M ientras Jenna, Ullr, Septimus y Beetle avanzaban por el cauce de los carboneros, Silas y Maxie se despertaban en una fría y húmeda tienda del campamento de verano de las brujas de Wendron.
Maxie había disfrutado de la noche que había pasado en el campamento de las brujas, Silas no. La tienda tenía goteras y la cama se había empapado y empezaba a oler a cabra roñosa. Para empeorar las cosas, Silas no había podido pegar ojo por las risitas de un grupo de brujas adolescentes que planeaban una incursión a lo que ellas llamaban el Campamento Heap, que era donde vivían Sam, Edd, Erik y Jo-Jo Heap. Silas, que no tenía ningún deseo de saber en qué andaban metidos sus cuatro hijos cuando acudió a las brujas de Wendron, se había tapado los oídos con lana pringosa de cabra —gran error— e intentaba dormir contando ovejitas, error aún mayor, pues las ovejas se habían convertido en cabras mugrosas y habían empezado a canturrear. Al cabo de un rato, Silas se había dado cuenta de que el canturreo eran en realidad los cantos de las brujas alrededor del fuego de campamento. Desesperado, se había puesto un montón de pelo de cabra apestoso encima de la cabeza para ahogar el ruido y por fin se había quedado dormido.
Mientras Silas estaba tumbado contemplando con los ojos enturbiados por el sueño el techo de la tienda, una joven bruja se asomó por la puerta y dijo:
—La bruja madre te pide que desayunes con ella.
Silas hizo un esfuerzo por sentarse y la joven bruja reprimió una risita. El cabello rizado y pajizo de Silas parecía el nido de un pájaro, el tipo de nido que pertenecería a un pájaro grande y desaseado con un problema de higiene. Desde el centro del nido asomaban los grandes ojos verdes de Silas, que intentaba enfocar a la joven bruja.
—Hummm… gracias. Por favor, dile que será un placer.
Aunque Silas se sentía como si hubiera pasado la noche con una cabra sentada en su cabeza, sabía que cualquier invitación de la bruja madre debía recibirse siempre con reverencia y respeto.
Unos minutos más tarde, Silas y Maxie estaban sentados junto a las llamas del fuego de campamento. Un fuerte olor a perro mojado con sutiles notas de lana no muy limpia llenaba el aire mientras la túnica de mago ordinario de Silas se secaba al calor de la hoguera. Detrás de él la joven bruja que lo había despertado le servía una taza de brebaje caliente y evitaba respirar profundamente.
Sentada enfrente de Silas estaba Morwenna, la bruja madre: una mujer grande con penetrantes ojos azules de bruja, y el cabello largo y gris sujeto hacia atrás con una gran diadema de piel. Morwenna llevaba la túnica verde de verano de las brujas de Wendron y, como bruja madre, ceñía su más que generosa cintura con un ancho cinturón blanco.
La joven bruja pasó a Silas una humeante taza de brebaje y él dio un cauteloso sorbito. Tal como se temía, era asqueroso, pero a su vez, extrañamente, hacia entrar en calor. Morwenna lo miraba con una cariñosa sonrisa, así que Silas bebió despacio otro poco. Al hacerlo notó que el dolor de sus huesos desaparecía y su ánimo empezaba a salir del profundo agujero en el que había pasado la noche.
La joven bruja pasó a Silas un cuenco de madera que contenía lo que a primera vista parecían cereales con orugas. Silas lo inspeccionó con cierto recelo, pero se dijo a sí mismo que aquellas motas verdes probablemente eran algún tipo de hierba recién cortada y tomó una cucharada. Su primera impresión había sido correcta. Se trataba de orugas. Silas tragó con cierta dificultad, porque nunca, bajo ningún concepto, debes escupir la comida que te ha dado una bruja. Supervisó sombríamente la enorme cantidad de cereales con orugas que aún le quedaban por comer y se preguntó si podría arreglárselas para darle un poco a Maxie a hurtadillas, pero decidió no arriesgarse.
—Confío en que sea de tu agrado —observó Morwenna, al notar la expresión de Silas.
—¡Oh, sí! Es muy, hummm… —Silas mordió una oruga particularmente grande con patas—… crujiente.
—Me alegro tanto… Son un bocado delicioso del final de la primavera y dan mucha fuerza y aclaran la cabeza. Pensé que parecías necesitarlas.
Silas asintió, incapaz de hablar en aquel momento porque se había llenado la boca de orugas y de repente no podía tragarlas. Un espantoso bocado más tarde, Silas decidió que tenía que ser fuerte: juntaría todas las orugas y acabaría con ellas. Haciendo acopio de valor, levantó la cucharada y engulló rápidamente dos grandes cucharadas de orugas. Con gran alivio miró los restos de sus cereales, que ahora no tenían orugas. Pero, mientras Silas estaba dando el último sorbo al brebaje para enjuagar la última oruga resistente que se le había quedado pegada en un resquicio interdental, la joven y servicial bruja se acercó con un pequeño cuenco lleno de tubitos verdes que se retorcían y diligentemente le sirvió tres cucharadas más en los copos de avena.
—Pareces preocupado, Silas Heap —dijo Morwenna.
—Ejem —fue la respuesta de Silas, que estaba abrumado por la última incursión de orugas.
—Gracias, Marissa, ahora puedes dejarnos —dijo Morwenna echando a la bruja. Apartó el cuenco de Silas y se lo dio a Maxie, que estuvo profundamente agradecido—. ¿Demasiadas orugas esta mañana, quizá?
—Bien, hummm, unas orugas muy… notables. Me siento mucho mejor, gracias.
Y era cierto, de repente Silas se sintió mejor. De hecho, se sintió muy bien. Con la cabeza despejada, fuerte y preparado para el resto del día.
—Desde que me enteré de la desaparición de Nicko, te he estado esperando —dijo Morwenna. Silas parecía asombrado.
—¡Oh! ¡Oh, Morwenna!, sé que Nicko está en el Bosque, pero no sé donde.
—Y yo sé que no está aquí —respondió Morwenna.
—¿Estás segura? —preguntó Silas, que sentía gran respeto por el conocimiento de Morwenna.
Morwenna se inclinó hacia delante y posó una mano sorprendentemente delicada en el brazo de Silas.
—Silas, debo decirte que Nicko no está en este mundo —dijo con dulzura.
Silas palideció, las tiendas de campaña que le rodeaban empezaron a bambolearse y quiso desmayarse.
—Quieres decir que está muerto.
—No. No está más muerto que aquellos que aún no han nacido —se apresuró a responder Morwenna.
Silas puso la cabeza entre las manos. Lo que Sarah Heap llamaba irónicamente palabrería de brujas le resultaba, en el mejor de los casos, difícil, y estaba claro que aquel no era el mejor de los casos. Tenía que hablar con su padre. El padre de Silas era un hombre práctico, un mago cambiador de forma bueno y honesto que ahora vivía como un árbol en alguna parte del Bosque. Él sabría qué hacer.
—Morwenna —dijo Silas—, necesito encontrar un árbol.
—Hay muchos árboles en el Bosque —observó Morwenna. Silas se preguntó si le estaba tomando el pelo, pero entonces ella añadió—: Y algunos son más árboles que otros. Algunos nacieron árboles y otros se convirtieron en árboles. Creo que el árbol que buscas no nació árbol, ¿estoy en lo cierto, Silas Heap?
—Sí —respondió Silas.
—Buscar un árbol que no ha nacido árbol no es tarea fácil. Crecen en las Arboledas Antiguas, que son lugares peligrosos. Algunos están felices de haber elegido ser árboles y otros lloran y gimen y les gustaría ser lo que eran antes. Son estos últimos los que se alimentan de viajeros y los llevan a la muerte. ¿A quién quieres encontrar, Silas Heap?
—A Benjamin Heap. Mi padre.
—¡Ah, tu padre cambiador de forma! Es cierto lo que dicen: tu familia es larga y oscura, Silas Heap.
—Ah, ¿sí? No sé por qué. A papá simplemente le gustaban los árboles, eso es todo. Era un hombre tranquilo de maneras muy lentas. Creo que probablemente le va que ni pintado, pero… bueno, el año pasado, los chicos, Septimus y Nicko, lo encontraron. Y necesito verlo, Morwenna. Él sabrá cómo encontrar a Nicko. Tiene que saber, tiene que saber.
Morwenna nunca había visto a Silas Heap tan desesperado. Al recordar la ocasión en que, hacía muchos años, Silas la había salvado de una muerte segura a manos de los zorros del Bosque, le hizo una generosa oferta.
—Te llevaré hasta tu padre.
Silas soltó una exclamación.
—¿Sabes dónde está?
—Claro. Conozco cada uno de los árboles del Bosque. ¿Cómo podría ser la bruja madre y no saber esto?
Silas se quedó sin habla. Había pasado los últimos veinticinco años buscando a su padre y Morwenna sabía dónde estaba todo ese tiempo.
—Estás extrañamente callado, Silas. ¿Tal vez no deseas ver a tu padre después de todo?
—¡Oh…! No, sí quiero. De verdad, quiero verlo.
Al cabo de cinco minutos, Silas y Maxie seguían a la bruja madre por el camino en espiral que llevaba al suelo del Bosque. Tomaron un estrecho sendero que Silas sabía que iba más allá del Campamento Heap, donde el joven había pasado los últimos días, hasta que tanto él como los ocupantes del campamento acabaron totalmente hartos unos de otros. En silencio rodearon el Campamento Heap, que a esas horas de la mañana aún era un círculo dormido de lo que parecían grandes montones de hojas. De hecho, aquello era lo que los Heap llamaban «refugios», simples abrigos hechos de ramas de sauce dobladas y hojas. El único signo de que estaban habitados eran las humeantes brasas del fuego de campamento, que los chicos siempre dejaban encendido, y los ronquidos que salían del «refugio» de Sam Heap. Silas sintió el impulso e despertarlos a todos y decirles que se levantaran e hicieran algo, con todos los problemas que le había acarreado durante su estancia, pero se resistió.
Silas, Maxie y Morwenna se internaban en el Bosque, a través de claros y oscuros surcos, introduciéndose en lugares ocultos que Silas no había visto nunca. Viajaban deprisa, guiados por Morwenna, que se movía rápida y ágilmente a través de los árboles. Silas se concentró en seguir la ropa verde de Bosque de la bruja, que tomaba la forma de las sombras y de su entorno y sabía que desaparecería rápidamente si apartaba la vista por un momento. Maxie trotaba detrás. Sus viejas y tiesas articulaciones se quejaban de la larga marcha, pero no perdía de vista a Silas ni un segundo.
De repente, Morwenna se hundió en un matorral de helechos gigantes.
Silas la siguió, pero los gruesos tallos no le dejaron pasar. Empujó y arremetió, e incluso los insultó entre dientes, pero no se movieron. Solo consiguió que se le pegaran a la capa una impresionante colección de abrojos gigantes y dos ranas pegajosas. Silas luchó contra la tentación de llamar a Morwenna, pues sabía que el sonido de la voz humana en el Bosque, incluso de día, podía atraer un tipo de atención que un humano no necesariamente desea. Así que esperó, con la esperanza de que Morwenna notara pronto que ya no la seguía. Maxie, feliz de haber parado, se echó y se puso a lamerse las cansadas patas, pero Silas no tenía tanta paciencia. Entrechocó los talones, se rascó la cabeza, que le picaba, y quitó tres escarabajos de un árbol, quitó las ranas pegajosas de su capa y las pegó en un arbolillo joven cercano, y luego, uno a uno, quitó los veinticinco abrojos gigantes que se le habían pegado en la capa y los arrojó a los helechos. Pero ni rastro de la bruja madre.
Silas decidió arriesgarse a susurrar:
—Morwenna… Morwenna…
Al cabo de unos momentos, Morwenna salió de entre los helechos.
—Aquí estás —dijo ella—. Vamos, no te quedes atrás.
Se internó en los helechos otra vez, pero en esta ocasión Silas la seguía tan de cerca que casi le pisaba los talones. Los gruesos tallos abrían paso a la bruja, pero no a Silas. En cuanto Morwenna había pasado, los helechos gigantes empezaban a cerrar filas, obligando a Silas y a Maxie a ir rápido y a deslizarse a través del estrecho agujero. Era una suerte, pensó Silas, que Morwenna fuera mucho más ancha que él.
Mientras avanzaban a través de los helechos, la luz se amortiguó hasta convertirse en una penumbra verde. Al fin salieron a una gran catedral verde de árboles, los árboles más altos que Silas había visto en su vida, y sus ramas se arqueaban grácilmente hacia arriba en la cúpula del Bosque a cientos de metros por encima de ellos. Se sintió inesperadamente sobrecogido. Maxie gimoteó.
—Tu padre está aquí —dijo Morwenna con serenidad.
—¡Ah…!
—Ahora me iré, Silas Heap —dijo Morwenna casi en un susurro—. Tengo asuntos que resolver en nuestros cuarteles de invierno. Volveré por ti cuando regrese.
Silas no contestó. No podía imaginar que tuviera que abandonar un lugar tan apacible.
—¿Silas? —interrumpió Morwenna.
Silas salió del trance y respondió.
—Gracias, Morwenna, pero… creo que me quedaré aquí un rato.
Morwenna observó la mirada perdida en los ojos de Silas y supo que ya no obtendría nada coherente de él.
—Bueno, cuídate —le dijo—. Asegúrate de que pasas las horas de oscuridad fuera del suelo del Bosque. Pues las Arboledas Antiguas son lugares peligrosos de noche.
Silas asintió.
—¡Qué la Diosa esté contigo!
—¿Morwenna?
—¿Sí, Silas Heap?
—¿Dónde está mi padre exactamente?
Morwenna señaló el amasijo de retorcidas raíces de musgo que había bajo las botas de Silas.
—Lo estás pisando —dijo con una sonrisa. Y tras pronunciar aquellas palabras, se marchó.