La exoneración de Nicko
J annit Maarten, constructora de barcos, se dirigía a Palacio. Jannit, una mujer delgada y enjuta, que caminaba a grandes zancadas y llevaba una trenza de marino, no habría imaginado ni en sueños que un día ataría su bote de remos en la Grada de la Serpiente y se dirigiría a la verja de Palacio. Pero aquello era precisamente lo que estaba haciendo, un helado y gris día de primavera, con algo más que una pizca de aprehensión. Minutos más tarde, Hildegarde, la submaga que estaba de portera en Palacio, levantó la mirada de sus deberes de la escuela nocturna, titulados «Política, principios y práctica de la transformación». Vio a Jannit caminar vacilante sobre el anchuroso puente de planchas de madera que cruzaba el foso decorativo y conducía a las puertas de Palacio. Contenta de hacer una pausa, Hildegarde se puso en pie de un salto.
—Buenos días, señorita Maarten. ¿En qué puedo ayudarla? —dijo sonriendo.
—¡Sabe mi nombre! —dijo Jannit asombrada.
Hildegarde no le contó a Jannit que consideraba parte de su trabajo saber el nombre de todo el mundo. En lugar de eso le respondió:
—Cómo no voy a saberlo, señorita Maarten. Su astillero reparó el barco de mi hermana el año pasado. Se quedó muy satisfecha de su trabajo.
Jannit no tenía ni idea de quién podía ser la hermana de la submaga, pero no pudo evitar preguntarse qué barco sería. Jannit se acordaba de los barcos. Sonrió tímidamente y se quitó el gastado sombrero de paja de marino, que se había puesto especialmente para su visita a Palacio; para Jannit era el equivalente al traje de los domingos.
—Las damas pueden dejarse el sombrero puesto —le dijo Hildegarde.
—¡Ah! —respondió Jannit preguntándose qué tenía aquello que ver con ella. Jannit no se consideraba una dama.
—¿Desea ver a alguien? —le ayudó Hildegarde, que estaba muy acostumbrada a visitantes tímidos.
Jannit retorcía el sombrero en sus manos.
—A Sarah Heap, por favor.
—Enviaré a un mensajero. ¿Quiere que le diga por qué desea verla?
Después de una larga pausa, Jannit respondió.
—Nicko Heap —dijo mirando el sombrero.
—¡Ah! Por favor, tome asiento, señorita Maarten. Buscaré a alguien que la acompañe.
Al cabo de diez minutos, Sarah Heap, más delgada pero con los mismos rizos dorados de siempre, estaba ante ella sentada a la mesita de su salón, mirando a Jannit con sus preocupados ojos verdes.
Jannit estaba sentada en el borde de un gran sofá. Aunque se sentía azorada, no se sentaba en el borde del asiento por eso; lo hacía porque era el único espacio libre que quedaba en el sofá, el resto estaba ocupado por el revoltijo que parecía seguir siempre a Sarah Heap. Con un par de tiestos de plantas clavados en la espalda y una tambaleante pila de toallas apoyada en ella, Jannit se sentaba muy erguida en el sofá y de repente estuvo a punto de levantarse de un salto al oír un graznido procedente de un montón de ropa que había junto al fuego. Para asombro de Jannit, un pato con la piel rosada cubierta de una fina pelusilla y vestido con un chaleco multicolor de punto asomó del montón y se acercó a ella hasta sentarse a sus pies.
Sarah chasqueó los dedos.
—Ven aquí, Ethel —le dijo al pato. El pato se levantó y fue hacia Sarah, que lo cogió y lo sentó en su regazo—. Es una de las criaturas de Jenna —explicó Sarah con una sonrisa—. Nunca ha sido una niña de mascotas y de repente tiene dos. Es extraño. No sé de dónde las saca.
Jannit sonrió educadamente, sin saber muy bien cómo empezar a decirle a Sarah lo que le tenía que decir. Hubo un incómodo silencio y por fin dijo:
—Hummm, bueno… Aquí tiene mucho espacio.
—¡Oh, sí! Mucho —respondió Sarah.
—Maravilloso para una familia numerosa —dijo Jannit arrepintiéndose de inmediato de haberlo dicho.
—Si quieren vivir contigo —dijo Sarah con amargura—. Pero no si cuatro de tus hijos deciden vivir en el Bosque con un aquelarre de brujas y se niegan a volver a casa, ni siquiera de visita. Y luego, claro, está Simón. Sé que ha hecho mal, pero sigue siendo mi primer hijo. Lo echo tanto de menos…; me encantaría que viviera aquí. Es hora de que se establezca por su cuenta. Podía haber encontrado una chica mucho peor que Lucy Gringe, a pesar de lo que diga su padre. Aquí hay mucho sitio para todos… y para sus hijos también. Y luego está mi pequeño Septimus. Hemos estado separados todos estos años y aquí está, sin moverse de la cima de esa Torre del Mago con Marcia Gruñona Overstrand, que cada vez que me ve aún tiene la desfachatez de preguntarme si disfruto de ver tanto a Septimus. Supongo que cree que es una especie de broma porque ahora apenas lo veo. En realidad, no lo he visto desde que Nicko…
—¡Ah! —exclamó Jannit aprovechando la oportunidad—. Nicko. De eso es de lo que… bueno, supongo que ya habrá adivinado por qué estoy aquí.
—No —dijo Sarah, que se lo imaginaba, pero no quería ni siquiera pensar en ello.
—¡Oh! —Jannit bajó la vista hacia su sombrero de paja y luego lo puso decididamente encima de un montón de algo que había detrás de ella. A Sarah se le estaba partiendo el corazón. Sabía lo que se avecinaba.
Jannit se aclaró la garganta y empezó.
—Como sabe, Nicko lleva fuera seis meses y, por lo que tengo entendido, nadie sabe dónde está ni cuándo volverá, si es que vuelve alguna vez. En realidad, y lamento mucho decirlo, he oído que no regresará nunca.
Sarah tomó aliento. Nadie hasta entonces se había atrevido a decírselo a la cara.
—Siento mucho haber venido aquí de este modo, señora Heap, pero…
—Llámame Sarah. Por favor, llámame Sarah a secas.
—Sarah. Sarah, lo siento, ya no podemos seguir luchando sin Nicko. La temporada de verano se avecina, y es cuando más locos insensatos se lanzan al mar a intentar pescar unos pocos arenques. Todos querrán tener sus barcos a punto, además la barcaza del Puerto se tiene que reparar después de seis meses de tormentas… Bueno, nos enfrentamos al momento de mayor trabajo. Lo siento mucho, pero, aunque Nicko sigue siendo mi aprendiz, según los reglamentos de capacitación de la Asociación de Constructores de Barcos, que son un auténtico lío pero estoy obligada a acatarlos, no puedo contratar a nadie más. Necesito urgentemente otro aprendiz, sobre todo dado que Rupert Gringe está a punto de acabar su período de aprendizaje.
Sarah Heap apretó fuerte las manos, y Jannit notó que tenía las uñas mordidas y en carne viva. Sarah temblaba y permaneció en silencio unos segundos. Luego, justo cuando Jannit pensaba que tendría que romper ella el silencio, Sarah dijo:
—Nicko volverá. Yo no creo que viajaran atrás en el tiempo… nadie puede hacer eso. Jenna y Septimus creen que lo hicieron. Fue algún hechizo perverso y malvado. Sigo pidiéndole a Marcia que lo averigüe. Ella podría encontrar a Nicko, pero no hace nada. Nada. ¡Es una auténtica pesadilla! —Sarah levantó la voz presa del desespero.
—Lo siento mucho —murmuró Jannit—. De verdad.
Sarah respiró hondo e intentó calmarse.
—No es culpa tuya, Jannit. Tú has sido buena con Nicko. A él le encantaba trabajar contigo, pero, por supuesto, debes encontrar otro aprendiz, aunque quiero pedirte una cosa.
—Claro que sí —respondió Jannit.
—Cuando Nicko regrese, ¿podrá volver a ser tu aprendiz?
—Estaría encantada —Jannit sonrió complacida de que Sarah le hubiera pedido algo en lo que ella podía estar fácilmente de acuerdo—. Aunque tenga un nuevo aprendiz, Nicko seguirá los pasos de Rupert y se convertirá en mi aprendiz de primera u oficial como lo llamamos en el astillero. Y ahora —aquella era la parte que Jannit temía—, lamento molestarte, pero debes firmar la exoneración.
Jannit se levantó y sacó un rollo de pergamino del bolsillo del abrigo, y la pila de toallas, que perdieron de repente su punto de apoyo, se cayeron y ocuparon su lugar.
Jannit hizo espacio en la mesa y desenrolló el largo trozo de pergamino que constituía el contrato de aprendizaje de Nicko. Lo sujetó por arriba y por abajo con lo que tenía a mano, una novela desgastada llamada Amor en alta mar y una gran bolsa de galletas.
—¡Oh! Sarah contuvo la respiración al ver la firma de trazos finos y liados de Nicko junto a su propia firma y la de Jannit al pie del pergamino.
Jannit colocó raudamente la exoneración —un trocito de pergamino— encima de las firmas.
—Sarah, como eres una de las partes que firmó el contrato de aprendizaje, tengo que pedirte que firmes la exoneración. He traído una pluma por si… por si no encuentras una.
Sarah no encontraba ninguna, así que cogió la pluma y el tintero que Jannit había sacado del otro bolsillo del abrigo, hundió la pluma en el tintero y, sintiéndose como si fuera a firmar la sentencia de muerte de Nicko, estampó su firma en el pergamino. Una lágrima cayó en la tinta y creó un borrón; tanto Jannit como Sarah hicieron como si no se dieran cuenta.
Jannit firmó al lado de Sarah; luego sacó del bolsillo del abrigo, que parecía no tener fondo, una aguja enhebrada con grueso hilo de algodón para remendar velas y cosió la exoneración encima de las firmas originales.
Nicko Heap ya no era el aprendiz de Jannit Maarten.
Jannit cogió el sombrero que se mantenía en equilibrio detrás de ella y salió huyendo. Solo cuando llegó a su barco se dio cuenta de que había cogido el sombrero de jardinería de Sarah, pero a pesar de eso se lo puso y remó lentamente hacia su astillero.
Silas Heap y Maxie, el perro lobo, encontraron a Sarah en su herbario. Por algún motivo que Silas no alcanzaba a comprender, Sarah llevaba un sombrero de paja de marino. También tenía al pato de Jenna con ella. A Silas no le gustaba demasiado el pato, aquellas plumillas endebles le ponían la piel de gallina cuando lo miraba y pensaba que el chaleco de punto era un signo de que Sarah se estaba volviendo loca.
—¡Ah, estás aquí! —dijo encaminándose por el primoroso sendero de hierba hacia el lecho de menta en el que Sarah hurgaba con la cabeza perdida en sus pensamientos—. Te he estado buscando por todas partes.
Sarah respondió a Silas con una media sonrisa lánguida, y cuando él y Maxie pisotearon el indefenso jardín de menta, ni siquiera aventuró una débil protesta. Silas, al igual que Sarah, parecía agobiado por las preocupaciones. Sus trigueños rizos Heap habían adquirido recientemente un matiz grisáceo ceniciento, sus ropajes azules de mago ordinario le quedaban holgados, y ceñía su cinturón plateado de mago ordinario un punto o dos más apretado de lo que era habitual en él. Acompañado por el embriagador olor de la menta aplastada, Silas llegó hasta Sarah y soltó directamente el discurso que tenía preparado.
—Sé que no te va a gustar, pero estoy decidido. Maxie y yo vamos a internarnos en el Bosque y no saldremos hasta que lo encontremos.
Sarah cogió al pato y lo apretó contra ella, tanto que emitió un «cuac» estrangulado.
—Eres un loco testarudo. Cuántas veces te he dicho que si convences a Marcia de que haga algo contra esa horrible Magia Negra que ha atrapado a Nicko en alguna parte, él estará de regreso en un santiamén. Pero no. Te empeñas una y otra vez en que tienes que ir a ese estúpido Bosque…
Silas suspiró.
—Te he hablado ya de esto, Marcia dice que no es Magia Negra. No tiene sentido pedírselo una y otra vez. —Sarah frunció el ceño, de modo que Silas probó a enfocarlo de otra manera—. Mira, Sarah, no puedo quedarme aquí sin hacer nada, me estoy volviendo loco. Han pasado seis meses desde que Jenna y Septimus regresaron sin Nicko y no pienso esperar más. Tú has tenido el mismo sueño que yo. Ya sabes que eso significa algo.
Sarah recordó el sueño que había tenido meses atrás, después de que Nicko desapareciera. Nicko caminaba por un bosque cubierto de nieve; el sol se ponía y, delante de él, una luz amarilla brillaba a través de los árboles. Había una muchacha junto a él, un poco más alta y mayor que él, pensó Sarah. La muchacha tenía el cabello largo y tan rubio que parecía blanco y se abrigaba con una pelliza de piel de lobo. Ella señalaba la luz que tenía delante. Nicko cogió a la muchacha de la mano y juntos corrieron hacia la luz. En aquel momento, Silas empezó a roncar y Sarah se despertó sobresaltada. A la mañana siguiente, Silas describió con emoción el sueño que había tenido sobre Nicko. Para asombro de Sarah, era idéntico al suyo.
Desde aquel momento, Silas se convenció de que Nicko estaba en el Bosque y quería ir en su busca, pero Sarah no estaba de acuerdo. Le había dicho a Silas que el bosque del sueño no era el Bosque del Castillo. Era otro y estaba segura de ello. Silas, a su vez, tampoco estaba de acuerdo. Conocía el Bosque, y estaba seguro de que era el Bosque del Castillo.
En el tiempo que llevaban juntos, Sarah y Silas no siempre habían estado de acuerdo, pero solían resolver sus diferencias enseguida, sobre todo cuando Silas llegaba a casa con un ramo de flores silvestres o hierbas para Sarah como ofrenda de paz. Pero esta vez no había ofrenda de paz. Las peleas de Silas y Sarah sobre bosques eran cada vez más enconadas y enseguida perdían de vista el verdadero motivo de su infelicidad: la desaparición de Nicko. Pero ahora, Silas acababa de tropezar con Jannit Maarten, que salía en aquel momento llevándose el antiguo contrato de aprendiz de Nicko. Lo tenía decidido. Se internaría en el Bosque para encontrar a Nicko y nadie le detendría, en especial Sarah.