~~ 16 ~~

El mapa de Snorri

E l alquimista habló con voz grave y comedida.

—En cuanto atravesaste las Grandes Puertas del Tiempo, el Espejo se licuó —dijo Marcellus—. No puedo contarte lo terrible que fue esa visión. Mi gran triunfo no era más que un charco negro en el suelo… —Sacudió la cabeza como si aún no acertara a comprender lo sucedido—. Claro que entonces yo no sabía que Nicko era tu hermano y, dado que había estado a punto de estrangularme, no me importaba demasiado quién fuese. Pero al cabo de unas horas regresó con la muchacha, Snorri, y me dijo que habían atravesado otro Espejo para rescatarte, aprendiz. Me impresionó su valor, pero cuando él me preguntó si él y Snorri podían atravesar el Espejo del Tiempo, lo único que pude hacer fue enseñarle el sombrío charco negro. Si tenía algún sentimiento negativo contra Nicko, se desvaneció en aquel mismo instante. Parecía creer que lo había perdido todo en el mundo, lo cual seguramente era cierto. Y Snorri también, pero no reaccionó. En ella todo fluía muy lejos de la superficie, pero Nicko… era como un libro abierto.

Jenna estaba sentada, retorciéndose el cabello. Le resultaba muy difícil oír hablar de Nicko, y no podía evitar imaginarse lo que debía de haber sentido.

Marcellus continuó.

—No podía hacer nada por ellos salvo ofrecerles un lugar donde quedarse y ayudarles en todo lo que estuviera en mis manos. Y durante algunos meses, no consigo recordar cuántos, vivieron aquí conmigo. Al principio tenían el mismo aspecto que tú, se sentían angustiados e inquietos. Pero al cabo de unas semanas noté que habían cambiado, adquirieron un aire de mayor seguridad en sí mismos; sonreían, e incluso a veres reían abiertamente. Al principio pensé que se habían adaptado a nuestra época, y quizá incluso la preferían, porque era una buena época, pero una noche llegaron y me hablaron de la tía Ells. Después de eso supe cuáles eran sus verdaderos sentimientos y poco después se marcharon.

—Tía Ells —musitó Jenna—. Estoy segura de que he oído ese nombre antes.

—Es probable, princesa —dijo Marcellus—. Tía Ells era la tía abuela de Snorri. Se conocieron en el mercado de la vía; ella vendía arenques en vinagre.

—¿Conocieron a la tía abuela de Snorri? —preguntó Septimus—. ¿En tu época?

—Sí. Nicko compró a Snorri unos arenques en vinagre y descubrieron que la vendedora era su tía Ells. Luego me enteré de que planeaban irse a los frondosos Bosques de los Países Bajos. Parece ser que tía Ells les contó que allí había, o hay, supongo, un lugar donde todas las épocas se juntan. Se llama la Casa de los Foryx.

Se hizo el silencio alrededor de la mesa. Otro rugido de trueno estalló en la distancia y una ráfaga de viento hizo vibrar las ventanas.

—Foryx… son solo historias, en realidad no existen —dijo Septimus.

—¿Quién sabe? —respondió Marcellus—. Yo antes creía que muchas cosas no existían, pero ahora ya no estoy tan seguro.

—Nicko siempre fingía ser un Foryx cuando éramos pequeños —dijo Jenna con nostalgia—. Solía ponerse la túnica por encima de la cabeza y hacer horribles ruidos y gruñidos. Y solía asustarme con historias de cómo manadas de Foryx corrían y corrían sin parar, y se comían todo lo que se cruzaba en su camino, como por ejemplo niñitas. Y cuando tenía que cruzar la carretera solía decirme que me asegurara antes de que no pasaban caballos, ni carretas… ni Foryx. —Se echó a reír—. ¿A que era malo?

Septimus también sintió nostalgia. Cada vez que Jenna hablaba de lo que llamaba «los viejos tiempos en los Dédalos», cuando todos los Heap vivían aún como una familia, le recordaba todo lo que se había perdido. No siempre era una sensación cómoda. Cambió de tema.

—Pero ¿qué pasa con tía Ells…? ¿Cómo es posible que esté en tu época, Marcellus?

—Ahora recuerdo lo que dijo Snorri —intervino Jenna—. Su tía Ells se cayó y atravesó un Espejo cuando era joven. Nadie volvió a verla nunca.

—Yo también creo que fue eso lo que pasó —añadió Marcellus—. Dijo que se cayó en el Espejo y salió en la Casa de los Foryx. Era un lugar de ensueño, en apariencia, donde la mayoría de la gente perdía la voluntad para irse… Pero la tía Ells era una niña muy resuelta y decidió salir en cuanto pudo y volver a casa. Salió, es cierto, pero por desgracia salió en la época equivocada. Nicko me contó que estaba seguro de que si él y Snorri llegaban a la Casa de los Foryx encontrarían el camino de regreso a su época. Creo que tía Ells no estaba tan segura.

—Y después de que se fueran —preguntó Septimus—, ¿volviste a oír hablar de ellos alguna vez?

Marcellus negó con la cabeza.

—Las cosas se pusieron difíciles. Tenía que haberse celebrado la coronación de Esmeralda, pero ella sufría tal estado de nervios que se negó a volver al Palacio. Se quedó algunos años en los marjales Marram con mi querida esposa, Broda. Sin haberlo buscado, me vi en el puesto de regente, dirigiendo el Palacio y también emprendiendo mis experimentos de Alquimia. Y de repente me di cuenta de que había pasado todo un año sin tener noticias de ellos. Estaba preocupado, pues les pedí encarecidamente que me enviaran noticias confirmándome que estaban sanos y salvos… Los Bosques de los Países Bajos eran lugares malos entonces. No sé cómo son ahora los Bosques, pero en mi época estaban infestados de monstruos, bichos raros y todo tipo de criaturas perversas. Claro que le conté a Nicko y a Snorri todo esto y mucho más, pero no me escucharon. Estaban decididos a marcharse. Me dio mucha pena. Bueno, me dio mucha pena entonces, pues pensé que sus jóvenes vidas habían sido arrancadas de cuajo. Pero ahora…, bueno, ¿quién sabe?

Jenna se sentó, con los ojos brillantes de esperanza.

—Entonces, ¿ahora sabes algo más?

Marcellus sacudió la cabeza con una clara mueca de lamentación.

—Ahora sé un poco más que antes, pero ¿quién sabe lo que significa? Dejad que os hable de Demelza Heap.

—¿Demelza? —dijo Septimus—. No sabía que existiera una Demelza Heap.

—Tal vez ahora no —respondió Marcellus—. Pero la hubo en otro tiempo. Y Demelza me contó que había visto a Nicko y a Snorri. Doscientos años después de que me dejaran a mí.

Un silencio descendió en la habitación.

—¿Doscientos años? —susurró Jenna.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Beetle. Aquello era algo espeluznante. Jillie Djinn tenía razón sobre los alquimistas, pensó.

Marcellus notó la expresión de Beetle.

—Ya lo ves, hambriento escriba, me condené a mí mismo a la maldición de la vida eterna sin la juventud eterna. —Los ojos de Beetle se abrieron como platos de sorpresa—. No se lo recomendaría a nadie. —Marcellus hizo una mueca—. Cuando llegué a los doscientos cincuenta años de edad, era tan viejo que ya no podía soportar las luces brillantes y la cháchara apresurada del mundo. Las cosas habían cambiado tanto que sentía que apenas pertenecía a él y anhelaba retirarme a un lugar de oscuridad y silencio. Y así hice mis planes para habitar en la Vía Vieja, que discurre entre el Palacio y mi vieja Cámara de la Alquimia. Es un lugar secreto, bajo tierra, y ahora sellado con hielo. Pareces sorprendido, escriba. ¡Ah!, aún hay lugares que no han sido tocados por la fría mano de la helada. Da lo mismo. Decidí vender la casa mientras aún conservaba las facultades para hacerlo, y entonces fue cuando conocí a Demelza Heap. Aún lo recuerdo… en el instante en que abrí la puerta la reconocí. Era una mujer sorprendente, alta, de ojos verdes y con el mismo cabello que tú tienes, aprendiz… aunque me parecía más peinado que el tuyo últimamente. En mi época, cuando yo era joven, ella tenía una tienda donde vendía los más delicados aparatos de cristal que yo usaba para mis experimentos. Con los años, había llegado a conocerla muy bien, pero desapareció en un viaje que hizo a la tierra de los maestros sopladores de vidrio de los Países Bajos. Había ido a buscar unos matraces especiales para mí y siempre me sentí fatal por ello.

»Así que Demelza Heap estaba en el umbral de mi puerta, más de doscientos años después de haberse ido a los Países Bajos, y con un aspecto tan joven como siempre. Claro que no me reconoció, pues yo era un viejo decrépito entonces. Cuando le dije quién era, al principio no me creyó, pero le siguió la corriente a este viejo y nos pusimos a hablar ante un vaso de hidromiel. Creo que le gustó hablar con alguien que no la llamaba loca cuando hablaba de lo que había ocurrido. Me contó que se había perdido en un bosque silencioso y para escapar de una manada de Foryx merodeadores —eso es lo que dijo—, había encontrado refugio en un lugar donde, según me dijo ella, todas las épocas se juntaban, un lugar que ella también llamó la Casa de los Foryx.

Jenna apenas se atrevía a plantear la pregunta.

—¿Le… le preguntaste a Demelza si había visto a Nicko?

—Sí, se lo pregunté.

Jenna y Septimus intercambiaron miradas de emoción.

—¿Y…? —exclamó Septimus.

Marcellus sonrió.

—No solo lo había visto sino que había hablado con él. Calculó que ella era su tataratataratataratataratataratataratía abuela. Así que al menos sabía lo que había sido de ellos.

—Nicko llegó a la Casa de los Foryx —dijo Jenna emocionada.

—Eso parece —respondió Marcellus.

—¡Entonces, pueden regresar!

—En cien años, tal vez; o sea que nunca volveremos a verlos —dijo Septimus con tristeza—. O podría haber regresado cien años atrás y ahora está mu…

Jenna lo detuvo.

—¡Sep…, no! Por favor…, no.

—Basta, aprendiz —le reprendió Marcellus—. A veces lo ves todo negro. Debemos tener la esperanza de que comprendan rápidamente la norma de la Casa de los Foryx, lo cual no consiguió la pobre Demelza… hasta que fue demasiado tarde.

—¿Qué norma? —preguntó Jenna.

—No se dio cuenta de que tenías que salir cuando llegaba alguien de tu propia época. Tenían que permanecer fuera de la casa, no podían entrar. Una vez cruzas el umbral, ya no perteneces a ninguna época.

—Entonces, eso es lo que tenemos que hacer —dijo Jenna saltando de emoción—. Iremos a la Casa de los Foryx y Nicko podrá salir con nosotros.

—Y Snorri. No te olvides de Snorri —le recordó Septimus.

Jenna no parecía impresionada.

—Si no hubiera sido por Snorri, Nicko estaría aquí ahora.

—¡Oh, Jen!

—Bueno, es la verdad —dijo Jenna—. Claro que sacaremos a Snorri también —añadió con generosidad—. Podremos hacerlo mientras estemos allí.

Septimus suspiró.

—Haces que parezca muy fácil. Simplemente, cogeremos una carreta con un burro que vaya en dirección a la Casa de los Foryx, llamaremos a la puerta y preguntaremos por Nik. ¡Ojalá!

—Bueno, eso es exactamente lo que voy a hacer, Sep, digas lo que digas. No tienes por qué venir si no quieres.

—Claro que quiero —dijo Septimus tranquilamente.

Tras dejar escapar un ruidito que parecía un pequeño gruñido, Marcellus se levantó de su asiento. Se acercó arrastrando los pies hasta el armario de la chimenea y sacó un gran trozo de papel doblado que llevó hasta la mesa.

—No pensaba enseñároslo a menos de que estuviera seguro de que nada os detendría para ir a la Casa de los Foryx —dijo mientras empezaba a desplegar el quebradizo papel marrón… que mostraba un mapa.

El mapa estaba pulcramente dibujado. En la base estaban escritas las palabras: PARA MARCELLUS, CON AGRADECIMIENTO, DE SNORRI Y NICKO.

—Esta es una copia que Snorri dibujó para mí —dijo Marcellus—. Pensé que si alguna vez recibía noticias de que andaban metidos en problemas al menos podría tener la oportunidad de encontrarlos.

Sintiendo cierto temor reverencial ante la frágil hoja de papel, miraron los trazos de lápiz apenas visibles que Snorri había dibujado con tanta precisión, hacía tanto tiempo.

—De modo que este es el camino hasta Nicko… —Jenna respiró hondo.

—Debéis tratar esta información con prudencia —les instó Marcellus, temeroso de haberles dado demasiadas esperanzas—. Recordad que Ells dibujó el original a partir de los recuerdos que conservaba de cosas que le habían pasado cuando solo tenía nueve años. Ya había tenido, aunque no me atrevería a decírselo a la cara, al menos cincuenta años para olvidar los detalles. Podría no ser exacto.

Estaban examinando de cerca el mapa, intentando descifrar el puñado de líneas en el papel descolorido cuando de repente un potente trueno retumbó sobre sus cabezas. Marcellus dio un brinco del sobresalto y metió una de las largas mangas que arrastraba en el cúmulo de velas que había en el centro de la mesa. La delicada manga ribeteada de seda se prendió fuego y un horrible olor a lana quemada llenó la habitación. Marcellus gritó, asediado por el pánico, y empezó a mover los brazos como si fuera un pesado pájaro, pero lo único que consiguió fue avivar las llamas y derribar las velas, una de las cuales prendió en una esquina del mapa.

—¡No! —gritó Jenna.

Cogió el mapa y apagó la llama con la mano, sin importarle el agudo dolor de la quemadura.

—¡Socorro! —gritó Marcellus, bailando por toda la habitación, mientras las llamas trepaban por sus mangas—. ¡Aprendiz…! ¡Socorro!

—¡Cubo! —gritó Beetle.

—¿Cubo? —preguntó Septimus.

—¡Cubo! —Beetle cogió el cubo de agua que había visto junto a la chimenea, a Marcellus le horrorizaban los incendios, y tenía uno en cada habitación— y lo arrojó sobre el alquimista. Un fuerte chisporroteo y una gran humareda llenaron la habitación. Marcellus se dejó caer en una silla.

Marcellus se sentaba apenado inspeccionando las deterioradas mangas mientras Jenna volvía a doblar su precioso mapa, y Septimus y Beetle recuperaban las notas de Nicko que habían caído al suelo.

—¿Estás bien, Marcellus? —preguntó Septimus al empapado y algo ahumado alquimista.

Marcellus asintió y se puso en pie.

—El fuego es algo terrible —dijo—. Gracias, escriba, por haber reaccionado tan rápido.

—De nada —respondió Beetle—. Siempre a su servicio.

—Espero que no —dijo Marcellus.

Jenna puso la última de las notas de Nicko en una pulcra pila sobre la mesa y Marcellus fue a cogerlas. Jenna puso la mano sobre ellas para protegerlas.

—Me gustaría quedármelas, por favor —dijo.

—Muy bien, princesa. Son suyas.

Marcellus abrió un cajón de la mesa y sacó un trozo de papel de seda. Envolvió con mucho cuidado los frágiles papeles, los ató con una cinta y se los dio a Jenna. Ella se los guardó bajo la capa y luego aupó a Ullr.

—¿Por qué no llevo yo los papeles, Jen? —preguntó Septimus—. No puedes llevarlos con Ullr.

—Sí puedo —insistió Jenna, y salió muy decidida de la habitación como si ya estuviera preparada para partir hacia la Casa de los Foryx.

—¿Marcellus? —dijo Septimus a su espalda mientras bajaban la escalera iluminada por las velas.

—¿Sí, aprendiz? Vigila la capa con la vela.

—¡Uuuy! Hummm… ¿Crees que Nik y Snorri aún están en la Casa de los Foryx… después de todo este tiempo?

—Tal vez… —dijo Marcellus lentamente mientras llegaban al descansillo del tercer piso.

Jenna bajó corriendo el siguiente tramo de escalera y sus botas repiquetearon ligeramente sobre la madera desnuda, mientras Marcellus se detenía y reflexionaba sobre la situación.

—Y tal vez yo podría estar tomando el té con la maga extraordinaria en la cúspide de la Torre del Mago —dijo—. Es muy improbable, pero no del todo imposible.

Septimus hubiera preferido que Marcellus eligiera un ejemplo diferente. Dada la opinión que Marcia tenía de Marcellus Pye, y su completa ignorancia de su presente existencia, parecía del todo imposible.

Jenna esperaba con impaciencia en el zaguán. Cuando Septimus, Beetle y Marcellus llegaron a su lado, alguien llamó a la puerta con furia. Todo el mundo se sobresaltó.

—Os lo ruego, la puerta abrid, aprendiz —dijo Marcellus aturullado, que de repente volvía a hablar la lengua Antigua.

—No hay por qué abrirla, si prefieres no abrirla —dijo Septimus, que tenía la horrible sensación de que solo había una persona en el Castillo que ignoraría un timbre que funcionaba perfectamente y atacaría la aldaba de semejante manera.

Marcellus hizo un esfuerzo por recuperar la compostura.

—No, no. Tienes razón, aprendiz. No, no. Tienes toda la razón, aprendiz. No debo esconderme de esta época. Abre la puerta y seré sociable, como tú dices.

Septimus tiró de la puerta con poco entusiasmo.

—Creo que está atrancada.

—Déjame probar —dijo Beetle, y dio un fuerte tirón a la puerta.

La puerta se abrió mostrando a Marcia Overstrand de pie, en el umbral, despeinada por el viento, malhumorada y empapada.

—¡Ah! —dijo Septimus—. Hola, Marcia.