En la buhardilla
L os muchachos siguieron a Marcellus hasta una pequeña habitación que estaba justo en lo más alto de la casa; un espacio oscuro, apretujado bajo el techo inclinado y recubierto de paneles de madera. La habitación parcamente amueblada solo tenía una vieja mesa de caballete con dos banquetas y unas pocas sillas alineadas junto a la pared; todas ellas las había dejado su anterior propietario, Weasal Van Klampff. En el centro de la mesa había un grupo de velas, que el ama de llaves había encendido a primera hora de aquella mañana y ya estaban medio consumidas.
Mientras Marcellus les indicaba que entrasen, Septimus sintió una punzada; la había reconocido, aquella había sido su habitación no hacía tanto tiempo. Aunque sabía que en realidad hacía tanto tiempo que parecía imposible. Aquella había sido la habitación donde, las primeras noches que había pasado en la época de Marcellus, un escriba alquímico había dormido atravesado en el umbral para impedir que escapase. Aquella era la habitación en la que había maquinado desesperadamente todo tipo de planes descabellados para regresar a su propia época; la habitación en la que se había sentado durante horas mirando por la ventana y anhelando ver pasar un rostro familiar por la calle. No era, dadas las circunstancias, su lugar favorito, pero allí estaba él ahora, otra vez con Beetle y Jenna. Y aquello era algo que nunca se habría atrevido a imaginar. De repente, Septimus se sintió muy raro. Se sentó de golpe en una de las banquetas ante la mesa de caballetes.
Beetle y Jenna se sentaron a su lado y pronto tres rostros expectantes miraban a Marcellus Pye. Marcellus les devolvió la mirada con una expresión de perplejidad.
—Veamos…, ¿por qué estamos aquí? —preguntó.
—Se trata de Nicko, ¿recuerdas? —dijo Septimus, esperanzado, aunque no tenía ni idea de por qué Marcellus los había llevado a aquella habitación en concreto.
—¿Nicko?, preguntó Marcellus, que los miraba sin comprender.
—Nicko. Mi hermano. Se quedó atrapado en tu época. Tienes que recordarlo —dijo Septimus trasluciendo un deje de desesperación en la voz. Le había costado meses arreglar aquel encuentro y ahora, mientras la memoria de Marcellus se esfumaba como de costumbre, sentía que se le volvía a escapar la oportunidad.
—¡Ah, ya recuerdo! —dijo Marcellus. A Septimus se le alegro el ánimo—. Eran mis gafas. Sigo necesitándolas; es muy molesto. Bueno, ¿dónde están?
—Las tienes en la cabeza —dijo Septimus con timidez.
—Es verdad, aquí las tengo. —Marcellus se tanteó la cabeza en busca de las gafas y se las acomodó en la nariz—. Bien. Las necesitaré para los papeles de Nicko.
Septimus estaba emocionado, ahora sí iban por buen camino. Sonrió a Jenna, que tenía unos ojos sospechosamente brillantes, como siempre que se mencionaba el nombre de Nicko.
Con su paso cansino y titubeante de anciano —que Beetle achacó a los extraños zapatos—, Marcellus se acercó a la chimenea y presionó sobre un pequeño panel en un costado de la parte superior.
El panel se abrió con un crujido a modo de disculpa. Todo el mundo contempló cómo sacaba una raída colección de papeles frágiles y amarillentos. Los llevó con cuidado hasta la mesa y los depositó cuidadosamente allí encima.
Jenna dejó escapar una exclamación: estaban llenos de la peculiar caligrafía de Nicko.
—Nicko y Snorri dejaron esto —dijo Marcellus—. Los guardé en la chimenea por seguridad cuando temí que alguien pudiera tirarlos, pues no parecían más que notas y apuntes de una mano no instruida. Pero ahora, con el paso de los años, y creedme que han pasado muchos, muchos años, había olvidado el escondite. De hecho, aprendiz, no lo recordé hasta hace unos meses cuando me preguntaste por tu hermano.
—Cuando dijiste que no te acordabas —dijo Septimus.
—Y es verdad, no me acordaba. Pero luego empecé a recordar cosas de mi antigua vida. Y un día, cuando subí a este cuarto, me acordé. En resumen, después de eso pasé varias semanas subiendo aquí solo para preguntarme qué era lo que andaba buscando. Pero la última vez que me hablaste de Nicko, lo anoté. Llevaba la nota a todas partes y entonces, cuando volví a subir, me acordé. Incluso me acordé del escondite, que, para mi sorpresa, encontré intacto. Y este es el motivo de que os haya enviado un mensaje para que vengáis hoy aquí.
—Gracias, Marcellus —dijo Septimus.
Gracias a ti, aprendiz. Confieso que no puedo leer gran cosa de lo que Nicko escribió, pero tal vez tú entiendas la escritura de tu hermano mejor que yo. Puede que las notas nos cuenten su propia historia, pero yo rellenaré los vacíos hasta donde pueda.
Jenna miró con cautela los papeles. La tinta negra se había descolorido hasta adquirir un pálido tono sepia, y el papel era tan1 fino y casi tan marrón como la propia tinta. A pesar de ello, Jenna supo que era obra de Nicko. Había garabatos de barcos, bocetos de aparejos de velas, numerosos juegos de tres en raya, barcos, el ahorcado, más algunos que ella no conocía, y un montón de listas. Pero de algún modo, en lugar de hacerla sentir más cerca de Nicko, el hecho de ver sus garabatos en unas cosas tan antiguas y frágiles hizo que lo sintiera aún más lejano. Jenna miraba aquel largo y fino trozo de papel aguantándose las lágrimas.
—¿Qué dice, Jen? —preguntó Septimus.
—Ha… hace una lista.
Típico de Nicko —dijo Septimus—. Sigue, Jen. Léela en voz alta.
De acuerdo. Dice:
Mientras Jenna acababa de leer la lista, el papel empezó a deshacerse en sus dedos. Rápidamente lo dejó sobre la mesa.
—Me… me pregunto adónde irían.
—A algún lugar en el que hiciera frío. Lo puedes saber por la lista —dijo Beetle, que también era un gran aficionado a las listas.
Jenna odiaba pensar que Nicko, quinientos años atrás, se había dirigido a un lugar frío. Le hacía sentirse terriblemente triste y vacía. Se sentó despacio y acarició a Ullr para consolarse. El gato estaba hecho un ovillo en su regazo, aparentemente dormido, pero Jenna sabía que no era así. Notaba que Ullr estaba alerta por el modo en que estaba tumbado, muy quieto y algo tenso, como si se preparase para saltar.
Septimus miró a Marcellus Pye. Conocía lo bastante a su antiguo maestro para saber que tenía algo que decir, algo importante.
—Tú sabes algo, ¿verdad? —dijo Septimus—. Cuéntanoslo por favor, Marcellus.
Marcellus asintió, pero no dijo nada. Se quedó sentado en la cabecera de la mesa como si estuviera soñando despierto, contemplando el conjunto de velas, observando cómo danzaban las llamas en los torbellinos de la corriente de aire que se filtraba a través de las ventanas mal cerradas. Saliendo de la ensoñación, levantó la vista.
—Primero, algo de calor.
Marcellus se levantó, frotó un pedernal a la antigua usanza y encendió el fuego que estaba preparado en la chimenea.
Mientras las llamas prendían en los leños, el alquimista se inclinó un poco sobre la mesa y empezó a hablar muy lentamente, un hábito que Septimus recordaba de sus días de aprendiz de Alquimia, cuando Marcellus solicitaba toda su atención. Pero aquella tarde a Marcellus no le hacía falta captar la atención de los asistentes, todos los ojos estaban fijos en él. Acompañado por el distante rugido del trueno y, para vergüenza de Beetle, del rugido más cercano de sus tripas, Marcellus Pye empezó a hablar.