Vencedores y vencidos

Vencedores y vencidos

La caída del tirano Perón en Argentina es la mejor reparación al orgullo del Imperio y tiene para mí tanta importancia como la victoria de la Segunda Guerra Mundial, y las fuerzas del Imperio Inglés no le darán tregua, cuartel ni descanso en vida, ni tampoco después de muerto.

WINSTON CHURCHILL, discurso en la Cámara de los Comunes, octubre de 1955

En aquellos días de 1955 podía percibirse un clima raro. La situación política se había ido complicando más de lo deseable. La oposición no lograba amalgamarse como en 1945, cuando había formado la famosa Unión Democrática.

Curiosamente uno de los más poderosos factores de unidad era el padecer por igual la censura oficial, la dificultad para comunicarse con la sociedad y la persecución sufrida por sus militantes. El gobierno parecía no tomar debida cuenta de hasta qué punto estaba propiciando una alianza opositora.

Sólo faltaba el factor aglutinante que estuviera en condiciones de ponerse al frente de aquella alianza con serias probabilidades de llevarla a la victoria. La Iglesia Católica surgirá nítidamente como la alternativa perfecta, por varias razones. Era una de las pocas corporaciones que no había sido copiada por el peronismo; su imagen de «neutralidad» la ponía «por encima de las pasiones», a lo que sumaba su carácter de fuente ideológica y reserva moral de las fuerzas armadas y su enorme influencia sobre la población civil, que por aquellos años era muy importante. El gobierno estaba a punto de embarcarse en un grave conflicto sin medir seriamente la relación de fuerzas, que ya no era la de 1946.

A Dios rogando y con el mazo dando

Si bien en un principio las relaciones entre el gobierno y la Iglesia parecían marcadas por el reconocimiento y el diálogo, estaba muy claro que los apoyos recíprocos no tenían que ver precisamente con la común admiración y el respeto sino con la mutua conveniencia. Perón tenía una base social mayoritariamente católica y obraba en consecuencia, otorgándole notables privilegios políticos y económicos a la corporación eclesiástica.

Cumpliendo sus promesas electorales —que llevaron a la jerarquía católica a recomendar a sus feligreses votar por Perón, en la famosa Pastoral de 1945—, el presidente hizo que el Congreso convirtiera en ley el decreto que introducía la enseñanza religiosa en las escuelas, declarada optativa y extracurricular por la Ley 1420 sancionada por iniciativa de Sarmiento en 1884.

En 1947, en ocasión del debate parlamentario, el diputado radical Luis Dellepiane había dicho, refiriéndose a la Iglesia Católica y sus cuadros políticos:

Quienes ahora están a favor de la ley de enseñanza religiosa, terminarán buscando refugio y amparo en las filas radicales, pues el gobierno totalitario, en el curso del tiempo, terminará por perseguir a la Iglesia que hoy arranca una ley, más que por la discusión, por imposición de una mayoría regimentada[449].

El padre Hernán Benítez recordaba que en una entrevista con el papa Pío XII, el Sumo Pontífice había sido muy generoso con Perón en sus expresiones:

En audiencia a solas, de una hora, Su Santidad, después de leer el extenso documento del General Perón que dejé en sus manos, abundó en expresiones de gratitud hacia nuestro Presidente y lo elogió sin reservas: por haber cortado la racha de sesenta años de laicismo y ateísmo escolar; por haber mantenido en las leyes la indisolubilidad del matrimonio, contra lo que acaece en la mayoría de los países del mundo católico; por la eficacia de su acción obrerista, que conjuró el peligro del comunismo en la Argentina, señalada para cabecera de puente del comunismo americano […]; por los recursos distribuidos con mano larga con que subsidió a los países europeos pauperizados por la guerra, incluido el mismo Vaticano[450].

Pero habían pasado los años y aquel romance inicial estaba resquebrajado. A la jerarquía católica la venía incomodando el marcado tinte político y personalista que el peronismo les daba a sus actividades. La acción arrolladora de Evita en pocos años era una denuncia muy evidente de la inacción social de siglos de la Iglesia, y las donaciones y las limosnas se depositaban cada vez menos en los templos y más en las cuentas de la Fundación. La molestia eclesiástica con «esa mujer» era indisimulable; si hasta había reemplazado a las tradicionales monjas por enfermeras profesionales en los hospitales. Un hecho simbólico no menor que indignaba a la Iglesia, lo constituía la ocupación del espacio mítico nunca antes disputado. Los sacerdotes señalaban la inconveniencia de que convivieran en las mismas paredes y con la misma jerarquías los retratos de Evita, Perón y Jesús. Esta lucha se potenció al morir Evita. La abanderada de los humildes se convirtió automáticamente en santa para el culto popular, que le levantó altares en todo el país sin esperar la aprobación de la Santa Madre Iglesia, porque sabía muy bien que eso no pasaría nunca.

Todos estos elementos hacían pensar a la corporación eclesiástica que pronto se vería en la obligación de cumplir un rol más cercano al sometimiento que a la alianza táctica, y que ese papel incluiría el renunciamiento a sus tradicionales apoyos a las clases dominantes. Para que nadie se confunda, por entonces no había nada siquiera parecido a lo que cobraría fuerza unos trece años más tarde bajo el nombre de Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo[451], y faltaban ocho años para que en el Concilio Vaticano II[452] el papa Juan XXIII[453] intentara hacer optar a la Iglesia, que alguna vez había sido de Cristo, por los pobres. Por aquellos días la Iglesia argentina, que ostentaba el dudoso récord de ser una de las más reaccionarias del mundo, optaba sin culpas por los ricos y poderosos y militaba fervorosamente —más allá de honrosas excepciones personales— por el mantenimiento o, en el caso de la Argentina anterior a septiembre de 1955, por el retorno del orden establecido del privilegio y la exclusión y contra todo cambio tendiente ala justicia social. Ésa fue la Iglesia que se constituiría, con todo lo que ello implicaba, en el más lúcido, consecuente y consciente punto de referencia del frente opositor a Perón. Un pionero en la materia fue el sacerdote ultraderechista Julio Meinvielle, quien en 1949 escribió un artículo en el periódico Presencia, titulado «Hacia un nacionalismo marxista». En él decía que

al carecer de una concepción unitaria de valores, el General Perón ha ido cayendo en un planteo puramente económico y materialista. Por la fuerza de las cosas, su justicialismo habría de convertirse en un verdadero marxismo[454].

Perón detallaría en un discurso algunos hitos de aquel distanciamiento:

Recuerdo, por ejemplo, la lucha sistemática contra la persona y contra la obra social de la señora Eva Perón y de su benemérita Fundación; la campaña de calumnias y difamaciones de que fueran objeto las mujeres del Partido Peronista Femenino, campaña carente de todo espíritu cristiano y totalmente injusta; las actitudes de numerosos miembros del clero que se negaron a satisfacer los deseos del Pueblo cuando éste trató de realizar oficios religiosos por la salud o en memoria de la señora Eva Perón; el desprecio por la organización obrera que se agrupa en la Confederación General del Trabajo; las campañas organizadas contra la posición ideológica del Movimiento Peronista, posición de paz para la reconciliación del mundo; la prédica de rumores destinados a lograr el desprestigio de los hombres de gobierno mediante las más dispares acusaciones; las campañas tendientes a crear el descrédito del Gobierno en el exterior de la República; los ataques injustificados contra las organizaciones juveniles y las más infames calumnias contra las actividades que ellas realizan a puertas abiertas[455].

El General ahora se lamentaba de haber impulsado un generoso subsidio del 75% de los sueldos de los docentes de escuelas privadas, de las cuales el 90% eran propiedad de la Iglesia Católica. Mientras se enteraba por los diarios de las diatribas de los obispos contra su gobierno y las calumnias contra su persona, el presidente les recordaba a sus colaboradores los abusos a que dio lugar aquel subsidio y declaraba:

El peronismo quizás a veces no respeta las formas, pero trata de asimilar y de cumplir el fondo. Es una manera efectiva, real y honrada de hacer el cristianismo, por el que todos nosotros sentimos una inmensa admiración[456].

Los argentinos somos demócratas y cristianos

Pero lo que más irritó al General fue la creación, en julio de 1954, de un Partido Demócrata Cristiano, con el aval de la Iglesia. El líder consideraba que su movimiento era democrático y cristiano y que en la Argentina no era necesario otro partido para frenar el avance del comunismo, principal objetivo de la democracia cristiana impulsada por el Vaticano y el Departamento de Estado norteamericano.

La vieja alianza ideológica entre los militares y la Curia tornaba más peligroso el protagonismo de la Iglesia, que contaba ahora con una expresión política partidaria propia y excelentes contactos con oficiales superiores de las tres armas que parecían dispuestos a salir en defensa de Cristo Rey. Perón no se quedó callado ante la iniciativa y lanzó la piedra; aunque no podría precisarse, como es de bíblico conocimiento, si fue la primera:

¿Qué es el clero? Es una organización como cualquier otra, donde hay hombres buenos, malos y malísimos. […] La Iglesia no tiene nada que ver en este asunto… Yo me he reunido con altos dignatarios de la Iglesia, con obispos y arzobispos… y les dije: «Aquí hay una gran inquietud […] por la intromisión de algunos hombres del clero en las organizaciones profesionales». Ellos nos dieron toda la razón del mundo y declararon […] que eran los primeros en condenar a esos sacerdotes que no sabían cumplir con su deber. Dijeron que no sólo los condenaban, sino que los señalaban como hombres que estaban levantados contra el Gobierno y también contra la dignidad eclesiástica. Si los responsables de la Iglesia argentina […] declaran que condenan a esos curas o a esos otros católicos que están en una acción de perturbación, nosotros tenemos que hacer honor a esa palabra[457].

Y, casi a renglón seguido, Perón formulaba una advertencia:

No hay ninguna ley de la República que impida que se tomen medidas contra cualquier ciudadano, sea éste de una profesión o de otra, que delinque contra las buenas costumbres o contra las leyes de la República. […] De manera que todas esas asociaciones que funcionen con una finalidad y realicen otra, deben ser intervenidas inmediatamente por la ley, clausuradas de acuerdo con la ley y procesadas por asociación ilícita, pues esa es la asociación ilícita: la que se organiza con un fin y luego realiza otro. […] En Córdoba es donde suceden las cosas más raras. Este señor, padre Bordagaray, asesor del Ateneo Universitario de Córdoba, que es quien dice que debe elegirse entre Cristo o Perón. […] Para nosotros esto no pasa de estos individuos. Aquí hay como dieciséis mil integrantes del clero. Cómo vamos a hacer una cuestión porque haya 20 o 30 que sean opositores. […] Pero detrás de estas maniobras está lo grave… Aquí no hay conflictos con la Iglesia. […] Lo que hay aquí es la preparación de un clima para la alteración del orden público… A todo el que no quiera vivir tranquilo y en orden, hay que sacarlo de circulación y ponerlo en un lugar donde no pueda alterar el orden. […] Para eso, tenemos la ley y tenemos la policía. No hemos de hacer nada fuera de la ley. […] No vamos a estar molestando y perturbando al país por culpa de los que no nos quieren dejar trabajar tranquilos[458].

Pero la cosa no quedó en palabras. El promotor de la fórmula «Cristo o Perón», que ponía a Jesús en el lugar que había ocupado Braden, el padre Eladio Bordagaray, y varios colegas de su diócesis fueron detenidos a horas de pronunciado el discurso de Perón.

La jerarquía católica respondió con una pastoral que debía ser leída desde el púlpito de todos los templos:

La Iglesia es […] una realidad sobrenatural que tiene un aspecto trascendente, pero también un aspecto temporal. […] A nadie debe sorprender que, como madre de una gran familia, tenga en su seno justos y pecadores. […] Ningún sacerdote puede ni debe tomar parte en las luchas de partidos políticos sin comprometer su investidura y a la misma Iglesia. […] Frente al comunismo ateo y materialista, frente al divorcio absoluto, frente a la escuela laica y obligatoria, como a otras cuestiones esenciales de doctrina, ningún sacerdote podría permanecer indiferente, sino que debería asumir la defensa serena y firme de los valores eternos. […] La misión de la Iglesia no puede circunscribirse al ámbito de sus templos; Ella debe practicar el Evangelio en todas partes, según el mandato de su Divino Fundador. […] Si nosotros, obispos y sacerdotes, que en gran parte somos hijos de trabajadores, hemos tenido relaciones, por razones de nuestro ministerio sacerdotal, con los trabajadores de nuestro pueblo, ello ha sido porque respondimos a su deseo expreso y formal […]. Hemos cumplido nuestros deberes sagrados ante Dios y nuestro pueblo[459].

El conflicto estaba lanzado y parecía imparable. El 25 de noviembre, el Partido Peronista y los sindicatos convocaron a un acto en el Luna Park bajo la nada metafórica consigna: «¡Perón sí, curas no!». Se sucedieron los oradores, entre ellos Delia Parodi, quien dijo: «Compañeros: sabemos que muchos caminos conducen a Roma, pero todos, todos los caminos, conducen a Perón»[460]. A su turno, el secretario general de la CGT, Vuletich, advirtió:

Ahora dicen que vamos a quemar los templos y son mentiras, y nos llaman turbas infernales […]. Lo que sí, les advertimos que pongan frenos a la lengua, porque cuando fallan los frenos de la lengua, por lógica consecuencia del otro lado fallan los frenos de los manilargas. Entonces sí sabrán quiénes somos, si se lesiona a nuestros seres queridos, se quiere acabar con nuestra tranquilidad y romper las filas aglutinadas de nuestro movimiento […]. Si tratan de romper la unidad de los obreros argentinos, entonces sí que voluntariamente abandonaremos nuestra labor de paz para ser los primeros en los menesteres de la guerra[461].

La ofensiva gubernamental siguió con la anulación de la personería jurídica de la Acción Católica y continuó por la vía parlamentaria con el envío de tres proyectos históricamente postergados: la ley de divorcio, la ley de hijos naturales y el proyecto para separar la Iglesia del Estado. Este último requería la convocatoria a una Constituyente que posibilitase modificar nada menos que el artículo segundo de nuestra Constitución. El gobierno también prohibió el uso de símbolos religiosos en público durante las fiestas navideñas.

La ley de hijos naturales fue defendida por Perón en estos términos:

El número de hijos naturales […] era muy grande en la Argentina. La ley prohibía investigar la paternidad de un hijo en estas condiciones. Oficialmente, no tenían padre, carecían de todo derecho: eran muertos civiles. Todavía peor: sus documentos decían: «hijo natural», escrito con tinta colorada, es decir: hijo de madre soltera que es casi como decir «hijo de puta» […]. ¿Quién podía oponerse a una ley semejante? No creo que se haya hecho una ley más justa. A pesar de ello, muchos sacerdotes se lanzaron a una abierta campaña opositora[462].

La separación de la Iglesia del Estado implicaba para la corporación eclesiástica un problema político y económico, porque el artículo segundo de nuestra Constitución, que se proponía anular, establece que «el Estado argentino sostiene el culto católico, apostólico y romano», es decir la adopta como religión oficial de Estado y la financia con sus recursos. La reforma constitucional echaría por tierra con la preeminencia política de la religión católica sobre las demás y eliminaría su financiamiento por parte del Estado.

También fue enviado el proyecto de ley de profilaxis, que legalizaba los prostíbulos, cuya actividad había sido prohibida en 1936 durante el gobierno del general Justo. La Iglesia volvió a poner el grito en el cielo y pidió una reunión con Perón. A ella asistió el ministro de Salud, Ramón Carrillo, quien le señaló a monseñor Antonio Caggiano: «Pero Eminencia, ¿usted olvida que [esas casas] existían hasta en los Estados Pontificios?»[463] El obispo guardó un breve silencio y le pidió a Perón que cajoneara el proyecto.

La manifestación de Corpus Christi

En mayo de 1955 se suprimió la obligatoriedad de la enseñanza religiosa. Para la Iglesia fue la gota que colmó el vaso de lo que entendía como una campaña en su contra. De inmediato convocó a una gran concentración en conmemoración del Corpus Christi[464], a través de todos sus medios disponibles: colegios, púlpitos, publicaciones y 500.000 volantes repartidos en Capital y Gran Buenos Aires.

La Iglesia prefirió trocar el jueves, que es cuando corresponde celebrar la festividad según la liturgia, por el sábado 11 de junio, para garantizar una mayor concurrencia a las inmediaciones de la Catedral metropolitana. El gobierno autorizó la ceremonia del jueves pero prohibió la marcha del sábado.

La procesión se transformó en una enorme manifestación opositora. Ateos confesos marcharon de a miles junto a los católicos, enfurecidos por la sanción de las leyes de «hijos naturales» y de divorcio, que arriaron la bandera argentina del mástil del Congreso e izaron la insignia papal. Era una multitud calculada en unas cien mil personas que miraban atentas las ventanas de la Curia, desde donde los sacerdotes Manuel Tato y Ramón Novoa los saludaban y alentaban. Según Perón,

en forma de un verdadero alzamiento contra la autoridad policial, se reunieron en la Plaza de Mayo, donde los arengó el cura Tato y luego por la Avenida de Mayo se dirigieron hacia el Congreso con la intención de quemarlo, por las leyes que poco antes se habían votado allí[465]

En esas circunstancias se produjo el confuso episodio de la quema de una bandera argentina, que como en otras circunstancias de nuestra historia dio lugar a encendidas discusiones sobre lo accesorio y eludió el debate ideológico. Toda la semana del 11 al 16 de junio se fue en dimes y diretes sobre quién había quemado la bandera, símbolo sagrado e inmaculado para católicos y peronistas, tan católicos como los otros.

Hay varias versiones sobre el hecho. La que recoge Fermín Chávez, da cuenta de que un grupo de católicos intentó apagar la lámpara votiva que recordaba a Eva Perón en el frente del Congreso con el asta de una bandera y que ésta se prendió fuego; es decir que no hubo intencionalidad de quemarla. Otra versión le atribuye directamente al ministro del Interior, Ángel Borlenghi, la autoría del hecho y da el detalle de que la bandera se habría quemado en una comisaría. La tercera, que deslinda las responsabilidades tanto de Perón como de los opositores, es la del diputado y luego ministro peronista Oscar Albrieu, que les contó a los investigadores de la Universidad de Columbia:

alguien, por error, transmitió al Ministerio del Interior la información de que se había quemado una bandera y todo el mundo dio por seguro que se trataba de la que había flameado en el mástil del Congreso. Perón al escuchar el informe llamó por teléfono al jefe de la policía, quien le prometió investigar. El presidente le dijo que quería la bandera quemada. El jefe no pudo encontrar ningún resto porque los manifestantes se habían llevado consigo los trapos quemados. Como Perón estaba en camino y daba la impresión de querer ver la enseña patria incinerada, el policía ordenó a sus hombres que quemaran algo que se pareciera a una bandera. Prendieron fuego a una camisa y se la presentaron a Perón y a Borlenghi[466].

Perón pidió investigar el tema y el subinspector Liborio Juan Laperchia declaró ante su interrogador, el teniente coronel Jorge Osinde, quien respondía ante el general Lucero:

el día de la concentración a las 23 hs el subinspector Giliberti le había comunicado que de parte de la jefatura, o sea el comisario inspector Racana, tenía que salir conjuntamente con el inspector Ferrari para quemar la bandera que estaba en el Senado. Que un fotógrafo estaría a una cuadra aproximadamente del lugar para que una vez consumado el hecho de quemar la bandera sacara fotos, etc. […] Cuando iban a cometer esta barbaridad fueron llamados al despacho del comisario Racana y le dijeron al subinspector Giliberti que no había que hacerlo pues ya la habían quemado[467]

En su libro de memorias, redactado por el periodista Jorge González Crespo, el almirante Isaac Rojas admite:

evidentemente, y a la luz de los documentos de Lucero correspondientes a los interrogatorios de funcionarios policiales, Perón no había sabido nada sobre las indicaciones de Borlenghi. En este aspecto, como en otros, había sido «rodeado» por su propio entorno[468].

Lo cierto es que la sociedad argentina fue sometida a campañas oficiales y extraoficiales de contrainformación y no a un debate, largamente postergado sobre el rol de la Iglesia en nuestra sociedad.

Leyes imprescindibles para un país que se preciaba de moderno, como la de hijos naturales y el divorcio, aparecen sancionadas como provocaciones del gobierno peronista más que como avances de la civilización.

Condenar es divino

El domingo 12 se produjeron incidentes en la Catedral cuando grupos de peronistas rodearon el templo y chocaron con jóvenes católicos que se habían citado allí para custodiarlo. Entre ellos estaba Mariano Grondona, quien varios años después le contaría así el episodio a Hugo Gambini:

En esos días ya se hablaba de incendiar las iglesias y por eso, cuando se corrió la voz por teléfono de que iban a atacar la Catedral, fuimos todos a defenderla. Estábamos parados en hileras y al empezar los cascotazos, nos metimos adentro. La verdad es que la Catedral la rompimos nosotros, porque en el afán de tener un palo cada uno no dejamos un banco sano. Hasta los candelabros servían de armas de defensa. Cuando vino la redada policial, algunos ya habían huido por un pasadizo secreto que comunicaba la Catedral con la Curia y ésta con la calle: eran los más comprometidos, porque estaban haciendo la conscripción[469].

Ante el cariz que iban tomando los acontecimientos, Perón decidió dirigirse a la población el lunes 13 de junio:

Éstos son, señores, algunos de los hechos que la oligarquía clerical, el clero político y los dirigentes de las organizaciones clericales de naturaleza civil produjeron para reconocer con tanta ingratitud toda nuestra acción positiva de gobierno a favor del desarrollo espiritual de nuestro pueblo. […] Si algunas leyes sancionadas por el Congreso de la Nación no satisfacen a las minorías, no creemos que el camino de rectificarlas sea precisamente el de provocar desórdenes y alterar la paz. Desconocer el derecho del Pueblo de decidir su propia legislación a través de sus representantes legales es un alzamiento contra la Constitución y la ley que no puede conducir ni a la paz ni a la tranquilidad[470].

El 14 de junio fueron exonerados el vicario general, obispo auxiliar y canónigo Manuel Tato, y el canónigo diácono Ramón Novoa, que habían oficiado la misa de Corpus Christi. Al día siguiente partieron desde Ezeiza hacia Roma. Así lo contó monseñor Tato:

El lunes y el martes siguientes [a la procesión de Corpus Christi] los partidarios del gobierno organizaron violentas manifestaciones anticlericales en el curso de las cuales fueron quemados maniquíes vestidos con sotanas, con la inscripción: «Un enemigo». Eso tendía a vengar la supuesta «ofensa hecha a la patria» y a pedir reparación por «la bandera entregada a las llamas por elementos católicos». El martes 14 el jefe de la policía de la sección política nos hizo un proceso verbal de los sucesos del sábado y del domingo. Monseñor Novoa y yo fuimos llevados al Departamento de Policía a fin de confirmar las declaraciones hechas al juez de instrucción. Eran las 17.15 horas cuando llegamos al Departamento de Policía. No nos imaginábamos que a partir de ese instante seríamos prisioneros, sin posibilidad de comunicarnos con el exterior durante más de 12 horas.

Hacia las 22 horas un empleado nos informó que «por orden superior» debíamos dejar el país y que podíamos elegir entre Chile y el Uruguay.

El miércoles, hacia las 5 horas de la madrugada, tras una insólita agitación de personal y de coches, se nos hizo subir en dos camiones de la policía, guardados por agentes armados, unos en uniforme, otros de particular. Nuestros camiones iban escoltados por ocho automóviles y motocicletas de la policía. Nos dimos cuenta entonces que nos llevaban al aeropuerto de Ezeiza. Allí esperaban numerosos fotógrafos y reporteros de la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia, que nos sometieron a un incesante bombardeo de flashes. A las 9 horas se nos acompañó a un aparato de Aerolíneas Argentinas, y recién entonces supimos que nuestro destino era Roma[471].

La Curia local pidió la excomunión del presidente. La solicitud fue atendida en forma favorable e inmediata a través de un decreto de la Congregación Consistorial, que excomulgaba a todos los responsables de haber ordenado y llevado a cabo la expulsión del obispo Tato. El texto es el siguiente:

Dado que en esta última temporada han sido conculcados de muchas maneras en la República Argentina los derechos de la Iglesia y se ha usado violencia hasta contra personas eclesiásticas; además, últimamente algunos no sólo han osado poner las manos violentamente en la persona del Excmo. Sr. D. Manuel Tato, Obispo Titular de Aulón, Auxiliar y Vicario General de la Arquidiócesis de Buenos Aires y además también le han impedido el ejercicio de su jurisdicción y le han expulsado del territorio argentino, la Sagrada Congregación Consistorial declara y advierte que todos aquellos que han cometido tales delitos, a saber: los mandatarios de todo género y grado, los cómplices necesarios que hicieron que se cometiesen dichos delitos, aquellos que han inducido a la realización de los mismos, en el caso de que tales delitos no hubiesen sido cometidos sin su participación, han incurrido en la Excomunión latae sententiae reservada de un modo especial a la Santa Sede, a tenor de los canónicos, y han contraído las demás penas según los respectivos delitos a tenor de los Sagrados Cánones.

Dado en Roma, en la Sede de la Congregación Consistorial, el 16 de junio de 1955.

Firmado: Cardenal Píazza, secretario; José Ferreto, Asesor[472].

Es muy importante subrayar la fecha del documento de excomunión, el día 16 de junio, previo al episodio de la quema de las iglesias ocurrido esa noche y del que nos ocuparemos en las páginas siguientes. La medida se tomó por la expulsión de los sacerdotes, considerando al hecho como un daño grave.

Los fundamentos de la resolución se encuentran en artículos del derecho canónico que regían hasta 1983, como el inciso 3 del canon 2334, que establecía: «Aquellos que pongan manos violentas en la persona de un Patriarca, Arzobispo, Obispo, también si es titular, incurren en la excomunión latae sententiae»[473]. También en el inciso 2 del canon 2334, que rezaba: «Aquellos que impidan directa o indirectamente el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica, apelando, con tal propósito, a cualquier poder laico, incurren en excomunión latae sententiae especialmente reservada a la sede apostólica». El canon 2209, párrafo 2, se refería a los principales cómplices y otras personas involucradas en una ofensa.

Por sus obras los conoceréis

Pero estos artículos del Código no volverían a ser aplicados con tanta dureza ni tenidos siquiera en cuenta con quienes no sólo efectivamente pusieron manos violentas sobre sus víctimas, sino que directamente torturaron y asesinaron en un plan sistemático llevado a cabo desde el Estado a partir de 1976. Ninguno de los miembros de la dictadura cívico-militar autodenominada «Proceso» ha sufrido hasta el presente la excomunión.

Lejos de ello, como se sabe, su máximo exponente, el general Videla, hasta su condena a reclusión domiciliaria recibía la comunión diaria, sin que mediara ninguna «ex». Por nombrar sólo a algunas de las víctimas que la Iglesia no consideró de igual «categoría» que Tato y Novoa, recordemos a los padres y seminaristas palotinos[474] asesinados por un grupo de tareas en la iglesia de San Patricio; a las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon[475], torturadas y asesinadas en la ESMA; a los sacerdotes de La Rioja, Gabriel Longueville y Carlos de Dios Murías[476], y si eso no alcanzare, a dos obispos: monseñor Enrique Angelelli[477], de la diócesis de La Rioja, y monseñor Carlos Ponce de León[478], de San Nicolás de los Arroyos.

No bombardeen Buenos Aires

Aquel 16 de junio, Perón llegó como todos los días muy temprano a la Casa Rosada. Comenzó su jornada recibiendo al director de la SIDE, general de brigada Carlos Benito Jáuregui. Las noticias que traía el jefe de los espías eran preocupantes pero no estaban confirmadas. Perón decidió continuar con su actividad diaria y estar alerta ante cualquier aviso. Al terminar la reunión y mientras esperaba al embajador de los Estados Unidos, Albert Nufer, miró con cierto desgano la agenda oficial, sabiendo que según le anticipó Jáuregui todo podía cambiar de un momento a otro. Si no pasaba nada anormal, tendría que decidir a dónde iría a las 10.30, cuando se superponían dos actividades que no lo entusiasmaban demasiado: si a la Dirección de Sanidad Militar que conmemoraba su día con un vino de honor ofrecido por su jefe, el general Pedro Eugenio Aramburu, o a la disertación que daría el vicepresidente, contraalmirante Alberto Teissaire, sobre doctrina nacional en la Escuela de Comando y Estado Mayor de Aeronáutica[479].

Dudaba todavía cuando llegó el embajador y comenzó una cordial entrevista. A eso de las nueve de la mañana, fueron interrumpidos, un poco intempestivamente, por el general Lucero, quien ingresó pidiendo disculpas con un marcado gesto de preocupación. Perón sabía que estaba programado un desfile aéreo en desagravio a la bandera nacional y a la memoria del Libertador por los destrozos producidos en la Catedral donde descansan sus restos. Pero Lucero estaba en condiciones de confirmar las sospechas del director de la SIDE: ese desfile podía ser aprovechado para bombardear la Casa de Gobierno y a su principal ocupante. Convenció al presidente de que se trasladara a su despacho en el Ministerio de Guerra, cruzando la avenida Paseo Colón.

Desde su nueva ubicación, a las 12.40 en punto, Perón pudo escuchar el sonido inconfundible de aviones de combate. Luego supo que eran los Avro Lincoln y Catalinas de la escuadrilla de patrulleros Espora de la Aviación Naval, coordinados por el almirante Samuel Toranzo Calderón y comandados por el capitán de navío Enrique Noriega. Era un ruido inesperado, nuevo en Buenos Aires que se estrenaba como la primera capital de Sudamérica en ser bombardeada desde el aire por sus propias fuerzas armadas, curiosamente por la Marina.

El plan de los golpistas era exhaustivo:

  1. El bombardeo de la Casa de Gobierno, donde se presumía estaría el presidente.
  2. El copamiento por parte de civiles de edificios públicos y emisoras radiales.
  3. El alzamiento de las unidades de Entre Ríos a las órdenes del general León Bengoa.
  4. La movilización de las unidades de la Escuela de Artillería y de Aviación de Córdoba.
  5. El bloqueo del Río de la Plata y bombardeo de los puntos principales del gobierno, por parte de la escuadra de guerra de la nación.
  6. El alzamiento de la base naval de Puerto Belgrano; y
  7. El despliegue de unidades de Infantería de Marina que atacarían por tierra posesionándose de edificios públicos y otras unidades de Ejército[480].

Los aviones atacantes llevaban pintadas en sus colas una «V» y una cruz, que señalaban «Cristo Vence». Curiosamente, los golpistas tomaban la «V» de la victoria, usada como símbolo de la resistencia antinazi durante la Segunda Guerra Mundial. En la Plaza, además de los apurados transeúntes, había algunas familias que se disponían a presenciar el desfile aéreo. Nunca imaginaron que la parada militar tuviera un carácter tan realista. Las primeras bombas cayeron a pocos metros de la Pirámide. Sobre la Casa Rosada los golpistas arrojaron en total 29 bombas, de entre cincuenta y cien kilos cada una. Otra de ellas destrozó un trolebús repleto de pasajeros.

Al enterarse de los hechos, la CGT convocó a la Plaza a defender a Perón. El General trató de parar la movilización; desde su puesto de comando en el Ministerio de Guerra, le ordenó al mayor Cialcetta que le pidiera a la CGT que no movilizara a los trabajadores para evitar víctimas, pero ya era demasiado tarde. Perón tenía claro algo que los dirigentes cegetistas parecían no ver. Sabía que los atacantes, lejos de conmoverse por la barrera humana, dispararían criminalmente sobre la multitud sin la menor contemplación.

A la tarde eran cientos los descamisados reunidos para defender su gobierno en la histórica plaza, cuando una nueva oleada de aviones espantó a las desconcertadas palomas y arrojó su mortífera carga de nueve toneladas y media de explosivos sobre la multitud. Así recordaba los hechos, quince años después, Mario Verón, uno de los trabajadores que fueron a defender a Perón:

Yo de oficio era albañil, pero sabía ir a changuear al puerto. […] Cuando explotó la cosa corrimos todos a Plaza de Mayo, porque se comentaba que había caído una bomba en la oficina de Perón. Éramos como cien. No teníamos armas ni nada para atacar o defendernos. Después fuimos miles que empezamos a pedir armas a los gritos, frente al Ministerio de Guerra. Decían que allí estaba Perón… Cada vez que pasaban los aviones quedaba el tendal. No tuve ni una raspadura. Sólo un gran julepe. Lo que vi esa tarde, se lo juro que jamás me voy a olvidar; y ojalá que no se repita nunca[481].

Otro de los tantos que fueron a la Plaza a parar el golpe era un chico de 15 años que por entonces vivía en Buenos Aires y se dedicaba a repartir soda. Volvió indignado a su casa porque en la CGT se negaron a entregarle un arma. Se llamaba Agustín Tosco[482].

En la Plaza de Mayo y sus alrededores quedaron los cuerpos de 355 civiles muertos, y los hospitales colapsaron por los más de 600 heridos. Se había perpetrado el peor ataque terrorista de la historia argentina. Sus autores eran «respetables» militares y civiles que se frotaban las manos imaginándose el triunfo de un golpe militar que devolvería a la «negrada», a los «cabecitas», a los lugares de los que nunca debieron haber salido. Entre los autores intelectuales de aquel horror, había varios civiles, unidos no precisamente por el amor sino por el espanto que estaban dispuestos a provocar. Algunos de ellos eran el socialdemócrata Américo Ghioldi, el radical unionista Miguel Ángel Zavala Ortiz, el conservador Oscar Vichi y los nacionalistas católicos Mario Amadeo y Luis María de Pablo Pardo, miembros fantasmales de una hipotética junta de gobierno cívico-militar.

En el Ministerio de Marina, que había sido el cuartel general de los golpistas, uno de los líderes de aquella «revolución», el vicealmirante de infantería Benjamín Gargiulo, decidió pegarse un tiro, mientras que otro de los conspiradores, el almirante Aníbal Olivieri, observaba por las ventanas cómo avanzaban sobre el edificio columnas de trabajadores enardecidos y decididos a vengar a sus compañeros asesinados. El marino tomó el teléfono aterrado y llamó al ministro de Guerra, el general Lucero, y le dijo: «Intervenga. Mande hombres. Nos rendimos, pero evite que la muchedumbre armada y enfurecida penetre en el edificio del Ministerio»[483]. Junto a Olivieri estaban sus colaboradores más cercanos, los tenientes Emilio Eduardo Massera y Horacio Mayorga[484], de triste futuro.

Otro almirante y responsable directo de la masacre de Plaza de Mayo, Samuel Toranzo Calderón, fue degradado y condenado a prisión por tiempo indeterminado. Al almirante Olivieri se lo destituyó y condenó a un año y seis meses de «prisión menor». Su defensor en el juicio fue el contralmirante Isaac Francisco Rojas. Otros once oficiales fueron condenados a reclusión por tiempo indeterminado. Pero el tiempo estaba determinado y todos serían liberados, junto con sus cómplices, por los «libertadores».

La versión de los asesinos barre con toda capacidad de asombro. Un volante de la «Marina de Guerra en operaciones», titulado increíblemente «Responsabilidad de Perón y la CGT en la matanza de Plaza de Mayo», decía:

Comparando los acontecimientos con las declaraciones DEL PROPIO PERÓN, es fácil determinar quiénes son los culpables de la matanza de civiles, durante los bombardeos de la Marina de Guerra. La Marina de Guerra se sublevó, enviando al Gobierno un ultimátum de rendición. Al rechazar ese ultimátum y apelar al Ejército, el Gobierno se colocaba en actitud beligerante. Desde ese momento dos fuerzas militares lucharían. Perón sabía que la Marina no salía a «desfilar», sino a combatir a muerte. ¿Por qué motivo, entonces, Perón permitió que la CGT, con criminal inconsciencia, convocara al Pueblo a Plaza de Mayo…? ¿Cómo es posible que un jefe de Estado, sabiendo que su Sede sería bombardeada, no tratara inmediatamente de evacuar la población civil…?

¿Cómo es posible que los dirigentes de la CGT hayan sido tan criminales como para llevar a la gente al matadero, sabiendo que con palos no se puede hacer frente a aviones ni a ametralladoras…? Perón mismo lo ha dicho: Nosotros tuvimos conocimiento de la rebelión y de sus planes unas horas antes… ¡Y conociendo la rebelión y los planes de bombardeo, Perón hace que la CGT convoque a su querido «pueblo» a Plaza de Mayo para ser quemado! Una sola cosa explica esta infamia: Perón creyó que a la vista del Pueblo, la Marina de Guerra desistiría de sus propósitos. Es decir, que una vez más, Perón utilizó a los trabajadores como escudo de sus designios…

Si hasta aquí el lector se quedó sin palabras, prepárese para lo que viene:

Si los radicales o «los clericales» hubieran invadido la Casa de Gobierno, Perón hubiera tenido derecho a convocar a la CGT: hubieran sido dos fuerzas civiles combatiendo en igualdad de condiciones. Pero, desarrollándose la lucha entre FUERZAS MILITARES, convocar al pueblo indefenso al teatro de las operaciones. ¡¡Es criminal, infame, cobarde y ruin!! Y la CGT que se prestó para esa carnicería es, conjuntamente con Perón, responsable de esa canallada ante la clase trabajadora. No lo olvidará jamás el Pueblo[485]

Perón dirá, a poco de asumir su tercera presidencia:

El 16 de junio la canalla cobarde mató demasiado, pero como siempre pasa con los débiles, mataron a quienes no correspondía. Dejaron vivo al perro y encendieron la rabia para siempre, y quizá por eso hubo un 1973, con retorno popular[486].

Tras concretar su masacre, 110 tripulantes, entre ellos varios civiles como Zavala Ortiz, llegaban a Montevideo a bordo de los 39 aviones con los cuales habían perpetrado la masacre. Estos hombres, que habían demostrado su total desprecio por la vida humana ametrallando a columnas enteras de trabajadores, recordaron repentinamente en la Banda Oriental que existían los derechos humanos, particularmente el de asilo.

Perón habló esa noche por la cadena nacional de radio y televisión. En los pocos televisores que había en la Argentina se pudo ver a un Perón desencajado, dolido, que decía:

lo más indignante es que hayan tirado a mansalva contra el pueblo […]. Es indudable que pasarán los tiempos, pero la Historia no perdonará jamás semejante sacrilegio. […] Nosotros, como pueblo civilizado, no podemos tomar medidas que sean aconsejadas por la pasión, sino por la reflexión […]. Para no ser criminales como ellos, les pido que estén tranquilos; que cada uno vaya a su casa […] les pido que refrenen su propia ira; que se muerdan, como me muerdo yo, en estos momentos, que no cometan ningún desmán. No nos perdonaríamos nosotros que a la infamia de nuestros enemigos le agregáramos nuestra propia infamia […]. Los que tiraron contra el pueblo no son ni han sido jamás soldados argentinos, porque los soldados argentinos no son traidores ni cobardes, y los que tiraron contra el pueblo son traidores y cobardes. La ley caerá inflexiblemente sobre ellos. Yo no he de dar un paso para atemperar su culpa ni para atemperar la pena que les ha de corresponder. […]. El pueblo no es el encargado de hacer justicia: debe confiar en mi palabra de soldado […]. Sepamos cumplir como pueblo civilizado y dejar que la ley castigue[487]

El incendio y las vísperas

Esa misma noche del 16 de junio, grupos de peronistas, que veían detrás de la intentona el apoyo eclesiástico, quemaron las iglesias de Santo Domingo, San Francisco, San Nicolás de Bari, San Miguel Arcángel, la Piedad, la Merced, San Ignacio y la Curia metropolitana.

Un hombre de la «Libertadora» reconoce:

Con todo lo arbitrario que fue el dictador, tengo y he tenido siempre para mí que el incendio de los templos históricos de Buenos Aires no fue una obra que deba considerarse típica de su idiosincrasia. El incendio de los templos, absurdo, ilógico e inexplicable en el medio argentino, aun dentro de la aberración de la dictadura, es, en cambio, un hecho común como medio de acción de los rojos españoles, incendiarios de profesión[488].

La comisión investigadora formada a pedido de Perón determinó que los incendios fueron provocados por tres grupos:

el equipo principal constituido por 65 fanáticos que salieron del edificio central del Partido Peronista y se dirigieron a la Curia para comenzar la serie de incendios cuya responsabilidad fue atribuida al vicepresidente Teissaire; el segundo grupo, organizado en el Ministerio de Salud Pública, que sacó de allí los implementos necesarios para ir a incendiar las iglesias de Santo Domingo, San Francisco, San Ignacio y Nuestra Señora de la Merced; el tercer piquete proveniente del Servicio de Informaciones, preparado para prender fuego a San Nicolás y Nuestra Señora del Socorro[489].

Años más tarde, desde el exilio, reflexionaba el General:

El incendio de las iglesias que se limitó a la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, neutralizó el efecto que la matanza de Plaza de Mayo habría tenido en la población. Sobre todo en los sectores medios, más influidos por la prédica opositora[490].

Médico popular, rosarino y comunista

No todos los opositores a Perón celebraron la masacre de Plaza de Mayo. Hubo muchos militantes populares que estaban lejos de simpatizar con el gobierno pero que vieron en el ataque cívico-militar un anticipo de la barbarie que vendría si derrocaban a Perón. Entre ellos estaba el doctor Juan Ingalinella. Había nacido en Rosario en 1912, en el mismo año en que no muy lejos de allí se hacía oír la protesta chacarera conocida como el «Grito de Alcorta».

Estudió medicina, pensándola desde las ideas sociales que debatía semanalmente con sus compañeros del grupo Insurrexit, que había surgido al calor de la reforma universitaria de 1918[491]. Poco después se incorporó a la Federación Juvenil Comunista. Se lo pudo escuchar en el Congreso de la Juventud Argentina reunido en Córdoba en 1941. A poco de producida la «revolución» de junio de 1943, montó una imprenta clandestina en la calle Virasoro al 2000, cerca del Parque Independencia. Los agentes de «orden social» le siguieron el rastro a los volantes y periódicos y dieron con el estudiante de Medicina. Lo detuvieron en abril de 1944, lo interrogaron, con todo lo que ello implicaba, y lo «depositaron», como decían ellos, en el Departamento de Contraventores de Rosario, donde permaneció más de un año. Junto con él fueron detenidos varios militantes comunistas; entre ellos, Luis Liborio Trella, quien murió, años después ser liberado, a consecuencia de las lesiones ocasionadas por las torturas recibidas en aquella oportunidad.

Ingalinella sintió, al salir de prisión, que era su deber denunciar el atropello y a sus responsables. Formó con las letras de molde de su imprenta las palabras Lozón, Monzón y Santos Barrera; eran los apellidos de salvajes torturadores con los que lamentablemente se volvería a cruzar.

En 1947 pudo rendir las últimas materias y obtener finalmente su título de doctor en Medicina. A partir de entonces, combinó su activa militancia política con una práctica profesional afectuosamente humana, especializada en pediatría. El doctor Ingalinella no tenía horarios; cualquier madre podía golpear a cualquier hora la puerta de su casa de la calle Saavedra 667, del barrio de Tablada. Pocas veces cobraba sus consultas y en muchas ocasiones les compraba los remedios a sus pacientes.

Aquel 16 de junio de 1955, su honestidad lo llevó otra vez a no quedarse callado. No lo dudó; imprimió unos volantes repudiando el golpe y llamando a la unidad popular y concurrió a la masiva concentración que había convocado la CGT de Rosario.

Esa misma noche, la policía rosarina por orden del comisario Gazcón, lanzó una verdadera razzia sobre los opositores más notables. Uno de los primeros de la lista era el doctor Ingalinella. Sus compañeros de partido y su esposa, Rosa Trumper, le advirtieron que no volviera a su casa; pero al otro día el médico tenía que ver a una paciente y pasó por su casa para entregarle a un colega unos análisis clínicos. Cuando llegó lo estaban esperando viejos conocidos. Frente a la desgarradora mirada de su mujer y de su hija, Ingalinella «tuvo que acompañar» a aquellos sujetos como otros setenta compañeros.

Sin perder tiempo, los abogados Alberto Jaime y Guillermo Kehoe se presentaron ante los Tribunales para tramitar el hábeas corpus por los detenidos, pero fueron inmediatamente detenidos.

El doctor Kehoe era el apoderado del Partido Comunista en la provincia de Santa Fe y uno de los fundadores de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre local. Nada de eso importó —o importó mucho— a la hora de trasladarlo al despacho contiguo del comisario Lozón, donde funcionaba la sala de torturas. Según pudo narrar Kehoe, allí

Se encontraban unas diez personas […]. Al centro, una mesa grande, fuerte, al parecer de roble, de unos tres metros de largo por poco más de un metro de ancho. Encima, cuatro correas, revestidas en su parte interior de estopa o algodón, de las que partían cuatro sogas fuertes y gruesas. Las víctimas quedaban amarradas desnudas sobre la mesa, donde se les aplicaba picana eléctrica. […] el interrogatorio de aquella noche […] giraba en torno a dos cuestiones: el lugar donde estaba el mimeógrafo utilizado para imprimir el volante repartido en la zona sur y «el fichero» de los militantes comunistas[492].

Lozón lo miró fijo y le dijo: «Esto no es nada comparado con lo que le va a pasar a Ingalinella»[493].

Los detenidos fueron recuperando su libertad, todos menos el doctor Ingalinella.

Recuerdos del futuro

El calvario de Ingalinella comenzó en la madrugada del 18 de junio. Quedó en manos de torturadores profesionales: el comisario Francisco Lozón, Félix Monzón, el comisario inspector Fermín J. Lejarza, Rogelio Luis Delfín Tixe, el inspector mayor Gilbert Bermúdez, el subcomisario Fortunato Desimone y los policías Bermúdez, Lleorant, Barrera y Rey.

El médico pediatra fue víctima del salvajismo de estos policías herederos de la Sección Orden Social de la Policía de Uriburu, que nunca se había desarmado, se había ido «reciclando». Siempre había empleo en la Argentina para estos siniestros personajes. Se inició una brutal sesión de torturas y preguntas para obtener la dirección de la imprenta y la entrega del fichero de afiliados comunistas rosarinos.

Ingalinella sólo rompió el silencio para advertirles que sufría del corazón. Le respondieron:

«Ya no te va a hacer falta la vida. De aquí no salís; te vamos a machacar en tal forma, atorrante, que te podes despedir de la vida […] Te vamos a dar que vengas con comunismos». Según el testigo presencial, el Dr. Ingalinella les dijo a sus verdugos que si Perón supiera lo que hacían, no se los permitiría, y la respuesta fue: «Anda, contale cuando te liquidemos… A él nos lo pasamos por el… Como ves, aquí mandamos nosotros…»[494]

Osvaldo Soriano sintetizó magistralmente aquel martirio:

Era lo de siempre: el ensañamiento feroz de un grupo de psicópatas contra un hombre indefenso. Tan indefenso se sintió Ingalinella esa noche que su corazón no soportó la bajeza y la convirtió en crimen. La única manera de dar al absurdo una dimensión histórica. Se sabe que en los pasillos del Departamento de Policía hubo corridas y búsqueda de un médico[495].

La familia y sus compañeros se movilizaron para obtener su libertad, ignorando que Ingalinella había sido asesinado. En la mañana del 18, el cuerpo de Ingalinella fue enterrado clandestinamente en un campo ubicado en Iberlucea, en las afueras de Rosario. Tiempo después los investigadores encontraron un saco de la víctima, pero concluyeron que el cuerpo había sido desenterrado de aquel paraje y trasladado a otro sitio desconocido. La familia Ingalinella no tendría nunca el mínimo consuelo de enterrarlo dignamente.

Sospechando de la versión oficial y temiendo lo peor, sus familiares y compañeros lanzaron una campaña nacional por la aparición con vida de Juan Ingalinella, que incluyó un paro nacional de médicos, actos y numerosas declaraciones públicas de dirigentes de la oposición y hombres de las ciencias y la cultura. La gravedad de los hechos llevó al gobierno a actuar: ordenó la detención preventiva de los policías implicados en la detención y en los «interrogatorios» del médico. Así cayeron Lozón, Monzón y Rogelio Luis Delfín Tixe, bajo la acusación de apremios ilegales, y el inspector mayor Gilbert Bermúdez, jefe de la División Investigaciones, y su segundo, el comisario inspector Fermín J. Lejarza. Entre otras irregularidades, los calígrafos comprobaron la falsificación de la firma de Ingalinella al pie de una declaración que había surgido de la imaginación de sus torturadores.

El 27 de julio de 1955, el capitán de fragata retirado Ricardo Anzorena, ministro de Gobierno de Santa Fe, leía el siguiente comunicado a la prensa:

habiendo llegado a establecerse, en el día de hoy por manifestaciones de empleados policiales complicados en el encubrimiento del delito, y que se encontraban preventivamente detenidos e incomunicados, como así también por otros indicios, que desgraciadamente el doctor Juan Ingalinella habría fallecido a consecuencia de un síncope cardíaco durante el interrogatorio en el que era violentado por empleados policiales de la Sección Orden Social y Leyes Especiales[496].

Al día siguiente, el doctor Oscar Alende[497], que además de diputado radical era médico, se preguntaba en el Parlamento:

Tengo la inquietud de saber cómo la intervención de Santa Fe ha llegado a formular el diagnóstico de síncope cardíaco con respecto al fallecimiento del doctor Ingalinella; porque una de dos: o la intervención en Santa Fe ha dado fe a las palabras de los propios delincuentes, o ha tenido el cadáver del doctor Ingalinella para realizar el correspondiente examen y diagnóstico[498].

Una semana antes de que estallara la autodenominada «Revolución Libertadora», la justicia se expidió a través de la sentencia firmada por el juez Rovere que condenaba a prisión preventiva a Lozón, Monzón y Tixe por apremios ilegales, defraudación, falsificación de documento y homicidio calificado, y a Desimone, Lleorant y Barrera, por homicidio calificado y apremios ilegales y participación en apremios ilegales. Pero los jefes de la División Investigaciones fueron absueltos.

La causa judicial siguió su curso al ritmo de la justicia argentina y recién el 30 de mayo de 1961, durante el gobierno de Frondizi, el juez Juan Antonio Vitullo condenó en firme a Lozón, Monzón, Tixe, Desimone, Lleonart y Barrera a prisión perpetua; a Rey y Godoy, a seis años de prisión; a Espíndola y Serrano a dos años de prisión; a Bermúdez y Gazcón, a multa e inhabilitación especial por un año.

La cosa no terminó ahí. Frente a la apelación de los condenados, dos años después, el 19 de diciembre de 1963, ya durante la presidencia de Illia, la Sala II de la Cámara Criminal de Rosario, integrada por Luis P. Laporte, Jorge A. Telleria y Carlos E. Carré, opinó que el asesinato de Ingalinella debía ser encuadrado como homicidio simple Los camaristas sostenían que la intención de los acusados no era matar a Ingalinella sino interrogarlo sobre el paradero de la imprenta. En un párrafo que podría constituirse en todo un preámbulo inspirador para la actuación de los jueces cómplices de la dictadura militar, los camaristas señalaron, refiriéndose al uso de la picana eléctrica por parte de los victimarios:

no podemos suponer que fuera normalmente peligrosa desde que ninguna de las otras víctimas sufrió consecuencias graves. Más bien, debe pensarse en una condición anormal predisponente del Dr. Ingalinella para explicar la diferencia de resultado, sin que nada pruebe que tal condición era conocida por los procesados […]. Todo lo expuesto lleva a descartar el dolo eventual y a considerar el hecho, por tanto, como homicidio preterintencional, ya que, como lo admite la sentencia en recurso y lo demuestra el hecho de que se enviase a buscar coramina para auxiliar a la víctima, la circunstancia evidente de que la muerte tomó por sorpresa a los procesados, que no estaban preparados para tal eventualidad, y el hecho de que, según lo demuestran todas las declaraciones, se busca fundamentalmente hacer decir a la víctima dónde estaba el mimeógrafo en que se imprimían volantes[499].

Apelando a la obediencia debida, todavía no legislada en nuestro país, el dictamen agregaba:

No debe olvidarse el sistema dentro del que se movían los procesados, en que prácticamente podían creerse autorizados a proceder de tal manera y aún suponer que se esperaba de ellos tal conducta[500].

De todo esto concluían que era justo cambiar la condena de Lozón, de perpetua a 20 años, y reducir la del resto a 15 años. En menos de dos años, el 11 de agosto de 1965, los asesinos de Ingalinella recuperaron su libertad por «buena conducta».

Una breve tregua

Después de los dramáticos hechos del 16 de junio y evaluando la relación de fuerzas, que a esa altura se mostraba desfavorable, Perón decidió bajar los decibeles y convocar a la oposición, de la que la Iglesia era un componente fundamental, al diálogo. El 5 de julio volvió a usar la cadena nacional y señaló, refiriéndose al intento de golpe de Estado:

Las fuerzas políticas no han participado en su condición de tales, aunque algunos de sus hombres puedan haberlo hecho en carácter personal. A través de mis largos años de lucha he aprendido a apreciar y juzgar ecuánimemente aun a nuestros enemigos, y deseo reconocer lealmente que considero que los partidos políticos populares no son capaces de aceptar que se tire criminalmente sobre el pueblo indefenso. […] Para demostrar nuestra buena voluntad conjunta y nuestra disciplina partidaria, pido a todos nuestros compañeros una tregua en la lucha política. En ella esperaremos el resultado de este llamado sincero[501]

La crisis parecía encaminarse por un laberíntico proceso de diálogo con las fuerzas de la oposición para impedir una confrontación de impredecibles consecuencias. La censura parecía quedar atrás y los más importantes representantes del antiperonismo organizado vieron abiertos, por primera vez en años, los medios de difusión estatales para expresar sus ideas y propuestas.

Muchos argentinos le conocieron la voz al presidente del Comité Nacional del radicalismo, el doctor Arturo Frondizi, cuando finalmente pudo usar la radio para decir:

Al radicalismo no lo mueven el rencor, el odio ni el deseo de revancha. No viene a expresar agravios ni a exhibir culpabilidades, sino a exponer las grandes ideas en torno de las cuales será posible el reencuentro de los argentinos. La pacificación no puede ni debe ser una nueva forma de sometimientos. Queremos la paz, pero no a costa de la libertad ni de la renuncia a nuestros ideales democráticos. Desde ya afirmamos que, antes de sacrificar una sola de esas reivindicaciones, preferimos ser perseguidos por nuestra lealtad a la causa del pueblo y no gozar de la tranquilidad cómplice que pudiera obtenerse traicionándolo. Solamente en la plena vigencia de las garantías jurídicas y de las condiciones sociales que permitan ejercer —sin temor a la represión— a todos los hombres y mujeres los derechos de pensar, de profesar su culto, de reunirse, de asociarse, de publicar y difundir ideas, y de todos aquellos derechos que la letra de la Constitución asegura y la dignidad humana exige, podrá restablecerse una convivencia civilizada[502].

El cambio de actitud del gobierno tenía que ver con los condicionamientos que le habían impuesto los altos mandos del Ejército tras repeler el intento golpista. Perón ofreció a la Iglesia que el Estado costeara la restauración de los templos destruidos, a la vez que hacía rodar las cabezas políticas del ministro del Interior y del de Educación, los hombres sospechados por la Iglesia de lanzar la campaña anticlerical. También debió dejar el gobierno uno de los hombres más cuestionados, el hasta entonces todopoderoso titular de la Secretaría de Prensa, Raúl Apold.

Pero la Iglesia rechazó el acercamiento con el gobierno. El perdón divino fue reemplazado por una Pastoral muy dura que se ocupaba de cada uno de los temas que habían llevado a las respectivas trincheras al gobierno y a la corporación eclesiástica.

Perón había señalado por esos días en un reportaje con France Soir.

Amenazados en su poder temporal y sus intereses materiales, los dignatarios de la Iglesia, ayudados por militantes de Acción Católica Argentina, han intentado emprender, sobre todo en los ambientes sindicales y con el apoyo de la oposición, una obra de subversión política y han predicado desde el púlpito el recurso de la guerra civil. Estas maniobras clandestinas ilegales, promovidas por sacerdotes que son funcionarios del Estado, porque el Estado les paga, y que se valen para su propaganda de las facilidades que el Estado les acuerda, no las podemos tolerar, como ningún otro que se preocupe del orden y del respeto de los ciudadanos podría tolerar todo lo que no es la expresión legal de la opinión pública. La Iglesia habrá aceptado el régimen peronista por razones de oportunidad, pero manteniendo siempre clandestinamente sus relaciones con la oligarquía de la oposición, aprovechando cualquier pretexto en defensa de su privilegios, para transferir la lucha sobre el terreno político[503].

La derecha católica y la autodenominada «liberal» coincidían en que los hechos ocurridos eran demasiado graves como para establecer una línea acuerdista. Estaban indignados por la política distributiva del gobierno, que recortaba considerablemente su tasa de ganancia y cuestionaba su hasta no hacía mucho indiscutible «rol de liderazgo de la sociedad argentina». La tentación de desalojar a Perón de la Casa Rosada era, en esos momentos de debilidad, una posibilidad real. La oposición de centroizquierda, obnubilada por la encarnizada persecución sufrida y por su caracterización del gobierno como fascista, se fue incorporando a los planes golpistas. El diálogo y la salida negociada de la crisis fueron quedando en un intento frustrado y todo se encaminaba hacia un final traumático.

«La revolución peronista ha finalizado»

Perón entendió con realismo político que la negativa de la Iglesia a acercar posiciones era la señal que estaban esperando los desestabilizadores y volvió a hablar por cadena, por primera vez en un tono un tanto autocrítico:

Para lograr nuestros tres grandes objetivos, la independencia económica, la reforma constitucional y la reforma cultural, hemos debido indudablemente recurrir en muchas circunstancias a ciertas restricciones que nosotros no negamos. Con una absoluta licencia para que todo el mundo hiciera lo que quisiese, nosotros no hubiéramos podido cumplir nuestro objetivo, y como dije los objetivos son irrenunciables. En cambio, los medios de acción eran libres. Recurrimos por lo tanto a esos medios de acción, limitamos las libertades en cuanto fue indispensable limitarlas para la realización de nuestros objetivos. No negamos nosotros que hayamos restringido algunas libertades: lo hemos hecho siempre de la mejor manera, en la manera indispensable y no más allá de ello. […] Por eso, terminado ese período en que hemos afirmado nuestros objetivos fundamentales en la acción social, ya en amplia medida, lo que queda por hacer será obra de la legislación empíricamente paulatina y del propio desenvolvimiento del país. […] Aquí no se ventila la cuestión de si Perón es valiente, es duro o es flojo. Se ventila la necesidad de la nación de pacificarse y ponerse a trabajar por su grandeza. […] Si hubiera llegado el momento de pelear, resolveríamos lo contrario: pelearíamos en las condiciones que fuese […]. Por ahora se trata de pacificar y no de pelear. Cuando demandó la lucha, no preguntamos a nadie si había que luchar. Hoy nos demanda la paz y debemos trabajar para lograrla, porque solo así se sirve a la República. […] La revolución peronista ha finalizado, comienza ahora una nueva etapa que es de carácter constitucional, sin revoluciones, porque el estado permanente de un país no puede ser la revolución. Yo dejo de ser el jefe de una revolución para ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios[504].

Pero en las bases peronistas ya no existía aquel fervor de otros tiempos y el propio Perón comenzaba a manifestar sus dudas, como lo señalaba Arturo Jauretche:

En 1946, cada peronista se sentía un conductor de la historia, en 1955 era ya un espectador, un aburrido miembro del coro de aplaudidores, que concurría a los actos públicos no con la pasión del combatiente, sino con una mera preocupación ritual. Perón mismo lo comprendió. Su renuncia del mes de agosto obedeció a esa comprensión. La gente creyó que era una comedia más, pero él —en el círculo íntimo— había explicado el sentido de la misma: «Creo que somos mayoría, pero tenemos enfrente a una minoría combativa y decidida. Si mi renuncia no provoca la reacción de los peronistas y los lleva a una actitud paralela, me iré de la presidencia»[505].

Para sorpresa de muchos, el 31 de agosto por la mañana, Perón amenazó con renunciar. Sin perder tiempo, el aparato sindical y partidario convocó a una movilización en Plaza de Mayo para defender al presidente.

La peligrosa tabla del cinco

El diario La Prensa publicaba, en su edición del 31 de agosto de 1955:

La Confederación General del Trabajo ha convocado al pueblo a una asamblea cívica permanente. El pueblo estará reunido por la voluntad de las masas, por la decisión de los dirigentes obreros, hasta lograr que el Líder de la Nueva Argentina desista de su anunciada decisión de retirarse del gobierno. El pueblo quiere que Perón siga siendo el presidente de los argentinos y custodio de sus conquistas sociales. La Asamblea es permanente. ¡Todos a Plaza de Mayo! ¡Todos a exigir que no se vaya Perón! Porque no se debe ir[506].

Aquel día, frente a una multitudinaria concentración popular, Perón que se sabía debilitado, volvió a soñarse fuerte y poderoso. O acaso sospechaba que estaba pronunciando el último discurso de aquel tumultuoso período y que pasarían muchos años para que volviese a dirigirse a su pueblo en la que había sido desde siempre su Plaza:

Hemos vivido dos meses en una tregua que ellos han roto en actos violentos, aunque esporádicos e inoperantes. Pero ello demuestra su voluntad criminal. Han contestado los dirigentes políticos con discursos tan superficiales como insolentes […]. La contestación para nosotros es bien clara: no quieren la pacificación que les hemos ofrecido. […] quedan solamente dos caminos: para el Gobierno, una represión ajustada a los procedimientos subversivos, y para el pueblo, una acción y una lucha que condigan con la violencia a que quieren llevarlo. Por eso, yo contesto a esta presencia popular con las mismas palabras del ’45: a la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor. Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya, establecemos como una conducta permanente para nuestro movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas o en contra de la ley o de la Constitución, puede ser muerto por cualquier argentino. Esta conducta que ha de seguir todo peronista, no solamente va dirigida contra los que ejecutan, sino también contra los que conspiren o inciten. […] La consigna es contestar a una acción violenta con otra más violenta. Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos. […] Hemos dado suficientes pruebas de nuestra prudencia. Daremos ahora suficientes pruebas de nuestra energía […]. Que sepan que hemos de defender los derechos y las conquistas del pueblo argentino […]. Una sola cosa es lo que ellos buscan: retrotraer la situación a 1943. Para que ello no suceda, estamos todos nosotros, para oponer a la infamia, a la insidia y a la traición de sus voluntades, nuestros pechos y nuestras voluntades. Hemos ofrecido paz. No la han querido. Ahora debemos ofrecerles la lucha y ellos saben que cuando nosotros nos decidimos a luchar, luchamos hasta el final. Que cada uno de ustedes recuerde que ahora la palabra es la lucha y la lucha se la vamos a hacer en todas partes y en todo lugar. Y también que sepan que esta lucha que iniciaremos no ha de terminar hasta que no los hayamos aniquilado y aplastado[507]

Y respondiendo al pedido de que retirara su renuncia, concluyó:

yo he de retirar la nota que he pasado, pero he de poner al pueblo una condición: que así como antes no me cansé de reclamar prudencia y de aconsejar calma y tranquilidad, ahora le digo que cada uno se prepare de la mejor manera para luchar. […] Nuestra Nación necesita paz y tranquilidad para el trabajo… Y eso lo hemos de conseguir persuadiendo, y si no, a palos […] yo pido al pueblo que sea él también su custodio. Si cree que lo puede hacer, que tome las medidas más violentas contra los alteradores del orden. Éste es el último llamado y la última advertencia a los enemigos del pueblo. Después de hoy, han de venir acciones y no palabras[508].

La única verdad es la realidad

Después de este discurso, los dos bandos en que a esa altura se encontraba dividida la sociedad argentina comenzaron a velar sus armas. A principios del mes siguiente, varios mandos militares pasaron a una clandestinidad preparatoria de un golpe de Estado. El 7 de septiembre, la CGT anunciaba formalmente la creación de milicias obreras armadas para defender a su gobierno. Perón, preocupado, le dijo a sus colaboradores más cercanos: «Es fácil entregar armas a los sindicatos; lo difícil es quitárselas después»[509].

Perón creía haber sido lo suficientemente previsor al reemplazar los mandos de las principales guarniciones de Buenos Aires y Campo de Mayo, colocando en su lugar a jefes militares fieles. Sólo quedaban como posibles focos de rebelión algunas unidades del interior del país, a las que rápidamente pensaba neutralizar. Efectivamente, sería en el interior donde se iniciaría el levantamiento, pero, contrariamente a los cálculos de Perón, las neutralizadas serían las fuerzas leales.

Hacia 1955, la política nacionalista reformista del peronismo, aunque apaciguada, continuaba molestando a diversos sectores de la sociedad argentina. Afectaba los intereses de los exportadores con el IAPI y obstaculizaba las transferencias de ganancias al exterior con una política regulatoria de los envíos. Esta política nacionalista constituía una traba para estos sectores. Tanto el desarrollismo como el liberalismo ortodoxo consideraban que el concepto de «Estado de los trabajadores», al que suscribía el peronismo, era inadecuado, y destacaban la importancia de establecer claramente la diferencia entre el Estado y el movimiento obrero.

El nuevo rumbo adoptado en su segundo gobierno disgustó justamente a aquellos grupos e instituciones que lo habían acompañado en 1946: las Fuerzas Amadas, sectores del clero, intelectuales con tendencia nacionalista y la administración pública. Pero a la vez, como señalaba John William Cooke[510],

En 1955, el frente nacional antiimperialista que había llevado al peronismo al poder en 1945 se había roto. Su programa ya no servía a todos los sectores que en un momento habían coincidido. Nuestra burguesía aceptó al peronismo mientras cosechó beneficios. Cuando esto se hizo difícil, se volvió hacia el imperialismo. La lucha de clases se agudizó. El peronismo quería consumar su programa, pero el frente se había resquebrajado. Y no se volcaba hacia la derecha, como querían la burguesía y el imperialismo, pero tampoco a la extrema izquierda, como lo reclamaba su base, la clase trabajadora […]. En el ’55, Perón ya no podía ser el jefe de un frente policlasista y no se decidía a ser el jefe del proletariado. Además, el movimiento estaba burocratizado […]. Había perdido el peronismo, en el ’55, a los nacionalistas católicos y burgueses, más católicos y más burgueses que nacionalistas […] y después al Ejército, que coincidía con un programa de industria pesada y de autodeterminación, pero que no estaba dispuesto a seguir la política social y enfrió su entusiasmo […]. Así, el peronismo se quedó en un programa burgués y sin burguesía que lo aguantara. La suerte de la clase obrera —que ahí se jugaba— se decidió sin su presencia […]. El peronismo, en 1955, no quería comprender que era incompatible con el régimen burgués[511].

Los bombardeos de junio eran sólo el ensayo de un golpe de Estado que aparecía como imparable y continuó su desarrollo según los planes de sus ejecutores.

La conspiración se puso en marcha en la Marina y su principal coordinador fue el director de Institutos Navales, capitán de navío Arturo Rial, en contacto directo con el segundo jefe de la base de Puerto Belgrano, el capitán de navío Jorge Perren, quien llegaría a ser uno de los siniestros amos y señores de la ESMA a partir de 1976.

Un hombre de la Marina recuerda cómo se vivieron en la fuerza los preparativos del golpe:

En Puerto Belgrano, si un almirante no estaba de acuerdo con sublevarse, se lo llevaba al camarote y se lo encerraba bajo llave. Ése fue un alto precio que pagó la Marina. La Marina tiene una férrea disciplina de fondo, entonces el haber hecho eso, el haber quebrado eso en la mayor parte de los casos, produjo un daño. Va contra la cultura general. En los barcos, en los buques, después de Dios venía el comandante. Y hubo buques en donde el segundo se hizo cargo del buque, porque el comandante no quiso sublevarse. Al comandante se lo desembarcaba, en algunos casos a punta de pistola. Porque en la Marina peronistas no había, había indecisos o había gente temerosa. Peronistas creo que había tres. Con el tiempo se ve que fue un daño el que se hizo a la institución, pero no había otra opción. Los comandantes o almirantes que no participan, la mayoría pidió el retiro o si no el retiro lo dicta en la Marina la Junta de Calificaciones, pero casi la totalidad de ellos pidió el retiro. Yo era capitán de fragata, que es teniente coronel, y la mayor parte fueron capitanes de fragata para abajo. Capitanes de navío que se sublevaron fueron dos o tres, nada más. De los almirantes, Rojas fue el único. Había varios, pero los tuvieron que encerrar en una pieza. Fue una cosa de jóvenes fundamentalmente[512].

En el Ejército, el golpe en marcha tenía un líder casi natural, el general al que se le había adelantado Menéndez en 1951, el hombre que se la tenía jurada desde aquellos episodios de Chile de fines de la década del 30, un fervoroso militante católico al que el incendio de las iglesias le sonó a una invitación divina para ponerse en marcha: el general Eduardo Lonardi. Pero, por el momento, el nombre que más sonaba era el de Pedro Eugenio Aramburu.

Cuando la «revolución» fue tomando cuerpo, el entonces director de la Escuela Naval de Río Santiago, contraalmirante Isaac Rojas, decidió ponerse al frente del brazo naval de la conspiración. El general Perón hará este retrato de uno de sus más persistentes enemigos:

Rojas era un peronista furioso. Le daba recepciones a la CGT y le entregaba medallas al secretario general, a Espejo. Le regalaba alhajas a la esposa del gobernador de Buenos Aires. Siendo agregado naval en Brasil, le quería dar adoctrinamiento peronista al embajador Cooke, por lo cual los dos chocaban a menudo. Este Rojas fue un hombre que se hacía pasar por peronista. Un traidor al movimiento. Un individuo que estuvo emboscado en el movimiento. A ése le pagaron, le dieron dinero[513].

Sublevación precoz

Todo se estaba haciendo bien y en silencio. Los golpistas contaban con el decidido y militante apoyo de la Iglesia católica y de la mayoría de los partidos políticos, cuando el general Dalmiro Videla Balaguer, comandante de la Cuarta Región Militar, con asiento en Río Cuarto, Córdoba, sufrió un extraño cuadro de sublevación precoz y casi arruina todos los planes de los «libertadores».

Videla Balaguer, un fanático católico, que no es lo mismo que un buen cristiano, había recibido en 1951 la medalla a la Lealtad Justicialista por reprimir el intento golpista de Menéndez. El general decidió actuar por su cuenta y sublevó a su guarnición el 1.° de septiembre. Esto activó las sospechas del gobierno, que decidió investigar qué estaba pasando en la provincia mediterránea. El general Aramburu se alarmó por estos movimientos y, en reunión con los conspiradores, sugirió postergar «el día de la liberación» hasta que las cosas mejoraran y se calmara la inquietud gubernamental.

Se sucedieron los conciliábulos y las reuniones clandestinas. Uno de estos encuentros tuvo lugar en Bella Vista, en la casa de un capitán desconocido entonces pero muy entusiasta; se llamaba Jorge Rafael Videla.

En aquellos días decisivos cobró un importante protagonismo un veterano de la conspiración frustrada de Menéndez que andaba repartiendo invitaciones para sumarse al golpe. Era el coronel retirado Arturo Ossorio Arana, quien, junto a un grupo de colegas en más de una cosa, le pidió al general Lonardi que no demorara más la sublevación y se pusiera al frente del movimiento.

Lonardi aceptó y el 11 de septiembre comenzó a planificar sus acciones en coordinación con los marinos de Rojas. La primera acción militar de los «libertadores» sería la toma de Córdoba para expandir el movimiento hacia Cuyo y el Litoral y, en una operación de pinzas, atacar la ciudad de Buenos Aires, mientras su puerto era bloqueado por la Armada.

Perón, que sabía de conspiraciones y movimientos militares, le pidió al general Lucero que mandara a un hombre de confianza a Córdoba. El designado fue el teniente general Forcher, quien informó desde la capital cordobesa que se estaba preparando una acción en gran escala. Lucero desconfió y quiso comprobar por su cuenta los dichos de su emisario. Se ve que el fuerte del general no era la inteligencia, en todos los sentidos del término. Cuenta Perón:

Cuando nosotros tuvimos noticias de que en Córdoba, que era la guarnición más fuerte del país, se habían producido algunas cosas, llamé al ministro de Guerra y le dije: «Mire, váyase a Córdoba, porque la información que nos viene es grave». Era el general Lucero y esto ocurrió el 14 de septiembre de 1955. Lucero habló allí con los jefes. Y el día 15 yo recibía un telegrama que decía: «He estado en la guarnición de Córdoba. Solamente a un loco se le puede ocurrir que esta gente se levante». Lucero vino a Buenos Aires el 15 y el 16 se levantó Córdoba. Cuando uno cuenta con tipos así, ¿qué va a hacer? Está perdido[514].

Arturo Jauretche y John William Cooke desconfiaron sabiamente de Lucero y fueron a la Casa Rosada a advertirle al ministro del Interior, Oscar Albrieu, que tenían precisiones de que el golpe de Estado comenzaría en pocas horas. Cooke había señalado unos días antes:

Esas fuerzas no están aliadas contra un hombre; lo están contra el pueblo, al que niegan el derecho de elegir su propio destino y su propio conductor. Reniegan de la Argentina nueva, la de las conquistas sociales, económicas y políticas, la de los principios de justicia y de la soberanía inmaculada, para intentar retrotraernos a la vieja factoría colonial de los estancieros explotadores, de los comerciantes ávidos, de los acaparadores habilidosos, de las ganancias exorbitantes, de los salarios de hambre, de los gerentes extranjeros y de los traidores nativos[515].

Si los viera el General San Martín

La conspiración en marcha fue bautizada por sus organizadores como «Revolución Libertadora».

La palabra «libertador» remite inmediatamente al general San Martín, el hombre que le dio la libertad a medio continente y que vivía como pensaba, con aquella coherencia que lo acompañó hasta su muerte. El auténtico libertador escribió para que nadie en su nombre bastardeara la condición de militar:

La Patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene. La tropa debe ser tanto más virtuosa y honesta, cuanto es creada para conservar el orden, afianzar el poder de las leyes y dar fuerza al gobierno para ejecutarlas y hacerse respetar de los malvados que serían más insolentes con el mal ejemplo de los militares. La Patria no es abrigadora de crímenes[516].

Muy lejos de estos nobles pensamientos, el general Lonardi se había trasladado a Córdoba el 14 de septiembre y, junto con su plana mayor, había decidido que la hora cero del día «D» sería el primer minuto de aquel inolvidable 16 de septiembre. Hasta había encontrado un eslogan para su golpe, que sería usado por sus tropas como una contraseña: «Dios es justo». Sin que esto le sonara a contradicción, en la primera arenga a sus tropas antes de entrar en combate, les hizo un pedido que no sonaba muy cristiano: «Señores: vamos a llevar a cabo una empresa de gran responsabilidad. La única consigna que les doy es que procedan con la máxima brutalidad posible»[517].

El primer objetivo, la toma de la Escuela de Infantería de Córdoba, se logró tras una dura lucha de casi ocho horas de combate. Para las primeras horas de la tarde, los insurrectos controlaban varias radioemisoras y comenzaban a difundir por el país sus comunicados.

Al día siguiente, el comando de Lonardi emitió una proclama parecida a todas las arengas golpistas precedentes, excepto por un párrafo que ponía el dedo en la llaga sobre un tema muy espinoso para aquel amplio frente antiperonista hegemonizado por lo peor del pensamiento reaccionario de la Argentina: ¿qué pasaría con las conquistas sociales logradas por los trabajadores? Lonardi se animaba a avanzar sobre el tema, obviamente sin el apoyo decidido de los que se preparaban para ser los verdaderos vencedores de este golpe:

Sepan los hermanos trabajadores que comprometemos nuestro honor de soldados en la solemne promesa de que jamás consentiremos que sus derechos sean cercenados. Las legítimas conquistas que los amparan, no sólo serán mantenidas sino superadas por el espíritu de solidaridad cristiana y libertad que impregnará la legislación y porque el orden y la honradez administrativa a todos beneficiarán. La revolución no se hace en provecho de partidos, clases o tendencias, sino para restablecer el imperio del derecho[518].

Muy pocos meses después, Lonardi sentiría en carne propia que iba a ser usado por lo peor de la Argentina para todo lo contrario de lo que había expresado en aquella proclama.

Mientras tanto, las guarniciones cuyanas adhirieron al movimiento y otros alzamientos militares se produjeron en varias provincias. Algunas fracasaron, como la comandada en Curuzú Cuatiá por el propio Aramburu, quien fue rodeado por tropas leales pero logró huir.

En todo el país los comandos civiles, que venían funcionando desde hacía más de un año, se lanzaron a la lucha. Su tarea principal fue la toma de las radios y las plantas transmisoras.

Las fuerzas leales a Perón resistieron por cinco días, a lo largo de los cuales la Armada logró controlar el litoral marítimo, bombardeó los depósitos de petróleo de Mar del Plata y amenazó con bombardear las refinerías de La Plata y a la propia ciudad de Buenos Aires si Perón no renunciaba.

Así lo cuenta uno de los hombres de la Marina, Jorge Julio Palma:

bombardeos hubo en Mar del Plata, se bombardeó unos tanques que estaban sobre la costa. Fue una demostración de fuerza. Esto fue al día siguiente o a los dos días de empezada la revolución. Porque Lonardi había mandado un despacho diciendo que estaba muy comprometido y que hiciéramos un acto de fuerza. Y al crucero Nueve de Julio se le ordenó que cañoneara los tanques. Y después los buques torpederos, también en Mar del Plata, bombardearon el regimiento de Camet que estaba intentando atacar la base de Mar del Plata[519].

Meses más tarde, Perón escribirá:

Me preocupaba la amenaza del bombardeo de la población civil, en la que seguramente perderían la vida miles de inocentes que nada tenían que ver con la contienda. Ya Buenos Aires había presenciado la masacre del 16 de junio de 1955, cuando la aviación naval bombardeó la Plaza de Mayo y ametralló las calles atestadas de gente, matando e hiriendo a mansalva al pueblo indefenso […]. Me preocupaba también la destrucción de la destilería de petróleo de Eva Perón, una obra de extraordinario valor para la economía nacional […]. Influenciaba también mi espíritu la idea de una posible guerra civil de amplia destrucción y recordaba el panorama de una pobre España devastada que presencié en 1939. Muchos me aconsejaron abrir los arsenales y entregar las armas y municiones a los obreros que estaban ansiosos de empuñarlas, pero eso hubiera representado una masacre y, probablemente, la destrucción de medio Buenos Aires. Esas cosas uno sabe cómo comienzan pero no en qué terminan[520].

El 18 por la noche, Perón se reunió en la residencia presidencial con los jefes militares leales. Esto fue lo que sucedió según un testigo presencial de los hechos:

Se saludan amigablemente e inicia la conversación Sosa Molina, y le dice: «Señor presidente, le venimos a pedir que continuemos en la lucha, queremos seguir peleando…». Y el General los mira a todos y les dice: «Señores, ustedes saben perfectamente bien que esta revolución se hace contra Juan Domingo Perón. Y Juan Domingo Perón, por defender su función personal, no va a llevar al país a la guerra civil. Vayan y hablen con los revolucionarios, a ver qué es lo que quieren, que yo sé muy bien lo que quieren. Vayan, que los espero». Nunca más volvieron[521].

Al salir de la reunión, los militares analizaron el panorama y lo llamaron a Renner, asistente de Perón, y le dijeron: «Tenemos un solo consejo que darle a Perón: abandonar rápidamente el país, de manera que nosotros podamos iniciar tratativas investidos de la autoridad del gobierno»[522].

Teniendo en cuenta estos elementos, el 19 de septiembre el General delegó en aquella junta de militares, que ya no eran tan leales, las negociaciones con Lonardi. Lo primero que pidieron fue que el gobierno declarara una tregua unilateral, lo que efectivamente se hizo.

Los golpistas no querían sólo la renuncia del presidente. Soñaban con una rendición de Perón como la del Japón ante los Estados Unidos y montaron un circo parecido. El buque elegido para la ceremonia fue el crucero General Belgrano[523]. Allí se reunieron el 20 de septiembre los que ya se sentían las nuevas autoridades nacionales y la delegación compuesta por el teniente general Forcher, los generales de división Manni y José Sampayo, y el auditor general de brigada Oscar Sacheri, en representación de la junta militar en la que Perón había delegado el mando.

Vencedores y vencidos

Aquella mañana del último día del invierno de 1955, el General sintió que todo había terminado, al menos por el momento. Buscó algunas cosas, algo de dinero (muchísimo menos del que sus enemigos imaginaban), un retrato de Evita y una imagen de la Virgen de Luján. Iba rumbo a la embajada del Paraguay. Se despidió del personal de la residencia y subió junto a sus asistentes Renner y Cialcetta al Cadillac en el que el chofer, Isaac Gilaberte[524], lo había conducido tantas veces a mejores destinos.

El General describirá así aquellos momentos:

me di vuelta a mirar lo que dejaba a mis espaldas. Esa residencia no era mi casa, pero quedaban entre sus muros muchos recuerdos de años que parecían lejanos y se diría que relegados a la prehistoria. La ciudad era un desierto. La niebla llegaba hasta la parte baja de las casas como en un bosque se detiene al pie de los árboles. En aquella atmósfera borrosa de lluvia y de niebla todo parecía irreal[525].

Al embajador paraguayo le preocupaba muy seriamente la posibilidad de un atentado contra Perón y evaluó que la embajada no era un lugar del todo seguro. Recordó que en el dique A de Puerto Nuevo reposaba amarrada la cañonera Paraguay a la espera de reparaciones mecánicas. El viaje tuvo sus complicaciones. El motor del Cadillac se detuvo y hubo que hacerlo empujar. Los testimonios aseguran que el propio Perón bajó del auto para pedirle auxilio al chofer de un ómnibus, que no podía creer lo que estaba viendo.

Finalmente llegó a la cañonera, donde permaneció varios días en un precario camarote. Allí pudo escuchar, a través de la misma Radio del Estado por la que había hablado tantas veces, la voz de otro general que discurseaba desde los balcones de la Casa Rosada. No pudo contener la sensación de usurpación. Sentía como propios a aquellos balcones del 17 de octubre, del último discurso de Evita y de tantos «días peronistas». Ahora estaba en un barco extranjero, a la espera del destino y a que los «libertadores» lo autorizaran a marchar al exilio, mientras Lonardi le hablaba al país desde una Plaza de Mayo repleta de otra gente, argentinos también que conformaban un paisaje completamente distinto a los que él estaba acostumbrado a ver:

Tanto como la de mis compañeros de armas, deseo la colaboración de los obreros y me atrevo a pedirles que acudan a mí con la misma confianza con que lo hacían con el gobierno anterior. Buscarán en vano al demagogo, pero tengan la seguridad de que siempre encontrarán un padre o un hermano. La libertad sindical, indispensable a mi juicio para la dignidad del trabajador, de ningún modo significará la destrucción de los instrumentos de derecho público o laboral, necesarios para el ordenamiento profesional.

El pueblo debe aprender a buscar en mis actos más que en mis palabras el testimonio de que estoy exclusivamente a su servicio con toda mi vida, con todas las energías de mi alma[526].

El jefe golpista terminó su discurso haciendo suya aquella frase que Urquiza había pronunciado después de Caseros, según la cual no habría «ni vencedores, ni vencidos». Quizás el general Lonardi, intoxicado por la historia oficial, no recordaba los crímenes perpetrados por los vencedores después de la célebre batalla del 3 de febrero de 1852 y de la encarnizada y perdurable persecución emprendida contra los vencidos. Pero estaba claro que el eslogan elegido era a todas luces falso: había vencedores y vencidos.

No faltaba mucho para que todos se dieran por enterados; que quienes no querían colaborar con los trabajadores eran los «libertadores», particularmente el flamante vicepresidente, Isaac Rojas, que no coincidía en absoluto con las palabras del presidente y se preparaba para derrocarlo e instalar definitivamente un gobierno antiobrero y antinacional.

Pocos días después, aquel hombre clave del golpe al que le gustaba llamarse «Revolución Libertadora», el contralmirante Rial, le dijo a un grupo de trabajadores municipales: «recuerden que la Revolución Libertadora se hizo para que el hijo del barrendero, muera barrendero».

El General seguía en la cañonera, pegado a la radio y escribiendo sus primeras impresiones sobre lo que le estaba pasando a él y al país. Finalmente, el 3 de octubre llegó el salvoconducto que le permitía salir del país. Los «libertadores» le prohibieron hacerlo por vía fluvial porque temían que a su paso por las distintas ciudades se produjeran manifestaciones peronistas. Le tenían un particular pánico a lo que podía ocurrir en Rosario, una de las capitales del peronismo. Combinaron con el gobierno paraguayo que el traslado se haría en un hidroavión Catalina, llegado especialmente de Asunción.

Al mediodía y en compañía del embajador del Paraguay, se traslado al Murature a la espera del avión paraguayo. También estaba un diplomático perteneciente al círculo íntimo del cardenal Caggiano, que acababa de ser nombrado canciller de la «Libertadora», Mario Amadeo. Tenía orden de asegurarse que la salida de Perón se hiciera como estaba prevista. Cuando el General subía a la máquina, perdió estabilidad y le cupo a Amadeo la curiosa misión de salvar a Perón.

A la una y diez de la tarde de aquel 3 de octubre, Perón marchaba al exilio. Sabía que las cosas no iban a quedar así, sabía que su pueblo no se iba a quedar mirando desfiles y procesiones. Confiaba profundamente en sus descamisados, aunque desconfiara de alguno de sus dirigentes. Confiaba también plenamente en sus enemigos, en aquel conglomerado de partidos y corporaciones a los que sólo los unía la voluntad de negarlo a él y a su movimiento. Sabía que muy pronto empezarían las disputas carroñeras por el poder y confiaba en que sus compañeros iban a saber aprovechar la oportunidad para comenzar la resistencia.

Al llegar a Asunción se instaló en la casa de su amigo, el comerciante argentino Ricardo Gayol. Por varios días guardó silencio hasta que, más tranquilo, decidió dar algunas notas a medios extranjeros.

En la que le brindó a un diario de Montevideo, hizo una especie de balance de su gestión y analizó el presente argentino:

Cuando llegué al gobierno de mi país, había gente que ganaba 20 centavos por día, peones que ganaban 15 pesos al mes. Se asesinaba a mansalva en los ingenios azucareros y los yerbatales, con regímenes de trabajo criminales. En un país que poseía 45 millones de vacas, los habitantes se morían de debilidad constitucional. La previsión social era poco menos que desconocida y las jubilaciones insignificantes cubrían sólo a los empleados públicos y a los oficiales de las Fuerzas Armadas. Instituimos jubilaciones para todos los que trabajan, incluso para los patrones. Creamos pensiones para la vejez y la invalidez, desterrando del país el triste espectáculo de la miseria en medio de la abundancia. […] Cuando llegué al gobierno ni alfileres se hacían en el país. Lo dejo fabricando camiones, tractores, automóviles, locomotoras, etc. Dejo recuperados los teléfonos, los ferrocarriles y el gas, para que vuelvan a venderlos otra vez. Les dejo una marina mercante, una flota aérea […]. Esta revolución como la de 1930, también septembrina, representa la lucha de la clase parasitaria contra la clase productora. La oligarquía puso el dinero; los curas, la prédica; un sector de las Fuerzas Armadas, dominado por la ambición, y algunos jefes pusieron las armas de la República. En el otro bando están los trabajadores, el pueblo que sufre y produce. La consecuencia es una dictadura militar de corte oligárquica clerical[527].

Otro corresponsal le preguntó qué pensaba hacer para regresar al poder en la Argentina. El General le sonrió y le respondió. «Nada. Todo lo harán mis enemigos».