El cónclave
U n silencio fantasmal sustituyó al tremendo revuelo de entusiasmo.
—¿Qué ocurre, Marcia? —preguntó uno de los magos que había estado corriendo apuestas y que, ante aquel inesperado giro de los acontecimientos, podía ver una ganancia imprevista—. ¿Esto forma también parte de la proyección?
—No seas ridículo. Claro que no —le espetó Marcia. Y entonces sintió un atisbo de duda y le murmuró a Septimus—: Esto no forma parte de tu proyección, ¿verdad?
—No, no lo es —respondió Septimus, que deseaba que lo fuera. Tenía un mal presentimiento sobre Tertius Fume.
En el umbral de la Torre del Mago, Tertius Fume contemplaba a Marcia con una expresión burlona.
Bueno —dijo—. ¿No va a invitarme a entrar? Es la costumbre, ya sabe. De hecho, por lo que tengo entendido, es obligatorio.
—¿Obligatorio? —dijo Marcia, mirando en la penumbra detrás del fantasma, preguntándose por qué decía eso.
Y entonces vio el motivo, detrás de Tertius Fume se extendía un mar de púrpura. Cubría los escalones de mármol y llegaba hasta el patio, y se movía como si fuera agua en la tenue luz, como si cientos de fantasmas de magos extraordinarios flotaran por ahí. Marcia palideció.
—¡Oh!, suspiró.
—¡Oh, sí! —dijo Tertius Fume con una sonrisa maliciosa.
Marcia reconoció conmocionada lo que era aquello: el cónclave de fantasmas. Era algo que no esperaba ver hasta el último día del aprendizaje de Septimus: el día en que llegaría el cónclave y el aprendiz debería sacar una piedra del caldero de la Búsqueda.
Aquel era un momento terrible. Todo el mundo sabía que si el aprendiz sacaba una de las piedras de la Búsqueda, entonces él o ella serían enviados a la Búsqueda de inmediato, y nadie había regresado. Como todos los magos extraordinarios antes que ella, salvo DomDaniel, que en realidad esperaba con bastante ilusión el día en que su aprendiz recibiera su merecido, Marcia temía ese día; en realidad, aquella era una de las razones por las que Marcia dudó durante muchos años sobre si debía tomar un aprendiz.
Marcia sabía que debía permitirse que se celebrase el cónclave, formado por los fantasmas de todos los magos extraordinarios anteriores, en todo momento. También sabía que su aparición inesperada solo sucedía en ocasiones de peligro para poder conceder al mago extraordinario en funciones el beneficio de la sabiduría colectiva de todos sus predecesores. Al mirar la larga hilera de fantasmas de magos extraordinarios que flotaba sobre los escalones, Marcia sintió un mareo de temor, algo que complació a Tertius Fume.
Tertius Fume flotaba sobre el amplio escalón de mármol, en vida había sido bajito y le gustaba flotar a veinte centímetros del suelo para dar la impresión de ser más alto. Aprovechó su ventaja y su voz atronadora resonó en el Gran Vestíbulo de la Torre del Mago.
—Se considera de buena educación que la maga extraordinaria en funciones invite al cónclave desde el umbral de la Torre del Mago —informó a Marcia—. Pero no es esencial, pues tenemos derecho a entrar. De hecho, en el pasado, algunos infelices magos extraordinarios no nos invitaron a entrar y siempre se arrepintieron. Siempre. Se lo preguntaré por última vez. ¿Nos va a invitar a entrar?
—Tertius Fume, tú no eres un mago extraordinario —replicó Marcia—. No tengo obligación de invitarte a ti.
El fantasma tenía un aspecto triunfante.
—Me temo que aquí se equivoca, señorita Overstrand —declaró—. Detenté el cargo como suplente durante siete días, en virtud de lo cual me concedieron la púrpura para lucirla en la manga. Mire —señaló las bandas que había al final de sus mangas. Marcia miró a regañadientes. Allí, entre las dos tiras de oro sobre el azul oscuro había un color que, supuso, podía haber sido púrpura—. Y, dicho lo cual, señorita Overstrand, soy yo quien ha convocado el cónclave y como convocante, exijo entrar.
—¿Usted lo ha convocado? ¿Por qué…? ¿Qué ha pasado?
Tertius sonrió, complacido de que ahora fuera Marcia la que formulara las preguntas.
—Está olvidando los procedimientos, señorita Overstrand. Primero se ha de admitir el cónclave. Luego, posiblemente, podremos responder a sus preguntas.
Marcia sabía que no tenía otra opción.
—Muy bien —dijo.
Tertius Fume sonrió con la boca, pero no con los ojos.
—Bueno, ¿entonces qué, señorita Overstrand?
Marcia sabía lo que tenía que decir. Era una de las muchas normas de conducta que había tenido que memorizar en los frenéticos días que siguieron a su súbito nombramiento de maga extraordinaria. Pero no quería decirlo y Tertius Fume lo sabía. Y ella sabía que él lo sabía. Lo sabía por su sonrisita burlona y por el modo en que doblaba los brazos, tal como había hecho la mañana en que Marcia había visitado las Bóvedas.
Marcia respiró hondo y empezó a hablar, llenando el Gran Vestíbulo con su voz desafiantemente llena de confianza en sí misma.
—Como maga extraordinaria, invito al cónclave en la Torre del Mago. Tras vuestra entrada, declaro que depondré mi autoridad como maga extraordinaria y solo seré una voz entre otras tantas. Todos somos iguales en este lugar.
—Hay más —dijo Tertius Fume. Traspasó el umbral y apuntó con el índice a Marcia—. Recuerde: una voz entre tantas. Eso es lo que es ahora.
El fantasma entró y miró a su alrededor del Gran Vestíbulo como si ahora le perteneciese.
Aprovechándose de que todo el mundo había centrado su atención en Tertius Fume, Septimus se escabulló del lado de Marcia, sumiéndose en las sombras del borde del Gran Vestíbulo. Y fue hasta las puertas, donde acababa de divisar a Jenna y a Beetle.
—Hola, Jen, Beetle —susurró.
—¡Oh, Sep! —dijo Jenna—, gracias a Dios que estás bien. Tertius Fume está…
—Chissst… —Septimus se llevó el índice a los labios.
—Pero él está…
—¡Chissst! Tengo que concentrarme, Jen. —Septimus parecía tan temible que Jenna no se atrevió a seguir.
Septimus estaba repasando rápidamente de memoria el gigantesco Reglamento que gobernaba todos los aspectos de un mago extraordinario. Marcia le hacía leer a Septimus una sección cada día y justo acababa de llegar a «Gebblegons: normas de salud y seguridad, segunda parte». Mientras observaba el río de fantasmas púrpura desembocar en la Torre del Mago, Septimus rebobinó unas páginas atrás hasta llegar a «Cónclave: reglas de convocatoria», concentrándose mucho en cada fantasma mientras traspasaba el umbral.
Cuando el Gran Vestíbulo de la torre empezó a llenarse, los magos ordinarios vivos se retiraron respetuosamente para dejar espacio a los fantasmas; ninguno quería atravesar a un antiguo mago extraordinario. Pero los fantasmas seguían fluyendo en el Gran Vestíbulo, hasta que los magos ordinarios fueron empujados contra las paredes, como un fino ribete azul alrededor de un gran círculo púrpura. Un sorprendente número de magos ordinarios estaba aplastado contra los diversos armarios y hornacinas que se encontraban en la entrada del vestíbulo. De hecho el récord de magos que habían cabido en el armario de las escobas, que era de dieciocho al final de un memorable banquete celebrado hacía algunos años, fue superado aquella noche.
Al traspasar el umbral, todos los fantasmas de los magos extraordinarios, por cortesía, se aparecían a los del interior de la torre, y Septimus los miraba a todos y cada uno de ellos. Algunos estaban desgastados y eran extraordinariamente antiguos; otros eran fantasmas más nuevos y parecían muy materiales. Algunos eran viejos, otros jóvenes, pero a todos se les ponía un semblante nostálgico al volver a entrar en la Torre del Mago. Beetle también observaba fascinado. Al ver tantos fantasmas no pudo evitar recordar los cálculos que había hecho una vez Jillie Djinn. Aunque un fantasma individual es siempre algo transparente, la densidad combinada de un grupo de fantasmas se suma y resulta suficiente para tapar cualquier objeto. El número de fantasmas necesario dependerá de su edad, pues los fantasmas se vuelven más transparentes con los años. Jillie Djinn había trabajado en una fórmula para predecirlo, pero había tenido problemas, pues el estado emocional de un fantasma puede afectar a su transparencia. Eso, al igual que los estados emocionales en general, irritaba a la señorita Djinn; pero calculaba que el número de fantasmas de una edad mediana y un estado emocional estable necesarios para tapar a un ser vivo era de cinco y cuarto. Y por ese motivo Septimus pronto perdió de vista a Marcia, que estaba en el otro extremo de la sala, pero se aseguró de no perder de vista a ninguno de los fantasmas mientras llegaban de uno en uno. Estaba buscando a dos en concreto: a uno que quería ver y a otro que no.
El cuello de botella que había empezado a formarse en las puertas facilitaba su labor, pues prácticamente todos los fantasmas se detenían un momento y observaban el lugar que habían abandonado hacía tanto tiempo. Una paciente cola se formaba en los escalones, cada fantasma cruzaba flotando las puertas, mirando a su alrededor y buscando un lugar donde situarse. El último en entrar fue el que Septimus anhelaba ver: Alther Mella. Alther sobresalía al ser un fantasma alto y relativamente nuevo. Su túnica aún tenía un aspecto brillante y una actitud decidida al moverse. Era pulcro y aseado, mucho más de lo que había sido en vida, debido al hecho de que, como siempre solía bromear a ese respecto, el mantenimiento era considerablemente más sencillo. Tenía el cabello pulcramente peinado en una coleta larga y gris y la barba tenía una longitud manejable y ya no tenía trozos de comida pegados en ella. Alther entró casi a regañadientes en la Torre del Mago, dejando tras él los blancos escalones de mármol vacíos y brillantes en la lluvia.
—¡Alther! —susurró Septimus.
El rostro de Alther se iluminó.
—¡Septimus! —Luego su expresión se oscureció—. ¿Sabes lo que es esto? —murmuró.
Septimus asintió.
Se hizo silencio en el Gran Vestíbulo y las enormes puertas doradas se cerraron despacio. Marcia se subió a los primeros escalones de la escalera de caracol ahora detenida, para poder contemplar el cónclave desde arriba. Tenía la boca seca y le temblaban las manos; las hundía con fuerza en los bolsillos, decidida a no dar ninguna muestra de miedo.
Una atmósfera solemne y expectante invadió la torre, todos los ojos estaban puestos en la maga extraordinaria. Marcia recorrió con la vista el mar púrpura en busca de Septimus, ¿dónde se había metido? No había ni rastro de él, lo cual le preocupaba. En un momento como aquel, el aprendiz tenía que estar a su lado. Pensó que tendría unas palabras con él sobre esa actitud tan veleidosa, cuando todo aquello hubiera terminado. Marcia tampoco veía ni rastro de Alther. Se sintió desilusionada y un poco herida. Esperaba que Alther fuera a su encuentro, pero era obvio que no se había molestado. Marcia estaba sola.
Pero no estaba completamente sola. De pie muy cerca de ella —demasiado cerca e invadiendo deliberadamente su espacio personal— estaba Tertius Fume. El fantasma se había colocado en la escalera de caracol y flotaba a unos buenos veinticinco centímetros por encima del escalón para parecer más alto que Marcia, que era una mujer alta. Marcia bajó la vista y notó que el mar púrpura de magos extraordinarios se estaba dividiendo para dejar que lo atravesara una mancha verde. Con una sensación de alivio vio a Septimus avanzar hacia ella; al menos ahora sabía dónde estaba.
Tertius Fume supervisaba la escena con un aire de satisfacción.
—¡Ajá! —dijo—. Creo ver acercarse el motivo del cónclave.
Marcia frunció el ceño. ¿Qué quería decir Fume con eso de «el motivo del cónclave»?
Septimus llegó al pie de la escalera de caracol plateada y en ese momento Marcia lo miró con preocupación.
—¿Dónde has estado? —le preguntó.
Septimus no quería decirlo delante de Tertius Fume.
—¿Puedes bajar aquí un momento, por favor? —le pidió a Marcia.
Había algo en la voz de Septimus que hizo que Marcia no dudara en atravesar la capa de Tertius Fume y acudir junto a su aprendiz al pie de la escalera.
—No se permite ninguna comunicación que no esté autorizada —atronó la voz de Tertius Fume mientras Septimus le susurraba algo al oído a Marcia.
Autorizada o no, la comunicación era justo lo que Marcia quería oír.
—¿Estás del todo seguro? —le respondió también al oído.
—Sí.
—Gracias a Dios. Estaba tan preocupada… Es su anillo, el Anillo de las Dos Caras. ¿Lo ves? Nunca se lo quité del lodo después de la identificación. Lo busqué después de hacer una limpieza profunda y allí no estaba, así que pensé que todo estaba en orden. Pero, bueno, muchas veces me he preguntado si el motivo de que no estuviera allí era porque yo lo había vuelto a poner todo junto y él había escapado.
—Pero él era solo un charco de barro —dijo Septimus—. Y estaba desparramado por todas partes. ¿Cómo pudo volver a juntarse después de eso?
—Bueno… nunca se sabe. Ese anillo es poderoso. Es posible que lo juntase después de que los Brownies del pantano se lo comiesen.
»Da lo mismo, me estaba fijando en si había venido, pero no puedo decirlo desde aquí. Todos parecen el mismo.
—No ha venido.
—No. Tienes razón. Ese horrible sombrero viejo… lo llevaría puesto, ¿no?
Septimus sonrió.
—Supongo que sí.
Marcia regresó al lado de Tertius Fume dando un saltito al subir.
—No necesito autorización para hablar con mi aprendiz —informó al fantasma.
Tertius Fume sonrió.
—En eso, señorita Overstrand es donde se equivoca. Pues ahora ya no es dueña de su propio dominio.
—Ah, ¿no? —respondió Marcia enarcando las cejas como si le divirtiera saber lo que el fantasma tenía que decirle.
—No, señorita Overstrand. Estas son las reglas. Mientras se esté celebrando el cónclave en la Torre del Mago, todos, como usted bien sabe, somos iguales en este sitio.
—Comprendo perfectamente bien las reglas, señor Fume. Parece que es usted el único que no las entiende. No hay cónclave en la Torre del Mago. Ya que es usted tan escrupuloso para los procedimientos, señor Fume, seguramente será consciente de que para que un cónclave exista debe estar completo. Este no lo está.
—Claro que lo está.
—No lo está.
—¡Demuéstrelo!
—El tal DomDaniel no está aquí.
Una débil aclamación ascendió desde la fina línea azul de magos ordinarios. Tertius Fume parecía furioso.
—Y, señor Fume, nunca lo estará. Yo le hice una limpieza profunda el año pasado. El cónclave está incompleto, y así seguirá estándolo. De modo que le sugiero, señor Fume, que usted y todos estos deliciosos magos extraordinarios, a los que tanto placer me produce ver de nuevo, y quienes agradezco que hayan salido con un tiempo tan malo, vuelvan a sus quehaceres fantasmales o a cosas más interesantes con las que pasar el resto de la noche. Buenas noches a todos.
Fuera de la Torre del Mago, una delgada figura vestida con el uniforme nuevo de escriba esperaba en las sombras de la dragonera, a cubierto de la lluvia. Sujetaba con fuerza una urna de lapislázuli atada con cintas de oro, casi tan grande como él. Era extraordinariamente pesada y los músculos de los brazos le ardían, pero Merrin no se atrevía a poner la urna en el suelo, pues no estaba seguro de poder volver a levantarla. Se sentía desgraciado y algo más que inquieto, aquello no era lo que tenía en mente cuando Tertius Fume le prometió lo que el fantasma había definido como un papel estratégico en el oscurecimiento del destino de Septimus Heap.
Mientras la lluvia le resbalaba por el cabello y descendía por su nariz, Merrin supo que no podría sostener el pesado recipiente durante mucho más tiempo, de modo que decidió volcarlo y seguir adelante. Merrin cruzaba tambaleándose el patio con la urna cuando una voz horriblemente familiar hizo que se parara en seco.
—Apártate de mi camino, aprendiz. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo, chico?
Aterrorizado, Merrin dejó caer la urna, que aterrizó sobre uno de sus pies.
—¡Aaay! —gritó.
Se cogió el pie y, lleno de pánico, buscó a su alrededor el origen de la terrible voz del pasado; ¿dónde estaba? Y entonces, muy despacio, el propietario de la voz sin cuerpo empezó a aparecérsele.
Merrin gritó. No podía creerlo: el sombrero negro cilíndrico… los ojos negros de cerdo. Pensó que debía de estar enfermo; la peor de sus pesadillas se había hecho realidad. DomDaniel había regresado para encantarlo.
Merrin hundió rápidamente las manos en los bolsillos. No quería que su viejo maestro viera el Anillo de las Dos Caras.
—Saca ahora mismo las manos de los bolsillos y ponte derecho —gruñó el fantasma—. Eres una vergüenza.
Y diciendo eso, para gran alivio de Merrin, el fantasma de DomDaniel continuó con su paso inseguro, flotó erráticamente por el patio y subió tambaleándose los escalones que llevaban a la Torre del Mago. Cuando DomDaniel llegó al ultimo escalón, Merrin vio que las puertas de plata se abrían y una brillante luz procedente del Gran Vestíbulo iluminaba los escalones de mármol blanco. Incluso desde donde estaba Merrin, se oyó la gran exclamación colectiva de sorpresa que surgió del interior de la torre. Vio cómo las puertas se cerraban lentamente y sonrió; en aquel momento no quería estar en la piel de Septimus Heap. ¡Ni en pintura!
La mano de Merrin se cerró alrededor de una pequeña bolsa de monedas que llevaba en el bolsillo, su paga por adelantado de la primera semana en el Manuscriptorium. Se animó un poco, tenía suficientes monedas para comprarse treinta y nueve serpientes de regaliz en Ma Custard. La idea de la acogedora tienda de golosinas de Ma Custard y el recuerdo de la amable sonrisa de Ma Custard cuando le vio elegir su primera golosina hicieron que Merrin se sintiera feliz de repente. ¿Por qué quedarse dónde no era querido?
Merrin no tenía el valor suficiente para desobedecer por completo a Tertius Fume, así que, con gran esfuerzo, levantó la urna y la subió por los escalones de mármol. Cuando Merrin llegó tembloroso al último escalón, preguntándose cómo dejar la urna en el suelo sin que le aplastara los dedos, dos altas figuras mágicas vestidas con una antigua cota de malla salieron de las sombras, situándose una a cada lado de la puerta. Cada una sacó una espada a la vez, dieron otro paso hacia Merrin y le pusieron sus espadas en la garganta: las luces púrpura de las Torre del Mago arrancaban destellos a las afiladas hojas. Merrin, aterrado, dejó de preocuparse por los dedos de sus pies; soltó la urna con gran estruendo y salió pitando. Los guardianes de la Búsqueda retrocedieron y volvieron a fundirse en las sombras.
Merrin no miró hacia atrás. Se fue corriendo, bajó saltando los escalones, atravesó volando el patio mientras sus pisadas resonaban en la Gran Arcada. Allí se detuvo y extrajo de su bolsillo lo que parecía una pelota de tenis vieja y deshilachada.
—Chucho —dijo dirigiéndose a la bola—, muéstrame el camino más rápido para llegar a la tienda de Ma Custard.
La bola rastreadora saltó despacio arriba y abajo como si estuviera pensando, luego salió disparada tomando una curva cerrada hacia la izquierda por el Atajo del Bolsocortado e, inmediatamente después, hacia la derecha, metiéndose en el Antro del Aliento de Perro. Había casi cinco kilómetros hasta la tienda de Ma Custard, pero a Merrin no le importaba. Cuanto más lejos estuviera de su antiguo jefe, mejor. Siguió a la bola a través de los túneles iluminados por las velas de junco, sobre altos puentes de ladrillo y a través de incontables jardines traseros, y luego, cansado por fin, la perdió de vista en un exiguo y oscuro atajo. Pero estaba de suerte, el atajo conducía directamente a la tienda de golosinas, y cuando llegó, jadeante y sin aliento, Chucho estaba allí dando saltos, esperándolo con impaciencia.
Merrin cogió la bola, se la metió en el bolsillo y entró en la tienda de golosinas sin llamar. Necesitaría todo un camión de serpientes de regaliz para llegar a superar la impresión de haber vuelto a ver a su antiguo jefe. Y tal vez también algún Sidral de babosa. Y algo de algodón de araña, montones de algodón de araña.