El General en su laberinto
Si cada funcionario público hubiese cumplido leal y honestamente con su deber, poniendo por encima de su comodidad los superiores intereses de la patria, jamás habría sido posible que la antipatria formase aquí un clima artificial de desasosiego y un ambiente propicio para que los malos comerciantes robasen al pueblo. […] De nada sirve que usted grite ser peronista todo el día si usted es un ladrón o un coimero, o un perro con la gente, o si se escuda en su peronismo para llegar tarde o salir más temprano, con el cuento o el pretexto de que tiene que ir a la Unidad Básica […]. Usted no concibe que un funcionario pueda trabajar en cualquier lugar y sin automóvil. Usted tampoco concibe que un funcionario pueda trabajar sin café, sin una secretaria buena moza y sin atender a sus amigo.
Mundo Peronista, N.° 41, 1.° de mayo de 1953
¿Cómo sería la Argentina sin Evita? La pregunta se la hacían todos, particularmente los más humildes, los grasitas, los que tanto habían llorado en esos lluviosos días de fines de julio. Evita se había muerto cuando comenzaban a hacerse indisimulables los signos de la crisis, cuando el Segundo Plan Quinquenal comenzaba a ejecutarse.
Los pobres temían. Tenían demasiado fresco el recuerdo de la soledad de siempre, de aquella invisibilidad, de esa inexistencia reflejada en las estadísticas mentirosas, en los planes económicos que nunca los incluían, en el ninguneo. Hacía muy poco que habían empezado a existir, a ser «alguienes», como le había dicho una abuela emocionada a Evita. ¿Qué sería de ellos? ¿Por qué el destino les jugaba esta mala pasada; por qué nada bueno podía ser perdurable para ellos?
Las dudas eran válidas. Ya nada sería igual, en más de un sentido; todos lo sabían, empezando por Perón que perdía a su mujer y su «mejor compañera», un cuadro fundamental e irremplazable. La peor crisis económica que le tocó enfrentar al peronismo coincidió con la muerte de Evita y la prosperidad parecía irse con la abanderada de los humildes.
Ahora había que enfrentar una realidad dura, sin la presencia vital de Evita, sin su carisma, sin su llegada a las masas y sin su palabra decidida y sin eufemismos.
Ese mismo año, 1952, el gobierno lanzó el Plan de Emergencia Económica, que privilegiaba al campo sobre la actividad urbana. Se intentaba corregir una situación que se había descuidado un poco en el primer Plan Quinquenal, de fuerte corte industrialista. La crisis del ’30 desató, como ya señalamos, un verdadero éxodo del campo a la ciudad. Esta pérdida de brazos en el sector agrícola no fue reemplazada oportunamente por la necesaria tecnificación del sector y la incorporación de maquinaria agrícola.
Esta necesidad de impulsar el sector agropecuario se hizo más evidente con el incremento exponencial del consumo interno de productos primarios. Frente a la crisis, el gobierno se propuso impulsar enérgicamente la producción rural, el sector que más rápidamente le permitiría disponer de divisas. Se encontró entonces con dos problemas: la hostilidad de los más grandes propietarios, que no le perdonaban todavía la sanción del Estatuto del Peón, y las dificultades materiales provenientes de la falta de elementos imprescindibles, como tractores, cosechadoras y silos, en cantidad suficiente. El gobierno puso manos a la obra y ordenó que se privilegiaran los préstamos destinados al sector rural. Hasta el Banco Industrial abrió líneas de crédito para la compra de maquinarias, silos y medios de transporte destinados al campo.
El cambio de política fue reconocido por la Sociedad Rural: «se aumentaron los precios oficiales de los productos de la cosecha; se dio libertad de precio para la carne; se facilitó y fomentó la compra e importación de maquinaria agrícola; se dieron normas sobre trabajo rural[407]». Este reconocimiento se completó con la donación de cien caballos para la escolta presidencial. La vuelta del «campo» a primera fila tendría implicancias políticas. Los líderes del sector aprovecharían la situación para transmitirle al gobierno su propuesta de aprovechar la crisis para adoptar una orientación más conservadora y dejar de lado paulatinamente la política que calificaban de «obrerista».
La crisis empezaba a hacerse sentir con fuerza y animaba a la oposición a actuar más decididamente, pese a las duras limitaciones impuestas. El peronismo en el poder cometió el grave error de cerrar o dificultar los canales de comunicación entre los partidos no peronistas y la sociedad, negándoles el uso de los medios masivos, censurando sus órganos de prensa. De esta manera, les dio espacio a los más extremistas, que venían trabajando intensamente en favor de un golpe que será visto como una salida válida por sectores cada vez más amplios de la oposición.
El Segundo Plan Quinquenal
Para noviembre de 1952, el equipo económico compuesto por Alfredo Gómez Morales, Antonio Cafiero y Pedro José Bonanni, tenía listo el Segundo Plan Quinquenal que sería presentado oficialmente por Perón el 1.° de diciembre. Significaba un brusco cambio de rumbo económico, que favoreció el desarrollo agrícola sobre el urbano, al capital y los beneficios sobre el trabajo y los salarios, la industria pesada sobre la ligera y las exportaciones sobre el consumo interno. De este modo, se destinaron más recursos a la agricultura para aumentar las ganancias por exportaciones y se planificó un aumento de la superficie de tierras sembradas. Para superar la escasez de mano de obra agrícola se propuso que trabajaran los reclutas del Ejército. El Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio (IAPI) comenzó a comprar productos a precios superiores a los del mercado mundial y a hacer campañas para diversificar la economía rural. Perón acordó con los sindicatos y con la dirección de las empresas el control de precios y el aumento de la productividad.
Se preveía una inversión de 33.500 millones de pesos, de los cuales el 42% sería destinado a obras y servicios públicos y el 33% a diferentes estímulos a la actividad económica pública y privada. Sólo se asignaba el 4% al rubro acción social y el 9% para los gobiernos provinciales, mientras que las fuerzas armadas se llevaban el 12% del total. Se invertirían 5000 millones en transporte, 4600 en combustibles, 3500 en caminos y 2500 en la producción de energía eléctrica[408].
Uno de los logros más importantes fue la puesta en marcha de la Sociedad Mixta Siderurgia Argentina (SOMISA), que permitía por primera vez producir acero en nuestro país, complementando la notable tarea de producción de hierro de los Altos Hornos Zapla.
Estos proyectos se encaminaban a sentar las bases para una segunda etapa de industrialización, destinada a crear una industria pesada en Argentina.
Resultaba difícil, por no decir imposible, el financiamiento local y la implantación de tecnología de punta si no se facilitaba la instalación de plantas industriales de capital foráneo. El plan preveía el incremento paulatino de la inversión extranjera en la economía incluso en los rubros «vedados» por la Constitución justicialista de 1949, como el de la energía y los combustibles.
El plan de ajuste cumplió inicialmente los objetivos propuestos y logró contener la inflación. Mientras que en el trienio 1949-1951 el nivel de precios minoristas había aumentado en un 40%, en el trienio siguiente llegó sólo al 19%, a un promedio del 6% anual con tendencia a la baja: en 1953, el 4% y en 1954, el 3,8% anual. También disminuyó la deuda pública, que en 1946 comprometía al 63% de la renta nacional y en 1954 era del 57%.[409]
De carnes, hacendados y matarifes
Uno de los problemas que tuvo que enfrentar el gobierno fue el del alto nivel de consumo de carne alcanzado por la población argentina a comienzos de los años 50. Los ganaderos destinaban porciones cada vez más importantes a la mucho más redituable exportación y esto llevó a una fuerte suba de precios, al desabastecimiento del mercado local y a la furia de Perón:
Los precios han subido y el cincuenta por ciento del poder adquisitivo es la alimentación y de ese valor, el veinticinco por ciento lo constituye la carne […]. Y la carne se va a regularizar en el término de una semana por los medios ordinarios y si no, la semana que viene yo, por medios extraordinarios, la voy a regularizar… Le hemos pedido a los ganaderos que traigan su hacienda, pero pedirle a esa gente es como pedirle a la pared. Como no han obedecido al primer pedido, veremos si obedecen a la segunda intimación; a la tercera, los voy a traer a ellos junto con las vacas… Vamos a alcanzar una solución justa y rápida. Y de los sectores que incidan en el no abastecimiento, de esos me encargo yo, porque ya he dicho que aunque sea voy a carnear en la avenida General Paz y voy a repartir carne gratis, si es necesario. La pagarán, los que no han sabido cumplir con su deber de abastecedores […]. Cuando en este país uno deja de cumplir con su deber, debe cargar con las consecuencias. Y yo, las consecuencias, se las voy a hacer cargar en forma muy pesada, porque se la merecen[410].
Más allá de la especulación de los ganaderos, el gobierno pudo detectar la existencia de redes de operadores urbanos que lucraban con la carne a través de mataderos clandestinos y la entrada de vacunos en Liniers, incidiendo notablemente sobre la faena en los frigoríficos y, por lo tanto, en el precio al consumidor.
Ay, Juancito
Lo que Perón no podía imaginar era que entre aquellos especuladores podría estar su cuñado, Juan Duarte.
Las sospechas devinieron en certezas cuando una noche de principios de abril de 1953 el General salía de una función teatral. Entre la gente que habitualmente se acercaba a saludarlo, notó una cara que lo miraba distinto, con una mezcla de bronca y necesidad de ser escuchada. La muchacha, que se llamaba Malisa Zini y era una conocida actriz, no le dejó mucho tiempo para la duda. Se le acercó y en un tono no muy discreto le dijo que se cuidara mucho porque estaba rodeado de ladrones, coimeros y corruptos. Perón trató de calmarla, mientras que con su rapidez habitual recorría mentalmente los posibles orígenes del enojo de la mujer, evidentemente despechada. Se acordó, respiró hondo y la citó en la residencia de Olivos.
Allí la Zini se despachó a gusto sobre los aspectos más oscuros de la vida y la obra de su expareja, Juan Duarte. Obviamente, no era la primera vez que Perón escuchaba cosas parecidas sobre su «Juancito». Recordaba con una sonrisa lo que le había contado Evita sobre la conducta de su hermano durante la «gira del arco iris». Al enterarse de las interminables caravanas nocturnas de Juan y de ciertos «excesos» que tomaban estado público en aquella España franquista de tan doble moral, Evita tuvo que levantar el teléfono y amenazarlo: «Una puta más y te volvés a Buenos Aires». También recordaba aquella vez que el ministro Ivanissevich lo había alertado sobre los «peajes» que, según él, cobraba a hombres de negocios, desde su despacho en la secretaría privada, para otorgarles entrevistas express con el presidente. En esa ocasión, Perón lo miró sentenciante y le disparó una de las suyas:
Mira, Iván, el imperio británico se levantó con hombres buenos y con piratas, y yo voy a levantar un imperio en Argentina, también con hombres buenos y con piratas[411].
Pero la denuncia de la actriz despechada, que hablaba concretamente de la participación de Juancito en el negociado de la carne que ocupaba por entonces todos los titulares de los diarios, ponía en evidencia que había llegado el momento de hacer algo. El General creó un grupo de investigadores compuesto por el teniente coronel Jorge García Altabe, el mayor Ignacio Cialzetta y el general León Justo Bengoa, subjefe del Estado Mayor de Coordinación. Preventivamente, Juan Duarte fue suspendido en su cargo y su despacho fue precintado para ser revisado meticulosamente. Juancito decidió abreviar el trámite y renunciar, a través de una extensa carta dirigida a su jefe:
Señor Presidente, largos años en que he tenido el insigne honor de haber servido a su lado, han desvirtuado el viejo adagio que dice: No hay hombre grande para su valet. Yo he sido un poco de eso a su lado, mi querido general, y puedo asegurar que fui un mentís rotundo a ese popularizado decir, pues lo sabía patriota, puro y grande, y hoy, después de casi ocho años, lo admiro aún más y lo veo más inmensamente grande que cuando me acerqué a usted. También es cierto que esos largos años han minado mi salud y esta batalla gigante y patriótica en que usted está empeñado permanentemente por su pueblo y por la patria exige un esfuerzo sin retaceos que yo ya no estoy en condiciones de ofrecerle, e inspirado en el ejemplo de renunciamiento y desinterés que mi ilustre y querida hermana dio al peronismo me dirijo a usted elevándole la indeclinable renuncia al cargo de secretario privado con que usted me distinguiera en oportunidad de ocupar el excepcional gobierno que preside. No necesitaría decirle que usted, mi general, habrá de contar con mi más sincera y profunda gratitud, pero quiero dejar constancia de ello, como también de mi inquebrantable lealtad y de mi inconmovible adhesión, que no hará variar nunca ni la distancia ni el tiempo, ni circunstancia alguna que lo intentara. Ruégole tener presente mi cariñoso saludo que le transmito, con su respeto, en un estrecho abrazo. Juan Duarte[412].
La carta tomó estado público a través de los diarios, y los rumores inundaron la ciudad. En los mentideros políticos y periodísticos no se hablaba de otra cosa. La oposición se frotaba las manos ante semejante escándalo que vinculaba a alguien tan cercano a Perón, al hermano de «esa mujer». Durante la segunda semana de abril los investigadores le hicieron llegar a Perón sus primeras conclusiones, basadas en los elementos encontrados en la caja fuerte de Duarte. Allí, entre perfumes franceses, joyas de Ricciardi, papeles de compra y venta de caballos de carrera, títulos de propiedad, zapatos de lujo y notas de empresarios pidiendo o agradeciendo favores, estaba lo que buscaban: documentos que lo incriminaban con el mercado negro de la carne[413].
Pero un dato revelado por Bengoa agotó la paciencia de Perón. Entre los papeles secuestrados estaba el diagnóstico médico de la enfermedad venérea padecida por Juancito que guardaba Perón en su propia caja fuerte de la residencia. Tras analizar la situación, llegó a la conclusión de que Juan había obtenido la llave que abría la puerta a los papeles secretos de Perón a través de Evita. Quedaba la duda de cómo había sido aquel trámite, pero esa violación de la intimidad del presidente resultó inadmisible para todos y particularmente para Perón, que decidió ordenarle a Juan que se presentara ante Bengoa. En la tarde del 8 de abril Perón se dirigió al país señalando:
He de terminar también con todo aquel que esté coimeando o esté robando en el gobierno. He ordenado una investigación en la Presidencia de la República para establecer la responsabilidad de cada uno, empezando por mí… ¡Ni a mi padre dejaría sin castigo[414]!
Estaba claro que el problema no lo tenía precisamente con su padre.
Juan Duarte, el alma de la noche porteña, el hombre al que todos querían acompañar aunque fuese para quedarse con lo que desechaba, el cuñado que decidía quién filmaba o no en aquella Argentina de película, el que se jactaba de tener como amantes simultáneas a dos de las más bellas actrices del momento: Fanny Navarro y Elina Colomer, el que decía «déjalo en mis manos», el que todo lo podía, estaba acorralado por la sífilis y por algunas verdades que ya no podía mentir. Quería volver atrás los relojes y no haberse metido en ciertas cosas, pero ya era tarde. Entró en uno de esos estados donde la desesperación le pide pista a la depresión y el suicidio va dejando de ser algo que le pasa a los otros. En ese estado le escribió a Fanny Navarro:
Vidita: Le ruego que me perdone, me voy solo al campo. Esta semana me han pasado cosas tan terribles que le doy las gracias a Dios por estar todavía en mi sano juicio. Por eso quisiera estar solo y si pudiera me iría tan, tan lejos como tan amargado estoy. Mañana cumple años mi madre en Mar del Plata. Le había prometido ir y tampoco iré. […] sólo quiero que sepa que usted nada tiene que ver en todo esto y que ésta no es pena de amor, es desencanto, es terrible desazón, es asco a casi todo, que es mucho más y mucho peor. […] Por momentos, pienso que ya mi cabeza no coordina más, que mis piernas aflojan porque también aflojan mis fuerzas y me quedo hasta sin alma. En una palabra, me muero, pero no termino de morirme. Juan[415].
Hay dos versiones sobre lo que hizo Juan Duarte la noche del 8 de abril de 1953. La de su cuñado y colaborador, Orlando Oscar Bertolini, quien le contó a Hugo Gambini:
Esa noche bebimos unos tragos de whisky, no muchos, y cuando nos despedimos, a eso de las doce y media, me tomó los hombros y me clavó la mirada. «Ándate derecho a tu casa», me dijo. Yo no entendía muy bien el sentido de esas palabras. Pero al día siguiente comprendí todo. Juancito estaba muerto de un tiro en la sien. ¡Qué espantoso[416]!
La otra versión es la de Perón, que cuenta:
La vida de Juan ya se encaminaba por entonces hacia una pendiente que no podía remontar. Una enfermedad prohibida, innombrable para la sociedad de aquel tiempo, lo llevaba hacia una parálisis progresiva. […] Era conocida su particular actitud frente a determinadas mujeres con las cuales tuvo contacto, y a las que les propinó golpizas que no tenían una explicación racional, más bien propias de un demente. Aun sin ser investigado, sus perspectivas eran sombrías. Para decirlo de una vez, estaba ante un callejón sin salida. […] Todo esto y las calumnias y la enorme impresión de la muerte de Evita, fue combinándose hasta producir una depresión insostenible. La noche anterior cenó conmigo. Luego, en su departamento, se tomó un somnífero, se le anuló el subconsciente, y se mató[417].
La mañana en que Juan Duarte debía comparecer ante el jefe de los investigadores, el mucamo Inajuro Tashiro entró a la habitación de su patrón como todos los días, con el desayuno, y lo encontró arrodillado, rodeado de sangre, con las manos sobre la cama, como elevando una plegaria vaya a saber a quién. Completaban la escena un Smith & Wesson calibre 38 y una carta manuscrita que ocupaba prolijamente el borde de la mesita de noche. No había desorden sino un orden mortal.
Juan Duarte, que nunca había escrito tanto en tan poco tiempo dejaba al General sus disculpas póstumas. Sabía que era la última vez que empuñaría una lapicera, la última vez de todo.
Mi querido general Perón: La maldad de algunos traidores de Perón, del pueblo trabajador, que es el que lo ama a usted con sinceridad, y los enemigos de la Patria, me han querido separar de usted; enconados por saber lo mucho que me quiere y lo leal que le soy. Para ello recurren a difamarme y lo consiguieron; me llenaron de vergüenza, pero no pudieron separarme de usted: desde mi renuncia, usted fue tan amigo como siempre, y esta aflicción suya de estos días por mí me pagó con creces el mal que ellos me causaron. He sido honesto y nadie podrá probar lo contrario. Lo quiero con el alma y digo una vez más que el hombre más grande que yo conocí es Perón. Sé de su amor por su pueblo y la patria, sé como nadie de su honestidad, y me alejo de este mundo asqueado por la canalla, pero feliz y seguro que su pueblo nunca dejará de quererlo y de haber sido su leal amigo. Cumplí con Eva Perón hasta donde me dieron las fuerzas. Le pido cuide de mi amada madre y de los míos, que me disculpe con ellos que bien lo quieren. Vine con Eva, me voy con ella, gritando viva Perón, viva la Patria, y que Dios y su pueblo lo acompañen por siempre. Mi último abrazo para mi madre y para usted.
Juan Ramón Duarte
P. D.: Perdón por la letra, perdón por todo[418].
A partir de ese momento comenzó un debate inconcluso sobre si realmente se trató de un suicidio o de un asesinato. Abundan los argumentos en uno y otro sentido, las teorías conspirativas, las falsas denuncias y, obviamente, las sospechas de muchos y la incomodidad de otros tantos. Los procedimientos del primer juez de la causa, Raúl Pizarro Miguens, abrieron la puerta a las dudas: no se realizó una autopsia, no se le dio importancia al tema de que la bala que mató a Duarte era de calibre 45 mientras que el revólver que se encontró junto a su cadáver era un 38, ni a que él mismo apareciera del lado contrario del que se efectuó el disparo.
Era evidente que Juan tenía motivos para suicidarse. Pero el contexto político, el discurso de Perón y las denuncias anónimas, nunca confirmadas, de que había sido asesinado por orden de Apold y trasladado luego a su departamento, complicaban el panorama. El único que no tuvo dudas fue el juez Pizarro Miguens, que cerró la causa y abrió todos los interrogantes. Para él y para la Justicia que él representaba, se había tratado de un suicidio.
Sí Gandhi lo viera
El tema se convirtió en un asunto de Estado cuando la autodenominada «Revolución Libertadora» creó la Comisión Investigadora 58. Estaba a cargo del capitán de fragata Aldo Luis Molinari y de un personaje digno de una truculenta novela policial: Próspero Germán Fernández Alvariño, que usaba irónicamente el nombre de guerra de «Capitán Gandhi», aunque durante los interrogatorios le gustaba que lo llamaran «leoncito de Dios». La seriedad de la Comisión 58, integrada por estos personajes y creada para instalar definitivamente la hipótesis del homicidio de Duarte, puede evaluarse a partir de las actitudes de «Gandhi». El sujeto participó de la autopsia del cadáver exhumado y se quedó con dos «souvenirs»: el cráneo y un dedo pulgar. La cabeza de Juancito era esgrimida en los interrogatorios por este siniestro antecesor de sus colegas de los años 70. Una de las víctimas de esta «gracia» del autotitulado capitán fue Fanny Navarro, quien cayó desmayada tras ser obligada a ver aquellos despojos mortales. Decía el siniestro «Capitán» en uno de sus soliloquios, refiriéndose a sí mismo:
Pero este hombre que sabe algo de física, de química, de medicina legal, de laboratorio, de scopometría, de investigación científica y tiene a veces métodos propios y científicos para buscar la verdad o encontrar la mentira que parece oculta y triunfante, este leoncito de Dios que pasó horas enteras leyendo el sumario ante la vista misma del señor Secretario del Juzgado, Dr. Carlos Enrique Malbrán, reemplazando scopómetros con aparatitos de su confección e invención y sacó dibujo teniendo poca luz y ningún aparato de precisión y reprodujo por sus medios la imagen para que mañana la confronten con las macrofotografías que el gabinete tomará… Ya habrá advertido el Sr. Comisario que mi cráneo tiene cerebrósidos en cantidad, y que el metabolismo del fósforo es normal. Por algo dediqué la especialización de mi vocación al conocimiento de la dietética. Cuando los forenses sepan que dormía dos horas por día y tomaba dos litros de leche, dos yemas de huevo, mucho pan y mucho mate cocido, dirán que la dieta era dieta para esfuerzo cerebral[419].
Así pensaba y escribía el «Gandhi» de la «Libertadora». Habrá que esperar a la aparición del «brujo» López Rega, que escribía sus delirios esotéricos bajo el seudónimo de «Hermano Daniel», para que en la prosa política argentina aparezca una pluma de similares cualidades. En estas manos estaba la Comisión 58.
La causa fue cerrada en 1958, cuando el juez Jorge Franklin Kent revisó el expediente y avaló lo actuado por el primer juez de la causa, determinando que se trató de un suicidio. Pero la duda ha logrado eludir todos los expedientes judiciales.
Primeras bombas en la Plaza de Mayo
Para contrarrestar la ofensiva opositora, que encontraba en la carestía, el desabastecimiento y el caso Juan Duarte un interesante caldo de cultivo, la CGT convocó para el 15 de abril a una movilización. La Plaza de Mayo volvió a llenarse y estaba todo listo para otro «día peronista». El General dedicó su discurso a vincular la complicada situación económica con el accionar de la oposición:
He repetido hasta el cansancio que en esta etapa de la economía argentina es indispensable que establezcamos un control de los precios, no sólo por el gobierno y los inspectores, sino por cada uno de los que compran, que es el mejor inspector que defiende su bolsillo. Y para los comerciantes que quieren precios libres, he explicado hasta el cansancio que tal libertad de precios por el momento no puede establecerse.
No había terminado aquella frase cuando una ensordecedora explosión hizo volar a todas las palomas de la Plaza. Estaba claro que no era un petardo, sino una bomba de alto poder. Perón intentó continuar:
Compañeros, éstos, los mismos que hacen circular los rumores todos los días, parece que hoy se han sentido más rumorosos, queriéndonos colocar una bomba.
Otro explosivo estalló en ese momento y el General, con el rostro severo, continuó:
Ustedes ven que cuando yo, desde aquí, anuncié que se trataba de un plan preparado, no me faltaban razones para anunciarlo. Compañeros: podrán tirar muchas bombas y hacer circular muchos rumores pero lo que nos interesa a nosotros es que no se salgan con la suya, y de esto, compañeros, yo les aseguro que no se saldrán con la suya.
La multitud lo interrumpió y se oyeron repetidas claramente dos palabras: «¡Perón! ¡Perón!» y «¡Leña! ¡Leña!». El líder no dejó pasar la oportunidad y sin medir demasiado sus palabras dijo:
Eso de leña que ustedes me reclaman, ¿por qué no empiezan ustedes a darla? Compañeros: estamos en un momento en que todos debemos de preocuparnos seriamente, porque la canalla no descansa porque están apoyados desde el exterior. […] Decía que es menester velar en cada puesto con el fusil al brazo. Es menester que cada ciudadano se convierta en un observador minucioso y permanente, porque hoy la lucha es subrepticia. Todo esto nos está demostrando que se trata de una guerra psicológica organizada y dirigida desde el exterior, con agentes en lo interno. Hay que buscar a esos agentes, que se pueden encontrar si uno está atento, y donde se los encuentre, colgarlos en un árbol. […] Con referencia a los especuladores, ellos son elementos coadyuvantes y cooperantes en esta acción. El gobierno está decidido a hacer cumplir los precios aunque tenga que colgarlos a todos. Y ustedes ven que tan pronto se ha comenzado, y el pueblo ha comenzado a cooperar, los precios han bajado un 25 por ciento. Eso quiere decir que, por lo menos, estaban robando el 25 por ciento. Han de bajar al precio oficial calculado, porque eso les da los beneficios que ellos merecen por su trabajo. No queremos nosotros ser injustos con nadie. Ellos tienen derecho a ganar pero no tienen derecho a robar. […] Si para terminar con los malos de adentro y con los malos de afuera, si para terminar con los deshonestos y con los malvados, es menester que cargue ante la historia con el título de tirano, lo haré con mucho gusto. Hasta ahora he empleado la persuasión; en adelante emplearé la represión. Y quiera Dios que las circunstancias no me lleven a tener que emplear las penas más terribles[420].
En la Plaza quedó el saldo humano de las explosiones: cinco muertos y más de cien heridos de consideración.
Perón no había terminado su discurso como solía hacerlo, con pedidos de tranquilidad y la tradicional invitación de ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Los había convocado, en cambio, a hacer justicia por mano propia. Algunos grupos, sintiéndose intérpretes de aquellas palabras, se dirigieron a distintos lugares de la ciudad para destruir sedes partidarias y locales sociales. Así cayó bajo las llamas la «Casa del Pueblo», la histórica sede del socialismo ubicada en Rivadavia 2150. Entre las brasas quedó hecha cenizas la Biblioteca Obrera Juan B. Justo[421], uno de los archivos más completos de la historia del movimiento obrero argentino, que se perdió para siempre. También fueron quemadas la Casa Radical, de Tucumán 1660; el comité central del Partido Demócrata, en Rodríguez Peña 525, y la sede social del Jockey Club, de Florida 559. Los bomberos llegaron sospechosamente tarde y con sus autobombas sin agua.
Todo parece indicar que los autores de los incendios pertenecían a las huestes de la Alianza Libertadora Nacionalista lideradas por Juan Queraltó, juntamente con hombres que operaban al mando de Teissaire y el por entonces mayor Jorge Osinde. El futuro le tenía reservado a Osinde el triste privilegio de pasar a la historia como uno de los responsables de la masacre de Ezeiza aquel inolvidable 20 de junio de 1973[422].
En cuanto a los autores de los atentados con bombas en la Plaza de Mayo, algunos de los responsables señalados por Félix Luna son
los hermanos Alberto y Ernesto Lanusse y Roque Carranza eran algo así como coordinadores del grupo. Tenían un feble contacto con militares de baja graduación, el capitán Eduardo Tholke el más importante, que a veces les proveían de explosivos y los alentaban a continuar creándole dificultades a Perón[423].
Los hermanos Alberto y Ernesto Lanusse eran miembros de una familia vinculada a la oligarquía ganadera, a la que también pertenecía Alejandro Agustín, entonces preso en el Sur por participar del intento golpista de Menéndez. Roque Carranza llegaría a ser un destacado dirigente radical. Fue ministro de Obras y Servicios Públicos durante la presidencia del doctor Arturo Illia y de Defensa en la administración de Alfonsín. Una estación de subte de la línea D lleva su nombre.
No es bueno que el hombre esté solo
El General haría una autocrítica de estos gravísimos e injustificables hechos, años más tarde, en Madrid:
Mi gobierno no mandó a realizar estas acciones imprudentes, pero es indudable que se realizaron a favor del gobierno y como respuesta a la acción canallesca de la oligarquía. Pero yo no quise que eso pasara, por la sencilla razón de que con eso contribuíamos a echar más leña al fuego. Después de todo había un dato que era indiscutible, los funcionarios públicos dejaban bastante que desear, la corrupción fue una realidad que nosotros debimos atacar antes que nada, para después sí llenarnos la boca contra nuestros detractores. Pero con que una sola de sus críticas fuese verdadera, nosotros no teníamos argumentación moral para discutir[424].
El texto deja entrever algunos de los problemas más graves que se planteaban en el movimiento en aquellos momentos cruciales. La burocratización, con su carga casi obvia y mortal de obsecuencia, alejaba a los mejores hombres y encumbraba a los otros, a los que no les importaban ni Perón ni el movimiento y que, como Teissaire o Bengoa, tendrían ocasión de demostrar sus verdaderas intenciones apenas caído el peronismo, pasándose inmediatamente a las filas de los «libertadores».
Hubo alejamientos de hombres honestos que se iban callados porque no querían tocar la música que tanto le gustaba oír a la oposición. Hombres como Mercante, Jauretche, Carrillo y Scalabrini Ortiz se alejaron sin irse del todo, porque sabían muy bien que los otros, los que tomarían el poder tras la caída de Perón, venían a atrasar los relojes. Estas ausencias debieron haber encendido una alarma que lamentablemente no se activó. Jauretche intentó, a través de una sonora metáfora, llamar la atención del líder sobre aquel personalismo desbordante que hacía que todo se llamara Perón o Eva Perón, que en las radios sólo se escuchara lo que el gobierno quería. Dijo entonces, con su histórica claridad: «Cuidado, que cuando todo suena a Perón, es que suena Perón[425]».
Scalabrini escribió:
Me apena pensar todo lo que yo pude hacer en la formación de la conciencia nacional en el transcurso de esos diez años. Con seguridad, la oposición radical hubiera cambiado de tono. Es claro que mi obra tenía un precio: la absoluta libertad para escribir, y el gobierno de Perón hubiera sido constantemente hostigado por mí, para bien de Perón y del país. No le critico siquiera haberse rodeado de adulones. El hombre de gobierno necesita esa corte de lisonja para sostenerse, para confortarse, para continuar esa tremenda tarea de conducir al país entre las tremendas dificultades internas y externas. Pero debió haber dejado un resquicio, una trinchera, algo desde donde hubiéramos podido continuar adoctrinando y enseñando[426]…
Del otro lado de todo, el gobernador bonaerense Carlos Aloé, a quien sus detractores solían caricaturizar como un caballo, declaraba:
En el gobierno argentino no hay nadie, ni gobernadores, ni diputados, ni jueces, ni nadie; hay un solo gobierno que es Perón[427].
Se va la tercera
El mundo «civilizado» había inventado una nueva guerra a la que habían llamado «fría» porque le faltaba la calentura de los combates directos. En criollo, las dos grandes potencias se preparaban para hacer pelear a los otros en su nombre o por sus intereses. En este contexto, la política de bloques y «áreas de influencia» se tornó fundamental e implicó un necesario cambio de estrategia por parte de los Estados Unidos hacia los países latinoamericanos en general y hacia la Argentina en particular. La preocupación por los nazis, si es que alguna vez existió sinceramente, había quedado atrás. La nueva prioridad de Washington era prevenir el «avance comunista» en el hemisferio[428].
Estados Unidos nos enseña «democracia»
Suele olvidarse, y no inocentemente, que mientras la prensa del sistema y el gobierno de los Estados Unidos se escandalizaban por la censura ejercida por el gobierno peronista, en aquel país se vivía un proceso de persecución ideológica sin precedentes, que pasó a la historia como el macarthismo. Volvemos a poner seriamente en duda la autoridad moral de algunos medios de prensa y de la clase política de la «mayor democracia del mundo» para levantar tribunales acusatorios contra otros países, sobre todo cuando una parte importante de esa prensa y de esa clase política norteamericana, tan sensible a «la falta de libertades en la Argentina», calló, fue cómplice o en muchos casos alentó aquella «cruzada» de graves consecuencias para todos los que compartían ideas de cooperación social, de protección a los sectores más necesitados de la sociedad, o quienes habían militado o mantenido algún grado de relación con el partido comunista norteamericano.
Desde el final de la guerra comenzó una verdadera obsesión por exaltar los valores nacionales estadounidenses, sintetizada en el espíritu individualista y aventurero del cowboy del Far West, difundida a través de innumerables películas y series de televisión.
En este contexto comenzó a desarrollarse la llamada caza de brujas. Lo de brujas respondía al recuerdo de un episodio ocurrido en el poblado de Salem, cuando un grupo de mujeres fueron acusadas de brujería por oponerse a las autoridades locales, a fines del siglo XVII. Este episodio fue magistralmente llevado al teatro por el dramaturgo Arthur Miller en su obra Crisol, conocida en el mundo como Las brujas de Salem, que se transformó en un duro alegato contra el autoritarismo y las arbitrariedades de los gobiernos.
En marzo de 1947, el presidente Truman aprobó el «Programa de Lealtad de Empleados Federales», destinado a expulsar de sus cargos a los funcionarios sospechosos de deslealtad política. Todos los empleados estatales que no pensaran como el gobierno perdieron sus puestos de trabajo. En esta tarea actuó intensamente el Comité de Actividades Antinorteamericanas, conformado el 26 de mayo de 1948 por dos comisiones parlamentarias, una en la Cámara de Representantes (diputados) y otra en el Senado. A partir de 1950, el Comité del Senado, presidido por el senador republicano por Wisconsin, Joe McCarthy, comenzó a interrogar a gente que desempeñaba actividades relacionadas con la cinematografía. McCarthy era un político conocido en su distrito por su bajo nivel intelectual y sus maneras vulgares, y por haber recibido un «préstamo personal» de un directivo de la Pepsi-Cola para hacer campaña contra los controles de precios después de la guerra.
El «Pepsi-Cola Kid», como lo llamaba la prensa estadounidense, además había tomado el tema del anticomunismo como caballito de batalla para hacerse popular. Las causas de la elección de la industria del cine como blanco de la campaña anticomunista fueron, básicamente, tres: en primer lugar, muchos profesionales (directores, guionistas, actores) provenían de la inmigración antifascista de la primera posguerra; por otra parte, había que poner un cuidado especial en el contenido de las películas, por la obvia influencia ideológica que ejerce el cine sobre las masas; y finalmente, por el efecto «ejemplificador» que tendría en el público ver a algunas de sus estrellas declarando ante el Comité.
Se creó una psicosis colectiva, basada en el aparato de propaganda. Personas, revistas, radios y canales de televisión competían en denunciar el pasado dudoso de tal o cual actriz, actor, escritor o director. Así surgieron las listas negras que impedían a quienes figuraban en ellas trabajar en los Estados Unidos.
Uno de los interrogatorios de McCarthy se recordará siempre. Ante la absurda pregunta del senador: «Si usted estuviera gastando, como nosotros, más de 100 millones de dólares al año en una campaña contra el comunismo a través de la publicación de libros, ¿adquiriría las obras de unos 75 autores comunistas y las distribuiría?». El más importante autor norteamericano de novelas policiales, Dashiell Hammett, respondió: «Creo que si luchara contra el comunismo, como ustedes dicen, no le daría a la gente ninguna clase de libros, ni comunistas ni anticomunistas, porque yo fui acusado de comunista por escribir y leer libros». Hammett fue condenado a seis meses de prisión, y sus libros fueron retirados de las bibliotecas.
Mirando al patio trasero
Perón había firmado con cierta reticencia el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en 1947 y había logrado su radicación por el Congreso en 1950, aunque con fuerte oposición en sus propias filas y en los sectores nacionalistas que hasta entonces apoyaban críticamente al gobierno.
El TIAR significó, en su conjunto, un triunfo de la diplomacia norteamericana, que imponía a través de este mecanismo, hecho a la medida de sus estrategias, su criterio en temas decisivos como la utilización de la fuerza en caso de conflictos interhemisféricos[429]. Una de las motivaciones de Perón para estampar su firma fue que en aquel contexto internacional, donde no parecía descabellada la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial, se hacía necesario asegurar los mercados externos para la Argentina.
Frente a la guerra fría, Perón propuso su tesis de la «Tercera Posición», poniendo en el terreno de la filosofía política y económica un rechazo tanto del sistema estatal absoluto soviético como del liberalismo clásico, y en el campo internacional, una toma de distancia de los bloques conducidos por los Estados Unidos y la Unión Soviética. Decía Perón:
El mundo entero se halla dividido en dos partes: una responde al individualismo en forma capitalista, otra responde al colectivismo de forma comunista. El individualista, cuya filosofía de la acción es netamente liberal, entiende que en su acción el gobierno debe prescindir de toda intervención en las actividades sociales, económicas y políticas del pueblo. Las consecuencias han sido desastrosas: la anarquía política en lo político, el capitalismo nacional o internacional en lo económico y la explotación del hombre por el hombre en lo social. El colectivismo, cuya filosofía de la acción es netamente antiliberal, entiende que en su acción el gobierno puede y aun debe asumir la dirección total de las actividades políticas, económicas y sociales del pueblo. Las consecuencias no han sido menos desastrosas que el individualismo. Dictadura en lo político, intervencionismo en lo económico, explotación del hombre por el Estado en lo social. La doctrina justicialista trae al mundo su propia solución[430].
El gobierno norteamericano descreyó de esta postura de Perón. En un documento desclasificado puede leerse:
la tercera posición no es una posición de neutralidad pasiva, ya que Perón busca agresivamente alinear a la América Latina bajo su liderazgo […] Dada la limitada influencia que tiene la URSS en la región, esta política es la que atenta directamente contra los intereses norteamericanos[431].
Cuando en 1950 comenzó la guerra de Corea, a pocos meses de la instalación de la República Popular China, los Estados Unidos presionaron a sus países satélites de América Latina, durante la IV Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores, para formar una fuerza «internacional» de defensa hemisférica. La delegación argentina, actuando en conjunto con la mexicana y la guatemalteca, hizo fracasar la propuesta.
La idea de la Tercera Posición hizo que Perón virase hacia los países vecinos en busca de acuerdos bilaterales e incentivos comerciales, Su estrategia, que se demostraría correcta con el tiempo, fue aumentar los lazos con los países de la región. Impulsó la instalación de embajadas donde sólo había consulados; se difundió bibliografía argentina y justicialista por toda Latinoamérica; el gobierno peronista compró medios de prensa en algunos países y creó la Agencia Latina de Prensa, con sede en México, para contrarrestar el monopolio informativo de las agencias norteamericanas. Para ella trabajó un médico rosarino desocupado que hacía sus primeras armas en la fotografía. Se llamaba Ernesto Guevara; después sería para siempre el «Che».
Unidos o dominados
La Argentina firmó acuerdos con Chile, Paraguay, Ecuador, Nicaragua y Bolivia. Pero el General soñaba sobre todo con una sólida alianza con Brasil y Chile, el famoso ABC. Sin embargo, como él mismo decía,
el ABC sucumbió abatido por los trabajos subterráneos del imperialismo, empeñado en dividir e impedir toda unión propiciada o realizada por los «nativos» de estos países «poco desarrollados» que anhela gobernar y anexar, pero con factorías de «negros y mestizos» […]. Ni la Argentina, ni Brasil, ni Chile aisladas pueden soñar con la unidad económica indispensable para enfrentar un destino de grandeza. Unidos forman, sin embargo, la más formidable unidad a caballo sobre los dos océanos de la civilización moderna. […] podría construirse hacia el norte la Confederación Sudamericana, unificando en esa unión a todos los pueblos de raíz latina. […] Sabemos que estas ideas no harán felices a los imperialistas que «dividen para reinar» […]. Unidos seremos inconquistables; separados, indefendibles[432].
Estados Unidos jugó su pieza clave para hacer fracasar el ABC: su enorme influencia sobre el gigante por entonces naciente, el Brasil. Sin el apoyo decidido del socio potencial más importante, cualquier intento de alianza regional estaba condenado al fracaso.
Perón viajó personalmente al Paraguay para devolver los trofeos de guerra capturados durante la guerra de la «Triple Infamia[433]», como la llamaba Juan Bautista Alberdi; entre ellos, un reloj que perteneció al mariscal Francisco Solano López[434], lo que fue aprovechado por el General para decir: «quiera Dios que este reloj marque las horas felices a que tiene derecho el pueblo paraguayo por sus sacrificios[435]».
El General no se cansaba de hablar de la necesaria unidad latinoamericana. Disertando sobre el tema en la Escuela Superior de Guerra, Perón lanzó una frase destinada a pasar a la historia:
Pienso yo que el año 2000 nos va a sorprender unidos o dominados; pienso también que es de gente inteligente no esperar que el año 2000 llegue a nosotros, sino hacer un poquito de esfuerzo para llegar un poco antes al 2000, y llegar un poco en mejores condiciones que aquélla, que nos podrá deparar el destino mientras nosotros seamos yunque que aguantamos los golpes y no seamos alguna vez martillo, que también demos algún golpe por nuestra cuenta[436].
Por otro lado, durante los gobiernos peronistas, las relaciones con el resto de las naciones fueron buenas. La Argentina fue uno de los primeros países que reconoció oficialmente al Estado de Israel y se activaron las relaciones comerciales con la Unión Soviética y los países del Este. El 5 de agosto de 1953 se firmó el primer acuerdo comercial entre la URSS y un Estado latinoamericano.
Tras su manto de neblina
Por aquellos años se produjo la agresión inglesa a una base argentina en la Antártida, que fue repelido por las fuerzas argentinas. Así lo cuenta Perón:
Inglaterra envió una fragata y destruyó uno de nuestros refugios. La guarnición nuestra era más bien pequeña, pero amenazando con las ametralladoras dieron a los ingleses cinco minutos para que abandonaran aquella tierra. Los ingleses se marcharon pero dejaron su bandera izada en el refugio que habían destruido y un cabo nuestro la arrancó y se la arrojó al bote que empleaban los ingleses para huir. Vino a verme el embajador británico y tuve con él una pequeña conversación más bien amistosa, en el curso de la cual me preguntó «¿Cómo van a arreglar ustedes ese asunto de la Antártida?». Le contesté: «¿Qué derecho tienen ustedes a la Antártida?» y me replicó: «La Antártida es una prolongación de las islas Malvinas». Y fue entonces cuando yo le dije: «Sí. Eso me recuerda a un tipo que me robó un perro y al día siguiente vino a buscar el collar[437]».
En 1953, en ocasión de la coronación de su graciosa majestad la reina Isabel II, en representación del gobierno argentino viajó el presidente del Senado, almirante Alberto Teissaire, con una misión imposible: comprarle las Malvinas a Gran Bretaña. Como había ocurrido durante el gobierno de Rosas con la oferta presentada por el enviado Manuel Moreno (el hermano de Mariano), el gobierno inglés ni siquiera consideró la oferta porque haberlo hecho hubiera significado reconocer explícitamente nuestros derechos.
El amigo americano
Pero para 1953 la Tercera Posición fue cediendo el lugar a una política de acercamiento a los Estados Unidos, que se evidenció durante la visita del hermano del presidente Eisenhower a la Argentina.
La visita, como todas las de su especie, no era precisamente turística. Mr. Milton, el hermano presidencial, venía a explorar las oportunidades de negocios en el país y a sondear las posibilidades para concretar acuerdos petroleros con la Argentina. Un año después, Perón reconocería este cambio de orientación:
En el orden internacional, doy gracias a Dios de que nos haya permitido en este año estrechar nuestras relaciones con todos los pueblos de la tierra. Un pequeño diferendo, más de forma que de fondo, que existía con los Estados Unidos, ha sido total y absolutamente solucionado. Y en ello, haciendo la justicia a que tengo el deber, debo exaltar la ilustre personalidad del presidente Eisenhower, quien con un gesto que lo honra y lo enaltece, mandó a su propio hermano para zanjar todas las dificultades que pudieran existir con la Argentina. Yo soy el más feliz de los hombres al haber podido realizar este acto que nos une sin reservas mentales a los pueblos hermanos de América[438].
La materialización más concreta de este cambio fue el impulso y la aprobación de la Ley de Inversiones Extranjeras en agosto de 1953. A partir de entonces se concretaron importantes inversiones productivas como la instalación de la FIAT en Ferreyra y de las Industrias Kaiser Argentina (IKA) en Santa Isabel, ambas muy cerca de la capital cordobesa. Allí se fue conformando un notable polo industrial que incluía la Fábrica Militar de Aviones y las Industrias Mecánicas del Estado, productoras del legendario Rastrojero y de la noble motocicleta Puma, la famosa Pumita.
El Congreso de la Productividad
Las reorientaciones económicas, sociales y políticas del Segundo Plan Quinquenal y la recomposición de relaciones con el capital extranjero generaron resquebrajamientos en el frente gubernamental. Una de las señales fue la dificultad en ponerse de acuerdo entre la central obrera y la flamante central empresaria, la Confederación General Económica (CGE), durante las sesiones del «Congreso de la Productividad», realizado en Buenos Aires entre el 21 y el 31 de marzo de 1955. Uno de los objetivos del gobierno y de la CGE era imponer la idea de que para aumentar la productividad era imprescindible un mayor esfuerzo por parte de los trabajadores y la concreción formal de la alianza entre los trabajadores y la soñada burguesía nacional.
Los empresarios se quejaban por los altos índices de ausentismo y lo que ellos llamaban «abusos» por parte de los trabajadores.
No podemos dejar pasar por alto esta referencia a los «abusos» cometidos por los obreros por un brevísimo espacio de tiempo en proporción al desarrollo de la injusta historia de la relación capital-trabajo en la Argentina. Es notable el espacio que ocupa en los textos de los historiadores autodenominados «liberales» este tipo de menciones, mientras brilla por su ausencia más de un siglo de explotación inhumana, que se mantiene hasta el presente. Una realidad donde los abusos vienen siempre del mismo lado, no precisamente de los trabajadores, sobre los que se cargan las tintas por aquellos casi diez años durante los cuales se modificó parcialmente la relación de fuerzas.
Perón recibía las quejas de los industriales, pero sabía que el movimiento obrero era la base de sustentación de su movimiento. Esto limitaba claramente su menú de decisiones políticas.
Cuando le tocó hablar en las sesiones de ese Congreso, el secretario de la CGT, Juan Vuletich, apuntó directo a las falencias del sector empresarial y su falta de compromiso con el momento histórico que se estaba viviendo. Señaló que ni siquiera se ocupaban de cumplir con las leyes laborales y previsionales y que, en vez de reinvertir sus ganancias en el sector productivo, lo hacían en bienes suntuarios para marcar su status. El diagnóstico coincidía con el de Arturo Jauretche:
Esta nueva burguesía evadió gran parte de sus recursos hacia la construcción de propiedades territoriales y cabañas que le abrieran el status de ascenso al plano social que buscaba. Fue incapaz de comprender que su lucha con el sindicato era a su vez la garantía del mercado que su industria estaba abasteciendo y que todo el sistema económico que le molestaba era el que le permitía generar los bienes de que estaba disponiendo. Pero ¿cómo iba a comprenderlo si no fue capaz de comprender que los chismes, las injurias y los dicterios que repetía contra los nuevos de la política o del gremio eran también dirigidos contra su propia existencia? Así asimiló todos los prejuicios y todas las consignas de los terratenientes que eran enemigos naturales, sin comprender que los chismes, las injurias y los dicterios también eran válidos para ella[439].
A su turno, José Gelbard[440] reseñó los que para él constituían los principales problemas que dificultaban el aumento de la productividad: el ausentismo, la indisciplina, la interrupción frecuente de las tareas en las fábricas por las convocatorias a asambleas por parte de las comisiones internas. No omitió referirse a una cuestión técnica que señalamos en páginas anteriores: las dificultades para modernizar las maquinarias obligaban a un uso más intensivo de las mismas pero también a una mayor cantidad de horas-hombre si se quería aumentar la productividad. Propuso un sistema de incentivos por producción que se contradecía con la mayoría de los convenios colectivos de trabajo de los gremios afiliados a la CGT, que habían desterrado el trabajo a destajo[441].
La California Argentina
Los cambios de orientación también se expresaron en un sector tan sensible como el energético. Para 1953, la Argentina importaba la mitad del petróleo que consumía y el 25% de lo invertido en importaciones correspondía a los combustibles. Perón, refiriéndose a potenciales convenios con empresas extranjeras, declaró:
Y bueno, si trabajan para YPF, no perderemos absolutamente nada, porque hasta les pagamos con el mismo petróleo que sacan. En buena hora, entonces, que vengan para que nos den todo el petróleo que necesitamos. Antes no venía ninguna compañía si no le entregaban el subsuelo y todo el petróleo que producía. Ahora, para que vengan a trabajar, ¡cómo no va a ser negocio, un gran negocio, si nosotros estamos gastando anualmente en el exterior arriba de 350 millones de dólares para comprar el petróleo que necesitamos, que lo tenemos bajo tierra y que no nos cuesta un centavo! ¡Cómo vamos a seguir pagando eso!… ¿Que ellos sacan beneficios? Por supuesto que no van a venir a trabajar por amor al arte. Ellos sacan su ganancia y nosotros la nuestra; es lo justo[442].
Tras estudiar los proyectos de explotación petrolera presentados por empresas inglesas y norteamericanas, el gobierno se decidió por una subsidiaria de la Standard Oil, la empresa California Argentina de Petróleo S. A.
El contrato fue firmado el 25 de abril de 1955 por el doctor Orlando Santos como titular del Ministerio de Industrias y en nombre del gobierno, y por Owen James Haynes en representación de la petrolera, en cuyo directorio figuraba un viejo «amigo» de la Argentina y un añejo empleado de los Rockefeller: Spruille Braden. El convenio comercial establecía:
Perón, un mes antes de la firma del contrato y conociendo obviamente su contenido, se atajó: «Sé que ahora los que han vendido el país cuando estaban en el poder, van a decir que somos nosotros los vendidos y que ellos son los libertadores[444]». Decidió enviar el contrato al Congreso para que se debatiera, dejando la responsabilidad de la aprobación en el Poder Legislativo.
El contrato fue recibido con entusiasmo por The New York Times:
El Presidente Perón opina que el porvenir de su país está estrechamente vinculado con la aceleración del desarrollo de sus recursos de petróleo y que la experiencia de los últimos veinte años demuestra que no puede ser explotado sólo por YPF […]. El Departamento de Estado ha seguido atentamente las negociaciones petroleras y entiende que está alentado por la decisión del Presidente Perón. Esta decisión puede ser el retorno del capital extranjero para explotación de otras empresas en la Argentina […]. Si el nuevo plan petrolero tiene éxito, y por consiguiente se necesitan menos divisas para petróleo extranjero, es posible que se supriman en pocos años las restricciones al envío de utilidades. El acuerdo petrolero de la Argentina con el capital extranjero es el primer paso importante de esta clase que da un gran país en la América Latina desde hace varios años[445].
Los primeros en cuestionar el contrato fueron los diputados peronistas Raúl Bustos Fierro, Joaquín Díaz de Vivar, Alonso y Picerno, que recordaban además que el convenio iba en sentido contrario al artículo 40 de la Constitución de 1949.
Los principales cuestionamientos tenían que ver con la extensión de la concesión, tanto en el sentido geográfico como en el temporal; la obligación de pagar el petróleo extraído de nuestro territorio en dólares, lo que implicaba una innecesaria salida de divisas; la desigualdad jurídica impuesta a la hora de rescindir el contrato, las excesivas concesiones hechas a la empresa en materia impositiva y la liberalidad para ingresar material importado y para remitir ganancias. Los legisladores sabían de las presiones de la empresa yanqui por derogar el artículo 40; pero era más que evidente que en aquel complejo contexto político Perón no podía convocar a una asamblea reformadora para adecuar la Constitución a la voluntad de una empresa extranjera.
Algunos sectores de la oposición señalaron entonces que Perón fogoneó el conflicto con la Iglesia —del que nos ocuparemos en al capítulo siguiente— para promover una reforma constitucional que modificara el artículo 2o, que establece que la Nación Argentina sostiene el culto católico apostólico y romano, concretar la separación de la Iglesia y el Estado y, como quien no quiere la cosa, modificar el artículo 40 de la Constitución peronista. Un panfleto arrojado por aquellos días por la oposición decía:
Podemos afirmar ante el juicio público que la cuestión religiosa, tan sorpresivamente promovida desde la Presidencia de la República, no es sino la cortina de humo con que se quiere ocultar el verdadero objetivo de la reforma constitucional, exigida por la plutocracia yanqui[446].
Y otro, en forma de verso, decía:
Ahijuna a los peronistas
Qué mal les salió la cuenta
Y lo que ahora se intenta
Con la nueva convención
Es suprimir de un renglón
El Artículo Cuarenta.
Se trata de enajenar
Los bienes de la Nación
Y con la separación
De la Iglesia y el Estado
Zorramente han pretendido
Cambiar la Constitución[447].
Es evidente que el conflicto con la Iglesia comenzó mucho antes y que tuvo, como se verá, una dinámica propia.
El gobierno nombró defensor oficial del proyecto al ministro Santos, quien no resultó muy convincente, más allá de sus habilidades oratorias, por lo cuestionable del acuerdo.
El radicalismo, en la persona de uno de sus principales referentes, el presidente del Comité Nacional, Arturo Frondizi, atacó duramente el contrato como un acto de traición y de entrega al imperialismo. Años más tarde, ya siendo presidente de la República, se arrepentiría de estas consideraciones y firmaría los famosos contratos petroleros tan cuestionados por propios y extraños. Frondizi admitió que el radicalismo había cometido un error al rechazar el contrato con la California y
en una carta privada al exministro Santos, reconoció que en esa actitud había participado la influencia inglesa, que se oponía a que avanzaran en nuestro país los esfuerzos norteamericanos para extraer petróleo argentino. En su libro Del poder al exilio, publicado en 1973, Perón manifestó que él fue víctima del petróleo y agregó: «El consejero comercial inglés en Buenos Aires declaró un día, con desusada franqueza, que cualquier esfuerzo realizado por quienquiera para asegurarse la producción petrolífera argentina, sería considerado en Londres como un atentado a los intereses británicos»[448].
El polémico convenio no llegaría a concretarse. Otros problemas mucho más graves ocuparían la atención del gobierno y de todos los argentinos en aquellos meses de 1955.