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Estado de sitio

E l fantasma de DomDaniel estaba disfrutando de lo lindo. Hacía mucho tiempo que no frecuentaba un lugar tan interesante. La pérdida del Anillo de las Dos Caras lo había sacado de una especie de limbo en el que él y su fantasma vivían desde que Marcia le había hecho la identificación. La llamada al cónclave había sido tan fuerte que por fin su fantasma se había liberado, un poco tembloroso tal vez, pero por fin estaba fuera, en el mundo.

DomDaniel disfrutaba particularmente del efecto teatral de su entrada en la Torre del Mago. La expresión del rostro de esa horrible mujer, cómo se llamaba… ¿Malvada Overland? ¿Mañosa Quetevayamal…? Bueno, aquello era algo por lo que merecía la pena esperar. Y se alegraba de volver a ver al viejo Fume. También había reconocido a otros: a aquella piltrafa de chico con el anillo del dragón, un aprendiz, a juzgar por su aspecto. Lo había visto antes… en alguna parte… ¿Cómo se llamaba? ¡Oh, su memoria era terrible! Casi acaba con él ese… comosellame. ¡Era tan injusto! ¿Qué era eso…, qué, qué? ¿Alguien pronunciaba su nombre?

Marcia Overstrand estaba pronunciando en ese momento el nombre de DomDaniel.

—¡DomDaniel… no puede ser! No puedo creerlo. Es absolutamente imposible.

Tertius Fume saboreaba su triunfo.

—Es evidente, señorita Overstrand, que se trata de algo perfectamente posible. Ahora el cónclave está completo.

Complacido de que todos los ojos estuvieran fijos en él, el fantasma de DomDaniel hizo una exagerada reverencia al público y, olvidando que era un fantasma, intentó quitarse el sombrero cilíndrico, pero su mano fantasmal lo atravesó. Un poco nervioso, se puso derecho y, con el objetivo de ocupar un lugar central, DomDaniel se dirigió hacia donde se hallaba Septimus y Marcia, que seguían encaramados en la escalera de caracol con aire vacilante, observando cómo la multitud se separaba para dejar que el voluminoso fantasma avanzara hacia ellos. DomDaniel dedicó a los tres ocupantes de la escalera de caracol otra reverencia, y esta vez se acordó de dejar en paz su sombrero. Marcia respondió a su empalagosa sonrisa con una mirada feroz.

Tertius Fume empezó a hablar.

—Se a convocado este cónclave con el memorable motivo de proceder al sorteo de la Búsqueda del vigesimoprimer aprendiz.

Los fantasmas reunidos profirieron una exclamación, sobre todo aquellos que habían perdido a sus aprendices en la Búsqueda.

—No sea ridículo —le espetó Marcia.

—Yo no calificaría el cónclave ridículo si fuera usted, señorita Overstrand. —Hubo un murmullo general de aprobación entre los que estaban en la planta baja y Marcia se percató de que debía ser muy cautelosa.

—Me ha malinterpretado deliberadamente, señor Fume. Es la idea de que Septimus deba participar en el sorteo de la Búsqueda lo ridículo. Eso, como usted debe de saber, señor Fume, sucede en la última hora de su aprendizaje. Mi aprendiz, Septimus Heap está en su tercer año, de modo que no reúne los requisitos necesarios para participar en el sorteo de la Búsqueda.

Tertius Fume se echó a reír.

—Es solo una costumbre que el sorteo tenga lugar al final del aprendizaje. Se puede convocar el sorteo en cualquier momento.

El fantasma levantó la voz y gritó la contraseña de las puertas. Los magos ordinarios lanzaron una exclamación de desánimo. Nunca nadie había gritado la contraseña a la Torre del Mago, se consideraba de mal agüero y constituía una grosería atroz. Pero las puertas de la Torre del Mago no tenían la delicada sensibilidad de los magos y se abrieron obedientemente mostrando, para sorpresa de Tertius Fume, el caldero de la Búsqueda, triste y solo en el último escalón, como el último invitado que llega a una fiesta. Algunos de los magos ordinarios más jóvenes reprimieron unas risitas tontas.

El fantasma de las Bóvedas se preguntó muy enojado qué estaba haciendo allí el caldero, tan solo. ¿Dónde estaba el idiota del escriba?

Tertius Fume bajó la escalera dando un atlético salto, un salto que nunca se hubiera atrevido a dar en vida. Caminó a través del cónclave y se colocó en el mismo centro del Gran Vestíbulo.

—¡Tú! —bramó a Hildegarde, que era la que estaba más cerca de la puerta—. ¡Trae el caldero de la Búsqueda!

—No tan deprisa, Fume —dijo Marcia—. Te olvidas de algo: «Una voz entre las demás». Tu voz puede ser muy alta, pero sigue siendo solo una. ¿Y los demás? ¿Qué tiene que decir el cónclave?

Tertius Fume suspiró ruidosamente, y a regañadientes se dirigió a los allí reunidos.

—Todos vosotros, fantasmas aquí convocados, ¿queréis que entren el caldero de la Búsqueda?

Más de setecientos cincuenta fantasmas no habían dejado sus agradables quehaceres en una noche ventosa, una clase de condiciones climáticas especialmente difícil para un fantasma, en vano. Solo veintiuno de ellos se opusieron, los diecinueve magos extraordinarios que habían perdido a sus aprendices en la Búsqueda, más Alther Mella y Marcia. La votación se inclinó unánimemente por entrar el caldero.

En el suelo iluminado, justo bajo los pies de Tertius Fume, que se apresuró a dar un paso atrás, empezó a aparecerse un gran círculo azul con una B en el centro. Con una mirada que parecía pedir disculpas a Marcia, Hildegarde colocó el caldero en el círculo.

El caldero de la Búsqueda era un hermoso objeto. Alto y elegante, el lapislázuli brillaba con la luz de las velas y las orlas de oro que lo recorrían despedían un resplandor fulgurante, al igual que la gran tapadera de oro que lo cubría. Con un estremecimiento, Marcia recordó que había destapado aquel mismo caldero la última mañana de su aprendizaje con Alther Mella; de repente todo su futuro pendía de un hilo. Marcia recordaba el alivio y la alegría que sintió al sacar un guijarro liso de lapislázuli donde no aparecía ningún signo con una B de oro, lo cual la habría alejado del Castillo para siempre.

—Ahora, muchacho —dijo Tertius Fume fijando la mirada en Septimus—. Es hora de que participes en el sorteo. Ven aquí.

—¡No! —dijo Marcia, rodeando los hombros de Septimus con su brazo, a modo de protección—. No permitiré que Septimus entre en el sorteo.

—No es usted la que debe permitir nada —le dijo Tertius Fume—. Como bien ha señalado, cada uno de nosotros no es más que una voz entre las demás. Sin embargo, por mi condición de convocante, tengo la obligación de preguntárselo al cónclave si lo desea.

Marcia lo deseaba, aunque con pocas esperanzas de éxito.

Tertius Fume se dirigió a los convocados.

—A todos los fantasmas aquí reunidos: ¿es vuestro deseo que el aprendiz se someta al sorteo?

Otra vez la votación se volcó unánimemente en favor del sorteo, con los mismos veintiún votos en contra. Septimus tendría que someterse al sorteo.

—Lo haré —le dijo Septimus a Marcia—; además, seguramente no sacaré la piedra de la Búsqueda. De este modo al menos no tendré que hacerlo al final de mi aprendizaje, como hiciste tú.

—No, Septimus —dijo Marcia—. Hay algo que no está bien en todo esto.

—No me pasará nada. —Septimus le sonrió a Marcia—. Además, nunca nos libraremos de esta pandilla si no lo hago.

Sin esperar respuesta, Septimus se internó entre la multitud de fantasmas que se fue apartando respetuosamente. Mientras Septimus se acercaba al caldero de la Búsqueda, un fantasma con medio rostro lleno de manchas de sangre le cerró el paso con el brazo. Septimus se detuvo, pues no deseaba atravesarlo.

Aprendiz —susurró el fantasma manchado de sangre—. Temo que no puedas escapar de esta Búsqueda. Pero presta atención a mi consejo: cuando tengas la piedra, escapa de los guardianes de la Búsqueda y escaparás del peor de los peligros. Te deseo lo mejor.

El fantasma levantó el brazo para dejar pasar a Septimus.

—¡Ah! —susurró Septimus, que empezaba a caer en la cuenta del peligro que entrañaba aquella situación—. Hummm… gracias.

—No tenías que haberle dicho eso, Maurice —dijo un fantasma que estaba cerca de ellos mientras Septimus caminaba, ahora algo más vacilante, hacia el caldero de la Búsqueda.

Maurice McMohan, que había sido mago extraordinario hacía trescientos años y había perdido a su muy querido aprendiz en la Búsqueda, se encogió de hombros.

—No veo por qué no habría de decírselo. Hay demasiados secretos por aquí. Le habría contado el mío si me hubiera dado tiempo. Dale al muchacho una posibilidad de luchar.

—¡Allá tú! ¡La responsabilidad recaerá en tu propia cabeza! —respondió su vecino—. ¡Ay!, lo siento, Maurice. No quería decir eso.

Y es que a Maurice McMohan lo había matado un candelabro que había caído desde una ventana del decimoctavo piso de la Torre del Mago, y hacía una fea abolladura en forma de candelabro en la cabeza.

Mientras Septimus se desplazaba a través de los fantasmas que en ese momento guardaban silencio, Alther apareció junto a él y le contó todo lo que pudo sobre la Búsqueda, porque Alther sabía lo que ocurriría si Septimus sacaba la piedra de la Búsqueda. Entonces no habría tiempo para charlas.

Mientras Septimus y Alther avanzaban hacia el caldero de la Búsqueda, las paredes de la Torre del Mago, que solían exhibir imágenes de los acontecimientos importantes de la vida de la Torre del Mago, empezaron a mostrar escenas de aprendices que anteriormente habían partido a la Búsqueda. Y las imágenes resultaban muy poco indicadas para levantar el ánimo. Los aprendices, escoltados por Tertius Fume y siete guardianes de la Búsqueda armados hasta los dientes, se despedían embargados por la tristeza. Algunos aprendices partían con valentía, otros bañados en lágrimas, y una muchacha, llevada por el enfado del momento, se olvidó de que Tertius Fume era un fantasma, había intentado darle un puñetazo en la nariz, lo cual provocó algunas risitas entre la concurrencia. Al ver las imágenes, muchos fantasmas recordaron lo que significaba que un aprendiz se embarcara en una Búsqueda y empezaron a arrepentirse de haber apoyado el sorteo. Pero ya era demasiado tarde para cambiar de opinión.

Alther volvió a mezclarse con la multitud de fantasmas, y entre murmullos nerviosos, Septimus llegó hasta el caldero de la Búsqueda. Reinaba una atmósfera electrizante en la Torre del Mago. Septimus miró el caldero, que era casi de la misma altura que él, y le pareció que le devolvía la mirada. Vaciló al recordar las palabras de Marcia. Algo no estaba bien, había algo oscuro cerca. No… no cerca. Había algo oscuro dentro del caldero.

Tertius Fume estaba perdiendo la paciencia.

—Saca ya —le ordenó.

Septimus no se movió.

—¿Estás sordo, chico? —le instó Tertius Fume—. ¡Saca!

Septimus extendió el brazo como si fuera a levantar la tapadera del caldero de la Búsqueda, pero en lugar de eso levantó la mano derecha y trazó un círculo con el índice y el pulgar, el signo clásico que acompaña un hechizo de ver, uno de esos conocimientos avanzados que permiten ver a través de metales y piedras preciosas.

—¡Tramposo! —gritó Tertius Fume—. Estás intentando ver dentro del caldero. ¡Tramposo!

—Yo no soy el tramposo —dijo Septimus, su voz sonaba muy clara en medio del silencio conmocionado—. No soy yo el que ha colocado una cosa dentro del caldero, dispuesta a poner la piedra de la Búsqueda en mi mano.

Tertius Fume se quedó casi sin habla de la rabia.

—¿Cómo te atreves? Te daré una última oportunidad para redimirte. Levanta la tapadera y ¡saca… de una… vez!

—No lo haré.

—¡Sí lo harás! —Tertius Fume parecía a punto de explotar.

—No lo hará —resonó la voz de Marcia al lado de su aprendiz.

—¿Estás diciendo que tú y tu aprendiz estáis rechazando las reglas del cónclave? —preguntó Tertius Fume con incredulidad.

—Estoy diciendo que mi aprendiz no sacará nada. Si eso también significa que rechazamos las reglas del cónclave, entonces así es —respondió Marcia.

Un fuerte murmullo se propagó por todos los rincones del Gran Vestíbulo: ¿había ocurrido alguna vez algo así? Todo el mundo pensaba que no. Muchos se mostraban favorables a Marcia, pero había un núcleo de fantasmas amantes de las normas que estaban indignados. El murmullo se convirtió en un alboroto en medio de una acalorada discusión.

—¡Silencio! —gritó Tertius Fume. Miró a Septimus fijamente—. Te daré una última oportunidad para que aceptes las reglas del cónclave o lamentarás las consecuencias. Saca… de una… vez.

Septimus flaqueó. Tal vez debería sacar. ¿No pondría a todos en peligro si se negaba? Entonces Marcia le dio un apretón en el hombro y oyó que le susurraba:

—No lo hagas.

—No —respondió Septimus—. No lo haré.

La breve expresión de sorpresa de Tertius Fume pronto fue reemplazada por la ira.

—Entonces no me queda más remedio que poner la Torre del Mago en estado de sitio hasta que aceptes la regla del cónclave —bramó.

Los ojos verdes de Marcia irradiaban ira.

—No te atreverás —le dijo a Tertius Fume con la voz temblorosa de rabia.

Tertius Fume confundió el temblor de su voz con el miedo y se rió.

—Claro que me atreveré —dijo. Y empezó a salmodiar un rápido y furioso torrente de palabras. Un grito de consternación se elevó entre los magos ordinarios.

—Rápido, Septimus —susurró Marcia—, debes salir de aquí a través de los Túneles de Hielo… ya conoces el camino. Sal del Castillo, ve a casa de Zelda o con tus hermanos en el Bosque. Cuando estés a salvo yo te encontraré donquiera que estés… te lo prometo.

—Pero…

—Septimus: solo se tarda dos minutos y cuarenta y nueve segundos en ponernos en estado de sitio. ¡Vete!

—Tienes que marcharte —dijo Alther, que de repente estaba detrás de él—. ¡Ya!

Marcia apagó todas las velas y los magos más nerviosos empezaron a gritar. El vestíbulo quedó sumido en la penumbra, la única luz procedía de las deprimentes imágenes que parpadeaban en las paredes, pero Tertius Fume ni lo notó. Ya estaba a mitad del encantamiento de sitio, su voz adquiría un ritmo imparable mientras las antiguas palabras mágicas llenaban la Torre del Mago y provocaban escalofríos a los vivos y pavor a algunos de los muertos.

—¡Sep! —Jenna cogió a Septimus de la mano y tiró de él para internarse entre la congregación de fantasmas.

Algunos retrocedieron para dejarles pasar, pero muchos no lo hicieron y fueron atravesados, aunque sus quejas se perdieron en el creciente volumen del encantamiento de Tertius Fume. Ahora Septimus corría, y detrás de él podía oír las fuertes pisadas de las patas de Ullr, y detrás de Ullr estaba Beetle, no le cabía la menor duda; podía oler el aceite de limón para el cabello que incomprensiblemente Beetle había empezado a usar en los últimos tiempos.

Llegaron a la línea de los magos ordinarios y docenas de manos voluntariosas los guiaron hasta el armario de las escobas. El armario estaba lleno hasta rebosar, pero al momento tuvieron el camino despejado, y no digamos el de Ullr. Ayudados por el resplandor de su anillo dragón, Septimus dio rápidamente con el pestillo que abría la puerta oculta que comunicaba con los Túneles de Hielo. Al abrir la puerta, para su sorpresa, Hildegarde estaba allí. Le puso algo en la mano mientras le decía las siguientes las palabras:

—Toma mi amuleto de mantente seguro.

—Gracias —murmuró Septimus.

Lo metió en el bolsillo y cruzó la puerta corriendo, seguido de cerca por Jenna, Ullr y Beetle. Cuando les azotó el aire frío de los Túneles de Hielo, Tertius Fume gritó triunfante:

—¡Sitiar!

De pronto, la puerta de los Túneles de Hielo se cerró de un portazo y oyeron el runrún metálico de esta al atrancarse, justo en el preciso instante en que los grandes barrotes de hierro del interior de las puertas de la Torre del Mago se deslizaban hasta quedar horizontales, aprisionándolos. Entonces, mientras todas las luces y sonidos mágicos de la Torre del Mago se extinguían, oyeron un lastimero grito amortiguado.

El estado de sitio había empezado.