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Problemas

—B ueno —dijo Marcia distante—. ¿No vais a dejarme entrar?

Septimus miró a su alrededor en un momento de pánico y sorprendió los ojos de Marcellus.

—Con auténtico placer, señora Marcia —dijo Marcellus, haciendo una de sus anticuadas reverencias—. Por favor, entrad.

Se hizo a un lado a tiempo para evitar que Marcia le pisase los empapados zapatos al entrar.

Cierra —ordenó ella a la puerta, que se cerró con un portazo tan grande que las frágiles paredes de la vieja casa se tambalearon, pero Marcellus no se tambaleó. En su época, había que tenido que tratar con muchos magos extraordinarios beligerantes; sabía que lo mejor era mantener la sangre fría y ser educado en toda ocasión, a pesar de las provocaciones. Y en aquel momento, mientras miraba a Marcia entrar en el vestíbulo echando humo, mientras la lluvia goteaba de su capa púrpura de invierno y sus ojos echaban furiosas chispas, Marcellus auguró que se avecinaban provocaciones.

La falta de seguridad en sí mismo por el hecho de vivir en una época que no era la suya desapareció de pronto. Algunas cosas de la vida son intemporales, y una maga extraordinaria era una de ellas.

—¡Qué amable ha sido al venir! —dijo sintiéndose a sus anchas—. ¿Puedo ofrecerle un refresco?

—No —le espetó Marcia—, no puede.

—¡Ah! —murmuró Marcellus, pensando que aquella iba a ser de las más duras de roer.

Marcia clavó la mirada en Septimus tal como una serpiente haría en un ratoncito de campo a la hora de cenar.

—Septimus —dijo en tono helado—, tal vez te gustaría presentarme a tu… amigo.

Septimus deseó con todas sus fuerzas estar en otra parte, en cualquier otra parte. Incluso el fondo de una madriguera de zorros en el Bosque sería bueno para él.

—Hummm —murmuró.

—¿Y bien? —Marcia tamborileaba con el pie derecho, que estaba enfundado en un puntiagudo zapato de piel de pitón color púrpura adornado con botones verdes nuevos.

Septimus respiró hondo.

—Marcia, este es Marcellus Pye. Marcellus, esta es Marcia Overstrand, maga extraordinaria.

—Gracias, Septimus —dijo Marcia—. Es precisamente quien creí que sería. Bueno, señor Pye, mi aprendiz no le molestará más. No volverá a poner los pies en su casa, y lamento las molestias que le pueda haber causado en estos últimos meses. Vamos, Septimus. —Y diciendo eso, Marcia se encaminó hacia la puerta, pero Marcellus llegó antes y le cerró el paso.

—Mi viejo y muy valioso aprendiz no ha sido ninguna molestia —intervino Marcellus—. Ha sido usted muy amable al prestármelo de vez en cuando. Le estoy muy agradecido.

—¡Prestárselo! —explotó Marcia—. Septimus no es un libro de la biblioteca. No he olvidado que usted lo tomó prestado, como usted dice, durante seis meses enteros e hizo pasar al chico por un auténtico calvario. Por qué él aún sigue queriendo verlo es algo que no acierto a imaginar, pero no voy a permitir que siga corrompiéndolo con sus paparruchas de Alquimia durante más tiempo. Adiós. ¡Abre!

La última palabra estaba dirigida a la puerta. Se abrió de golpe y casi aplasta a Marcellus contra la pared. Septimus, Jenna y Beetle la siguieron a regañadientes al exterior, donde soplaba el viento y llovía.

Septimus se arriesgó a intentar despedirse de Marcellus con la mano mientras Marcia gritaba:

—¡Cierra! —Y la puerta se cerró, sacudiendo las ventanas de la vieja casa. Un rumor de trueno sonó a lo lejos mientras Marcia los reñía a los tres—. Beetle —añadió—, me sorprende que tú… Esperemos, por tu bien, que la señorita Djinn no se entere de que confraternizas con un alquimista, y menos con ese en particular. Y Jenna, creí que habías aprendido la lección y te mantendrías alejada de ese hombre. Es el hijo de Etheldredda, por el amor de Dios. Vamos, Septimus, hay unas cosillas que me gustaría comentar contigo.

Jenna y Beetle dirigieron a Septimus miradas compasivas mientras Marcia empujaba a su aprendiz rápidamente por el Callejón de la Serpiente, que llevaba a la Vía del Mago. Beetle casi le preguntó a Jenna si podía acompañarla hasta las verjas del Palacio, pero, para su fastidio, no se atrevió.

Jenna le dirigió un breve saludo con la mano y corrió por la Grada de la Serpiente en dirección al Palacio. Beetle se puso en marcha a paso de tortuga, enfilando el largo camino que le llevaría de regreso al Manuscriptorium y a un posible encuentro con Jillie Djinn, lo cual no le hacía ni pizca de gracia.

Marcia y Septimus giraron hacia la Vía del Mago. Un repentino aguacero sopló desde el río y una racha de viento recorrió la ancha avenida como si fuera un túnel. Se embozaron en sus capas hasta que estuvieron envueltos como un par de crisálidas enfadadas. Ninguno dijo ni una palabra.

A medio camino de la Vía, la Crisálida Verde Septimus abrió por fin la boca.

—Creo que has sido muy grosera.

—¿Qué? —Marcia apenas daba crédito a lo que oía.

—Creo que has sido muy grosera con Marcellus —repitió Septimus.

—Ese hombre —le espetó Marcia, casi sin palabras—, no tiene derecho a esperar nada más.

—Él ha sido muy educado contigo.

—¡Ja! Educado es el que hace cosas educadas. No creo que sea de muy buena educación secuestrar a mi aprendiz y someterlo a un peligro extremo. Por no hablar de lo que ha hecho hasta ahora: exponer a mi aprendiz a todo tipo de estrambóticas y peligrosas ideas a mis espaldas.

—No tiene ninguna idea estrambótica ni peligrosa —protestó Septimus—. Y él no sabe que no te he contado nada de él.

—Pero ¿por qué no me lo has contado? —preguntó Marcia—. Durante meses me has hecho creer que estabas visitando a tu pobre madre. No me extraña que se sorprendiese tanto cuando le preguntaba si disfrutaba al verte tanto, pensé que se estaba volviendo un poco irascible. Si no hubiera ido a la tienda de Terry Tarsal esta mañana nunca lo habría descubierto. Y, por cierto, Septimus, me gustaría saber exactamente por qué Marcellus vuelve a tener ese aspecto tan joven otra vez, y por qué vive en la casa del pobre y viejo Weasal.

—Antes era la casa de Marcellus —dijo Septimus, haciendo caso omiso de la primera pregunta—. Yo también viví allí, en su época. Ya te lo he contado. Y el año pasado no le llamabas el viejo y pobre Weasal. Dijiste que tenía suerte de no haber sido enviado al exilio junto con su ama de llaves.

—Y la tuvo —dijo Marcia.

Deseoso de que Marcia dejara de hacer preguntas sobre el aspecto juvenil de Marcellus, Septimus prosiguió rápidamente.

—Así que cuando Weasal se fue a vivir al Puerto, Marcellus volvió a comprar su casa con algunas piedras de oro que había ocultado bajo el barro de la Grada de la Serpiente.

—¿En serio hizo eso? Bueno, Marcellus parece tenerlo todo atado y bien atado, ¿verdad? Pero la cuestión, Septimus, es que yo no tendría que correr así tras mi aprendiz para descubrir la verdad sobre lo que ha estado haciendo. De verdad, no debería.

—Lo sé. Lo siento —murmuró Septimus—. Yo… yo quería explicártelo todo. Y sigo queriéndolo, pero, bueno, sabía que te enfadarías y me pareció más fácil no contártelo.

—Bueno, me enfado porque quiero protegerte de todo mal —dijo Marcia—. ¿Cómo voy a hacerlo si no eres sincero conmigo?

—Marcellus no es peligroso —dijo Septimus tristemente.

—Aquí es donde tú y yo discrepamos —objetó Marcia.

—Pero si hablas con él un poco… Sé que tú…

—Y me gustaría que respondieras a mi pregunta.

Septimus intentaba ganar tiempo.

—¿Qué pregunta?

—Como iba diciendo, me gustaría saber exactamente por qué Marcellus Pye luce ese aspecto tan joven. El hombre tiene más de quinientos años. Y no intentes decirme que es porque no toma el sol, no existe una crema facial capaz de producir tal efecto.

—Fue mi parte del trato —explicó Septimus con calma.

—¿Qué trato? —preguntó Marcia, que empezaba a sospechar algo.

—El trato que hice para volver a mi propia época. Consentí en prepararle la auténtica poción de la eterna juventud. Hubo una conjunción de planetas y…

—¡Qué montón de paparruchas! —soltó Marcia—. No creerás en esas tonterías ridículas, ¿verdad, Septimus?

—Sí, las creo —dijo Septimus con toda tranquilidad—. Así que el día después de regresar a mi época preparé la poción.

Marcia estaba dolida. Recordaba lo sorprendida y emocionada que se sintió al recuperar a Septimus y cómo lo dejó dormir todo el día en su habitación, pensando que debía de estar exhausto. Y todo ese tiempo lo dedicó a elaborar tranquilamente una poción para aquel horrendo alquimista que, de entrada, lo había secuestrado. Era increíble.

—¿Por qué no me lo contaste? —le preguntó.

—Porque tú habrías dicho que era ridículo…, tal como haces ahora. Incluso habrías intentado impedírmelo. Y no podía dejar que Marcellus siguiera siendo tan infeliz. Era horrible. Tenía que ayudarle.

—Así que le preparaste una poción de la eterna juventud… ¿así de fácil? —preguntó Marcia, asombrada.

—No fue difícil. Los planetas estaban en el lugar adecuado… —Marcia reprimió un bufido—. Y me limité a seguir las instrucciones que Marcellus había dejado en el arcón de Físika. La metí en la caja dorada que había dejado en el arcón y la dejé caer en el Foso junto a la Grada de la Serpiente para que pudiera cogerla. Le gustaba salir a pasear de noche por el Foso.

—¿Por el Foso?

—Bueno, en realidad, por debajo del Foso. Solía caminar por el fondo. Le iba bien para sus achaques y dolores. Lo vi una vez. Tenía un aspecto muy extraño.

—¿Salía a pasear… bajo el Foso? —Marcia parecía un pez que acabasen de sacar del Foso. Regueros de lluvia caían por su rostro y tenía la boca abierta como si al respirar le faltase el aire.

Septimus continuó.

—De modo que cogió la caja, y yo supe que la había cogido porque en su lugar puso el amuleto de volar. Pero tuve que pescarla y me costó semanas encontrarla. Hay un montón espantoso de basura en el Foso.

Marcia recordó la repentina afición a pescar que le había entrado a Septimus. Ahora todo tenía sentido…, bueno, no todo. ¿Qué estaba haciendo él con el amuleto de volar?

—Me lo quitó, pero prometió devolvérmelo. Aunque no sabía que lo había cogido.

—¿Qué?

—Es un poco complicado. Hummm. Marcia…

—¿Sí? —Marcia parecía un poco mareada.

—¿Me puedes devolver el amuleto de volar ya? Por favor. No volveré a hacer el tonto con él, te lo prometo.

La respuesta de Marcia era la que Septimus esperaba.

—No, no puedo.

Maga y aprendiz caminaron en silencio el resto de la Vía del Mago, pero, al cruzar el patio de la Torre del Mago, los zapatos de pitón de Marcia, con sus botones verdes nuevos, pisaron algo propio de los dragones. Aquello fue la gota que colmó el vaso.

—Septimus —le espetó—, ese dragón se va ahora mismo. No voy a dejar que contamine este patio ni un minuto más.

—Pero…

—No hay peros que valgan. Está todo dispuesto. El señor Pot cuidará de él en el campo grande que hay junto al Palacio.

—¿Billy Pot? Pero…

—He dicho que no hay peros que valgan. El señor Pot tiene mucha experiencia con lagartos y estoy segura de que se llevará muy bien con quien, al fin y al cabo, no es más que un enorme lagarto con un problema de comportamiento. Ya ha dejado de llover; puedes llevarlo ahora mismo antes de que vuelva a arreciar la lluvia.

—Pero Escupefuego aún está dormido —protestó Septimus—. Sabes lo que ocurre cuando lo despierto.

Marcia lo sabía; acababan de volver a reponer todas las ventanas de la planta baja de la Torre del Mago, pero no le importaba.

—No quiero excusas, Septimus. Se lo llevarás al señor Pot. Luego volverás directamente aquí para empezar tu primera proyección. Ya es hora de que vuelvas a meter algo de Magia en tu cabeza y te libres de toda esa Alquimia de una vez por todas. De hecho, a partir de ahora, te dedicarás a tiempo completo a la Magia, pues no vas a poner un pie fuera de la Torre del Mago en las próximas dos semanas.

—¡Dos semanas! —protestó Septimus.

—Pueden ser cuatro —dijo Marcia—. Ya veremos. Te espero de vuelta dentro de una hora. —Y, dicho lo cual, Marcia Overstrand cruzó el patio. Subió corriendo los escalones de mármol; a continuación, las puertas plateadas de la Torre del Mago se abrieron y se la tragaron.

Por una vez en su vida, Escupefuego se levantó sin causar problemas. Dejó que Septimus se subiera y se sentara en su lugar habitual, la cerviz del dragón, y no se produjeron los clásicos resoplidos ni los estrepitosos movimientos de cola que Escupefuego se había acostumbrado a hacer cuando Septimus lo montaba. Hoy estaba casi dócil, salvo por el soplido de aire caliente que había dirigido hacia la capa de Catchpole, que pasaba por allí, y cuyo resultado fue un fétido olor a lana quemada y a tostadas viejas.

Como aquella era la última oportunidad para que los magos vieran despegar al dragón desde tan cerca, Septimus decidió ofrecerles un buen espectáculo. A la orden de: «Arriba Escupefuego», el dragón batió lenta y poderosamente las alas, enviando una corriente de aire que azotó el patio. Fue un despegue perfecto. Septimus elevó a Escupefuego despacio por cada planta, acercándose a la torre tanto como fue capaz. Las ventanas se abrieron de par en par, magos de ropajes azules se inclinaron con expectación y el sonido de un aplauso se propagó desde la torre. Cuando el dragón llegaba al vigésimo piso se abrió una ventana y Septimus fue testigo de una reacción menos apreciativa.

—¡Cincuenta minutos! —gritó Marcia y cerró la ventana de un golpe.

Escupefuego se alejó de la torre por sorpresa, pero Septimus lo volvió a acercar. Sobrevolaron una vez alrededor de la pirámide dorada de la cúspide para que les diera suerte, y luego se pusieron en marcha. La tormenta había pasado y se avecinaban cielos claros desde el Puerto. El sol rompía a través de las nubes y, más abajo, los tejados relucían en la lluvia y los charcos de la calle centelleaban. Después de seis meses de vuelo regular con dragón y de tres meses previos de clases intensivas con Alther Mella, Septimus era un piloto consumado. Decidió aprovechar al máximo el que sería su último vuelo durante una buena temporada y tomó la ruta más larga hacia el Palacio.

Septimus llevó a Escupefuego por encima de la Puerta Norte y otra vez por encima de su zona favorita del Castillo, los Dédalos. Embelesado por la visión de las vidas de tanta gente allí abajo, Septimus los observaba y dejaba que Escupefuego eligiera su propia ruta. Vio a la gente salir después de la tormenta a colgar la colada, cuidar los jardines de las azoteas o mirar el arco iris que acababa de surgir por encima de los Labrantíos. Al oír el batir de alas del dragón muy por encima de ellos, se detenían y saludaban con la mano o simplemente se quedaban mirando con asombro. Los niños abandonaban las cargadas atmósferas de las habitaciones y salían a jugar a pleno sol, corriendo por los pasillos abiertos de los Dédalos. Septimus oía sus voces gritando de emoción: «¡Dragón, dragón!». Pero, con las palabras de Marcia resonando en sus oídos, Septimus sabía que no tenía tiempo que perder y, a regañadientes, puso a Escupefuego rumbo al Palacio. Enseguida llegó al nuevo campo de hortalizas de Billy Pot.

Septimus pensó que había hecho un buen aterrizaje, pero Billy Pot tenía otra opinión.

—¡Ten cuidado! ¡Cuidado con las lechugas! —le gritó Billy mientras Escupefuego plegaba las alas y bajaba la cola dando un golpetazo sordo en unos semilleros de lechuga.

Septimus resbaló por el cuello de Escupefuego.

—He traído a Escupefuego —anunció, aunque era bastante innecesario.

—Eso veo —respondió Billy.

Billy Pot esperó mientras Septimus daba golpecitos al dragón en el cuello y pasaba la mano por las lisas escamas, que aún estaban heladas por el vuelo. Al cabo de un par de minutos, dijo:

—Bueno, ¿no vas a presentarnos?

—Sí —dijo Septimus, que se resistía a dejar a su dragón.

—Los dragones son muy detallistas para la etiqueta. Les gusta que los presenten como es debido.

—Ah, ¿sí? —preguntó Septimus, sorprendido—. Bueno, Escupefuego, ¿me permites que te presente a Billy Pot? Y, Billy, este es Escupefuego, es el mejor dragón del mundo. ¿Verdad, Escupefuego? —Septimus dio unos cariñosos golpecitos en la nariz aterciopelada del dragón.

Escupefuego agachó la cabeza y estornudó soltando una columna de aire que chamuscó unas zanahorias cercanas. Billy se acercó. Miró el ojo con el anillo rojo de dragón de Escupefuego y dijo:

—Es un honor para mí conocerle, señor Escupefuego.

Escupefuego ladeó la cabeza, pensando en lo que le acababa de decir Billy Pot. Luego agachó otra vez la cabeza y apretó la nariz contra el basto abrigo de lana de Billy. Billy se tambaleó hacia atrás del empujón y cayó sobre un lecho de perejil, pero volvió a ponerse en pie de un salto y, después de limpiarse las manos manchadas de barro en la túnica de pana, le dio unos golpecitos en el cuello a Escupefuego.

—Vamos —dijo—, estoy seguro de que seremos amigos.