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Gestión de dragones

S eptimus Heap salió de la escalera giratoria de caracol que le había llevado por la Torre del Mago desde las dependencias de la maga extraordinaria hasta el vestíbulo de la entrada principal. Mientras corría por el vestíbulo, no se sorprendió al ver un mensaje que decía: BUENOS DÍAS, APRENDIZ, TU DRAGÓN TE ESPERA, aparecer en el suelo multicolor, pues el suelo siempre le saludaba y parecía saber lo que pasaba antes que él mismo.

El siguiente saludo era menos afable: «Buenos días, aprendiz» dijo una voz procedente del Armario de los Viejos Hechizos que estaba junto al par de puertas macizas que guardaban la entrada a la Torre del Mago. Septimus dio un brinco, como hacía siempre. La voz era de Boris Catchpole, degradado de mago fracasado a portero de noche después de que Marcia le diera una última oportunidad. La voz de Boris Catchpole siempre sobresaltaba a Septimus. Le recordaba los días en que había pertenecido al ejército joven, cuando Catchpole había sido, por un tiempo, el temible sustituto del Cazador.

—¡Buenos días, Catchpole! —respondió Septimus—. ¿Entregaste el mensaje en el Palacio?

—Sí, lo entregué, aprendiz. Siempre a su servicio, ¡ja, ja! Y ¿en qué puedo ayudarte esta mañana? —preguntó Catchpole, que se había impuesto el camino de la eficiencia, decidido a recuperar su estatus de submago. Catchpole parecía un espárrago y aún vestía las ropas con sus antiguos distintivos de submago en las mangas. Catchpole había tenido la suerte de recibir unas ropas demasiado cortas para su estatura, que además se habían encogido al lavarlas, lo cual significaba que entre el bajo de la túnica y las botas de Catchpole asomaban dos delgadas piernas blancas.

Catchpole daba saltitos delante de Septimus, como una insegura garza gigante.

—Deja que te abra las puertas, aprendiz.

—Tengo la contraseña, gracias —respondió Septimus.

Catchpole retrocedió de un salto.

—¡Ah, sí, claro que la tienes. Tonto de mí! Bueno, si puedo hacer algo más, cualquier cosa… —De repente se quedó callado, recordando que había algo que definitivamente no quería hacer. No quería ayudarle con el desayuno de Escupefuego.

Pero, para alivio de Catchpole, Septimus no aceptó su oferta. Se limitó a murmurar la contraseña y las gigantescas puertas de plata se abrieron para mostrar un día gris y ventoso de primavera, salpicado de esporádicas gotas de lluvia. Septimus se embozó en su capa verde de lana de aprendiz y bajó a paso ligero los grandes escalones de mármol que llevaban desde la Torre del Mago hasta el patio. Bordeó la base de la torre y se dirigió hacia el cobertizo de madera recién construido, que estaba pulcramente apiñado contra uno de los grandes contrafuertes. Luego, en silencio, con la esperanza de que Escupefuego no lo oyera y se emocionara demasiado, abrió la puerta y se deslizó dentro.

Septimus chasqueó los dedos. Dos velas prendieron llama, brillando en la grisácea luz de la mañana que se colaba dentro del cobertizo e iluminaba el interior, en el que había tres grandes cubas de avena, un barril de leche desnatada que le habían entregado esa misma mañana, una cuba de manzanas caídas del árbol y, apilado en un viejo saco, un surtido de pasteles y salchichas, los restos del carro del pastel de carne y las salchichas, que también le habían entregado aquella mañana.

Con el aire experto de quien hace eso todos los días, entre semana, los fines de semana, las vacaciones y los días de fiesta, lloviera o nevara, Septimus se puso manos a la obra. Desde el exterior del cobertizo empujó una cuba de madera vacía con ruedas que en un lado tenía escrito con letras multicolores:

ESCUPEFUEGO

NO QUITAR

Si la encuentra, por favor devuélvala al patio de la Torre del Mago

Septimus empezó a llenar la cuba. Cogió una pala de mango largo y empezó a sacar grandes cantidades de avena y a arrojarlas en el cubo con ruedas. Cuando estuvo lleno hasta tres cuartas partes de su capacidad, vació el saco de pasteles de carne y salchichas en la avena y lo mezcló todo bien; luego añadió dos grandes paletadas de manzanas. Por último subió el barril de leche desnatada, lo destapó y lo vertió sobre la mezcla. La leche caía con un fuerte ruido borboteante. Cuando hubo desaparecido todo en la mezcla de avena y salchichas, Septimus hundió la pala y, con cierta dificultad, removió la mezcla apelmazada. Cuando hubo terminado, la avena se había empapado de leche y se había expandido hasta casi llenar la cuba. Septimus sacó la pala, sacudió unos trozos de carne y manzana que quedaban colgando y contempló la mezcla con aire satisfecho. Ahora tenía un repugnante color marrón, salpicado de trocitos de corteza de pastel, salchichas machacadas y manzanas aplastadas. Perfecto.

Septimus empujó la cuba hasta el patio y las ruedas repiquetearon y traquetearon sobre los adoquines. Tal como esperaba, en cuanto la cuba chocó con los adoquines, un fuerte estruendo resonó por las paredes del patio y tembló el suelo bajo sus pies como si se avecinara una estampida de elefantes. Escupefuego, el dragón de Septimus que ya era casi un dragón adulto, estaba hambriento.

Una estampida de elefantes habría sido más fácil de manejar que la tarea que aguardaba ahora a Septimus, consistente en sacar a Escupefuego de la dragonera, un edificio alargado de piedra con una hilera de ventanitas justo bajo los aleros. Septimus acababa de pedir al taller de los magos que le abrieran un nuevo par de puertas con una inmensa barra de hierro dentro de cada una. Lo difícil era abrirlas sin dejar que quien las abría o cualquier mago que pasara por allí resultara pisoteado. Septimus había notado que hacía bastante tiempo que ningún mago se atrevía a pasar por allí a la hora del desayuno de Escupefuego, sobre todo desde el penoso episodio en que Catchpole fue confundido con un gran trozo de pastel de carne (¿o sería con una salchicha?) y lanzado a la cuba del desayuno con un hábil y bien dirigido movimiento de cola de dragón.

Septimus dejó la cuba del desayuno a los pies de una rampa ancha que ascendía hasta las puertas del establo de la dragonera. Subió de puntillas la rampa con la vana esperanza de que Escupefuego no se diera cuenta de que se acercaba, lo cual, como era de esperar, el dragón supo de inmediato. Y, mientras las puertas retumbaban con los batacazos que Escupefuego les propinaba con la nariz, Septimus colocó con calma la mano en las puertas y dijo: «¡Desatrancar!». Al otro lado de las gruesas puertas sintió el zumbido y el rugido de la barra que se levantaba. Dando un brinco se hizo a un lado de inmediato. En cuanto Septimus se apartó de la rampa, las puertas se abrieron por la fuerza de un dragón que ahora pesaba el equivalente a mil doscientas sesenta y cuatro gaviotas.

Al trotar por las piedras, sus garras provocaban una lluvia de chispas, derrapó hasta frenar delante de la cuba del desayuno y empezó a tragar su contenido. El ruido le recordó a Septimus el sonido que hacía el agua de la bañera cuando le quitaba el tapón, solo que ahora era cien veces más estruendoso. Catchpole, que se jactaba de haber visto el esquivo remolino sin fondo del río Lóbrego, decía que cuando cerraba los ojos le costaba diferenciar entre el río Lóbrego y Escupefuego engullendo el desayuno, aunque pensaba que probablemente Escupefuego hiciese más ruido.

El dragón no tardó en acabarse el desayuno. Rebañó el barril hasta dejarlo limpio con su larga lengua verde y rasposa; luego se relamió los labios en señal de apreciación y chupó hasta las últimas migajas de salchicha que se le habían quedado pegadas a las escamas.

—Hola, Escupefuego —exclamó Septimus.

Septimus se acercó al dragón por delante, pues ya se había salvado por los pelos de algún que otro coletazo de la poderosa cola de Escupefuego. El dragón resopló a modo de saludo y agachó la cabeza hasta que su gran ojo de dragón, cuyo iris estaba bordeado por un anillo de rojo fuego, miraba a los brillantes ojos verdes de Septimus.

—Volveré más tarde, Escupefuego. Sé bueno, —dijo Septimus acariciando la aterciopelada nariz del dragón.

El dragón se aposentó fuera de la dragonera y cerró los ojos. Ahora empezaba el coro habitual de última hora de la mañana: el alboroto de ventanas que se cerraban cuando, uno tras otro, todos los magos intentaban escapar de los graves y estrepitosos ronquidos de Escupefuego, que resonaban por todo el patio.

Septimus saltó por encima de la cola de Escupefuego, con cuidado de no tropezar con la púa del extremo. Luego cruzó el patio y entró en las sombras azuladas del hermoso Gran Arco de lapislázuli. Allí, como siempre hacía, se detuvo y miró la Vía del Mago. A Septimus aún le encantaba la sensación de estar en la Vía del Mago en su propia época, en la época a la que pertenecía. Respiró el aire entelado por la lluvia y mientras contemplaba la anchurosa avenida su mirada se detuvo en algo púrpura que se movía al fondo de la vía. Septimus sabía que era Marcia Overstrand; una ráfaga de viento hacía ondear la capa de la maga extraordinaria, como si fuera una gran vela púrpura mientras entraba a grandes zancadas por las verjas del Palacio.

Se preguntó qué estaría haciendo Marcia en Palacio, comprobó si llevaba un trocito de papel en el bolsillo y partió por la Vía del Mago hacia el Manuscriptorium. Se detuvo un momento al otro lado de la puerta recién pintada con el nuevo color corporativo que había impuesto Jillie Djinn: un púrpura rosado. Sintió que alguien le estaba echando mal de ojo. Septimus se volvió despacio, para evitar que el observador se diera cuenta de que lo había notado, alzó un pie como si estuviera mirando algo que había pisado. Al mismo tiempo intentó, lo mejor que pudo, levantar un escudo contra el que le miraba mal. Mientras se frotaba enérgicamente la suela del zapato contra el bordillo de la acera giró los ojos en dirección a quien le estaba echando mal de ojo. Para su sorpresa, sus ojos fueron atraídos hacia el Palacio. Perplejo, Septimus dejó de frotar la suela. Debía de haberse equivocado. En el Palacio no había nadie que quisiera hacerle eso. Se estaba poniendo nervioso. Lo que necesitaba era media hora en compañía de Beetle y una taza de FizzFroot.

Septimus abrió la puerta del Manuscriptorium. ¡Pin! El contador de Jillie Djinn contó hasta el número siete.

—Hola, Sep —dijo Beetle, saltando de su asiento.

—Hola, Beetle —respondió Septimus.

—¡Qué rapidez! No te esperaba tan pronto.

—No sabía que me estuvieras esperando —dijo Septimus, sorprendido. Sacó el trozo de papel del bolsillo. Estaba lleno de sus mejores mayúsculas cuidadosamente escritas en varios colores—. Necesito un hueco en tu escaparate.

Beetle miró el escaparate principal del Manuscriptorium, o al menos lo que podía ver de él, que no era más que unos pocos milímetros cuadrados. El resto estaba tapado por pilas de libros, panfletos, papeles, manuscritos, pergaminos, facturas, recetas y remedios que estaban intercalados pegajosamente y al azar con pasteles viejos, calcetines, poemas, cerbatanas, nubes (Beetle era un gran aficionado a las nubes), paraguas y los bocadillos de salchicha del carro del pastel de carne, la mayoría de los cuales habían sido abandonados por escribas absortos, para extraviarse al instante en el barullo y no volver a ser vistos nunca más, aunque, a veces, sí olidos.

—¿Puedo hacer algo un poco más fácil por ti, Sep? —preguntó Beetle—. ¿Cómo, por ejemplo, un hechizo para que todos los sueños se hagan realidad?

Septimus miró el trocito de papel.

—No es muy grande. ¿No puedes hacerle un hueco en alguna parte? Es realmente importante. Marcia está amenazando con echar a Escupefuego porque dice que paso mucho tiempo cuidándolo y no trabajo nada. Así que pensé que si hacía esto…

Septimus le dio el papel a Beetle.

—«Se precisa cuidador de dragón —leyó Beetle en voz alta—. Horario irregular, pero trabajo interesante. Se valorará el sentido del humor. Los interesados llamen a Septimus Heap, Torre del Mago». —Beetle soltó una sonora risotada—. Necesitarán algo más que un poco de sentido del humor, ¿no crees, Sep? ¿Qué te parece si dices que les irá bien tener pies de hierro forjado, carecer de sentido del olfato y ser capaces de correr los cien metros lisos en dos segundos…? Y eso solo para empezar.

Septimus parecía abatido.

—Lo sé, pero no quiero asustar a la gente. Se han interesado algunas personas, pero en cuanto les enseño a limpiar la dragonera sucede algo extraño. De repente se acuerdan de que, ¡uy!, se les había olvidado por completo que se habían comprometido a cuidar de su tía abuela, o, ¡ay, caramba!, se les había ido de la mente que tenían que embarcarse en un largo viaje precisamente al día siguiente. Luego parecen azorados y dicen lo mucho que realmente lo sienten y que les habría encantado aceptar el empleo. A los dos primeros los creí, pero después se hicieron un poco predecibles. ¡Oh, vamos, Beetle, pon mi anuncio en un sitio que se vea! Aquí entra todo tipo de personas raras; una de ellas tal vez quiera el trabajo.

—Tienes razón, entra toda clase de gente rara —gruñó Beetle—. Demasiado rara para mi gusto. Te diré qué vamos a hacer, Sep. Por ser tú, te haré un hueco en la puerta. El anuncio en el que se solicita un nuevo escriba puede quitarse. Está atrayendo a las personas equivocadas, tal y como le advertí a la señorita Djinn. Pondré el tuyo en su lugar.

—¡Oh, gracias, Beetle!

Con cierto entusiasmo, Beetle rompió el cartelito de Jillie Djinn, lo arrugó hasta convertirlo en una pelota y lo tiró a la papelera. Luego cogió un bote de pegamento, lo extendió en el papel de Septimus y lo pegó en la mugrienta ventana. Septimus fingió no darse cuenta de que las letras de colores se habían corrido.

—Ahora voy a hacer una pausa —dijo Beetle, chupándose los dedos para quitarse el pegamento—. ¿Te apetece un poco de FizzFroot?

—Claro que sí —dijo Septimus. Siguió a Beetle fuera del Manuscriptorium y luego hasta el cubil de Beetle en el patio trasero.

Beetle sacó dos tazas, echo un cubito de Fizz Bom en cada una y encendió un pequeño hornillo. Cuando el hervidor empezó a hervir soltó un fuerte pitido —desde que una vez Beetle lo dejara hervir sin agua, siempre pitaba así, juzgando que el agua estaba demasiado caliente—. Beetle sacó el hervidor del hornillo y vertió el agua en las tazas, que inmediatamente empezaron a echar espuma de un color rosa chillón y a desbordarse. Le dio una a Septimus.

—¡Uf, qué bueno! —balbuceó Septimus mientras el FizzFroot le subía directamente por la nariz.

—Esta mañana ha ocurrido algo curioso —dijo Beetle después de unos tragos de FizzFroot reparador—. Alguien ha dicho que eras tú.

Septimus dio otro trago de FizzFroot y estornudó.

—¡Achís! ¿Yo?

—Sí, un chico raro. Quería el puesto de escriba.

—¿Y qué le dijiste?

—Bueno, le dije que él no era tú, y no se lo tomó demasiado bien, pero tuve que decirle que podía volver más tarde. No es tarea mía decir quién puede aspirar a ser escriba. Espero que la señorita Djinn vea que está más loco que una cabra. Tengo que decirle que conoce unos pocos trucos oscuros, también. Aquí no queremos a nadie de esa calaña.

—¿Trucos oscuros? —preguntó Septimus.

—Sí. Ya sabes, la llama que sale del pulgar. Antiguamente solía considerarse insultante. Y ahora tampoco es algo bonito.

—No. Me pregunto quién será.

—Hummm. Bueno, te avisaré si regresa.

Septimus y Beetle se sentaron un rato a beber FizzFroot, hasta que Beetle recordó que, antes de que todo se volviera una locura, aquella mañana estaba esperando a que Septimus se dejara caer por allí.

—Oye, Sep —dijo de repente, al tiempo que se ponía en pie de un salto con una sonrisa en la cara—, podemos matar dos pájaros de un tiro. Tengo que enseñarte algo.

—¿Qué?

—No lo sabrás a menos que vengas a verlo, ¿quieres verlo? —sonrió Beetle.