Terry Tarsal
A Terry Tarsal, zapatero y cuidador a regañadientes de una pitón púrpura, le gustaba la vida tranquila. La mayoría del tiempo disfrutaba de ella… y cuando no era así solía tener algo que ver con los zapatos de pitón púrpura.
Terry era un hombre pequeño, enjuto, con grandes y hábiles manos rugosas y llenas de callos tras años de trabajar el cuero. Tenía una tienda alargada y estrecha en el Pasaje del Asaltacaminos, justo al otro lado de la Vía del Mago, que olía a polvo, cuero, cordón encerado y, aquel día en concreto, a aceite de linaza. Terry disfrutaba con su trabajo. Con lo que no disfrutaba era con tener una pitón púrpura en el patio trasero de la tienda. Pero Marcia Overstrand era una de sus mejores dientas, y después de los más de diez años que Marcia llevaba siendo la maga extraordinaria, Terry se había armado de valor para cuidar de la serpiente y guardar sus mullas para cuando Marcia le encargara su próximo par de zapatos.
Aquella mañana, Terry acababa de alimentar la pitón, lo cual siempre le alteraba bastante. Se estaba recuperando con una taza de sidra caliente cuando a través del cristal esmerilado de la ventana de la tienda vio la mancha púrpura del ropaje de Marcia Overstrand. Al cabo de un instante la puerta de la tienda, aterrorizada ante la presencia de Marcia, se abrió de par en par.
Terry Tarsal era un tipo duro.
—Buenos días, señorita Overstrand —dijo sin levantarse siquiera. Tomó otro sorbo de sidra—. Sus zapatos nuevos aún no están listos. Estoy esperando a que la malvada serpiente cambie de piel.
—No he venido por eso —dijo Marcia, que entró cojeando—. Se trata de una emergencia. —Se inclinó, se quitó el zapato y lo dejó en el mostrador junto con el tacón roto—. Se ha despegado, sin más. Sin avisar. Me podía haber roto una pierna.
Terry cogió el zapato de la discordia y lo sostuvo con el brazo extendido.
—Habrá pisado algo —dijo acusador.
—¿En serio? Tenía la impresión de que para eso eran los zapatos —dijo Marcia—, para pisar las cosas.
—Para pisar las cosas sí, pero no para meterlos dentro de las cosas. Bueno, supongo que se lo podré arreglar. ¿Prefiere esperar o volver más tarde?
—No tengo intención de ir a la pata coja durante todo el camino de vuelta a la Torre del Mago; gracias, señor Tarsal, mejor esperaré.
—Póngase cómoda. Será un placer prestarle un par de chanclos de talla única.
—Yo no llevo chanclos —dijo Marcia con mucho convencimiento—. Y sobre todo no llevo chanclos de talla única, muchas gracias.
Terry Tarsal cogió los zapatos y desapareció en la trastienda. Marcia se sentó en el incómodo banco de madera que había al lado del mostrador —a Terry no le gustaba que sus clientes se quedasen mucho rato—, y miró alrededor de la tiendecita.
Marcia disfrutaba de sus visitas a Terry Tarsal. Le gustaba sentarse en la tranquila y vieja tienda del oscuro callejón donde nadie podía encontrarla. Y si alguien tropezaba con ella mientras estaba allí sentada, disfrutaba de la mirada de susto que ponían al ver a la maga extraordinaria sentada en el desvencijado banco de la zapatería, esperando a que le arreglaran sus zapatos como a cualquier otro habitante del Castillo.
Y así, mientras Terry Tarsal quitaba la caca de dragón y se disponía a hacer un nuevo tacón y a buscar un pedazo de piel de pitón para recubrirlo, Marcia se sentó, muy satisfecha, y echó una ojeada a los zapatos que aguardaban a que los recogieran. Era variopinta aquella colección de zapatos. La mayoría, botas de piel marrón o negra corrientes y molientes, con gruesos cordones y suelas de pesado cuero. Había una colección de zuecos de obrero, rojos y verdes, de esos que llevan muchos de los que trabajan en los talleres artesanales y en las pequeñas fábricas de los Dédalos para protegerse los pies. Había una troupe de pequeñas zapatillas de danza de color rosa adornadas con cintas, dos pares de botas de pescador hechas de cuero aceitado, a las que Marcia atribuyó la causa del acre olor a aceite de linaza que llenaba la tienda, y un par de zapatos de lo más estrambótico, con las punteras más largas y puntiagudas que Marcia había visto en su vida.
Marcia se levantó intrigada y fue a mirar de cerca aquellos extraños zapatos. No pudo resistirse a cogerlos. Los zapatos eran bonitos, hechos de suave piel roja, adornados con espirales de pan de oro profundamente incisas. Aunque los zapatos eran de una talla de pie normal, las largas y afiladas punteras medían más de medio metro de largo, y en el extremo de cada puntera había dos largas cintas negras cosidas al zapato. Marcia los sostuvo en las manos, maravillada de lo ligeros que eran, y de la buena calidad de la piel que Terry Tarsal había usado. Recorrió con el dedo las líneas de la estupenda manufactura. Cuanto más los miraba, más se convencía de que las elegantes volutas de cada puntera formaban la letra M.
Con los zapatos rojos aún en la mano, Marcia se retiró al banco con una sensación de entusiasmo que no había sentido desde que era niña en la víspera de su cumpleaños. En realidad, la semana siguiente sería su cumpleaños y empezó a sospechar que tal vez Septimus hubiera pensado un poco en su regalo, en lugar del apresurado ramo de flores cogidas en los jardines del Palacio. Recordaba a Septimus describiendo los zapatos que había llevado en la época en que fue secuestrado por aquel horrendo alquimista, Marcellus Pye. Ella había comentado que los zapatos parecían lo único decente de la época. Ese sería, pensó Marcia, el tipo de regalo poco corriente que a Septimus se le ocurriría si se parase a pensar alguna vez en los regalos.
Sintiéndose un poco culpable por haber visto el regalo antes de su cumpleaños, Marcia estaba poniendo rápidamente los zapatos en la estantería cuando volvió Terry Tarsal.
—Son los zapatos más extraños que he hecho en mi vida —comentó.
Marcia se dio media vuelta como si la hubieran sorprendido haciendo algo que no debía.
—¿Quién se los ha encargado? —le preguntó, sin poder resistirse.
—Su aprendiz, si no recuerdo mal —dijo Terry Tarsal.
—Lo sabía —dijo Marcia sonriendo.
¡Qué encantador era Septimus!, pensó. A veces, podía llegar a ser tan considerado…; tenía que intentar ser menos gruñona con él. Decidió que si Septimus sentaba la cabeza y trabajaba con ahínco en su proyección, tendría en cuenta lo que Alther le había dicho: que Septimus estaba llegando a una edad en que necesitaba más libertad, y, en consecuencia, intentaría no enfadarse con él por salir tanto y no decirle exactamente adónde iba.
La voz de Terry Tarsal interrumpió los buenos propósitos de Marcia.
—¿Los va a pagar usted? —le preguntó.
—¡Claro que no! Y no quiero que él sepa que los he visto. ¿Está claro?
Terry Tarsal se encogió de hombros.
—No sé qué pasa con estos zapatos. Eso es exactamente lo que me dijo su aprendiz, no deje que Marcia los vea. Fue muy tajante con eso.
—Espero que lo fuera… —repuso Marcia de manera aprobadora.
—Además, tengo que entregarlos mañana. Aunque no sé por qué no puede venir él a buscarlos. No es que la Grada de la Serpiente esté a muchos kilómetros, ¿verdad?
—¿La Grada de la Serpiente? ¿Qué tiene que ver la Grada de la Serpiente con esto? —preguntó Marcia.
—Allí es donde vive —dijo Terry con paciencia, como si Marcia estuviera siendo deliberadamente lerda—. Bueno, con respecto a su tacón…
—Allí es donde vive… ¿quién?
—El tipo raro que vino con su aprendiz… el tipo para el que son los zapatos. Mire, el pegamento del talón tarda al menos una hora en secarse y…
—¿El tipo para el que son los zapatos?
—Entonces está segura de que quiere…
—Señor Tarsal: exactamente, ¿para quién son los zapatos?
—De verdad que no puedo responder a eso. Es información confidencial.
—¡Paparruchas! —explotó Marcia—. Son solo un par de zapatos, por el amor de Dios. No puede ser alto secreto.
Terry Tarsal no aflojó.
—Confidencialidad de cliente —respondió.
—Señor Tarsal: si no me dice para quién son esos zapatos me veré obligada a… a… —Marcia se estrujó el cerebro buscando algo que a Terry Tarsal le resultase particularmente mortificante—. Me veré obligada a reducir media talla todos los zapatos que aguardan para ser recogidos.
—Usted no haría eso…
—Sí lo haría. Venga, ¿para quién son esos zapatos?
—Para Marcellus Pye.
—¿Para Marcellus Pye? —gritó Marcia tan fuerte que la puerta traqueteó de terror y un frasco de minúsculos botoncitos verdes saltó del mostrador y se dispersó por el suelo.
—Mire lo que ha hecho —dijo Terry, poniéndose a gatas para recuperar los botones—. Nunca los encontraré todos. Se han esparcido por todas partes.
Marcia contempló a Terry buscando los botones como si fuera de otro planeta. No podía encontrarle sentido a nada; solo había tres palabras dando vueltas en su cabeza y parecían ocupar todo el espacio destinado a pensar. Las palabras eran: «Septimus», «Marcellus» y «Pye».
—Podría echarme una mano en lugar de mirar las musarañas como un camello estreñido. —Terry Tarsal interrumpió con aquella grosería los pensamientos recurrentes de Marcia.
No todos los días alguien llamaba a Marcia «camello estreñido», y funcionó.
Marcia se puso a ayudar a Terry Tarsal en la caza de botones, pero los pensamientos aún daban vueltas en su cabeza.
—Ha dicho «Marcellus Pye», ¿verdad? —preguntó.
—Sí —dijo Terry en tono brusco. Levantó un pequeño objeto verde de entre las tablas del suelo con la uña, para descubrir que era solo un caramelo verde—. Marcellus Pye. Recuerdo que lo escribí como Pie y su aprendiz me dijo que se escribía P-Y-E.
—¿Está absolutamente seguro? —preguntó Marcia. Por su cabeza pasaron todo tipo de explicaciones imposibles. Ninguna tenía sentido. Y todas implicaban a Septimus.
Terry Tarsal se levantó soltando un gruñido y se frotó la espalda.
—Le he dicho que sí. Mire, deje ya ese tema, señora Overstrand. Tengo que concentrarme en esto. Estos botones son de mi mejor jade.
—¿Su mejor jade? —preguntó Marcia.
—Sí. Nunca encontraré unos iguales. Fue una suerte…
Marcia se levantó y se sacudió la ropa, que estaba cubierta de polvo, Terry prefería trabajar de zapatero que como ama de casa. Chasqueó los dedos y murmuró un hechizo de recuperar. Los botones surgieron agrupándose de las hendiduras y grietas que había entre los tablones de madera del suelo de Terry Tarsal y, mientras Terry miraba boquiabierto, una fina hilera de botones voló hasta el tarro.
Terry se puso en pie con una expresión de alivio y asombro en el rostro. Nunca antes había visto magia en acción, y que Marcia la emplease para algo tan prosaico como sus preciosos botones conmovió a Terry.
—Gracias —murmuró—. Es…, bueno, es usted muy amable.
—Es lo menos que podía hacer —dijo Marcia—. Ahora, ¿puedo ver el libro de pedidos?
—¿El libro de pedidos?
—Sí, por favor, señor Tarsal.
Desconcertado, Terry sacudió la cabeza y fue a buscar el libro de pedidos. Regresó cargando con un pesado libro de contabilidad con tapas de piel y lo dejó caer con estruendo sobre el mostrador.
—Me gustaría ver el pedido de esos zapatos —dijo Marcia—. Por favor.
Terry se chupó el dedo y empezó a pasar las hojas hasta encontrar el día correcto.
—Aquí está —dijo, señalando una entrada de tres semanas atrás.
Marcia se quitó las gafas y miró la apretada caligrafía de Terry Tarsal. En ella destacaba el nombre de Marcellus Pye, que le produjo un sobresalto.
—No puedo creerlo —murmuró.
—Sí. Es él.
—¿Era muy viejo? —preguntó Marcia intentando encontrar algún sentido a todo ello.
—No, era joven…, de unos treinta años. Bastante apuesto si no fuera por el corte de pelo tan raro que lleva. Ahora me acuerdo, tuve que medirle los pies como si no supiera qué talla usaba. Seguía dándome la vieja talla, dejamos de usarla hace al menos cien años. Ni siquiera mi anciano padre se acordaba de esas medidas. También tenía un acento raro… y no es que hablara mucho. Su aprendiz era el que hablaba, si mal no recuerdo.
—¿En serio fue él quien habló? —preguntó Marcia sentándose de repente en el banco—. Bueno, no sé…
—¿Se encuentra usted bien, señorita Overstrand? —preguntó Terry—. Parece un poco pálida. Le traeré un vaso de agua.
Marcia no se encontraba bien. Se sentía extrañamente descolocada, como si de repente el mundo no fuese lo que ella creía que era. Terry le dio un vaso de agua.
—Gracias, Terry.
Sentada y con los pies enfundados en calcetines de color púrpura descansando en el suelo polvoriento, Marcia se bebió el vaso de agua. Sabía que el verdadero motivo de su conmoción no era tanto la presencia de un joven Marcellus Pye en aquella época, lo cual era bastante extraño, como darse cuenta de que Septimus, el Septimus en quien tanto confiaba, la había engañado.
Observada por un preocupado Terry Tarsal, Marcia bebió el resto del agua y empezó a sentirse mejor, más ella misma.
—Terry.
¿Sí, extraordinaria?
—Mientras espera a que se seque el tacón, póngame esos botones de jade en los zapatos, ¿quiere?