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La casa de la Grada de la

Serpiente

B eetle alumbró con su lámpara una trampilla del techo de un Túnel de Hielo. Solo estaba a unos centímetros de sus cabezas, tan cerca que casi podían tocarla si saltaban. La trampilla formaba una depresión oval con el acostumbrado sello al lado. Alrededor había una fina línea de hielo transparente.

—¿Lo ves? —dijo Beetle—, aquí pasa lo mismo. Han fundido el hielo y lo han vuelto a congelar. Y, veamos… sí, lo han resellado también. ¡Qué raro!

—Hummm… —dijo Septimus no demasiado sorprendido. Sabía de qué trampilla se trataba.

Beetle escudriñó la trampilla.

—Claro que este podía ser un sello defectuoso por el otro lado. A veces pasa con estos sellos caseros. Sería bueno entrar y comprobarlo, pero por aquí ha entrado un tipo realmente raro hace poco. Parece como si fuera un poco ermitaño. Ni siquiera responde cuando llamas a la puerta.

—Lo sé —dijo Septimus—. Supongo que nos habría abierto, pero aún no está acostumbrado a estas cosas.

—¿Lo conoces, Sep? —preguntó Beetle, sorprendido.

Septimus decidió confiar en Beetle. Estaba cansado de mantener sus visitas a Marcellus en secreto.

—Bueno, sí, lo conozco, pero… esto… Marcia no sabe que vengo a verlo. Yo tengo intención de contárselo, pero justo en ese momento ella se pone de mal humor y… —De repente Septimus se acordó de algo—. ¡Oh, maldición…! Beetle, ¿has traído tu reloj?

—Claro que sí. —Beetle sonrió lleno de orgullo. Tenía un reloj último modelo que había encontrado desmontado y tirado en el fondo de un armario del Manuscriptorium. Lo había rescatado y después de algunos meses, con la ayuda del escriba encargado de conservación, había conseguido con gran esfuerzo que volviera a funcionar. Era una hermosa obra de arte, completamente silencioso debido a un complicado mecanismo de volante y, lo más importante de todo, era muy preciso.

Beetle sacó con orgullo el reloj del bolsillo. Era de oro y plata y estaba sujeto por un grueso cordón de cuero. En la parte superior tenía una gran asa con una cuerda en medio. Cubría toda la mano de Beetle como una tortuga pequeña y gorda. Septimus estaba impresionado.

—¿Cómo pueden hacerlos tan pequeños? —preguntó.

—No lo sé —dijo Beetle—. Ya no se hacen cosas así.

Las manecillas del reloj se acercaban a mediodía.

—¡Caray! —exclamó Septimus—. Voy a llegar tarde. Jenna se enfadará de verdad.

—¿Jenna? —Beetle soltó un gallo.

—Sí. He quedado con ella aquí y…

—¿Qué…? ¿Aquí, Sep?

—No, aquí abajo no. Quiero decir arriba. —Septimus señaló la trampilla—. En la casa.

—¿En serio?

Septimus tuvo una idea.

—¿Quieres venir tú también? Podría pedirle a Marcellus que nos dejara comprobar la trampilla desde dentro.

—¿Marcellus… es ese tipo raro que vive allí?

—En realidad, no es raro —objetó Septimus—. Es solo que… que no está acostumbrado a las cosas.

—El nombre me resulta familiar —dijo Beetle—. Oye, ¿no es ese el que te secuestró a través del Espejo… el viejo alquimista loco?

—Hummm, sí —admitió Septimus—. Pero no está loco y ya no parece viejo.

—Pero sigue siendo alquimista —dijo Beetle—. No me extraña que esa escotilla tenga un problema. ¡Je!, me sorprende que no la haya fundido del todo.

Septimus se preguntó si había sido buena idea contárselo a Beetle, pero ahora ya era demasiado tarde.

—Entonces abriré la trampilla, ¿vale? No puede pasar nada malo si la abro solo unos minutos. Puedo resellarla desde dentro.

Beetle parecía impresionado.

—¿Abrir una trampilla sellada?

—Bueno, sí. Así podremos entrar y reunimos con Jenna…

—¿En serio que vas a encontrarte con la princesa Jenna allí arriba? —preguntó Beetle.

Septimus asintió, sin dejar de saltar para mantener el calor. Empezaba a tener los pies como cubitos de hielo.

La tentación de ver a Jenna era demasiado para Beetle.

—De acuerdo, pero no debería. La señorita Djinn me armaría un buen escándalo si lo supiera. —Del fondo del trineo sacó lo que Septimus observó que era una escalera telescópica, la abrió y la apoyó contra la pared—. Yo te aguantaré la escalera y tú puedes desellar la trampilla. Quizá sea mejor así.

Al cabo de diez minutos, Beetle y Septimus caminaban por el largo y húmedo pasadizo que iba desde la trampilla hasta la casa de la Grada de la Serpiente. Septimus conocía bien el camino. Lo había transitado por primera vez cuando pertenecía al profesor Weasal Van Klampff, cuya horrenda ama de llaves, Una Brakket, le había llevado por el pasadizo hasta el laboratorio de Weasal. El pasillo era oscuro y polvoriento entonces, pero ahora estaba bien cuidado, con unas velas de junco pasadas de moda colocadas en pebeteros a intervalos regulares a lo largo de las paredes. Su aspecto era el mismo que cuando Septimus vivió allí seis extraños meses en otra época como aprendiz de Alquimia de Marcellus Pye. Ahora Beetle seguía a Septimus a paso ligero por el pasadizo, doblaba la esquina que conducía al viejo laboratorio y seguía el largo sendero zigzagueante por debajo de las casas que daban al Foso.

Septimus y Beetle no tardaron en llegar al final del pasadizo y salir a las grandes bodegas abovedadas que se abrían debajo de la casa. Septimus las cruzó, preocupado por si llegaba tarde a su cita con Jenna, subió los escalones de la bodega y abrió la puerta que había bajo la escalera.

—¿Marcellus? —gritó—. ¿Marcellus?

No hubo respuesta.

Septimus entró de puntillas en la casa, seguido de cerca por un cauteloso Beetle, a quien aquel lugar le olía raro. El aroma cerúleo de las velas se mezclaba con una aroma agridulce a naranja, clavo de especia y algo que no podía identificar. Beetle no podía librarse de la sensación de que algo había vuelto atrás en el tiempo. Y lo mismo le había ocurrido a Septimus. Ahora estaba acostumbrado, pero cuando visitó por primera vez a Marcellus poco antes de que el viejo alquimista se mudara, Septimus se convenció de repente de que aún estaba atrapado en la época de Marcellus y de que volver a su propia época solo había sido un sueño. Presa de un terrible pánico había salido corriendo de la casa y, para su alegría, había visto a Jillie Djinn que pasaba por allí a toda prisa. Jillie nunca entendió demasiado por qué el aprendiz de Marcia le había echado los brazos al cuello y le había dicho cuánto se alegraba de verla, pero aquella mañana volvió al Manuscriptorium dando saltitos mientras andaba. La gente no solía abrazar a Jillie Djinn.

El silencio de la casa cayó sobre Septimus y Beetle como un telón. Caminaron por el exiguo pasillo, que estaba alumbrado por más velas de las que Beetle había visto en toda su vida. Al llegar al pie de un tramo de empinadas escaleras de roble oscuro, Beetle se sorprendió al ver que había una vela encendida en cada escalón.

—Todas esas velas, son extrañas —susurró Beetle, sintiendo algo de miedo.

—No le gusta la oscuridad —dijo Septimus en un susurro—. Chissst, oigo pasos arriba. ¿Marcellus? Marcell… llus —le llamó.

—¿Aprendiz? —dijo una voz cautelosa desde el piso de arriba—. ¿Eres tú?

—Sí, soy yo —respondió Septimus.

Oyeron el sonido de recias pisadas por encima de sus cabezas y luego Beetle vio algo tan extraño que lo recordaría durante el resto de su vida. Bajando lentamente la escalera, iluminado desde atrás por cada vela que pasaba, había un hombre joven de cabello negro y un anticuado corte de pelo. Vestía lo que a Beetle le parecía, por los antiguos grabados, los ropajes negros y dorados de un alquimista. Las mangas de la túnica del hombre eran según Beetle tan ridículamente largas que se arrastraban por las escaleras detrás de él. Hacían juego con los más extraños zapatos que Beetle había visto en su vida: las puntas debían de medir más de medio metro de largo y estaban atadas hacia arriba a las ligas que el hombre llevaba justo debajo de las rodillas. De repente Beetle fue consciente de que se había quedado boquiabierto y rápidamente cerró la boca.

El hombre joven llegó al pie de la escalera.

—Marcellus, este es mi amigo Beetle. Trabaja en el Manuscriptorium. Beetle, este es Marcellus Pye.

Una sensación de irrealidad invadió a Beetle. Marcellus Pye tenía quinientos años. Era el Último Alquimista. Sus obras estaban prohibidas, incluso las del Manuscriptorium, y se lo estaban presentando a él, a Beetle. Aquello no era posible.

Marcellus Pye extendió la mano y dijo algo en un acento un poco extraño.

—Bienvenido. Vosotros los escribas jóvenes hacéis un trabajo maravilloso. Maravilloso.

Beetle miraba asombrado, como una oveja perdida, y soltó un pequeño balido.

Septimus interrumpió su atontamiento con un codazo.

—¡Oh…, gracias! —dijo Beetle estrechando la mano que le ofrecía y que, para su alivio, estaba caliente, no fría como el hielo, que era lo que él esperaba—. Pero yo no soy un escriba. Soy el encargado de la inspección. Compruebo los sellos de los Túneles de Hielo.

—¡Ah! —exclamó Marcellus—. Un mal necesario que espero que muy pronto podamos olvidar.

—Bueno, y no sé nada de eso —dijo Beetle, que volvió a adoptar un tono profesional—. Pero sí sé que recientemente han desellado la escotilla de esta casa.

—Es posible, pero no por mucho tiempo. La he vuelto a sellar. No tienes que preocuparte.

—Pero… —A Beetle le interrumpió el tañido de una campanilla que sonaba por encima de su cabeza.

El sonido sobresaltó a Marcellus. Parecía que le fuese a entrar el pánico.

—Es el timbre —dijo, mirando hacia la puerta.

—¿Quieres que vaya a ver quién es? —se ofreció Septimus.

—¿Me harías ese favor? —preguntó Marcellus.

—Deberías ser más sociable, Marcellus —le regañó Septimus—. No es bueno para ti esconderte de este modo.

—Pero el sol es tan brillante y el ruido tan fuerte, aprendiz.

El timbre volvió a sonar con otro tañido, más insistente.

—Creo que debe de ser Jenna —dijo Septimus corriendo a abrir la puerta—. Dijiste que la podía traer aquí, ¿te acuerdas? Dijiste que estabas preparado para decirnos lo que le había pasado… a Nicko.

Marcellus parecía perplejo.

—¿Nicko? —preguntó.

A Septimus se le encogió el corazón. Desde hacía seis meses había estado intentando que Marcellus le contase lo que sabía sobre Nicko, y Marcellus por fin había aceptado contárselo hacía solo pocos días. Ahora parecía como si lo hubiera vuelto a olvidar. A Septimus le costaba acostumbrarse al hecho de que, aunque Marcellus Pye pareciera otra vez un hombre joven, a menudo se comportaba como un viejo. Marcellus tenía viejos hábitos centenarios de los que debía librarse; empezaba a caminar con el paso cansino de un anciano y adoptaba una personalidad quejumbrosa. Pero era su mala memoria lo que más molestaba a Septimus. Le había dicho de malos modos a Marcellus que solo era pereza, pero él le había replicado diciendo que tenía quinientos años de recuerdos en su cabeza y ¿dónde creía Septimus que iba a encontrar un lugar para poner los nuevos?

Septimus suspiró. Dejó a Marcellus titubeando en el pasillo y fue a abrir la puerta.

—¡Sep! —dijo Jenna aliviada. Estaba de pie en el umbral de la puerta, azotada por el viento y helada de frío. Tenía el cabello negro mojado, colgando en zarcillos alrededor de la cara, y se embozaba en su gruesa capa roja de invierno—. Has tardado mucho —dijo pisando fuerte el suelo para aliviar el frío—. Hace un tiempo horrible. ¿No vas a dejarme entrar?

—La contraseña, por favor —dijo Septimus poniendo de repente un tono serio.

Jenna frunció el ceño.

—¿Qué contraseña?

—¿No la sabes?

—No, ¡oh, maldición!, ¿no puedes dejarme entrar?

—Hummm…, no lo sé, Jen.

—Sep, me estoy helando aquí fuera. Por favor.

—Bueno, vale, por ser tú.

Septimus dio un paso atrás. Jenna entró corriendo para protegerse de la lluvia y se quedó de pie tiritando mientras su capa goteaba. De repente miró a Septimus con suspicacia.

—No hay ninguna contraseña, ¿verdad?

—No —sonrió Septimus.

—¡Qué chico más malo! —Jenna se rió y le dio a Septimus un empujón—. ¡Ah, hola, Beetle! Me alegro de verte.

Beetle se sonrojó y descubrió que, una vez más, había olvidado cómo se hablaba… pero Jenna no pareció notarlo. Estaba ocupada sacando un pequeño gato naranja de debajo de su capa y arropándolo en sus brazos, lo cual sorprendió a Beetle, porque no creía que Jenna fuera de ese tipo de personas a quienes les gustan los gatos.

Luego, por algún motivo que Beetle no comprendió, Marcellus dijo:

—Bienvenida, Esmeralda.

—Gracias, Marcellus —respondió Jenna.

Jenna sonrió, casi había olvidado que la solían confundir con la princesa Esmeralda en otro tiempo, en el de Marcellus Pye.

—Por favor, princesa, aprendiz y escriba, seguidme —dijo Marcellus haciendo una reverencia pasada de moda.

Al cabo de un momento, Beetle seguía a Jenna, a Septimus y a Marcellus por las escaleras, avanzando entre las velas que goteaban, y preguntándose dónde se había metido y cómo iba a explicárselo todo a la señorita Djinn cuando lo descubriese, cosa que siempre hacía.