Despedido
B eetle, Jenna y el Ullr nocturno pasaron por la puerta oculta en las estanterías del sombrío Manuscriptorium, iluminado solo por las antorchas de la Vía del Mago, que proyectaban una danzarina luz roja a través del cristal que separaba la oficina.
—Ese chico —dijo Jenna mientras seguía a Beetle a través de las imponentes filas de oscuras mesas vacías—. Creo que sé quién es.
—Sí —dijo Beetle con tristeza—. Es el nuevo escriba. La señorita Djinn tendría que revisarse la cabeza por emplear a alguien como él. Tú crees que es capaz de ver…
—¿De ver qué exactamente, Beetle? —La voz de Jillie Djinn salió de la oscuridad.
—¡Aaay! —gritó Beetle, aún muy nervioso por el incidente del Ullr—. ¿Qué… dónde?
—Aquí arriba —dijo Jillie Djinn desde alguna parte situada por encima de ellos.
Beetle miró hacia arriba, y para su consternación vio que Jillie Djinn estaba sentada con los pies colgando del asiento de Partridge, mirando una gavilla de papeles a través de la lupa con muy poca luz. Jillie Djinn dirigió su atención hacia Beetle y Jenna, sin notar al Ullr nocturno que se amparaba en las sombras. Bajó los ojos con una cara que echaba chispas.
—Estaba ocupada comprobando el trabajo del señor Partridge. No ha dejado de escribir durante los últimos tres días. He estado examinando sus cálculos sobre el incremento de desperdicio de papel por parte de los escribas de menos de un año de experiencia calculado en promedio en los últimos tres años y tres cuatrimestres —les informó—. Y acababa de llegar a la conclusión de que poseen el grado de precisión que yo espero de mis escribas, cuando resulta que no solo oigo hablar con tanta insolencia sobre el estado de mi cabeza con una persona de fuera, sino que…
—Jenna no es una persona de fue…
—No me interrumpas. Por muy importante que sea la princesa Jenna, no es un miembro del Manuscriptorium; luego, es una persona de fuera. Y tú, señor Beetle, acabas de acompañar a una persona ajena por un pasadizo de acceso restringido.
—Pero yo…
La diatriba de Jillie Djinn era imparable.
—No solo eso, señor Beetle, has estado hablando de asuntos delicados del Manuscriptorium con la susodicha persona ajena y has insultado a tu jefa escriba hermético, a quien habías jurado respetar en toda ocasión. Has roto tres de los principios jurados del Manuscriptorium.
—Pero…
—No me interrumpas. No he terminado. Además, señor Beetle, no creas que no se me escapa el hecho de que has dejado de ocuparte debidamente del trineo de inspección.
A Beetle se le escapó un pequeño quejido.
—Mi nuevo escriba Daniel Hunter me ha informado de una conversación que sorprendió entre tú y el señor Fox. Tengo entendido que hace dos días enviaste al señor Fox a hacer un recado no autorizado en los Túneles de Hielo para recuperar el trineo de inspección, que se te había olvidado amarrar de la manera reglamentaria. También tengo entendido que el señor Fox se pasó el resto del día en la enfermería después de encontrarse con el espectro de los hielos, y por consiguiente esta tarde volvemos a estar con un escriba menos. ¿Es eso cierto?
Beetle asintió muy abatido.
—¡Contéstame!
—Sí, es cierto —murmuró Beetle.
Jenna miró a Beetle con compasión, pero Beetle, que se miraba desconsoladamente las botas, no lo notó.
Por desgracia, Jillie Djinn aún no había acabado.
—Normalmente, tras recibir una disculpa por escrito y la promesa de cumplir los reglamentos del Manuscriptorium en toda ocasión, estaría dispuesta a dejar pasar un comportamiento tan deplorable.
Beetle levantó la vista hacia Jillie Djinn, pero la mirada de la jefa escriba lo traspasaba. Incluso en el resplandor rojizo de la antorcha que se filtraba a través de la ventana, Beetle estaba pálido. Sabía que se avecinaba un «pero». Un gran «pero». Y por fin llegó.
—Pero —dijo Jillie Djinn—, lo único que no estoy dispuesta a pasar por alto es que mi encargado de Inspección actúe con connivencia cuando alguien consigue desellar una trampilla. Y luego, según tengo entendido, entre a través de la trampilla en una zona prohibida.
Beetle se mareó. Jillie Djinn lo había descubierto, tal como sabía que iba a pasar.
Jillie Djinn bajó la vista desde su elevada altura. Parecía no querer bajar de su escritorio, posiblemente, pensó Jenna, porque Beetle era un palmo más alto que ella. Pero en aquel preciso instante, Beetle no podía sentirse más pequeño. Lo único que quería era acurrucarse y desaparecer en algún lugar durante una larga temporada.
—Señor Beetle. —Jillie Djinn se puso en pie, como un juez a punto de dictar una sentencia particularmente dura y anunció—: Tengo que informarte de que desde este momento dejas de ser empleado del Manuscriptorium. Tu contrato se quemará. Te irás ahora mismo y te llevarás contigo tus efectos personales.
—¿Qué? —exclamaron tanto Jenna como Beetle.
—Estás despedido —le espetó Jillie Djinn, que podía ser horriblemente concisa cuando se le antojaba.
—¡No puede hacerlo! —protestó Jenna— Beetle es brillante. Este sitio no podría funcionar sin él. Está loca si se deshace de él… Es la mejor persona que hay aquí. —Jenna se calló, dándose cuenta demasiado tarde de lo que acababa de decir.
—Esto no es asunto suyo, princesa Jenna —respondió fríamente Jillie Djinn—. Dirigiré el Manuscriptorium como crea oportuno y no aceptaré el dictado de nadie. Ni siquiera de usted.
Beetle no podía hablar. Las grandes y amenazadoras siluetas de las mesas parecían bailar burlonas alrededor de él mientras se esforzaba por asimilar lo que acababa de ocurrir. Jenna cogió a Beetle del brazo y lo condujo hacia la oficina principal.
—No te preocupes —le susurró—. No lo dice en serio. No puede estar diciéndolo en serio.
Pero Beetle la conocía mejor. Sabía que cuando a Jillie Djinn se le metía una idea en la cabeza, nada podía hacerla cambiar de opinión.
Mientras Jenna abría la puerta de la oficina principal, la voz de Jillie Djinn resonó en el Manuscriptorium vacío:
—Tienes cinco minutos para despejar tu mesa, señor Beetle.
Después de eso la jefa de los Escribas Herméticos no dijo nada, pues acababa de ver al Ullr nocturno caminando sigilosamente en las sombras detrás de Jenna. A Jillie Djinn le daban pavor los animales salvajes. Se quedó inmóvil, aislada en el escritorio de Partridge hasta pasada la medianoche, cuando por fin reunió el valor para correr a refugiarse en su cámara del piso de arriba.
Jenna empujó a Beetle, que se movía como si caminara sonámbulo, hasta la oficina principal y cerró furiosamente la puerta de golpe. Tras echar un vistazo a Beetle supo que él no iba a despejar ninguna mesa. Beetle simplemente se quedó allí plantado mirando la oficina, fijándose en todas las cosas que le encantaban: los grandes montones de papeles y libros apilados en la ventana, su mesa, su silla giratoria, el bocadillo de salchichas que Foxy le había traído aquella mañana y que había olvidado acabarse… e incluso la puerta de la Biblioteca de Libros Salvajes. Beetle miraba todas aquellas cosas sabiendo que nunca volvería a verlas del mismo modo. Incluso aunque se atreviera a entrar en el Manuscriptorium, cosa que no creía posible, no serían las mismas. Pertenecerían a otro encargado que estaría sentado en su despacho, comiéndose los bocadillos de salchichas de Foxy.
—¿Hay algo que quieras llevarte? —preguntó Jenna.
Beetle sacudió la cabeza.
Jenna miró la mesa de Beetle, que había ordenado y preparado para el final del día. Su pluma del Manuscriptorium estaba en el cubilete junto con otras plumas más para cada día.
—Te traeré tu pluma. No querrás dejarla aquí.
Pero Beetle no quería llevarse nada que suscitara recuerdos.
—Foxy —dijo con la voz ronca—. Dásela a Foxy.
—De acuerdo.
Jenna escribió una breve nota a Foxy, encontró un cordel para atar hechizos y ató la nota a la pluma del Manuscriptorium de Beetle, una preciosa pluma de ónice negro con incrustaciones de jade verde que, cuando las mirabas de cerca, podías ver que las intrincadas volutas formaban la palabra BEETLE a lo largo de la pluma. Jenna la dejó sobre la mesa con la esperanza de que Foxy se fijara en su nombre, que había escrito en la parte exterior de la nota con grandes y ensortijadas letras, que, según se quejaba su tutor de redacción, se hacían más grandes cada día.
Jenna cogió cariñosamente a Beetle del codo y lo guió hacia la puerta. Asió con fuerza el picaporte y la puerta se abrió haciendo: «pi-ing». Fuera gemía el viento y manchas de lluvia fría se extendían en las ventanas. La tarde estaba opresivamente oscura, casi sin tocar por la luz de las llamas de las antorchas, y alguna de ellas se había apagado. Remolinos de basura y hojas llegaban resbalando hasta el Manuscriptorium y daban vueltas alrededor de sus pies. Beetle permaneció inmóvil en el umbral hasta que Jenna engarzó su brazo al de él y salió al exterior llevándolo consigo.