Si Evita viviera

Si Evita viviera

Yo veo no sólo el panorama de mi propia tierra. Veo el panorama del mundo y en todas partes pueblos sometidos por gobiernos que explotan a sus pueblos en beneficio propio o de lejanos intereses… y detrás de cada gobierno impopular he aprendido a ver ya la presencia militar, solapada y encubierta o descarada y prepotente. […] Es necesario que los pueblos destruyan los altos círculos de sus fuerzas militares gobernando a las naciones. ¿Cómo? Abriendo al pueblo sus cuadros dirigentes. Los ejércitos deben ser del pueblo y servirlo… deben servir a la causa de la justicia y de la libertad.

EVA PERÓN, Mi mensaje

La actividad de Evita era cada vez más intensa. No paraba. A sus interminables jornadas en la Fundación, en las que recibía personalmente a cientos de personas por día, se sumaba su agenda de Primera Dama, acompañando a Perón en los actos oficiales, los encuentros con sus compañeras del Partido Peronista Femenino y sus reuniones diarias con sus «muchachos» de la CGT y de los diversos gremios. De nada servían las advertencias ni los consejos de sus colaboradores ni del propio Perón para que descansara. La respuesta era siempre la misma: «No tengo tiempo. Mis grasitas no pueden esperar más, ya esperaron demasiado».

Pero un día, el 9 de enero de 1950, mientras inauguraba el nuevo local del Sindicato de Conductores de Taxis, cerca del puerto, el calor se había ensañado con Buenos Aires —el termómetro marcaba 38 grados— y sufrió un desmayo. El diagnóstico para el público fue apendicitis; para Perón y sus allegados, cáncer de útero. Fue el ministro de Educación, doctor Oscar Ivanissevich, quien la atendió y quien aconsejó la histerectomía. Pero Evita, cometiendo un error que sería fatal, decía «operaciones, no», repitiéndolo a quien quisiera escucharla. Su salud fue empeorando mientras se obstinaba en negarse a aceptar lo inevitable: encarar seriamente el tratamiento de su gravísima enfermedad.

Evita estaba enferma y enojada. Le parecía absolutamente injusto que lo que no habían podido lograr los «contreras», lo consiguiera su precaria salud. No podía ser que perdiera esta guerra a muerte por culpa de un mal que surgía de ella misma, de algo que la atacaba desde adentro, cuando se sentía tan fuerte e invencible para enfrentar y derrotar a todo lo que quisiera destruirla desde afuera.

Ajustando el Plan Quinquenal

Mientras la salud de Eva Perón comenzaba, silenciosamente, a deteriorarse, la economía argentina mostraba también síntomas preocupantes. La Argentina había sido diseñada para pocos, para que sólo una selecta minoría accediera a los bienes y al consumo. El «conservadurismo liberal» —aquel engendro esquizofrénico que sinceraba algo que en la no menos hipócrita política del resto del mundo occidental y cristiano parecía antagónico: o se era conservador o se era liberal— había tenido durante décadas a inmensas masas de población bajo la línea de la pobreza.

La clave del «éxito» de aquel modelo perverso era la superproducción de alimentos destinados en su casi totalidad a la exportación, para lo cual la contención salarial y la permanente expulsión de las mayorías populares del consumo estaban lejos de ser una contingencia: constituían uno de los pilares de aquella política. Bajísimo costo salarial, altísimos volúmenes exportables, escasísima inversión estatal en servicios destinados al bienestar general y, por ende, un alto porcentaje del presupuesto nacional destinado a garantizar la renta de los sectores económicos más concentrados a través de subsidios directos e indirectos y la adjudicación de licitaciones de compras y de obras públicas. A lo que hay que sumar un Estado atendido por sus dueños, que ponía en hipoteca a la Argentina en su conjunto para tomar deuda innecesaria que se volcaba al circuito especulativo y financiero y se pagaba con el sacrificio de los que nunca verían una libra de aquellos históricos empréstitos. Como señalamos en el tomo 2 de esta serie, muchas de las monumentales mansiones porteñas y muchas estancias se construyeron a través de créditos otorgados por los bancos oficiales a una bajísima tasa de interés.

Los niveles de marginación y miseria fueron descriptos por decenas de trabajos desde el inaugural y notable relevamiento de Bialet Massé[318] a principios de siglo, hasta los informes médicos de los primeros años cuarenta que publicamos en páginas precedentes.

Las políticas sociales y económicas implementadas por el peronismo abrieron la compuerta al consumo popular y modificaron radicalmente el patrón de inversión estatal en beneficio de las mayorías populares. A los que ponen el acento en este punto como la causa de la «decadencia argentina» ya los conocemos de memoria, sabemos quiénes son y para qué intereses trabajan: son los amigos de enfriar la economía, de contener los salarios, de bajar el consumo para aumentar los saldos exportables, de aumentar las tarifas y la carga impositiva al consumo del pueblo pero no a la renta financiera o agropecuaria.

Es imprescindible recordar lo precedente para entender que la crisis desatada a comienzos de los cincuenta y que marcará al segundo gobierno peronista es original. Difiere de las otras particularmente en que por primera vez entre sus causas podemos destacar el incremento inédito de los ingresos populares vía salario directo e indirecto y el subsiguiente aumento del consumo a niveles absolutamente desconocidos en nuestra historia.

Al analizar esta crisis, no hay que apresurarse a suscribir la moraleja que conduce a asegurar que «no hay que aumentar salarios ni fomentar el consumo popular», porque a esta historia le faltan elementos y protagonistas.

Las sociedades capitalistas modernas no sólo han «soportado» la presión del aumento de la demanda como consecuencia del rápido y sostenido mejoramiento del nivel de vida de la segunda posguerra, sino que, siguiendo el modelo keynesiano y «aggiornándolo», basaron durante décadas en ese esquema de producción, consumo, ahorro interno y crecimiento, la clave de su éxito económico. ¿Qué fue diferente en la Argentina? Cuando hablamos del discurso de Perón en la Bolsa de Comercio invitando a la burguesía industrial, financiera y comercial a sumarse a su proyecto y del claro rechazo de este sector a conformar la alianza de clases propuesta por el entonces coronel, señalamos la importancia de aquel desacuerdo. La burguesía argentina más concentrada desconfió de Perón y su proyecto; mientras muchos lo veían fascista, ellos lo percibían como demasiado obrerista.

Eso no fue un obstáculo para que aprovecharan todas las ventajas que les ofrecía el nuevo modelo y tomaran todos los créditos «blandos» que había disponibles para destinarlos, en no pocos casos, a fines productivos… para ellos.

La desconfianza manifiesta de esta burguesía prebendaria se materializó en una baja tasa de inversión industrial, en el incremento poco significativo de las áreas sembradas y de la tecnificación del campo y en un lento ritmo de producción que llevó a que la demanda superara claramente a la oferta, generando inflación. El otro elemento objetivo fue la dificultad cierta de reequipamiento de maquinaria industrial. Esto complicó la competitividad internacional de la Argentina frente al geométrico crecimiento del Brasil, al que los Estados Unidos por razones estratégicas dieron todo su apoyo crediticio y técnico.

A esto se sumaban las dificultades derivadas del abastecimiento energético que, a pesar del enorme esfuerzo hecho por YPF e YCF, no alcanzaba a cubrir las necesidades industriales y domiciliarias, que habían crecido exponencialmente.

Parecían acabarse los tiempos de la economía expansiva y se abría una etapa que Perón definía de la siguiente manera:

El primer gobierno fue el del primer Plan Quinquenal, que era un plan de inversiones. Nosotros teníamos que invertir, que promover. Entonces ahí se hizo una gran tarea revolucionaria. Porque había que invertir, había que modificar, reestructurar. Y estuvo todo a cargo de Miranda, lo llevó bien porque era un hombre de la práctica. No lo podía hacer un burócrata porque no tenía coraje. El segundo Plan Quinquenal no podía ser otro plan de inversión. Tuvo que ser un plan de recuperación para empezar a obtener los beneficios del primer plan y plantar un poco los frenos. No se podía seguir invirtiendo porque hubiéramos desatado desenfrenadamente una inflación mucho mayor. Había que aplicar los frenos. Los que vinieron dieron la sensación de ser de mentalidad conservadora y burócrata, porque empezaron a actuar como auditores, a mirar[319].

El elegido por Perón para aplicar los frenos, lo que en lenguaje actual se diría «enfriar la economía», fue Alfredo Gómez Morales. El nuevo ministro encaró medidas de ajuste del gasto público y de endeudamiento e intentó diversificar la explotación petrolífera con compañías norteamericanas.

Las severas sequías ocurridas entre 1951 y 1952 complicaron aún más las cosas, obligando a la formulación de un plan económico de emergencia. Diría Perón en un discurso:

La economía justicialista establece que con la producción del país se satisface primero la necesidad de sus habitantes y solamente se vende lo que sobra; lo que sobra nada más. Claro que aquí los muchachos con esa teoría cada día comen más y consumen más y, como consecuencia, cada día sobra menos. Pero han estado sumergidos, pobrecitos, durante cincuenta años; por eso yo los he dejado que gastaran y que comieran y que derrocharan durante cinco años todo lo que quisieran; se hicieran el guardarropas que no tenían, se compraran las cositas que les gustaban y se divirtieran también; que tomaran una botella cuando tuvieran ganas. […] pero, indudablemente, ahora empezamos a reordenar para no derrochar más… El justicialismo sólo puede asegurar una justicia distributiva en relación con el esfuerzo y la producción. Las comunidades más ricas y felices no son las que ostentan el más elevado consumo. Son las que producen más y ahorran sobre la diferencia[320].

Parte del déficit se enfrentó con emisión monetaria, recurso muy usado por las economías centrales. Como lo admitía Perón, «para pagar nuestras reformas hicimos, en parte, buenos negocios; pero en parte, la pagamos con la desvalorización de la moneda, lo mismo que hizo el mundo para pagar la guerra, suspendimos el patrón oro»[321].

Comenzaron a escasear algunos artículos de primera necesidad y a sobrar las quejas de la oposición. El genial Discepolín[322], polemizando con su personaje Mordisquito, satirizaba así la situación:

Resulta que antes no te importaba nada y ahora te importa todo. Sobre todo lo chiquito. Pasaste de náufrago a financista sin bajarte del bote. Vos, sí vos, que ya estabas acostumbrado a saber que tu patria era la factoría de alguien y te encontraste con el regalo de una patria nueva, y entonces, en vez de dar las gracias por el sobretodo de vicuña, dijiste que había una pelusa en la manga y que vos no lo querías derecho sino cruzado. ¡Pero con el sobretodo te quedaste! Entonces, ¿qué me vas a contar a mí? ¿A quién le llevás la contra? Antes no te importaba nada y ahora te importa todo. Y protestás. ¿Y por qué protestás? ¡Ah, no hay té de Ceylán! Eso es tremendo. Mira qué problema. Leche hay, leche sobra; tus hijos, que alguna vez miraban la nata por turno, ahora pueden irse a la escuela con la vaca puesta. ¡Pero no hay té de Ceylán! Y según vos, no se puede vivir sin té de Ceylán. Te pasaste la vida tomando mate cocido, pero ahora me planteás un problema de Estado porque no hay té de Ceylán. Claro, ahora la flota es tuya, ahora los teléfonos son tuyos, ahora los ferrocarriles son tuyos, ahora el gas es tuyo, pero… ¡no hay té de Ceylán!…[323]

De los Apeninos a los Andes

Es un hecho a estas alturas más que comprobado que entre 1945 y 1950 arribaron al país criminales de guerra nazis, fascistas y ustashas[324]. Según las fuentes, se habla de 6000 a 8000 «refugiados». Más allá del número, que no es un detalle menor, lo cierto es que se trata de un tema incómodo, «incorrecto», pero que de ninguna manera puede ser pasado por alto ni minimizado por el hecho de que la presencia de estos detestables personajes no influyera decisivamente en la política peronista.

Se trató de un largo proceso de impunidad que se inició antes del gobierno de Perón y perduró durante los gobiernos subsiguientes, hasta por lo menos el de Menem, cuando fue detectada la presencia del criminal croata Dinko Satic y del jerarca nazi Eric Priebke, cuyo defensor declaró en el juicio que se le inició en Roma tras su extradición:

En 1945 el gobierno nacional negoció con Alemania la entrega de documentación que permitió el ingreso de nazis… Se distribuyeron unos 2000 pasaportes y 8000 cédulas en blanco… Con esta modalidad sólo ingresaron en la Argentina unos 2000 nazis, muchos recibieron la cédula argentina pero se radicaron en otros países, como Bolivia, Brasil y Paraguay[325].

El tema debe ser encarado con la seriedad que merece y como primer elemento evidente hay que señalar que aquel denostable proceso inmigratorio tuvo responsabilidades compartidas que suelen omitirse. Se habla de la responsabilidad de Perón, lo que resulta a estas alturas evidente, pero se omite que la generadora de este particular «movimiento de población» fue ni más ni menos que la Iglesia Católica en su más alta jerarquía internacional y nacional. No es un dato menor y, por supuesto, no nos extraña que la historia oficial se haya encargado de silenciar estas gravísimas responsabilidades. También jugaron un papel clave en estas «fugas consentidas» los Estados Unidos y Gran Bretaña que, ya lanzados a la guerra fría contra el bloque comunista, estrecharon filas con el Vaticano y atendieron sus razones de salvaguardar a miles de criminales de guerra porque habían sido, y podían volver a serlo cuando se los necesitase, «combatientes contra el comunismo ateo».

Señala Horacio Verbitsky:

El mismo número de 8000 alemanes fue mencionado en una Nota Verbal y un Pro Memoria que el Vaticano hizo llegar al embajador argentino, general Nicolás Accame. El Papa había concedido una audiencia personal al jefe de la Delegación Argentina de Migraciones en Europa, Juan Napoleón Lucero Schmidt, a quien interesó por lo que la Nota Verbal menciona como «algunas categorías de personas» que, por sus «especiales condiciones, difícilmente encuentren ayuda», lo cual las deja «expuestas a graves peligros». Luego dispuso que la Secretaría de Estado le hiciera llegar a Lucero Schmidt una copia de la Nota Verbal y del Pro Memoria. Ese último texto dice en forma explícita que se trata de personas «de raza alemana» (sic), que están «recluidos en campos de concentración» por «causas políticas». Agrega que «En octubre de 1947, el señor general Perón, con un gesto altamente humanitario y queriendo tributar con ello un homenaje a Su Santidad, permitió que entraran en la República 8000 prófugos, dándoles toda clase de facilidades».

El Vaticano pedía la repetición de este «generoso y caritativo acto» en 1949 y que se les proporcionara los medios para los que el embajador Accame era un interlocutor bien dispuesto. En una conferencia pronunciada en su sede pocos días después hizo una descripción idílica de la riqueza argentina y como principal problema señaló que antes del golpe de 1943 se apoderaban de esos bienes con avidez «grandes consorcios extranjeros, principalmente judíos»[326].

Las recientes investigaciones permiten concluir que hubo una verdadera red organizada por los nazis derrotados, con la activa participación de la Cruz Roja, de la Iglesia Católica en su más alta jerarquía y los gobiernos de Estados Unidos, Gran Bretaña, Italia, España, Portugal y Argentina. La «red de los cardenales» o «de los conventos», como se la llamó, permitió la fuga de criminales de guerra responsables de uno de los horrores más grandes que viviera la humanidad.

El cardenal Antonio Caggiano, ordenado oportunamente en enero de 1946, fue uno de los hombres clave en la Argentina para la introducción de colaboracionistas franceses de los nazis.

Verbitsky señala como ejemplo que, a su regreso de Roma, el cardenal trajo a uno de ellos en su lujoso camarote y que la Cancillería argentina ordenó al cónsul en Roma extender visados de turistas a tres criminales de guerra franceses, sin exigirles el certificado de buena salud y otros documentos requeridos dada «la especial recomendación de S. E. el cardenal Antonio Caggiano»[327].

El jefe de la red de los conventos era el obispo austríaco y miembro del partido nazi Alois Hudal quien en 1939 había escrito:

La Iglesia siempre ha considerado que vivir junto a los judíos, mientras sigan siéndolo, es algo peligroso para la fe y la tranquilidad del pueblo cristiano. Ésta es la razón por la que se puede encontrar una larga tradición de leyes y normas eclesiásticas cuyo fin es frenar y limitar la actuación y la influencia de los judíos en medio de los cristianos, así como el contacto de los segundos con los primeros, aislando a los judíos sin permitirles ocupar los cargos y profesiones en los que podrían dominar el espíritu, la educación y las costumbres cristianas o influir en ellos[328].

El mismo Hudal decía:

Doy gracias a Dios de que me abriera los ojos y me concediera la gracia inmerecida de poder visitar y consolar a muchas víctimas en sus cárceles y campos de concentración en el período de posguerra, y de haber podido arrebatar a no pocos de ellos de las manos de sus torturadores, ayudándoles a escapar a países más felices con documentos falsos. A partir de 1945 me sentí obligado a dedicar todo mi trabajo benéfico principalmente a antiguos nacionalsocialistas y fascistas, especialmente a los llamados «criminales de guerra»[329].

El condecorado aviador nazi Hans-Ulrich Rudel, quien llegó a la Argentina con un pasaporte falso extendido por el Vaticano, declaró públicamente su gratitud a Hudal:

A través de él, Roma se convirtió para mucha gente perseguida después de la «liberación» en un refugio y en la salvación… Cualquiera sea la posición de uno frente al catolicismo, hay que reconocer que gracias a la Iglesia, y sobre todo a algunas personalidades que se destacaron dentro de ella por su humanitarismo, se pudo salvar una importante substancia de nuestro pueblo, a menudo de una muerte segura. Lo menos que podemos hacer es no olvidarlo jamás[330].

Señala el investigador alemán Holger Meding que la financiación del trabajo de Hudal provenía en parte de los Estados Unidos, más precisamente de la National Catholic Welfare Conference (NCWC) que apoyaba a las organizaciones católicas europeas desde el final de la guerra. La filial italiana de la NCWC transfería los fondos a la Pontifica Commissione Assistenza. «Para Hudal —señala— se abría una valiosa fuente de dinero, de la que podía sacar las sumas necesarias para pasajes marítimos, viajes en tren y manutención de sus clientes, por entonces sin recursos.»[331] Un estrecho colaborador de Hudal, monseñor Karl Bayer, admitiría que el financiamiento de la red venía también de la más alta autoridad de la Iglesia: «El Papa (Pío XII) proporcionaba el dinero para ello; a veces con cuentagotas, pero llegaba»[332].

Las «fugas» de criminales de guerra croatas hacia la Argentina se hacían con el visto bueno de los Estados Unidos. El embajador norteamericano en Yugoslavia, John Moores Cabot —que lo había sido en la Argentina—, se quejó a Washington porque «Se ha planteado algún tipo de acuerdo con el Vaticano y Argentina. Nos hemos confabulado con el Vaticano y Argentina para dar refugio a personas culpables en este último país»[333]. El Departamento de Estado le respondió lacónicamente: «Argentina, al acoger a algunos grises[334], acoge a personas que a Yugoslavia le gustaría tener, pero lo hace con la aprobación de las autoridades estadounidenses»[335]. Y finalmente cita un documento secreto inglés que señala: «El gobierno de Su Majestad ha pedido al Vaticano que ayude a llevar a los grises a Sudamérica, aunque ciertamente los buscara el gobierno yugoslavo»[336].

Un informe del agente secreto estadounidense Vincent Lavista concluye:

El Vaticano es la más vasta organización comprometida en la reexpedición ilegal de emigrantes. […] El Vaticano fundamenta su participación en el tráfico ilegal de personas con su deseo de infiltrar personas no sólo a los países europeos sino también a los latinoamericanos, con independencia de su orientación política y siempre que sean anticomunistas y pro Iglesia Católica[337].

Como se ve, la cosa es mucho más compleja de como se la suele plantear y también mucho más sucia. En plena guerra fría, las potencias occidentales estaban sembrando de fascistas Sudamérica y les «arrebataban» a los países del Este los genocidas que tanto daño habían causado en aquella parte del mundo, evitando así su juicio y castigo.

El caso del «carnicero de Lyon», nombre dado por sus víctimas al jefe de la Gestapo[338] Klaus Barbie, habla a las claras de la actitud de los Estados Unidos sobre el tema. En 1947 Barbie fue incorporado a los servicios secretos norteamericanos y se le asignaron tareas en Sudamérica, sustrayéndolo de la justicia francesa. Al descubrirse su paradero en Bolivia y al concretarse su extradición y juicio, Estados Unidos tuvo que pedir públicamente disculpas al gobierno y al pueblo francés e intentó dar la imagen de que se trataba de un caso único.

¿Cómo funcionaba la red de los cardenales? Los nazis, fascistas y ustashas tomaban contacto con la Iglesia o la Cruz Roja, que les suministraban documentos falsos y los «resguardaban» en conventos, preferentemente italianos pero también españoles y portugueses, hasta que estuvieran en condiciones de viajar hacia destinos sudamericanos. Uno de los puertos de embarque preferidos era el de Genova (por entonces bajo estricto control norteamericano). En Buenos Aires eran recibidos amistosamente por la gente de la Sociedad Argentina de Recepción de Europeos (SARE), fundada entre otros por el criminal de guerra belga Pierre Daye, que logró huir de Bruselas justo antes de que se cumpliera su condena a muerte. La SARE tenía su sede en una casa de propiedad del Arzobispado de Buenos Aires, en la actual Scalabrini Ortiz 1358, donde hoy funciona el templo Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Un elemento clave era el funcionario de inmigraciones germano-argentino Carlos Fuldner, excapitán de las SS y agente secreto del servicio secreto alemán.

La banalidad del mal

Uno de los más importantes criminales de guerra nazis, Adolf Eichmann, llegó a la Argentina en 1950 luego de pasar por Génova y recibir de un sacerdote franciscano italiano un pasaporte que lo habilitó para viajar a Buenos Aires.

Eichmann no olvidará el gesto de la Iglesia de Roma hacia él: se convertirá al catolicismo, bautizará a uno de sus hijos con el nombre de Francisco en honor a la orden que lo ayudó y dejará estas palabras imborrables:

Recuerdo con profunda gratitud la ayuda que me prestaron sacerdotes de la Iglesia Católica en mi huida de Europa y decidí honrar a la fe católica convirtiéndome en miembro honorario[339].

Lo que la mayoría de las crónicas omite, y que afortunadamente remarca la notable filósofa y ensayista alemana Hannah Arendt, es que el primer refugio del criminal Eichmann tras la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial no fue un «poco confiable país sudamericano» sino la propia Alemania bajo control de los aliados, donde permaneció oculto por nada menos que cuatro años, muy cerca de la ciudad de Hamburgo. También suele omitirse que Eichmann fue detenido por las fuerzas norteamericanas y encerrado en un campo de concentración, del que pudo fugarse antes de ser identificado. Éste es relato de Arendt:

Eichmann fue apresado por los soldados norteamericanos y confinado en un campo de concentración destinado a los miembros de las SS, donde, pese a los numerosos interrogatorios a que fue sometido y a que algunos de sus compañeros de campo lo conocían, no se descubrió su identidad. Eichmann fue muy cauteloso, se abstuvo de escribir a sus familiares, y dejó que lo creyeran muerto. […] La esposa de Eichmann quedó sin un céntimo, pero la familia de Eichmann en Linz se encargó de mantenerla, así como a sus tres hijos. En noviembre de 1945 se iniciaron, en Nüremberg, los juicios de los principales criminales de guerra, y el nombre de Eichmann comenzó a sonar con inquietante regularidad. En enero de 1946, Wisliceny compareció ante el tribunal de Nüremberg, como testigo de cargo e hizo su acusadora declaración, ante lo cual Eichmann decidió que más le valdría desaparecer. Con la ayuda de otros internados, escapó del campo de concentración, y fue a Lüneburger Heide, lugar en un bosque, unas cincuenta millas al sur de Hamburgo, donde el hermano de uno de sus compañeros de internamiento le proporcionó trabajo como leñador. Allí permaneció durante cuatro años, oculto bajo el nombre de Otto Heninger, y es de suponer que se aburrió mortalmente. A principios de 1950, logró establecer contacto con la ODESSA, organización clandestina de exmiembros de las SS, y pasó, a través de Austria, a Italia, donde un franciscano, plenamente conocedor de su identidad, le dio pasaporte de refugiado, en el que constaba el nombre de Richard Klement, y lo embarcó con rumbo a Buenos Aires. Llegó allá a mediados de julio, y obtuvo, sin dificultades, los precisos documentos de identidad y el correspondiente permiso de trabajo a nombre de Ricardo Klement, católico, soltero, apátrida, y de treinta y seis años de edad, siete menos de los que en realidad contaba[340].

El jerarca permaneció entre nosotros sin ser molestado hasta 1960, atravesando los gobiernos de Perón, Lonardi, Aramburu[341] y Frondizi, hasta que fue secuestrado por un comando israelí para ser juzgado en Jerusalén, donde fue condenado a muerte. Sus últimas palabras fueron: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva la Argentina! ¡Viva Austria! Nunca las olvidaré»[342].

El entonces cardenal primado, Antonio Caggiano, expresó que el jerarca nazi había llegado «a nuestra patria en busca de perdón y olvido, y no importa cómo se llame, Ricardo Clement o Adolf Eichmann: nuestra obligación de cristianos es perdonar lo que hizo»[343].

Lo escalofriante es la continuidad en la pretensión de mantener la impunidad de estos genocidas que se expresa, por ejemplo, en declaraciones como las del efímero canciller de la llamada «Revolución Libertadora», Mario Amadeo:

La Argentina siempre acogió generosamente a los refugiados que vienen de todas partes: eso permitió a Adolfo Eichmann ingresar por medios fraudulentos, así como también lo hicieron numerosos refugiados judíos[344].

Consultado sobre el tema, el estrecho colaborador de Perón, Jorge Antonio, nos dijo:

Perón no tenía relación con los nazis. Él tenía relación con el embajador alemán y con los alemanes. Tenía una gran relación con Freude[345]. Y Freude defendía mucho a los alemanes, en un principio defendía a los nazis que venían o que pretendían venir, o que incluso habían llegado ya a hacer contacto con la Argentina porque esto había empezado mucho antes de que terminara la guerra. Entró a trabajar en mi organización un montón de gente, entre ellos Adolf Eichmann. Todo el mundo sabía perfectamente que era Adolf Eichmann y figuraba en la Mercedes Benz como Eichmann desde 1950 hasta que lo detuvieron en 1960. A nadie le molestaba, nadie se ocupó de él. Pero no estaba él solo; había 36 alemanes, casi todos ingenieros o contadores, principalmente ingenieros. Era una de las condiciones que los alemanes me ponían: que tomara el personal que ellos me proponían. Todos tenían pasaportes españoles o portugueses[346].

Otro notable criminal de guerra que ingresó al país fue el tristemente célebre «ángel de la muerte», Josef Mengele, el médico que realizó experimentos horrorosos con seres humanos en el campo de exterminio de Auschwitz. Llegó en 1949 con un pasaporte emitido por la Cruz Roja a nombre de Helmut Gregor. Según cuenta Tomás Eloy Martínez:

Perón me habló con entusiasmo de un especialista en genética que solía visitarlo en la residencia presidencial, entreteniéndolo con el relato de sus maravillosos descubrimientos. «Un día», dijo Perón, «el hombre vino a despedirse porque un cabañero paraguayo lo había contratado para que le mejorara el ganado. Le iban a pagar una fortuna. Me mostró las fotos de un establo que tenía por allí, cerca de Olivos, donde todas las vacas le parían mellizos». Pregunté cómo se llamaba el taumaturgo. «Quién sabe», meneó la cabeza Perón. «Era uno de esos bávaros bien plantados, cultos, orgullosos de su tierra. Espere… Si no me equivoco, se llama Gregor. Eso es. Doctor Gregor»[347].

Helmut Gregor fue el nombre con que Joseph Mengele buscó asilo en la Argentina, a mediados de 1949[348].

Este documento aportado por Tomás Eloy Martínez es uno de los pocos testimonios que nos han quedado de contactos personales de Perón con jerarcas nazis. No fue así, en cambio, con los ustashas, con quienes el General mantuvo un trato más fluido, particularmente con el más destacado de ellos, Ante Pavelic.

Richter o el ícaro[349] de Huemul

Los técnicos argentinos trabajaron sobre la base de reacciones termonucleares que son idénticas a aquellas por medio de las cuales se libera energía atómica en el Sol. Los resultados de estos y otros muchos ensayos previos condujeron a que el 16 de febrero del corriente año se efectuaran con pleno éxito los primeros ensayos que llevaron a la liberación controlada de la energía atómica. Será interesante que los técnicos de los países extranjeros sepan que en el transcurso de nuestros trabajos en el reactor termonuclear, los problemas de la llamada bomba de hidrógeno han podido ser estudiados intensamente. Con sorpresa, pudimos comprobar que las publicaciones de los más autorizados científicos extranjeros están enormemente lejos de la realidad[350].

Con estas palabras, el 24 de marzo de 1951, un Perón exultante anunciaba con bombos y platillos que, tras los experimentos realizados en la isla Huemul, cerca de Bariloche, se había logrado el control de las reacciones termonucleares a escala técnica. A su lado se encontraba Ronald Richter, el científico austríaco[351] responsable de llevar adelante tan espectacular logro.

Después de las palabras de Perón se lo pudo escuchar a Richter en un tono que intentó ser didáctico:

Cuando en el Universo las llamadas estrellas novas explotan, aparecen explosiones de miles de kilómetros por segundo y éstas pueden fotografiarse con un espectógrafo normal. En el reactor hemos fotografiado estas explosiones también con un espectógrafo normal, sin emplear interferómetros. Eso quiere decir que en estos reactores se producen explosiones de la misma índole que las que ocurren en las estrellas novas, con la misma velocidad de gas. Con esto sólo se quiere dar un ejemplo de que se está recorriendo un nuevo camino y en publicaciones posteriores se irán probando estos asuntos. No diremos cómo se efectúan los procesos pero comprobaremos que los llevamos a cabo. […] Sé que este cuadro es incompleto y casi incomprensible debido a los secretos que hay que mantener por razones de seguridad. Por otra parte, no se pueden romper convenciones usuales divulgando nuestros secretos. Por eso creo preferible que ustedes formulen preguntas. Yo responderé en la medida de lo posible[352].

Un periodista de Clarín quiso conocer más detalles sobre el «colosal descubrimiento» y mantuvo la siguiente entrevista con Richter:

PERIODISTA: Doctor ¿Puede darnos usted […] una explicación de lo que ocurrió el 16 de febrero en la isla?

RICHTER: Durante un tiempo se buscaron las reacciones nucleares en las zonas de altas temperaturas así como también hubo otro en el que sólo se buscó producir temperaturas altas sin reacciones nucleares. El 16 de febrero se reunieron todas las investigaciones parciales en un gran experimento y, por rara coincidencia, éste no falló.

PERIODISTA: ¿Hubo explosión?

RICHTER: Sí […]

PERIODISTA: ¿Hubo un ruido grande?

RICHTER: SÍ; hubo un ruido inmenso.

PERIODISTA: ¿Se pudo haber oído fuera de la isla?

RICHTER: Eso depende de si hay tormenta.

PERIODISTA: Me refiero a si lo pudieron haber oído los pobladores de Bariloche.

RICHTER: No lo oyeron. Están a una distancia de seis millas y media.

PERIODISTA: Yo deseo preguntarle qué relación existe entre nuestro método y el de la bomba de hidrógeno.

RICHTER: En la bomba de hidrógeno trata de hacerse explosivo lo que nosotros controlamos. PERIODISTA: ¿Cuál es la relación entre los costos del proceso extranjero y el nuestro?

RICHTER: Aun cuando todavía no se puede definir exactamente, esta relación de costos es infinitamente inferior en nuestro procedimiento, en razón de que nosotros no utilizamos uranio ni fábricas de uranio, ni se necesitan pilas de uranio o plantas de separación, como tampoco fábricas de plutonio. También renunciamos a la obtención de tritón.

PERIODISTA: ¿Qué tiempo demandaría la aplicación de lo que se ha logrado el 16 de febrero?

RICHTER: […] Lo seguro es que la reacción termonuclear se ha producido y que la evolución necesaria para su aplicación posterior es ya conocida por nosotros. Pero hay que recalcar la suerte que hemos tenido. Efectivamente se necesita mucha suerte para resolver esta cuestión exitosamente en el plazo relativamente corto de tres años.

PERIODISTA: En nuestro país, ¿se pueden producir bombas atómicas?

RICHTER: Posible es pero, de acuerdo con lo que yo sé, el señor presidente se opone a eso. Si quisiéramos hacer bombas de hidrógeno tendríamos que invertir la misma cantidad de capitales como se ha hecho en otros países pero queremos evitar eso.

PERIODISTA: Para tener una idea de los trabajos, ¿es muy grande el lugar dónde se realiza la reacción?

RICHTER: No deseo comentarlo, pero dentro de breve plazo creo que se podrán dar a publicidad fotografías que muestran las instalaciones donde se ha trabajado.

PERIODISTA: En la proximidad de las instalaciones, ¿existe peligro de radiactividad, como existe en las instalaciones de otros países?

RICHTER: No, pero en cambio hay peligro de explosiones[353].

El anuncio catapultaba al país a una posición de vanguardia científica, ya que la Argentina se convertía de pronto en el primer país en el mundo en obtener energía nuclear en forma controlada mediante el sistema de fusión —la unión de átomos—, similar a la forma en que produce energía el Sol. Sin embargo, todo el asunto no tardaría en convertirse en un verdadero papelón histórico. Para apreciar la magnitud de tal anuncio basta con decir que la generación de energía en forma útil mediante la fusión controlada no ha podido conseguirse aún en nuestros días.

La obtención de energía nuclear por medio de la fisión —la división del átomo— ya había sido conseguida en 1942 por el científico italiano Enrico Fermi, y en 1945 el mundo fue testigo de la liberación de este tipo de energía en forma no controlada, tras las explosiones de las bombas en Hiroshima y Nagasaki[354].

Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, los países vencedores se lanzaron a una encarnizada disputa por atraer a los afamados cerebros alemanes, ante la indiscutible maestría técnica germana en aerodinámica, teledirección, desarrollo submarino y física nuclear. Perón procuró no permanecer ajeno a esta carrera tecnológica y armamentista, y no escatimó esfuerzos para lograr nuevos avances científicos.

Sin embargo, al llegar al campo de la física nuclear, el asunto cobró cariz de papelón mundial, además de costar al país una enorme cantidad de dinero. El portador de los atómicos cantos de sirena fue Ronald Richter, un científico austríaco que se había desempeñado en la Luftwaffe[355] durante la Segunda Guerra Mundial. Con una recomendación del ingeniero aeronáutico Kurt Tank bajo el brazo, Richter llegó al país en agosto de 1948 y poco después se entrevistó con el líder justicialista. No fue difícil endulzar los oídos del General, quien de inmediato se entusiasmó con la idea de generar energía equivalente a la del Sol, pero aquí en la Argentina.

En julio de 1949, Richter consiguió que se creara el Centro Huemul, un laboratorio montado sobre la isla del mismo nombre, en el lago Nahuel Huapi, cerca de Bariloche. En febrero de 1951, el científico austríaco realizó el grandilocuente anuncio, pero muy pronto la imposibilidad de comprobar sus resultados desencadenaría el bochorno. A lo largo de 1952, dos comisiones evaluaron los experimentos de Richter. Una de ellas, integrada por el doctor José Balseiro, especialmente llamado de Inglaterra para investigar el asunto, presentó conclusiones lapidarias.

El informe decía que no había elementos que pudieran «justificar en modo alguno afirmaciones […], tales como el haber logrado reacciones termonucleares, poder mantenerlas y controlarlas»[356]. Más aún, la comisión sostenía que Richter había demostrado «no poseer suficiente criterio crítico experimental» y que no podía «confiarse en las consecuencias que deduce de sus experimentos». Para que no quedaran dudas, el informe establecía que el científico había incurrido «en errores respecto de conocimientos elementales de física que no serían excusables en un alumno universitario»[357].

Uno de los más destacados investigadores del tema, el doctor Mario Mariscotti, devela el misterio atómico de Huemul a través de una entrevista con Heinz Jaffke, amigo y asistente de Richter:

En aquel tiempo, Richter tenía instalado su primer reactor, un cilindro de tres metros de altura y dos de diámetro y un espectógrafo con una placa fotográfica sobre la que se registraba el espectro —una secuencia irregular de líneas delgadas verticales— de los átomos «quemados» en el arco voltaico situado en el centro del cilindro. A medida que se producía la descarga en el arco, la placa fotográfica se movía hacia arriba, registrando el espectro emitido en los distintos instantes de la experiencia. En estas condiciones, en el supuesto de alcanzarse altas temperaturas, la placa registraría un ensanchamiento de esas delgadas líneas del espectro. «El mecanismo de deslizamiento no era bueno —me hizo notar Jaffke al describir las características del instrumento—, a veces se trababa y la placa al avanzar quedaba inclinada». La placa fotográfica obtenida el 16 de febrero de 1951 […] fue examinada por Jaffke mientras cruzaba el lago para llevársela a Richter. Se sorprendió; las líneas no aparecían rectas como era habitual sino que en una zona de la placa mostraban una cierta ondulación. «Al ver este extraño efecto, Richter se entusiasmó y dijo que eso era la señal del éxito —recuerda Jaffke—. Aunque no soy físico y no podía juzgar enteramente lo que Richter hacía, me pareció que la desviación de las líneas podría deberse al mecanismo defectuoso de deslizamiento de la placa del espectógrafo. Así que le sugerí repetir el experimento, pero Richter se negó». Esta descripción de Jaffke me dejó perplejo. Richter —actuando contrariamente a las normas elementales de la investigación científica— se negó a repetir la medición cuando todo indicaba que, efectivamente, había habido un error instrumental, y el secreto atómico de Huemul quedaba reducido a una falla en el mecanismo de deslizamiento de la placa del espectógrafo[358].

Hacia fines de 1952, el gobierno decidió cerrar las instalaciones de Huemul y dar por concluida la aventura de la fusión nuclear. Como las alas de Ícaro en su viaje al Sol, las pretensiones del científico que ambicionó crear un pequeño sol en el sur argentino no tardaron en desmoronarse. El lamentable fiasco, sin embargo, le valdría al país una sólida plataforma para el futuro desarrollo de la energía atómica, ya que en plena embriaguez nuclear, el gobierno fundó, el 31 de mayo de 1950, mediante decreto 10.936, la Comisión Nacional de Energía Atómica, una institución que posicionaría al país en un lugar prominente en la investigación de la energía nuclear.

La huelga ferroviaria de 1950-1951

Con el trasfondo de los problemas económicos, algunos reclamos sindicales que desbordaron a las direcciones encuadradas en la CGT trajeron un clima de tensión en el frente menos esperado por el gobierno de Perón: el movimiento obrero.

Los ferroviarios de la línea Roca se declararon en huelga a fines de 1950. No era el primer conflicto gremial que debía afrontar el peronismo en el poder ni sería el último, pero resultaría el de mayor repercusión política durante el primer gobierno del General. A Evita le sonaba a traición y recordaba las conclusiones del congreso de la CGT del año anterior, donde se decía que «la doctrina peronista, magistralmente expuesta por el general Juan Perón, define y sintetiza las aspiraciones fundamentales de los trabajadores argentinos» y recomendaba, a las organizaciones afiliadas y a los trabajadores en general «la eliminación de los elementos comunistas, francos y encubiertos, y a todos aquellos que se solidaricen con su acción»[359].

La bronca de Evita tenía que ver con la idealización de aquella «nueva Argentina» —en la que ella misma admitía que faltaba tanto por hacer— y con su manejo personal de las cuestiones sindicales, que la hacían pensar que los justos reclamos reivindicativos, por condiciones de trabajo, o por aumentos salariales, iban dirigidos contra ella y Perón e implicaban un desconocimiento de la obra del peronismo y, por lo tanto, una traición.

Pero no era así. El peronismo estaba operando una extraordinaria transformación de la Argentina en un sentido progresivo. Pero todo proceso de transformación puede sufrir momentos dinámicos, de estancamiento o aún de retroceso, sobre todo cuando la iniciativa queda limitada a la conducción y se teme o se desalienta, por métodos a veces disuasivos y otras veces violentos, la participación activa de las masas en las decisiones y en la orientación del proceso de cambio. La certeza de Evita de que ella interpretaba exactamente el sentir y las aspiraciones de «todos» los trabajadores no podía sino contrastar con la dinámica de concientización de las masas y de la asunción de los derechos laborales como inherentes y naturales a la simple condición de trabajador. Esta conciencia venía de una larga tradición combativa del movimiento obrero argentino y se había popularizado y extendido incluso a los trabajadores no sindicalizados de todo el país gracias a la propia propaganda peronista.

La huelga se extendió a casi todas las líneas férreas. La reacción del gobierno fue violenta y se concretó en la intervención del gremio y el despido de delegados y activistas. La consecuencia fue la generalización de las medidas de fuerza, que abarcaron a todos los ramales, el desconocimiento de la intervención de la Unión Ferroviaria y la creación de una Junta Consultiva de Emergencia que decretó un paro general ferroviario por tiempo indeterminado a partir del 7 de enero de 1951.

El gobierno, apoyado por la oficialista CGT, declaró ilegal la medida de fuerza.

Evita sintió que su papel de nexo entre Perón y los gremios estaba en juego y decidió pasar a la acción. Recorrió personalmente algunas de las más importantes terminales ferroviarias para hablar con los trabajadores en huelga.

Cuando llegó a la estación de Banfield, se encontró con una asamblea de huelguistas a los que les espetó: «Ustedes le están haciendo el juego a los contreras. Vuelvan al trabajo»[360].

Los obreros trataron de explicarle que la huelga no era contra ella y le expusieron su lista de reivindicaciones.

El 19 de enero, el diario La Razón daba cuenta de la intención de Evita de poner paños fríos. El vespertino titulaba: «Al personal de Ferrocarriles del Estado habló la señora Eva Perón». La nota señala que

en una ceremonia realizada en el Ministerio de Trabajo fue firmada el acta por la cual se conceden apreciables mejoras al personal de la institución Cooperativa del Personal de los Ferrocarriles del Estado Limitada. El acto se vio prestigiado con la presencia de la señora Eva Perón y revistió el carácter de homenaje y agradecimiento por su intervención en la concreción de dichas mejoras[361].

Pero la huelga siguió y se llevó puesto al ministro de Transporte, Juan José Castro.

Perón decidió dejar de lado a Evita en este asunto y ocuparse personalmente del tema. Declaró ilegal el paro y a través de un decreto habilitó al personal militar para hacer funcionar los trenes. Centenares de trabajadores ferroviarios fueron despedidos y, muchos de ellos, encarcelados y puestos a disposición del Poder Ejecutivo.

Era el primer fracaso político de Evita y una prueba más de que no podía hacer política por su cuenta, que su guía, pero también su límite, seguía siendo Perón.

La Eva

Si bien la mayoría de los militares nunca vieron con buenos ojos la relación de Perón con Eva, su amplio consenso popular les tornó imposible oponerse abiertamente a ella. La situación cambió tras la crisis económica de 1949, cuando los factores de poder creyeron ver una grieta por donde introducir sus planes desestabilizadores. A partir de allí el propio ministro de Guerra, Humberto Sosa Molina, fue el portavoz del descontento de los oficiales jerárquicos hacia la obra de la esposa del presidente. Para ellos, Perón debía forzar un imposible: el retiro de Evita a la vida privada. Obviamente, Perón no aceptó; en cierta medida, subestimaron la lealtad de Perón hacia su esposa y su sentido de la realidad política. Evita era a esta altura un elemento estratégico clave en su relación con las masas y la pulseada la ganó Eva: el general Franklin Lucero reemplazó a Sosa Molina, que fue designado ministro de Defensa, un cargo sin mando efectivo de unidades militares, y ella continuó con sus funciones habituales.

La cruz y la espada

Mientras tanto, la guerra fría lucía sus peores galas y el «héroe del Pacífico», aquel general McArthur que había supervisado la ocupación del Japón después de los miles de muertos de Hiroshima y Nagasaki, se peleaba con el presidente Truman por la estrategia a seguir en la guerra de Corea. McArthur, emulando al perro de Pavlov[362], pidió que arrojasen la bomba atómica sobre la recientemente proclamada República Popular China. Truman no estuvo de acuerdo y McArthur se tuvo que ir con su «heroísmo» a otra parte.

El mundo volvía a estar en guerra y crecía el protagonismo de los círculos castrenses. Los camaradas militares de Perón fueron los primeros en expresar su enojo y preocupación por un rumor que ya ganaba la calle: la candidatura de Evita a la vicepresidencia.

Bajo sus gorras bien calzadas, aquellas mentes machistas no querían siquiera imaginarse a una mujer y mucho menos a «esa mujer» presidiendo una ceremonia militar y dando órdenes a los uniformados; ni mucho menos la hipótesis de máxima, la muerte violenta de Perón, accidental o natural, y la asunción de «la Eva» a la primera magistratura y, por lo tanto, al cargo inherente de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de aire, mar y tierra.

También la Iglesia puso, según su costumbre, el grito en el cielo. La cúpula católica practicaba en silencio una fuerte enemistad con Evita. Unía al desprecio de clase, ya que en su casi totalidad la alta jerarquía del episcopado argentino estaba compuesta por miembros de la más rancia oligarquía, su histórica discriminación, tan anticristiana, por los hijos llamados «naturales» y por las mujeres calificadas como «de la vida», es decir, las prostitutas; incluían a Evita en aquel rubro sin ningún fundamento y olvidaban a la primera mujer «de la vida» que rescata el Nuevo Testamento como la más fiel seguidora de Jesús, María Magdalena, últimamente señalada hipotéticamente como su compañera sentimental. Pero además de estas añejas y reaccionarias consideraciones «morales», la Iglesia argentina estaba muy dolida porque Evita había ocupado un espacio público, por ende político, que antes era un monopolio indiscutido suyo y de sus «damas de beneficencia». Para colmo de males, cada día la obra de Evita —que ella definía como «ayuda social», caracterizándola como un derecho y no como una dádiva— demostraba su rapidez, eficacia y eficiencia y denunciaba la ineficiencia, la lentitud, la oscuridad administrativa y la selectividad de más de un siglo de «caridad» católica en la Argentina. Esta operación política de Perón y Evita le quitaba protagonismo social a la Iglesia. La relegaba al papel menor y antipático de señalar las fallas morales de la sociedad y a predicar su histórico discurso de resignación ante todas las injusticias. Todo esto se daba de patadas con lo que proponía y practicaba Evita: la dignificación de los deseos de superación y la didáctica de los derechos adquiridos frente a la prepotencia oligárquica.

No soy antimilitarista ni anticlerical [decía Evita] en el sentido en que quieren hacerme aparecer mis enemigos. Lo saben los humildes sacerdotes del pueblo que también me comprenden a despecho de algunos altos dignatarios del clero rodeados y cegados por la oligarquía. También lo saben los hombres honrados que en las fuerzas armadas no han perdido contacto con el pueblo. Los que no quieren comprenderme son los enemigos del pueblo metidos a militares. Éstos no. Ellos desprecian al pueblo y por eso lo desprecian a Perón que siendo militar abrazó la causa del pueblo… aún a costa de abandonar en cierto momento su carrera militar[363].

Finalmente, la Sociedad Rural, las corporaciones económicas y todo el arco partidario opositor se mostraron decididamente contrarios a la candidatura de «la Perona», como la llamaban.

Perón-Perón

Para fines de febrero de 1951 ya eran muchos los gremios de todo el país movilizados para solicitarle a la CGT que lanzara la candidatura de Evita a la vicepresidencia de la Nación. El diario oficialista Democracia daba cuenta de que el pedido formal a Perón se concretó el 24 de febrero, cuando le plantearon «el vehemente anhelo de todos los trabajadores en el sentido de que la señora Eva Perón sea consagrada vicepresidenta de la Nación»[364]. A este pedido se sumó el esperado del Partido Peronista Femenino y de centenares de agrupaciones políticas y sindicales de todo el país.

Era evidente que la idea de la candidatura de Evita les resultó más que atractiva a todos los peronistas, y comenzó una campaña no oficial para impulsar la formula Perón-Perón para las elecciones del 11 de noviembre de 1951. El 6 de agosto, el radicalismo designó en un congreso partidario la fórmula Ricardo Balbín-Arturo Frondizi para esos comicios.

El renunciamiento

Después de muchas idas y vueltas, la CGT decidió que el 22 de agosto de 1951 sería el gran día de la proclamación de la fórmula Juan Domingo Perón-Eva Perón frente al Ministerio de Obras Públicas, en la intersección de las avenidas 9 de Julio y Belgrano. Cada gremio mediría su poder a través de su capacidad de movilización. No se podía fallarle a Evita. El gobierno puso toda su infraestructura a disposición del acto. Los trenes y los ómnibus desde todos los puntos del país fueron gratuitos. A los manifestantes llegados de todas partes se los alojó, se los proveyó de viandas y se los agasajó con asados, bailes, funciones de cine y teatro.

Un camarógrafo de la Fox norteamericana viajó especialmente a Buenos Aires para cubrir en colores la concentración. El palco era monumental y estaba coronado con un enorme cartel que decía: «Juan Domingo Perón-Eva Perón - 1952-1958, la fórmula de la patria».

Se habló de una concurrencia de dos millones de personas. La Policía Federal y las agencias internacionales coincidieron en bajar la cifra a 250.000 presentes. Habían venido de todos lados. Eran familias enteras que pugnaban por ver a Evita. No eran pocas las mujeres y los niños que contaban que la habían conocido en persona en la Fundación o en alguna de sus giras por el interior, que los había saludado, que los había besado y que les había solucionado algún problema. Allí estaban, con sus mejores ropas o con las únicas decentes, como se decía entonces, con toda su dignidad y su orgullo peronista para ver a la Eva en su día de gloria, en su merecida proclamación.

Pero las cosas iban a ser diferentes a lo imaginado por la «masa sudorosa» y muy probablemente lo serían con el conocimiento previo de sus protagonistas, que sabían perfectamente el final de lo que la oposición no dudó en llamar «aquella puesta en escena». No sería la última vez que el pueblo peronista se llevaría una decepción, que se juntaría de a cientos de miles con un objetivo y una certeza y se volvería a su casa, por lo menos, desconcertado.

La multitud cantaba la marcha peronista y en las pausas que daban los altoparlantes coreaba insistentemente el nombre de Evita.

Sólo hubo silencio cuando Evita subió al palco y se acercó al micrófono para decir: «Es para mí una gran emoción encontrarme otra vez con los descamisados, como el 17 de octubre y como en todas las fechas en que el pueblo estuvo presente»[365]. Hizo un balance de la obra del gobierno peronista y fustigó a los oligarcas y a los contreras. Hasta que comenzó a referirse al tema que había llevado allí a toda esa gente, su gente, su pueblo:

Yo les pido a la Confederación General del Trabajo y a ustedes por el cariño que nos profesamos mutuamente, para una decisión tan trascendental en la vida de esta humilde mujer, me den por lo menos cuatro días[366].

Y allí se escuchó claramente la palabra que nadie quería escuchar: «Compañeros. Compañeros…, compañeros. Compañeros: yo no renuncio a mi puesto de lucha, yo renuncio a los honores…». Y agregó: «Yo haré, finalmente, lo que decida el pueblo. ¿Ustedes creen que si el puesto de vicepresidenta fuera un cargo y si yo hubiera sido una solución no habría contestado ya que sí?». Pero la gente no quería más evasivas y gritaba: «Contestación, contestación». Y Evita respondió:

Compañeros: por el cariño que nos une, les pido por favor no me hagan hacer lo que no quiero hacer. Se lo pido a ustedes como amiga, como compañera. Les pido que se desconcentren.

Nada parecía calmar a la multitud y Evita probó:

Compañeros: ¿Cuándo Evita los ha defraudado? ¿Cuándo Evita no ha hecho lo que ustedes desean? Yo les pido una cosa: esperen a mañana[367].

José Espejo[368] no tuvo una muy buena idea cuando dijo por el micrófono: «Compañeros: La compañera Evita nos pide dos horas de espera. Nos vamos a quedar aquí. No nos moveremos hasta que nos dé la respuesta favorable». Se ganó una mirada fulminante de Perón que empezó a repetir insistentemente: «Levanten este acto, ¡basta ya!»[369]

Pero la voz de Evita no se escucharía hasta nueve días después, nueve largos días cargados de especulaciones políticas y expectativas. Recién a las 20.30 del 31 de agosto de 1951 anunció por la cadena nacional de radiodifusión su «irrevocable decisión de renunciar al honor que los trabajadores y el pueblo de mi patria quisieron conferirme en el histórico Cabildo Abierto del 22 de agosto». Y concluyó pidiendo:

que de mí se diga, cuando se escriba el capítulo maravilloso que la historia dedicará seguramente a Perón, que hubo al lado de Perón una mujer que se dedicó a llevar al Presidente las esperanzas del pueblo y que, a esa mujer, el pueblo la llamaba cariñosamente Evita[370].

La idea de promover la fórmula Perón-Eva Perón, sabiendo que no llegaría a concretarse, le servía a Perón para obturar el segundo término del binomio, un lugar conflictivo que parecía ocupado indiscutiblemente por su mujer y que le permitiría, tras el «renunciamiento», presentar el hecho consumado de la postulación del veterano e inofensivo Hortensio Quijano. La inclusión del viejo radical antipersonalista y vicepresidente decorativo en ejercicio, desmentía a quien quisiera verlo la versión de que Evita no sería candidata por razones de salud, ya que don Hortensio padecía un cáncer tan fulminante que no lo dejaría llegar vivo a asumir su cargo. Murió el 3 de abril de 1952, dos meses antes de que Perón asumiera, sin vice, la presidencia.

Para golpistas, los Menéndez

La confirmación de la renuncia de Evita a la candidatura no logró frenar la inercia de un movimiento militar contra Perón, que se había puesto en marcha a partir de la postulación de su esposa y que ahora encontraba un norte en impedir la reelección del «tirano». Perón fue informado por sus servicios de inteligencia que el complot estaba encabezado por el general retirado del servicio activo desde 1942, Benjamín Menéndez[371], acompañado por los oficiales Julio Alsogaray, Tomás Sánchez de Bustamante, Alejandro Agustín Lanusse[372], Larcher, Guglialmelli, Álzaga y el capitán de navío Vicente Baroja que proponía «darle muerte al tirano en su guarida».

En medio de los aprestos militares, el general Menéndez convocó a una reunión secreta para transmitirles a importantes referentes de la oposición los pasos a seguir. Asistieron Arturo Frondizi de la UCR, Américo Ghioldi por el PS, Reynaldo Pastor por los Demócratas Nacionales o sea los conservadores, y Horacio Thedy en representación de los Demócratas Progresistas. El jefe golpista les dijo a sus atentos contertulios que su objetivo era derrocar a Perón antes de los comicios de noviembre, reimplantar la vigencia de la Constitución de 1853 y anular la de 1949[373].

Según declaraciones de Menéndez al diario La Prensa[374], los políticos comprometieron su apoyo al golpe. Con ese respaldo, el general decidió reunirse con su colega Lonardi. Pero allí aparecieron las diferencias que se mantendrían cuatro años más tarde, cuando le tocase a Lonardi el turno de encabezar el golpe triunfante contra Perón: mientras Menéndez quería desarmar por completo el Estado peronista y quitarles todas las conquistas sociales a los trabajadores, retrotrayéndolos al régimen de semiesclavitud que regía antes de 1943, Lonardi sostenía que debía mantenerse la legislación social vigente y garantizar los derechos y mejoras alcanzadas por los asalariados. Cuando todavía no habían llegado a un acuerdo y temiendo que Lonardi le arrebatara la conducción del golpe, Menéndez se lanzó a la ofensiva.

El movimiento estalló en las primeras horas del 28 de septiembre. Como corresponde a todo golpista que se precie, Menéndez redactó su proclama, que decía:

He resuelto asumir hoy ante el pueblo de mi Patria la extraordinaria responsabilidad de encabezar un movimiento cívico-militar, que por sintetizar un sentimiento casi unánime deberá conducirnos, indefectiblemente, a dar término a una situación que no puede ya ser sostenida ni defendida. Cuento para ello con el apoyo de las fuerzas de tierra, mar y aire, y el respaldo de la ciudadanía representada por figuras prominentes de los partidos comprometidos a una tregua política que asegure la más amplia obra de conciliación nacional y el retorno a una vida digna, libre y de verdadera democracia[375].

El intento de golpe tuvo su tímido epicentro en Campo de Mayo, donde los «revolucionarios» sólo alcanzaron a poner en marcha dos o tres tanques. El presidente declaró el estado de guerra interno. La CGT dispuso una huelga general y el estado de alerta y llamó a una concentración en Plaza de Mayo.

A las tres de la tarde todo había terminado y Perón pudo dirigirse a una Plaza de Mayo colmada de simpatizantes. Fiel a su «tercera posición», Perón culpó a «las oscuras fuerzas del capitalismo y del comunismo» y agregó:

Un grupo de malos argentinos ha deshonrado el uniforme de la patria […]. Cuando comenzaron a sonar los primeros disparos, levantaron la bandera blanca para darse por vencidos. Son unos cobardes porque no tuvieron el coraje de morir en el momento en que debían haber sacrificado sus vidas por salvaguardar su honor. Por esto sufrirán la pena que se debe imponer a los cobardes. El oprobio de ser ejecutados[376].

La gente gritaba «leña» y «a la horca», y Perón respondió:

Esto es exactamente lo que haré. Y servirá como ejemplo. Todo el mundo debe saber que los que en el futuro se arriesguen a enfrentársenos tendrán que matarnos, porque de otra forma nosotros seremos los que los mataremos a ellos[377].

Pero en este caso, como le recordaría Evita días más tarde, primó más su pertenencia a la corporación militar y su temor a las consecuencias del anunciado ajusticiamiento de los golpistas, que su fidelidad a la consigna «Perón cumple».

Evita y las milicias

Evita estuvo al margen de los hechos. Su salud se iba apagando. En su habitación del primer piso de la residencia presidencial —el Palacio Unzué, ubicado donde hoy funciona la Biblioteca Nacional, en Libertador y Austria— se montó una clínica con todo lo necesario para atenderla, a cargo del doctor Jorge Albertelli, quien debió instalarse en la residencia.

Postrada, recibió aquel día una de las tantas aplicaciones de rayos. Recién al final de la tarde, cuando emergió de los efectos de la anestesia que le había aplicado el doctor Roberto Goyenechea, fue informada por Perón de lo ocurrido y pidió que un equipo de radio se trasladara a la residencia para hablarle al país. Su voz se escuchaba firme pero apagada y dolida.

Sin embargo, no había perdido su capacidad de iniciativa. No habían pasado 24 horas del intento golpista cuando Evita, tras insistirle sin éxito a Perón con la pena de muerte para los complotados, convocó a la cúpula de la CGT y les encargó la compra de cinco mil pistolas automáticas y mil quinientas ametralladoras con sus municiones correspondientes, para formar milicias obreras de autodefensa. Todos los gastos correrían por cuenta de la Fundación. Un grupo selecto de oficiales y suboficiales de comprobada lealtad estaría a cargo del entrenamiento militar. La operación se concretó a través del príncipe Bernardo de Holanda, que había visitado el país hacía pocos meses y había probado el Pulqui, el primer avión militar a reacción producido íntegramente en el país. Lo que pocos saben o mencionan es que las milicias se formaron y comenzaron a entrenar. Una de sus integrantes recuerda:

En el diario La Prensa, controlado por aquel entonces por la central obrera, se creó una comisión de milicias obreras, entre cuyos integrantes figuraba quien esto escribe. Algunos sectores de las milicias efectuaron trabajos de adiestramiento con armas, impartidos por suboficiales del Ejército. Esto llegó a conocimiento de Perón, que no ocultó su descontento. Él no era adicto a una movilización armada del pueblo. Las cosas siguieron lentamente y sin estridencias, debido a que la enfermedad de Evita se agravaba día a día. La única corazonada de esta gran luchadora, que intentó que el pueblo tuviera protagonismo real de la forma que fuera, quedó frustrada. Esas armas llegaron al país, pero el mismo Perón ordenó, después de su muerte, que se archivaran en el Arsenal Esteban de Luca y se destinaran más tarde para reequipar la Gendarmería Nacional[378].

Santa Evita

El 15 de octubre de 1951, la editorial Peuser publicó la primera edición de La razón de mi vida, el libro que Evita le había dictado a Manuel Penella de Silva, un periodista español que cobró 50.000 pesos (unos 4000 dólares a la cotización de entonces). La primera tirada fue de 300.000 ejemplares, divididos en tres subediciones: una económica de 9 pesos (unos 60 centavos de dólar), otra de 16 pesos (1,20 dólar) con tapa dura y una edición de lujo destinada a ser obsequiada a visitantes ilustres y miembros del cuerpo diplomático. Su pésimo estado de salud no le permitió a Evita estar presente en la editorial el día del lanzamiento. Prefirió guardar sus fuerzas para hablar en la Plaza de Mayo en el acto por el sexto aniversario del 17 de octubre.

Éste sería su último 17. Eva seguramente lo presentía y por eso su discurso tuvo tanto sabor a despedida. Su estado era extremadamente delicado y había discutido fuertemente con sus médicos y enfermeras, que le recordaban lo imprescindible que era su reposo absoluto. Llegó con dificultad al balcón y tuvo que hacer enormes esfuerzos para mantenerse de pie durante el acto. Antes de que ella comenzara a hablar a sus descamisados, lo hizo Perón, que la sostuvo durante gran parte de la ceremonia desde la cintura, le impuso la gran Medalla Justicialista en Grado Extraordinario y dijo:

Ella, durante estos seis años, me ha mantenido informado al día de las inquietudes del pueblo argentino. Ese maravilloso contacto de todos los días en la Secretaría de Trabajo y Previsión, donde ha dejado jirones de su vida y de su salud, ha sido un holocausto a nuestro pueblo, porque ha permitido que, a pesar de mis duras tareas de gobierno, haya podido vivir todos los días un largo rato en presencia y contacto con el pueblo mismo[379].

Cuando Perón terminó de hablar, Evita lo abrazó llorando, como puede verse en las filmaciones de la época y en una foto que ha quedado para la historia. La gente cantaba «mañana es San Perón», reclamando el feriado del día siguiente, a lo que Perón respondió: «Como este 17 de octubre fue dedicado a mi esposa, en vez de San Perón, hagamos Santa Evita»[380].

Ese día nacía la televisión en la Argentina. LS82 TV Canal 7 inauguraba sus emisiones con la transmisión, para los escasísimos televidentes del país, del aniversario del «Día de la Lealtad». Evita comenzó diciendo:

Yo les aseguro que nada ni nadie hubiera podido impedirme que viniera, porque yo tengo con Perón y con ustedes, con los trabajadores, con los muchachos de la CGT, una deuda sagrada: a mí no me importa si para saldarla tengo que dejar jirones de mi vida en el camino. Si este pueblo me pidiese la vida se la daría cantando, porque la felicidad de un solo descamisado vale más que toda mi vida. Tenía que venir para decirles que es necesario mantener, como dijo el General, bien alerta la guardia de todos los puestos de nuestra lucha. No ha pasado el peligro. Los enemigos del pueblo, de Perón y de la Patria, saben también desde hace mucho tiempo que Perón y Eva Perón están dispuestos a morir por este pueblo. Ahora también saben que el pueblo está dispuesto a morir por Perón. Yo les pido hoy, compañeros, una sola cosa: que juremos todos, públicamente, defender a Perón y luchar por él hasta la muerte. Que vengan ahora los enemigos del pueblo, de Perón y de la Patria. Nunca les tuve miedo porque siempre creí en el pueblo. Yo les agradezco, por fin, compañeros, todo lo que ustedes han rogado por mi salud. Se los agradezco con el corazón. Espero que Dios oiga a los humildes de mi Patria, para volver pronto a la lucha y poder seguir peleando con Perón, por ustedes y con ustedes, por Perón hasta la muerte. Yo no quise ni quiero nada más para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria. Mis descamisados: yo quisiera decirles muchas cosas, pero los médicos me han prohibido hablar. Yo les dejo mi corazón y les digo que estoy segura, como es mi deseo, que pronto estaré en la lucha, con más fuerza y con más amor, para luchar por este pueblo, al que tanto amo, como lo amo a Perón. Yo les pido una sola cosa: estoy segura que pronto estaré con ustedes, pero si no llegara a estar por mi salud, cuiden al General, sigan fieles a Perón como hasta ahora, porque eso es estar con la Patria y con ustedes mismos. Y a todos los descamisados del interior, yo los estrecho muy cerca de mi corazón y deseo que se den cuenta de cuánto los amo[381].

Evita se fue directamente a la cama. Se aprovechó la presencia en Buenos Aires del cancerólogo norteamericano George Pack para pedirle una opinión. Pack se trasladó a la residencia y, previo pago de 10.000 dólares, revisó a Evita —a la que se la había anestesiado totalmente— junto con los doctores Albertelli y Dionisi. El diagnóstico fue contundente: tumor maligno avanzado en cuello uterino[382].

El 3 de noviembre, Evita fue internada en el Policlínico Presidente Perón ubicado en Avellaneda, que dirigía el doctor Finochietto. Desde antes de su llegada las calles adyacentes habían comenzado a llenarse de gente. Eran mujeres, hombres y niños que portaban carteles que decían «Dios te salve Evita» e improvisaban cadenas de oraciones que durarían varias semanas. A la mañana siguiente grabó un mensaje proselitista para apoyar la candidatura de Perón. Dos días después fue sometida a una intervención quirúrgica por los doctores Pack, Albertelli y su ayudante, el doctor Horacio Mónaco. El quirófano tenía un mirador desde el que observaban la operación los doctores Finochietto, Méndez y Dionisi. El diario Democracia contaba que, antes de caer bajo los efectos de la anestesia, Evita alcanzó a decir «Viva Perón».

El doctor Albertelli criticó la metodología usada por Pack en la intervención:

El Dr. Pack se situó a la derecha de la enferma, los ginecólogos diestros lo hacen a la izquierda para poder utilizar la mano hábil en dirección a la pelvis. […] Utilizó un separador costal, mamotreto gigante que no es apto para una operación abdominal; ciertamente incomodó bastante. Se extirparon algunos ganglios de apariencia inflamatoria[383].

Albertelli señala que Pack también se equivocó en la elección de los hilos de sutura, cosiendo con material no reabsorbible, lo que le provocó a Evita una molesta inflamación que derivó en una infección.

El comunicado de la Secretaría de Informaciones decía:

Los médicos que asisten desde hace más de un mes a la señora Eva Perón han resuelto someterla a un tratamiento quirúrgico. Por tal motivo, la señora Eva Perón fue internada en el Policlínico Presidente Perón de Avellaneda, que dirige el profesor doctor Ricardo Finochietto. El estado general de la enferma es actualmente bueno y permite esperar que sobrellevará satisfactoriamente el riesgo quirúrgico[384].

Durante la operación, que duró varias horas, los médicos pudieron comprobar cuán avanzado estaba el cáncer y el estado de extrema vulnerabilidad de la paciente, que no tenía esperanzas de sobrevida más allá de marzo de 1952.

El doctor Albertelli le envió a su amigo y colega, el patólogo Grato Bur, los elementos extirpados en la operación para que los analizara. La conclusión fue terminante. Los tejidos adyacentes a los ganglios determinaban la existencia de una metástasis a nivel hilo ovárico. Albertelli anotó: «Pronóstico sumamente sombrío. Plazo: corto. Tratamiento: utópico»[385].

Evita estaba convaleciente pero no dejaba de pensar en las elecciones del domingo. Confiaba plenamente en el voto de las mujeres.

Las elecciones del 51

El 11 de noviembre la iba a encontrar en su lecho del Policlínico que llevaba el nombre de uno de los candidatos a presidente. Evita quería votar, para lo cual debía conseguir dos cosas de la Junta Electoral: que le autorizaran hacerlo en Avellaneda, a pesar de tener domicilio en la calle Teodoro García 2106 del barrio de Belgrano en la Capital, y que le permitieran hacerlo desde su cama en el sanatorio. Los radicales y los socialistas se opusieron, pero los comunistas estuvieron de acuerdo porque habían hecho igual solicitud para que su candidato a presidente, Rodolfo Ghioldi, votase desde la clínica en que se encontraba internado en Rosario. La Junta aprobó ambos pedidos y Evita pudo, como millones de mujeres argentinas, votar por primera vez en su vida. El triunfo de Perón fue contundente: obtuvo el 63,9% de los sufragios, seguido de lejos por la fórmula Balbín-Frondizi de la Unión Cívica Radical con el 30,8 por ciento.

En total habían votado 4.225.467 mujeres, que representaban el 48% del padrón. El entusiasmo de la primera vez se hizo sentir y la concurrencia femenina llegó al 90,32%, mientras que la de los varones fue del 86,08%. Las mujeres no sólo habían votado sino que por primera vez ingresaban en la actividad parlamentaria 23 diputadas y 6 senadoras nacionales y 58 diputadas y 19 senadoras provinciales.

Los últimos adioses

El 14 de noviembre, Evita fue trasladada desde el Policlínico Presidente Perón a la residencia presidencial. La ambulancia de la Fundación que la transportaba fue escoltada por miles de personas que la acompañaron durante todo su trayecto en camiones, autobuses y automóviles vivando su nombre.

Dos días después, la CGT organizó una enorme manifestación popular para festejar el resultado de las elecciones. El acto culminó con una enorme procesión de antorchas que marchó a la residencia para acompañar a Evita y expresarle su afecto incondicional.

Evita lo necesitaba. Se reiniciaban las interminables y desesperanzadas sesiones de rayos, aumentaba su deterioro físico, crecían los dolores insoportables que le hacían formular la retórica y estremecedora pregunta «¿cómo puede caber tanto dolor en un cuerpo tan chiquito?». Crecía en ella la ansiedad, que se iba convirtiendo en desesperación por todo lo que le quedaba por hacer. También sentía bronca por la certeza del inmenso alivio, de la perversa alegría que provocaban su sufrimiento y su inevitable final en sus enemigos.

El domingo 2 de diciembre de 1951 amaneció soleado en Buenos Aires. Eran los últimos días de una primavera que Evita no había podido ver más que desde los ventanales de su habitación. Quería respirar el aire de aquella ciudad a la que había llegado para triunfar hacía casi 16 años. Quería recibir sobre su piel otros rayos menos lacerantes y más vitales. Le pidió a Perón que la llevara a pasear en auto. Los médicos acordaron en que le haría bien la salida, con los permisos que otorga la duda de que aquélla podría ser la última. Tomaron por la Avenida del Libertador y Evita miraba todo intensamente, con la misma duda de los médicos: ¿sería ésta la última vez que vería la Plaza Francia, el Palais de Glace, aquellos árboles que le gustaban tanto y los elegantes edificios en cuyos lujosos departamentos ya se estaban aprovisionando de champagne para festejar su muerte? ¿Sería ésta la última vez que les vería las caras a sus queridos descamisados, que al enterarse de su presencia en las calles comenzaron a salir a su paso a saludarla? ¿Qué sería de ellos cuando «la flaca», como le gustaba llamarse, se fuera para siempre? ¿Tendría Perón la paciencia, la constancia para escucharlos y para solucionarles sus problemas? Siguieron por la Avenida 9 de Julio y recorrieron algunas librerías de Corrientes y de Avenida de Mayo para ver en los anaqueles y en las mesas los ejemplares nuevitos de La razón de mi vida.

Días más tarde Evita grabó un mensaje radial: su último mensaje de Navidad.

Que haya una sola clase de hombres, los que trabajan; que sean todos para uno y uno para todos; que no exista ningún otro privilegio que el de los niños; que nadie se sienta más de lo que es ni menos de lo que puede ser; que los gobiernos de las naciones hagan lo que los pueblos quieran; que cada día los hombres sean menos pobres y que todos seamos artífices del destino común[386].

En aquella Navidad, como en las anteriores, la Fundación repartió dos millones de cajas de pan dulce y de botellas de sidra y cuatro millones de juguetes que llegaban hasta los últimos rincones del país.

El 4 de enero, volvió a salir de la residencia para estar presente en un homenaje que le brindaba la CGT al doctor Finochietto, al que se distinguió con una medalla de oro «por la intervención que realizó para la curación de la más grande de las mujeres de nuestra época y de la historia: Eva Perón»[387]. En el homenaje se cometían dos errores: el doctor Finochietto no había operado a Evita, y «la más grande mujer» no estaba curada, iba camino a la muerte.

Los nostálgicos de Caseros

El estrepitoso fracaso golpista de Menéndez no amilanó a su colega en la materia, el coronel retirado José Francisco Suárez, quien planificó su golpe para el 3 de febrero de 1952, en homenaje al centenario de la batalla de Caseros que había derribado a la «primera tiranía», la de Rosas. Suárez no se andaba con chiquitas y se proponía atacar simultáneamente la Casa Rosada, el Correo Central y el Departamento Central de Policía. La cereza de la torta era un asalto a la residencia presidencial con camiones pesados que abrirían el paso a las tropas que asesinarían a Perón en su escritorio y, dando muestras de su coraje, valentía y entrega, terminarían a balazos con la vida de Evita postrada en su lecho de muerte.

El plan fue descubierto a tiempo y todos los complotados detenidos. El episodio desató también una ola de detenciones de políticos opositores, muchos de ellos ajenos a la conspiración criminal de Suárez.

Quien quiera oír que oiga

El 3 de abril, Eva asistió al velorio de su reemplazante en el segundo término de la fórmula presidencial, el viejo Hortensio Quijano. Todos trataban de disimular el dolor y de mantener la ilusión de su pronta sanación. Pero Eva sabía y sentía que su final se acercaba. Ya no la distraían de sus dolores ni los bocetos que le alcanzaba Paco Jamandreu de los modelos que nunca estrenaría ni la visita cotidiana de su manicura Sara Gatti y su peinador Julio Alcaraz. Tuvo que pelearse con todos para asistir al que sería su último contacto directo con sus descamisados, la conmemoración del Primero de Mayo de 1952.

El acto estaba enteramente dedicado a Evita. La Plaza estaba colmada como en los mejores días, los días peronistas, y la concurrencia era absolutamente consciente de que podía ser la última vez que viera y escuchara a su abanderada. Tras una cerrada ovación se escuchó un ensordecedor «Evita, Evita…» y por los parlantes resonó otra vez aquella voz inconfundible:

Quienes quieran oír que oigan; quienes quieran seguir que sigan. Aquí está la respuesta, mi General, es el pueblo, es el pueblo trabajador, es el pueblo humilde de la Patria, que aquí y en todo el país está de pie y lo seguirá a Perón, el líder del pueblo y el líder de la humanidad, porque ha levantado la bandera de la redención y de justicia de las masas trabajadoras. Lo seguirá contra la presión de los traidores de adentro y de afuera, que en la oscuridad de la noche quieren dejar el veneno de sus víboras en el alma y en el cuerpo de Perón. Y yo le pido a Dios que no les permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón porque ¡guay de ese día!, ¡guay de ese día! Ese día, mi General, yo saldré con las mujeres de mi pueblo, yo saldré con los descamisados de la Patria, muerta o viva, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista. Porque nosotros no nos vamos a dejar aplastar jamás por la bota oligárquica y traidora de los vendepatrias que han explotado a la clase trabajadora. […] Que sepan los traidores que ya no vendremos aquí a decirle ¡Presente!, a Perón, como el 28 de septiembre, sino que iremos a hacernos justicia por nuestras propias manos[388].

Durante gran parte del discurso, Perón la sostuvo de la cintura y, al finalizarlo, ella tenía 40 grados de fiebre.

Seis días después, el 7 de mayo, cumplía 33 años. Pesaba 37 kilos y le pesaba horriblemente ese saberse morir, esa maldita sensación de irse con tantas cosas por hacer, con tantos hospitales, hogares y escuelas por inaugurar. Se preguntaba y preguntaba: «¿Por qué me tengo que morir yo? ¿Por qué me estoy muriendo y no se mueren tantos hijos de puta que no hacen otra cosa que pensar en sí mismos y en cómo joder a los demás?». Evita sabía que no habría más cumpleaños, que aquél sería el último, el número 33, «como Jesús», se atrevió a pensar. Hubo un austero festejo en la residencia presidencial y quiso tomarse algunas fotos donde puede verse la huella que había ido dejando en ella su enemigo interno, aquel «bendito cangrejo» como lo llamaban algunos y algunas exaltados «contreras».

Ese día recibió del Parlamento un título que terminaría de enardecer a la Iglesia Católica: el de «Jefa Espiritual de la Nación». La iniciativa había sido del presidente de la Cámara de Diputados, Héctor Cámpora.

Segundas partes…

Nadie se explicó nunca muy bien de dónde sacó fuerzas Evita para asistir a la asunción de su marido a su segundo mandato presidencial en aquella gélida mañana del 4 de junio de 1952. Inundada de calmantes, cubierta por un grueso abrigo de piel y sostenida por una estructura metálica, Evita recorría en el auto presidencial descapotable, por última vez, las calles de Buenos Aires. No quería fallarle a Perón y a su gente, aunque su cuerpo le fallara a ella. Ahora sí no quedaban dudas: sus intensas miradas eran definitivas, eran las últimas.

Juraban con Perón los integrantes del nuevo gabinete, que quedó conformado por: Ángel Borlenghi, en Interior; Jerónimo Remorino, en Relaciones Exteriores; José María Freyre, en Trabajo y Previsión; José Humberto Sosa Molina, en Defensa; Oscar Nicolini, en Comunicaciones; Román Subiza, en Asuntos Políticos; Franklin Lucero, en Ejército; Aníbal Olivieri, en Marina; Juan de San Martín, en Aeronáutica; Raúl Mendé, en Asuntos Técnicos; Juan Maggi, en Transportes; Alfredo Gómez Morales, en Asuntos Económicos; Miguel Revestido, en Finanzas; Pedro Bonani, en Hacienda; Antonio Cañero[389], en Comercio Exterior; Rafael Amundanarain, en Industria y Comercio Interior; Carlos Hoggan, en Agricultura y Ganadería; Roberto Dupeyron, en Obras Públicas; Ramón Carrillo, en Asistencia Social y Salud Pública; Natalio Carvajal Palacios, en Justicia, y Armando Méndez San Martín, en Educación.

Se habían multiplicado los ministerios. Para la oposición era una evidencia más de la elefantiasis burocrática; para el gobierno, una necesidad generada por las funciones asumidas por el Estado en la «Nueva Argentina».

El testamento

La segunda asunción de Perón fue la última vez que Evita apareció en público. Semanas después, el 29 de junio de 1952, redactó su testamento. Allí establecía:

El dinero de La razón de mi vida y de Mi mensaje, lo mismo que la venta o el producido de mis propiedades, deberá ser destinado a mis descamisados. Quisiera que se constituya con todos esos bienes un fondo permanente de ayuda social para los casos de desgracias colectivas que afecten a los pobres y quisiera que ellos lo acepten como una prueba más de mi cariño. Deseo que en estos casos, por ejemplo, se entregase a cada familia un subsidio equivalente a los sueldos y salarios de un año, por lo menos. También deseo que, con ese fondo permanente de Evita, se instituyan becas para que estudien los hijos de los trabajadores y sean así los defensores de la doctrina de Perón por cuya causa gustosa daría mi vida. Mis joyas no me pertenecen. La mayor parte fueron regalos de mi pueblo. Pero aún las que recibí de mis amigos o de países extranjeros, o del General, quiero que vuelvan al pueblo. No quiero que caigan jamás en manos de la oligarquía y por eso deseo que constituyan, en el museo del peronismo, un valor permanente que sólo podrá ser utilizado en beneficio directo del pueblo. Que así como el oro respalda la moneda de algunos países, mis joyas sean el respaldo de un crédito permanente que abrirán los bancos del país en beneficio del pueblo, a fin de que se construyan viviendas para los trabajadores de mi Patria[390].

En todo el país se multiplicaban los altares, las capillitas para rezar por su salud. Un ambiente de desolación y tristeza comenzaba a invadir los barrios populares mientras manos anónimas pintaban sobre una pared «Viva el cáncer». Eran manos que venían de otros barrios, donde le deseaban larga vida al cáncer y corta vida a su odiada enemiga. Y el cáncer vivió y Evita empezó a morirse aquella fría mañana del 26 de julio de 1952, cuando le dijo a su mucama Hilda Cabrera de Ferrari: «Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar». A las cinco de la tarde entró en coma y a las ocho y veinticinco, rodeada de su madre y sus cuatro hermanos, Perón, Orlando Bertolini, Carlos Aloé, Raúl Mendé, Armando Méndez San Martín, Oscar Nicolini, Héctor Cámpora, Jerónimo Remorino, Atilio Renzi, su mucama y sus enfermeras, y del cardiólogo Alberto Taquini y del doctor Ricardo Finochietto, Evita se fue de este mundo. A las 21.36, una voz destinada a pasar a la historia, la del locutor oficial Jorge Furnot, le confirmaba al mundo la noticia a través de la Cadena Nacional:

Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación[391].

Una semana antes de su muerte, los colaboradores más cercanos de Perón tomaron contacto con el médico aragonés Pedro Ara, uno de los mayores expertos mundiales en embalsamamiento. Llegó a la residencia poco después de las nueve de la noche de aquel 26 de julio, arregló con Perón sus honorarios en 100.000 dólares, pagaderos en diez cuotas, y se encerró en un cuarto a comenzar su tarea, que duraría toda la noche. Ara recordará:

En junio había rumores de que su muerte era inminente y que me llamarían para conservarla como una estatua. Ante nosotros yacía la mujer más odiada y más amada de su tiempo, había luchado fieramente contra los grandes y había caído derrotada por lo infinitamente pequeño. Amaneció; el cadáver ya era incorruptible, pero faltaban muchos meses de trabajo para conservarlo intacto[392].

Ara había reemplazado toda la sangre de Evita por alcoholes, para luego inyectarle glicerina a través de dos cortes que había realizado en el talón y detrás de una oreja, a una temperatura promedio de 60 grados centígrados.

No fue abierta ninguna cavidad del cuerpo. Conserva por tanto todos sus órganos internos sanos o enfermos, excepto los que le fueran extirpados en vida en actos quirúrgicos. De todos ellos podría hacerse en cualquier tiempo un análisis microscópico con técnica adecuada al caso. No le ha sido extirpada la menor partícula de piel ni de ningún tejido orgánico; todo se hizo sin más mutilación que dos pequeñas incisiones superficiales ahora ocultas por las sustancias de impregnación[393].

Terminada la tarea de Ara, entraron al salón el peinador Julio Alcaraz y la manicura Sara Gatti. Evita ya estaba lista para ser velada. Se la colocó en un sólido ataúd de la casa Lázaro Costa, que fue cubierto con una tapa que tenía un vidrio blindado en su parte superior para que pudiera verse su rostro.

El país quedó paralizado. El gobierno decretó duelo nacional por diez días. La CGT dispuso un paro general por 72 horas. Aquel sábado 26 de julio, la ciudad se vistió de negro. Los faroles fueron encrespados y enlutados, las calles quedaron casi desiertas y recién comenzaron a llenarse cuando se decidió el lugar donde se la velaría y hacia allí, hacia la «Secretaría»[394], fueron enfilando las multitudes.

Comenzaba el velatorio más imponente de la historia argentina y uno de los más notables de la universal. Las colas para acceder a la capilla ardiente se contaban por kilómetros y estaban pobladas por hombres, mujeres y niños, abuelos y abuelas. Lloraban como sólo se llora ante la muerte de un familiar muy cercano. No había consuelo. Las zonas aledañas al velatorio se fueron inundando de flores y las flores comenzaron a escasear hasta acabarse. No había más flores en la Argentina y hubo que traerlas de Uruguay y de Chile. No había espectáculos públicos ni restaurantes. Las radios sólo emitían música sacra. Frente al ataúd de Evita se sucedían los desmayos, la gente caía entre sollozos y era atendida por las enfermeras de la Fundación y la Cruz Roja. Murieron unas 20 personas por aplastamientos, avalanchas e infartos.

Noticias del mundo

La prensa de todo el mundo le dedicó sus portadas y editoriales a la muerte de Evita. Decía la revista Paris-Match, el 2 de agosto de 1952:

La desaparición de esta hermosa mujer es una verdadera catástrofe política. Todos los hombres llevan brazaletes y corbatas negras. Las mujeres con mantillas llevan un ramito de violetas, que depositan sobre el ataúd. «Hubiera dado con gusto mi vida por la de ella», dice una. La fila interminable se mantiene a lo largo de varios kilómetros. Es una fila silenciosa. […] Lo que es extraño y paradojal, en este excepcional destino de mujer, es quizá que Evita Perón ha sabido conciliar sus gustos de lujo y ostentación, nacidos en el curso de una juventud desdichada, con un irrebatible apostolado.

Para el Diario de Nueva York, del 10 de agosto, era «Una mujer que jamás se olvidará: Eva Perón. Acaba de caer en los brazos de la muerte una de las mujeres más importantes del mundo». Y así seguían informando los medios internacionales:

No ha habido, ni habrá muchas mujeres iguales a ella en el mundo y la Argentina, por todo lo que le debe, no la olvidará jamás. (A Gaceta, Río de Janeiro, 29 de julio de 1952).

Eva Perón ha sido y seguirá siendo la abanderada de la escuela de la auténtica socialización, sin utopías y sin revueltas (El Futuro del Mediodía, Nápóles, 9 de agosto de 1952).

Todo un pueblo ha llorado su muerte y ningún sofista nos podrá hacer creer que esas gentes que se han apretujado para verla una única vez en su féretro, hayan venido por orden o cortesía. Vienen porque la quieren, para manifestar el amor y el reconocimiento que experimentaban para aquella que, en pocos años, había sabido sacarlos del espantoso abismo donde los había sumergido y mantenido el reino de los «caciques» apellidados injustamente liberales (Liége Magazine, Lieja, Bélgica, septiembre de 1952).

Eva Duarte de Perón, sin dejar de ser argentina, pasa a la posteridad como una figura continental, ingresa al mundo de los inmortales como Eva de América (Economía, La Paz, Bolivia, 5 de septiembre de 1952). Obtuvo la igualdad jurídica y legal de la mujer argentina, y a pesar de la oposición de la alta burguesía, logró dar a su país una legislación social femenina, de la cual se inspiran no solamente la América Latina sino muchos otros países del mundo (La Patria, Montreal, Canadá, 28 de julio de 1952).

Eva de América, tus legiones mundiales de descamisados están en pie, listos para librar las batallas por la supervivencia del espíritu, por el reinado de la justicia social, seguras del triunfo porque llevan a Cristo y a ti por bandera (Claridad, Bogotá, Colombia, 31 de octubre de 1952).

Eva Perón era luz que todo lo ilumina, el fuego que todo lo purifica, la bondad que todo lo suaviza y la humildad que todo lo dignifica; todo eso era Eva Perón, la mujer más buena de este siglo, y por eso su recuerdo día a día se agranda como aquel que amanece siempre en la cruz («Eva Perón», por Luis Munita Cáceres; La Batalla, Chile, 9 de agosto de 1952).

El país hermano se ha puesto de luto y todos los pueblos del mundo se asocian en el duelo de la Argentina, porque el mundo sabe que ha perdido a una mujer extraordinaria, a la mujer que quizá, cuando, pasados unos años, la historia de esta década madure, califiquen como la mujer del siglo. […] Renunció a ser una mujer de sociedad para entregarse por entero a mejorar la sociedad de su país. Y en su corazón inmenso hallaron acogida todas las pequeñas y grandes tragedias de los descamisados. («Una mujer extraordinaria», ¡Hola!, Barcelona, España, 2 de agosto de 1952).

Se dice que donde entra la política todo se corrompe, pero Eva Perón demostró que donde entra el amor la política se subyuga. Aseguramos que su obra y su amor por el pueblo quebrarán todas las normas existentes en esa materia y su obra quedará grabada para siempre en todos los corazones sin distinción de credos, razas o ambiciones. («Eva Perón», Al Amal, Beirut, Líbano, 29 de agosto de 1952)[395].

Hasta la tradicional enemiga del peronismo, la revista norteamericana Life, tuvo que admitir que el dolor de los argentinos no podía ser el producto

de las exigencias de ningún dictador, como lo es su marido Juan Perón. Fue genuino y profundo y reveló que Evita, que contribuyó poderosamente a llevar a su pueblo hacia el totalitarismo y la bancarrota había ganado también su amor[396].

El ataúd fue trasladado al Congreso Nacional el 9 de agosto y de allí partió al día siguiente hacia el edificio de la CGT. La cureña que transportaba los restos estaba custodiada por 17.000 soldados y era traccionada por 35 hombres y 10 mujeres que, a pesar del frío de agosto, vestían sólo una camisa blanca y pantalones negros. Eran secretarios generales de los sindicatos más importantes y dirigentes del Partido Peronista Femenino.

Los descamisados que transportaban a Evita llevaban sobre sus pechos crespones negros, que se convirtieron en obligatorios para todos los empleados de la administración pública y los alumnos, maestros y profesores de escuelas y colegios de todo el país. No usar el luto les trajo a los distraídos u opositores consecuencias que iban de la sanción grave al despido.

Tras un lento recorrido filmado íntegramente en colores por el camarógrafo de la Fox, Edgard Cronjagar, el cortejo llegó a su destino y el cuerpo de Evita fue depositado en el edificio de la CGT en Azopardo e Independencia a la espera de la finalización de la construcción del monumento funerario que se haría en su honor.

El monumento

Pocos meses después de la muerte de Eva Perón se inició una gran colecta nacional para reunir los fondos necesarios para construir un mausoleo donde descansarían sus restos. Se ubicaría frente a los jardines de la Facultad de Derecho, en el corazón de uno de los barrios más exclusivos de Buenos Aires. El proyecto le fue confiado al artista italiano Leone Tommasi, quien diseñó un monumento de 143 metros de altura. El mausoleo demandaría 42.000 toneladas de material. La obra estaría coronada con una estatua de 61 metros, esculpida en el mejor mármol de Carrara, que representaba a un descamisado. En su parte inferior estaría la tumba-altar de Evita, que descansaría junto al sepulcro de un descamisado anónimo, en representación de todos los caídos en la lucha popular, y junto a los restos de Perón, que deberían ser depositados allí cuando «pasara a la inmortalidad». Toda su base estaría cubierta de frisos conmemorativos de los grandes momentos de la historia peronista y de monumentales bustos de Evita y Perón. El proyecto fue presentado en público en una exposición. En ella pudieron verse las maquetas y se le dedicó una edición especial del noticiero cinematográfico «Sucesos Argentinos», en el que se lo describía como el monumento más alto del mundo, superando ampliamente los 91 metros de la Estatua de la Libertad de Nueva York y a los «humildes» 38 metros del Cristo del Corcovado de Río de Janeiro.

Al producirse la llamada «Revolución Libertadora», el proyecto estaba en plena ejecución. En diciembre de 1955, el escultor Tommasi recibió una visita inesperada: un comando de la «Libertadora» llegaba hasta su atelier del pequeño pueblo de Pietrasanta, en los Apeninos, para destruir su obra, emprendiéndola a pico y martillo contra los bustos monumentales de Evita y Perón, que quedaron seriamente dañados. Pero no llegaron a ubicar los frisos que habían sido colocados en las paredes del comedor de los obreros de la cantera donde trabajaba el escultor. Hoy, los obreros piamonteses de la Henraux almuerzan todos los días bajo la mirada protectora de Evita.

Maggi de Magistratis: maestra de maestros

Como se sabe, la «vida» de Evita no terminó con su muerte. No sólo por la notable persistencia de la memoria sino porque su cuerpo embalsamado fue secuestrado en el primer piso de la CGT por un comando de la llamada «Revolución Libertadora».

En la noche del 23 de noviembre de 1955, el teniente coronel Carlos Eugenio Moori Koenig —su apellido significa «rey de la ciénaga»—, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE), y su lugarteniente el mayor Eduardo Antonio Arandía ordenaron a los capitanes Lupano, Alemán y Gotten que abandonaran sus puestos de guardia en la CGT sobre la puerta que separaba al cadáver de Eva Perón del mundo exterior. El coronel, el mayor y la patota que los acompañaba traían la orden emanada de las más altas autoridades de la llamada «Revolución Libertadora» de secuestrar el cadáver de la mujer más amada y más odiada —aunque no en las mismas proporciones— de la Argentina. Y así, por aquellas cosas de la «obediencia debida» y del propio odio de clase, cumplieron acabadamente con su misión ante la mirada atónita del doctor Pedro Ara, que veía cómo se llevaban junto con Evita a su obra más perfecta.

Las órdenes dadas por los jefes golpistas, curiosamente denominados «libertadores», al teniente coronel y su grupo eran muy precisas: había que darle al cuerpo «cristiana sepultura». Lo cual no podía significar otra cosa que un entierro clandestino. Pero el «rey de la ciénaga» no era sólo el jefe de aquel servicio de inteligencia, era un fanático antiperonista que sentía un particular odio por Evita. Ese odio se fue convirtiendo en una necrófila obsesión que lo llevó a desobedecer al propio presidente Aramburu y a someter el cuerpo a insólitos paseos por la ciudad de Buenos Aires en una furgoneta de florería. Intentó depositarlo en una unidad de la Marina y finalmente lo dejó en el altillo de la casa de su compañero y confidente, el mayor Arandía. A pesar del hermetismo de la operación, la resistencia peronista parecía seguir la pista del cadáver y por donde pasaba, a las pocas horas aparecían velas y flores. La paranoia no dejaba dormir al mayor Arandía. Una noche, escuchó ruidos en su casa de la Avenida General Paz al 500 y, creyendo que se trataba de un comando peronista que venía a rescatar a su abanderada, tomó su 9 milímetros y vació el cargador sobre un bulto que se movía en la oscuridad: era su mujer embarazada, quien cayó muerta en el acto.

Moori Koenig tenía una pasión enfermiza por el cadáver. Los testimonios coinciden en afirmar que colocaba el cuerpo —guardado dentro de una caja de madera que originariamente contenía material para radiotransmisiones— en posición vertical en su despacho del SIE; que manoseaba y vejaba el cadáver y que exhibía el cuerpo de Evita a sus amigos como un trofeo. Una de sus desprevenidas visitantes, la futura cineasta María Luisa Bemberg, no pudo creer lo que vio; azorada por el desparpajo de Moori Koenig, corrió espantada a comentarle el hecho al amigo de la familia y jefe de la Casa Militar, el capitán de navío Francisco Manrique.

Enterado Aramburu del asunto, dispuso el relevo de Moori Koenig, su traslado a Comodoro Rivadavia y su reemplazo por el coronel Héctor Cabanillas, quien propuso sacar el cuerpo del país y organizar un «Operativo Traslado». Allí entró en la historia el futuro presidente de facto y entonces jefe del Regimiento de Granaderos a Caballo, teniente coronel Alejandro Lanusse, quien pidió ayuda a su amigo, el capellán Francisco «Paco» Rotger. El plan consistía en trasladar el cuerpo a Italia y enterrarlo en un cementerio de Milán con nombre falso. La clave era la participación de la Compañía de San Pablo, comunidad religiosa de Rotger, que se encargaría de custodiar la tumba. El desafío para Rotger era comprometer la ayuda del superior general de los paulinos, el padre Giovanni Penco, y del propio papa Pío XII.

Rotger viajó a Italia y finalmente logró su cometido. A su regreso, Cabanillas puso en práctica el Operativo Traslado. Embarcaron el féretro en el buque Conté Biancamano con destino a Génova; acompañaban la misión el oficial Hamilton Díaz y el suboficial Manuel Sorolla. En Génova los esperaba el propio Penco. El cuerpo de Evita fue sacado del país bajo el sugestivo nombre de «María Maggi de Magistris».

El pánico de los «libertadores»

Evita fue inhumada en el Cementerio Mayor de Milán en presencia de Hamilton Díaz y Sorolla y Sorolla, quien hizo las veces de Cario Maggi, hermano de la fallecida. Una laica consagrada de la orden de San Pablo, llamada Giuseppina Airoldi, conocida como la «Tía Pina», fue la encargada de llevarle flores durante los 14 años que el cuerpo permaneció sepultado en Milán. Pina nunca supo que le estaba llevando flores a Eva Perón.

La operación eclesiástico-militar fue un éxito y uno de los secretos de la historia argentina mejor guardados.

El asunto volvió a los primeros planos cuando en 1970 Montoneros secuestró a Pedro Aramburu y exigió el cuerpo de Evita. En los interrogatorios se le preguntó insistentemente por el destino del cadáver de Evita. Según declaraciones de Mario Firmenich[397]: «Después de dar muchas vueltas, dijo que él no se acordaba bien, pero que de lo que se acordaba era de que el cadáver de Evita tenía cristiana sepultura y de que toda la documentación del caso estaba en manos del coronel Cabanillas[398]». Aramburu agregó que el cuerpo se encontraba en Italia.

El Comunicado Número 3 de Montoneros, fechado el 31 de mayo de 1970, dice que Aramburu se declaró responsable «de la profanación del lugar donde descansaban los restos de la compañera Evita y la posterior desaparición de los mismos para quitarle al pueblo hasta el último resto material de quien fuera su abanderada».

En 1971, durante su presidencia y en plena formación del Gran Acuerdo Nacional[399], Lanusse devolvió el cuerpo de Evita a Perón. Rotger viajó a Milán y obtuvo el cadáver. Cabanillas y Sorolla viajaron a Italia para cumplir con el Operativo Devolución. El cuerpo fue exhumado el 1.° de septiembre de 1971, llevado a España y entregado a Perón en Puerta de Hierro, dos días después, por el embajador Rojas Silveyra. Recordaba Jorge Antonio:

Un día viene Perón a mi oficina y me dice: «Nos han metido en un lío, Jorge. Me ha venido a ver el embajador para decirme que me entregan el cadáver de Eva Perón. ¿Qué vamos a hacer ahora con el cadáver de Eva Perón? Estos cretinos se acordaron tarde de entregarlo. De todas maneras lo vamos a recibir. Por supuesto, me ha emocionado la noticia y me ha preocupado. Vamos a ver cómo hacemos para tenerlo y dónde lo vamos a depositar. En principio lo vamos a tener en casa[400]».

Por pedido de Perón, Pedro Ara revisó el cadáver y lo encontró intacto; pero para las hermanas de Eva y el doctor Tellechea, que lo restauró en 1974, estaba muy deteriorado. Perón regresó al país con Isabel[401] y el «brujo» José López Rega[402], pero sin los restos de Evita. Ya muerto Perón, la organización Montoneros secuestró el 15 de octubre de 1974 el cadáver de Aramburu para exigir la repatriación del de Eva. Isabel accedió al canje y dispuso el traslado, que se concretó el 17 de noviembre (día del militante peronista). El cuerpo de Evita fue depositado junto al de Perón en una cripta diseñada especialmente en la Quinta de Olivos para que el público pudiera visitarla.

Tras el golpe de marzo de 1976, los jerarcas de la dictadura tuvieron largos conciliábulos sobre qué hacer al respecto. Según contaría años después una nota publicada en el diario Clarín, el almirante Massera[403], siguiendo su costumbre, propuso arrojar el cuerpo de Evita al mar, sumándolo a los de tantos detenidos-desaparecidos[404]. Finalmente, los dictadores decidieron acceder al pedido de las hermanas de Eva y trasladar los restos a la bóveda de la familia Duarte en la Recoleta. En la nota mencionada, María Seoane y Silvana Boschi le preguntaron a un alto jefe de la represión ilegal, muy cercano a Videla[405], testigo de aquellos conciliábulos: «¿Por qué urgía más a la Junta trasladar el cadáver de Evita que el de Perón?». La respuesta del militar no se hizo esperar: «Tal vez porque a ella es a la única que siempre, aún después de muerta, le tuvimos miedo[406]».