Prólogo:

Nicko y Snorri

E s día de mercado semanal en la vía del Mago. Una chica y un chico se han detenido en un puesto de arenques en escabeche. El chico tiene el cabello rubio, retorcido y trenzado al estilo en que lo llevarán los marinos en algún momento del futuro lejano. Sus ojos verdes tienen una expresión grave, casi triste, e intenta convencer a la chica de que le deje comprar algunos arenques.

El cabello de la muchacha también es rubio, pero de un rubio casi blanco. Es lacio y largo, y lo sujeta con una cinta de cuero, de las que llevan los Mercaderes del Norte. Sus ojos de color azul claro miran al muchacho.

—No —le dice—. No los podría comer, me recordarían demasiado el hogar.

—Pero si te encantan los arenques —le responde él.

La propietaria del puesto es una mujer anciana con ojos de color azul claro como los de la muchacha. No ha vendido un solo arenque en toda la mañana y está decidida a no perder la oportunidad de venderles algo.

—Si te gustan los arenques deberías probar estos —le dice a la chica—. Están preparados como Dios manda, como se debe escabechar el arenque.

La mujer corta un trocito, lo pincha en un palillo de madera y se lo ofrece a la chica.

—Venga, Snorri —le dice el muchacho casi suplicándole—. Pruébalo, por favor.

Snorri sonríe.

—De acuerdo, Nicko. Lo hago por ti, lo probaré.

—¿Es bueno? —le pregunta la vendedora.

—Es bueno, señora —responde Snorri—. Muy bueno.

Nicko se queda un rato pensando. Piensa que la mujer del puesto habla igual que Snorri. Tiene el mismo acento cantarín y no tiene el deje de la Lengua Antigua a la que él y Snorri se han acostumbrado en los pocos meses que han pasado en esta época.

—Disculpe, pero ¿de dónde es usted?

La anciana le mira con ojos nostálgicos.

—No lo entenderíais —le contesta.

Pero Nicko insiste.

—No es usted de aquí. Lo sé por el modo en que habla. Habla usted como Snorri. —Nicko pasa el brazo alrededor de los hombros de Snorri y ella se sonroja.

La anciana se encoge de hombros.

—Es cierto, no soy de aquí. Soy de tan lejos que no podríais ni imaginarlo.

Ahora Snorri también mira a la anciana. Empieza a hablar en su propio idioma, el idioma de su época.

Los ojos de la anciana se iluminan al oír hablar en su propia lengua, tal y como la hablaba de niña.

—Sí —dice respondiendo a la pregunta vacilante de Snorri—. Soy Ells. Ells Larusdottir.

Snorri vuelve a hablar y la anciana le responde con cautela.

—Sí, la tengo, o la tenía, tengo una hermana llamada Herdis. ¿Cómo lo sabes? ¿Eres una de esas robapensamientos?

Snorri niega con la cabeza.

—No —dice, aún en su propio idioma—. Pero soy una vidente de espíritus. Como mi abuela, Herdis Larusdottir. Y mi madre, Alfrún, que aún no había nacido cuando mi tía abuela Ells desapareció a través del Espejo.

Nicko se pregunta qué le estará diciendo Snorri para que aquella mujer se aferre a la endeble mesa de su puesto con tal ferocidad que los nudillos se le están quedando blancos. Aunque Snorri le ha estado enseñando su idioma, habla demasiado rápido con la anciana y la única palabra que reconoce es «madre».

Y he aquí que la tía abuela Ells lleva a Nicko y a Snorri a su alta y estrecha casa en las murallas del Castillo, arroja un leño en la estufa y les cuenta su historia. Muchas horas después, Snorri y Nicko salen de la casa de la tía abuela Ells cargados de arenque en escabeche y esperanza. Lo más precioso de todo: tienen un mapa que muestra el camino a la Casa de los Foryx, el lugar donde todas las épocas se encuentran. Esa noche Snorri hace dos copias del mapa y le entrega una a Marcellus Pye, el alquimista en cuya casa se alojan. Durante las siguientes semanas se pasan el día haciendo planes para preparar su viaje a lo desconocido. Un día gris y lluvioso, Marcellus Pye despide su barco desde el embarcadero del Castillo. Se pregunta si alguna vez volverá a verlos. Aún se lo pregunta.