Octubre, mes de cambios

Octubre, mes de cambios

Durante 25 años, desde la «Semana Trágica» de enero de 1919, el país ha vivido una casi perfecta tranquilidad.

Solicitada de las autodenominadas «fuerzas vivas». La Nación, 16 de junio de 1945[112]

El «búfalo» Braden, como le gustaba que lo llamaran, trabajó incansablemente para aislar internacionalmente al gobierno argentino y se dedicó a hacer lobby con todo el arco opositor. En ese tren, dejó de lado todo lo que podría recordar a la ética. Se instaló en sus oficinas de los altos del Banco de Boston, a dos cuadras de la Plaza de Mayo. Junto con su estrecho colaborador Gustavo Durán —un exestalinista que había luchado en la Guerra Civil Española enrolado en el Quinto Regimiento y terminó como funcionario del Departamento de Estado—, el embajador comenzó una intensa rueda de entrevistas con los principales líderes de la oposición. Encontró un terreno fértil para su cruzada en el rechazo que habían despertado la figura de Perón, su innovadora política social y su estrecha alianza con los sindicatos obreros, en el establishment, como siempre vinculado a los sectores más reaccionarios de las Fuerzas Armadas, en los partidos políticos y en una opinión pública hegemonizada por las clases medias y altas. Braden fue el más dinámico y eficiente promotor de la unificación de las fuerzas opositoras en un gran movimiento antiperonista. Este frente, unido por «el espanto» más que por el amor, incluyó a los partidos Comunista, Socialista, Unión Cívica Radical, Demócrata Progresista y Conservador; la Federación Universitaria Argentina, la Sociedad Rural, la Unión Industrial, la Bolsa de Comercio y los sindicatos opositores. De manera insólita, un diplomático extranjero, y nada menos que de los Estados Unidos, se convertiría rápidamente en el líder más visible e indiscutible de aquel amplio espectro opositor que se fue nucleando en torno a lo que terminaría por llamarse, meses más tarde, «Unión Democrática».

Yanquis y marxistas

La estrecha alianza que se daría entre la embajada norteamericana y el Partido Comunista se explica por el período histórico que se vivía a escala mundial. En 1945, todavía las dos superpotencias emergentes de la guerra aún no concluida, los Estados Unidos y la Unión Soviética, se veían mutuamente como aliados, recelosos pero con un enemigo en común: el nazifascismo. La coincidencia en la caracterización de Perón como «nazifascista» movilizó la alianza que hubiera resultado imposible un año después, con la «guerra fría[113]» desatada entre los dos imperios. Esa caracterización desviaba con cierta eficacia la discusión sobre la política social de Perón y su creciente popularidad: minimizaba sus logros, cubría al coronel de sospechas y lo emparentaba con una experiencia nefasta de la que cada día se conocían más detalles al difundirse los testimonios de los sobrevivientes de los campos de exterminio nazis. Plantear la discusión en esos términos permitía disimular las diferencias otrora irreconciliables entre, por ejemplo, el Partido Socialista y la Sociedad Rural. Ahora, como por arte de magia, los dos aparecían embanderados en una causa superadora y humanitaria. Estaba claro que se trataba de una militancia «anti» y que a ningún componente de la alianza le convenía pensar seriamente en la toma del poder y en cómo sería el primer día de gobierno, cuando cualquier medida que se tomase perjudicaría a alguno de los sectores representados en la excesivamente heterogénea agrupación.

¡Un médico, ahí, a la izquierda!

Antes de analizar las conductas de las izquierdas argentinas frente al emergente fenómeno peronista, se hace necesario precisar dos cuestiones básicas que apuntan a comprender ciertas actitudes de la militancia y que no justifican la lamentable conducta que tendrán las conducciones de los partidos Socialista y Comunista. La primera tiene que ver con el protagonismo discursivo que la batalla mundial contra el fascismo había adquirido en nuestras izquierdas desde los luchadores antifascistas de la década del 20, pasando por la enorme marca dejada en nuestro país por la Guerra Civil Española y la terrible derrota de las fuerzas progresistas a manos del franquismo. La expansión del nazifascismo y el comienzo de la Segunda Guerra acentuaron el sentimiento de que la prioridad de todo militante de izquierda de cualquier parte del mundo era la derrota total de aquel espantoso sistema.

El otro punto era la permanente persecución sufrida por la militancia de izquierda por parte de la «revolución» iniciada en 1943, tanto en el ámbito gremial como en el universitario. El elenco policial, heredado sin cambios de la década infame, hacía uso de los mismos métodos que había implantado el comisario Leopoldo Lugones (hijo) a comienzos de los 30 y la actividad gremial estaba controlada y cercenada por el Estado. Era comprensible entonces que aquella militancia, que estaba lejos de ser minoritaria, desconfiara profundamente del proceso que comenzaba a vivirse en la Argentina.

Pero esto no exculpa a las dirigencias, particularmente a aquellas que deberían saber que su papel consiste, entre otros aspectos, en estar un paso adelante y, siguiendo a Marx, cambiar la realidad, no sólo interpretarla. El cuestionamiento apunta a esas dirigencias que no estuvieron a la altura de la historia y que muchos años después terminaron autocriticándose por su error fatal de 1945, cuando perdieron para siempre su liderazgo del movimiento obrero argentino.

El desvío de todas las líbidos hacia la derrota total de Perón y de lo que él representaba hizo posibles cosas insólitas; por ejemplo, que el sindicato de los terratenientes, más conocido como la Sociedad Rural, aceptara la inclusión de planteos cercanos a la reforma agraria en la plataforma de la Unión Democrática. Sabía, por supuesto, que si triunfaba la insólita alianza, la promesa electoral quedaría en la nada. En esta verdadera «cruzada» antiperonista, el entusiasmo por el apoyo tan contundente que brindaba, a través de su embajador, la gran vencedora de la guerra, hizo perder de vista a los componentes de aquel frente —particularmente, a los partidos de izquierda— los costos que tendrían que pagar, tarde o temprano, por dejar el manejo estratégico de la campaña contra Perón en manos del Departamento de Estado de los Estados Unidos y de un histriónico e inescrupuloso personaje como Braden. El Partido Comunista, discursiva e históricamente el más antiyanqui de los partidos argentinos, pareció olvidarse de sus caracterizaciones previas para proclamar en el Luna Park, por boca de uno de sus máximos dirigentes, Rodolfo Ghioldi: «Un ilustre embajador aliado acaba de ratificar que los Estados Unidos están dispuestos a ayudar a una Argentina democrática». El mismo Ghioldi proponía:

La conservación de la amistad con Gran Bretaña, sin detrimento para el desarrollo nacional; mejorarla radicalmente con los Estados Unidos, partiendo de la línea de la «buena vecindad», retomada ahora por el secretario Byrnes y ratificada con tanto calor por mister Braden[114].

Era el mismo Rodolfo Ghioldi que había escrito, el 17 de abril de 1941, cuando la URSS aún no era aliada de Estados Unidos:

en los planes norteamericanos, América Latina no saldría de su actual degradación económica, continuaría siendo el abastecedor de materias primas y alimenticias. Con esta diferencia, sin embargo: que pasaría a ser exclusivamente fiscalizada por el imperialismo yanqui. El plan económico panamericano no es otra cosa que el espacio vital exigido por los Estados Unidos. No se trata ya de coparticipación en la explotación colonial, sino del monopolio norteamericano sobre América Latina. […] Nadie deja de ver, en la guerra desatada por el imperialismo, la salida revolucionaria. Nunca como hoy el fantasma de la revolución atormenta a los dirigentes del capitalismo mundial. La combinación de las insurrecciones proletarias en los países avanzados con los levantamientos nacionales antiimperialistas en los países coloniales y semicoloniales preséntase como uno de los más probables caminos. Precisamente por ello, los socialistas argentinos, que siempre negaron la existencia del imperialismo, surgen ahora como sus abanderados, los socialistas chilenos como sus instrumentos y el aprismo como su puntal. Hay que frenar y evitar el movimiento antiimperialista de masas, y ello puede obtenerse únicamente al precio de pasar franca y directamente al campo del imperialismo yanqui. Cuando las cuestiones de la liberación nacional se colocan agudamente y con carácter de inminencia, hay que despojarse hasta de la hipocresía antiimperialista y exhibirse como heraldos del imperialismo norteamericano. Ese camino es el mismo recorrido por el señor Haya de la Torre desde su consigna «contra el imperialismo yanqui» a su slogan actual: «Por la alianza con los Estados Unidos». Las posiciones activas contra el movimiento de liberación nacional conducen inevitablemente, como ocurre en Argentina y Chile, a la alianza con la oligarquía[115].

Volviendo al acto del Luna Park, y para el desconcierto de varios de los presentes, al referirse a sus históricos enemigos, con los que se habían tiroteado durante gran parte de la década infame, los que habían llevado el fraude y la corrupción al poder, el dirigente del PC argentino dijo:

Saludamos la reorganización del Partido Conservador, operada en oposición a la dictadura, que sin desmedro de sus tradiciones sociales, se apresta al abrazo de la unidad nacional, y que en las horas sombrías del terror carcelario mantuvo, en la persona de Don Antonio Santamarina, una envidiable conducta de dignidad civil[116].

No sabemos si entre las cosas que le envidiaba Ghioldi a la conducta de Santamarina estaba la de haber sido uno de los señalados como instigador del atentado contra Lisandro de la Torre que le costó la vida al senador Enzo Bordabehere[117] y de haber aportado a uno de sus estrechos colaboradores, Ramón Valdez Cora, para que ejecutara uno de los crímenes políticos más miserables de la década infame. Tampoco quedaba muy claro si la «dignidad civil» incluía el haber apoyado explícitamente el golpe del dictador Uriburu, en cuyo gabinete su hermano Enrique ocupó el Ministerio de Hacienda. El intelectual y militante comunista Ernesto Giudici comentará décadas después:

El Partido realizó su primer gran acto público en el Luna Park y en él Rodolfo Ghioldi tuvo el mal gusto e imprudencia —aparte del error político— de exaltar la figura del embajador norteamericano Braden. Fue una definición suicida. Y a destiempo, además. Internacionalmente, según el esquema de los bloques, el enemigo había pasado a ser Inglaterra y Estados Unidos[118]. Esto lo advirtió Prestes[119], reprochando la postura comunista en la Argentina. Pero aquí no se aceptaban consejos. Prestes tuvo razón. El contacto que yo tuve con numerosos peronistas, al tiempo que el PC los rehusaba, me permitió comprobar que esa imagen de un Perón dictatorial y despótico no era verdadera. En el PC la incomprensión del peronismo es una especie de culpa que no se quiere reconocer[120].

Palabras como las de Ghioldi evidenciaban por qué la oposición, al tener como blanco de sus ataques al coronel Perón y en segundo lugar a Farrell, era vista por el movimiento obrero como enemiga de las mejoras económicas y sociales, promovidas por Perón, más que como opositora al gobierno. Es interesante conocer el testimonio de un hombre del socialismo que marca el error que comenzaba a cometerse:

Los partidos políticos democráticos no se equivocaron respecto del carácter fascista que tuvo durante su primera etapa el gobierno revolucionario, y sobre los propósitos manifiestos de la política social de Perón. Pero no comprendieron ni adaptaron su táctica al cambio de frente del gobierno revolucionario a partir de 1945. Este error fue trágico cuando, en conjunción de fuerzas, aparecieron, ante los ojos de la mayoría de los trabajadores, aliados con las fuerzas de la tradicional oligarquía argentina y los intereses de las fuerzas patronales[121].

El sociólogo Horacio Tarcus amplía el concepto:

Las izquierdas argentinas de los años 20, de los años 30 y principios de los años 40 se pensaron a sí mismas como a la izquierda del modelo oligárquico liberal. Instalados en ese escenario y aceptando una parte de este paradigma, intentaron cuestionar este régimen desde la izquierda, funcionando muchas veces como el lado izquierdo del propio régimen. Las izquierdas van a pagar muy caro políticamente por esta incomprensión, porque van a perder sus posiciones de liderazgo dentro del campo gremial y dentro del campo de la clase trabajadora. Se va a dar entre 1943 y 1946 un cambio en la lealtad de masas, un corte en la historia de las clases trabajadoras que marca un hito[122].

El cambio operado por el coronel sí fue percibido, en cambio, por las fuerzas más retrógradas de la derecha que al principio habían acompañado a la «revolución» con la intención de cooptarla y ahora huían despavoridas para demostrar que no apoyaban la política social de Perón. Lo deja en claro un manual de contrainsurgencia, muy usado en los 60 y los 70 por nuestros represores, que fue redactado por Jordán Bruno Genta:

En cuanto al sindicalismo oficial de la década peronista, corresponde señalar que la vasta obra social y la movilización del proletariado argentino revistieron un carácter netamente marxista, clasista y subversivo. Despilfarro, inflación, nivelación improductiva, como consecuencia necesaria de la aplicación de las consignas marxistas en la lucha de clases: «trabajar cada vez menos, ganar cada vez más»[123].

Hay pocos casos en la Historia Universal en los que un líder de la dimensión de Perón fuera acusado de nazi y de marxista al mismo tiempo. Quedan dos alternativas para el debate: o su mensaje era de una ambigüedad sobrenatural o la oposición estaba realmente muy desorientada.

Así, la izquierda fue perdiendo de vista elementos clave como el histórico sentimiento antiyanqui argentino, que venía desde el fondo de los tiempos. Resultó un factor definitivo y fatal para ellos a la hora de la alternativa de hierro que la propia oposición al coronel fue ayudando a construir con una gran inconsciencia y que no podía dejar de ser aprovechada por su enemigo declarado y que acabaría por constituirse en el mejor eslogan, el que necesitaba Perón para marcar definitivamente la cancha para jugar como él quería. Todo llevaba hacia «Braden o Perón».

Nostalgias de la Semana Trágica

Más allá del embelesamiento que provocaba en la oposición el «enviado» norteamericano, sus torpezas fueron rápidamente advertidas por el embajador inglés David Kelly que recordará en sus memorias:

Las dificultades empezaron con la llegada del nuevo embajador norteamericano, Spruille Braden, cuya breve estada en Buenos Aires fue uno de los más curiosos episodios de mi carrera diplomática. El señor Braden llegó a Buenos Aires con la idea fija de que la Providencia lo había elegido para derrocar al régimen Farrell-Perón. Alentado y agasajado por la oposición, en especial por los miembros más ricos de la «sociedad», emprendió una serie de violentos discursos contra el régimen. Poseía un cierto don magnético; yo lo apreciaba a él personalmente y traté de advertirle que su campaña acabaría por frustrar sus objetivos pues reuniría alrededor del coronel Perón las fuerzas del nacionalismo y el sentimiento antinorteamericano[124].

Pero la ofensiva de Braden, o sea el apoyo incondicional de los Estados Unidos, no fue leída por la oposición en el mismo sentido en que lo hacía el embajador británico. La patronal creyó apropiado publicar el 16 de junio de 1945 en todos los diarios, en forma de solicitada, un «Manifiesto del Comercio y la Industria», firmado por unas 300 entidades. En ella, los empresarios advertían que se les hacía muy difícil cumplir con las nuevas disposiciones legales favorables a los trabajadores y que esas medidas abrirían fatalmente la puerta a la inflación.

Tres días después, la Sociedad Rural hacía público un comunicado similar, en el que defendía activamente la «libertad económica». Era lo que Perón necesitaba: identificar claramente a la oposición con las organizaciones patronales. Sin perder tiempo, les contestó:

Esas fuerzas que firman el manifiesto han representado dentro del país la eterna economía que ha manejado a la oligarquía política, que era su instrumento y que verdaderamente no gobernaba al país, de acuerdo a lo que nosotros entendemos por democracia que asegura la justicia igual y distributiva para todos. […] Parecerían reclamar una nueva Semana Trágica para asegurarles otros 25 años de tranquilidad. Este gobierno no lo hará. No asegurará ni 25 años ni 25 días de tranquilidad a los capitalistas siguiendo el ejemplo doloso de la Semana Trágica de enero de 1919, pues la sangre de los trabajadores sacrificados entonces no debe refrescarse con nuevos actos de injustificada violencia oficial. […] Imponer el aumento de salarios, aunque pueda considerarse una solución circunstancial para «satisfacer conveniencias del momento», es un acto de estricta justicia que habla muy alto de la tarea de la Secretaría de Trabajo y Previsión[125].

La guerra privada de mister Braden

La Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin. El saldo en vidas humanas fue tremendo, cerca de 50 millones de muertos. El mapa político europeo volvió a cambiar. Alemania quedó dividida en dos Estados: Alemania Occidental (bajo la influencia norteamericana) y Alemania Oriental (bajo la influencia soviética). La Unión Soviética compensó con creces sus pérdidas de 1917 y aumentó su territorio. En las conferencias de paz de Yalta y Potsdam[126], los dos grandes vencedores del conflicto acordaron combatir el fascismo y evitar su rebrote. Pero, fundamentalmente, se repartieron las áreas de poder e influencia en todo el mundo.

El panorama mundial repercutía notablemente en el local. La oposición vivía como propias las victorias de los aliados y salió a la calle a festejar la derrota del nazifascismo en Europa. Su intención era enviar una señal indisimulable al gobierno, que reaccionó de la manera más torpe y autoritaria, reprimiendo las manifestaciones y prohibiendo los festejos. Pero, como señala Tulio Halperín Donghi:

El gobierno […] debe ahora emprender en la humildad el camino que antes se había rehusado altivamente a seguir; le es urgente salir del aislamiento diplomático, incorporarse de cualquier manera a las victoriosas Naciones Unidas. […] En el interior, la salida constitucional se hace cada vez más inevitable. Si la mayor parte de los coroneles encuentran a estas novedades escasamente gratas, y no encaran sin reticencias el indispensable cambio de rumbo, el coronel Perón se revela por lo contrario dispuesto a seguir participando con su anterior entusiasmo en un juego político hondamente transformado[127].

Lentamente el gobierno fue entrando en razón y se decidió a ir ordenando las cosas para la tan anhelada y necesaria salida democrática. El primer paso fue dado el 31 de mayo, cuando sancionó el Estatuto de los Partidos Políticos, redactado por los doctores Benjamín Villegas Basavilbaso, Rodolfo Medina, José M. Astigueta y Segundo V. Linares Quintana, todos reconocidos juristas. En las semanas siguientes los partidos recuperaron sus locales y, después de quince años de proscripción, fue legalizado el Partido Comunista. La mayoría de los presos políticos fueron liberados. Pese a que Farrell ofrecía una imagen de apertura hacia la democracia, el embajador Braden, fiel a su estrategia de trasladar el conflicto internacional a la Argentina, negó toda importancia a estos cambios y al giro que comenzaba a dar el gobierno militar. El búfalo seguía buscando nazis y se ofrecía, en nombre de su «generoso» país, a encabezar la «cruzada libertadora»:

Debemos estar constantemente alertas para revelar y destruir la propaganda de falsedades y mentiras que aquí, allí y en todas partes difunden como la cosa más natural nuestros enemigos comunes, sus agentes, sus descarriados discípulos y las víctimas de sus funestas predicaciones. Mientras quede alguno de ellos en cualquier parte del mundo con la posibilidad de proseguir sus viles campañas, tenemos que seguir luchando hasta disuadirlos. Debemos actuar sin desmayo. Cuando sea necesario debemos ser implacables. Hay que eliminarlos de toda actividad. Su traición y locas ambiciones de poder deben desaparecer. A sus brutales secuaces hay que reeducarlos y hacerlos inofensivos […]. La Gran Bretaña y los Estados Unidos son por obra de las circunstancias que todos conocemos, los dos países mejor equipados para ofrecer a la Argentina la ayuda más eficaz para esa tarea de eliminar las nefastas actividades de nuestros enemigos comunes[128].

En un cable reservado, dirigido a su gobierno el 27 de junio, el embajador inglés Kelly reportaba:

El corresponsal de Times me dice que todos los corresponsales norteamericanos creen que el embajador está obstinado en derrocar al gobierno a cualquier costo, y que el Sr. Cortesi[129] dice que siempre lo incitan desde la Embajada de Estados Unidos a enviar historias aún más sensacionalistas de las que él quisiera escribir[130].

Mientras tanto, el 6 de julio de 1945, durante la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas, el presidente Farrell anunció la convocatoria a elecciones generales en estos términos:

No estamos fabricando sucesiones […]. He de hacer todo cuanto esté a mi alcance para asegurar elecciones completamente libres, y que ocupe la primera magistratura el que el pueblo elija. Repito: el que el pueblo elija. Y anticipo que no expondré a las Fuerzas Armadas a la crítica de haber participado en fraude alguno[131].

Éramos pocos y llegaron los submarinos

Como si todo esto fuera poco, el 10 de julio emergió de las aguas marplatenses el submarino alemán U-530. El capitán Otto Wermoutt, comandante de aquella mole de 700 toneladas, con sus juveniles 25 años y sus 53 hombres, venía inoportunamente a rendirse. Lo hicieron ante un joven oficial submarinista argentino, Francisco Manrique. El futuro inventor del Prode fue el encargado de interrogar al capitán de nombre de aperitivo y a su segundo, el teniente Kurt Félix Schüller. Manrique reportó a su superior, el capitán de navío Isaac Francisco Rojas, por entonces secretario interino del ministro de Marina, que la nave tenía como destino final la Antártida y que ni Hitler ni ningún funcionario del Reich estuvieron abordo en ningún momento[132].

No hizo falta mucho para que a lo largo de la extensa costa argentina comenzaran a denunciarse avistajes de naves similares. La mayoría de las denuncias eran falsas. Pero el episodio no podía pasar inadvertido para Braden, que exigió la inmediata entrega de los prisioneros alemanes al gobierno de Estados Unidos. Un mes más tarde llegaría a nuestras costas el U-977, al mando del capitán Heinz Schaffer. Según la leyenda, el submarino traía pasajeros demasiado ilustres: nada menos que Adolf Hitler y Eva Braun. Y, para completarla, se afirmaba que con ellos venía lo que habían podido rescatar del fabuloso tesoro del Tercer Reich. Todo indicaba que, en realidad, el genocida y su compañera estaban bien muertos desde el 30 de abril. Ese día se suicidaron en la Cancillería de Berlín, ante la inminente llegada de las tropas soviéticas que no pensaban perdonarles sus 22 millones de muertos y les preparaban un final peor del que habían tenido, dos días antes, su colega Mussolini y su amante, capturados por la resistencia italiana[133].

El historiador norteamericano Page sostiene:

Un artículo reciente […] informa que las historias de que los altos jefes nazis convirtieron sus fortunas en oro y se fugaron de Europa en submarinos en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial tendría origen en una campaña británica de desinformación o «propaganda negra», destinada a convencer a los soldados y civiles alemanes de que sus líderes los estaban abandonando[134].

De todas maneras, parece muy posible que en aquellos submarinos arribaran a nuestras costas algunos de los miles de nazis que llegarán a la Argentina a partir de 1945. Nos ocuparemos del tema en otro capítulo.

Los muchachos peronistas.

En los días siguientes, una catarata de solicitadas colmaba los diarios. Las firmaban sindicatos y organizaciones gremiales que defendían la política de la Secretaría de Trabajo y acusaban a las patronales de querer volver los almanaques para atrás. Preparaban el clima para la convocatoria a un gran acto de apoyo al «coronel de los trabajadores». El 12 de julio se concentraron frente al despacho de Perón entre ochenta mil y doscientos mil trabajadores, según las fuentes, bajo las consignas: «Por la participación activa y directa de los trabajadores en la solución de los problemas sociales, económicos y políticos del país; contra la reacción capitalista; contra la especulación y el alza de precios».

En medio de consignas como «Muera el chancho Braden», «Ni nazis, ni fascistas, peronistas» y la novedosa «Perón Presidente», Manuel Piche, en representación de la CGT, abrió el acto: «No basta hablar de democracia. Una democracia defendida por los capitalistas reaccionarios no la queremos; una democracia que sea un retorno a la oligarquía, no la auspiciamos.»[135]

Frente a la demostración de fuerzas, la oposición, estimulada en más de un sentido por el embajador yanqui, cerró filas y comenzó a preparar una marcha. Convocaban bajo la amplia consigna «Por la Constitución y la libertad».

La era de la política social

Perón creyó necesario hacer algunas precisiones ante sus camaradas sobre el momento que se vivía. Sus palabras demuestran que pensaba seriamente en su futuro político:

La Revolución Rusa es un hecho consumado en el mundo. Hay que aceptar esa evolución. Si la Revolución Francesa terminó con el gobierno de las aristocracias, la Revolución Rusa termina con el gobierno de las burguesías. Empieza el gobierno de las masas populares. Es un hecho que el Ejército debe aceptar y colocarse dentro de la evolución. Esto es fatal. Si nosotros no hacemos la revolución pacífica, el pueblo hará la revolución violenta[136].

A continuación, describía la coyuntura, marcada por la ofensiva de la oposición encabezada por Braden y las alternativas que se le presentaban al gobierno y a la Argentina:

Si yo entregara el país, me dijo un señor, en una semana sería el hombre más popular en ciertos países extranjeros. […] Ésta es la cruda realidad que se nos presenta. Podemos solucionar todos los problemas, no tendríamos ningún problema más, pero tendríamos que entregar el país. […] Por eso luchamos y seguiremos luchando contra el diablo si fuera necesario. Ésta es la famosa reacción en la que verán ustedes que están los señores que han entregado siempre el país. Están los grandes capitalistas que han hecho sus negocios vendiendo al país, están los abogados que han servido a empresas extranjeras para escarnecer y vender al país; están algunos señores detrás de ciertos embajadores haciendo causa común con ellos para combatirnos a nosotros que somos los que estamos defendiendo al país; están los diarios pagados, en los que aparecen artículos de fondo, con las mismas palabras enviadas desde una embajada extranjera y frente a una página pagada por la misma embajada. Éstos son los diarios que nos combaten[137].

Y destinaba un párrafo fundamental al frente interno:

Afortunadamente [antes] no había entrado todavía en las Fuerzas Armadas, pero ya ha entrado en las Fuerzas Armadas y tenemos ahora la contrarrevolución en marcha, a la que debemos parar haciendo lo que sea necesario hacer[138].

Años después, comentando este discurso, Perón señalaría:

Ese día expliqué que el centro de gravedad de las actividades de la revolución había tenido tres etapas. Las dos primeras habían sido la etapa económica y luego la social intensa; ahora le tocaba el turno a la política, porque me daba la impresión de luego de otorgadas todas las conquistas sociales, éstas no se mantendrían en el tiempo si los trabajadores no tenían una herramienta idónea que las pudiese contener, como puede ser un partido político popular. Según mis cálculos, 1945 era el tiempo en que las condiciones objetivas para un afianzamiento de la revolución estaban dadas, si quien se piensa conductor de la masa no lo advertía, estaba perdido[139].

Quedaban claras varias cosas. En primer lugar que el coronel se corría definitivamente de la visión que la «revolución» había adoptado como propia en los primeros tiempos, y que su discurso se radicalizaba notablemente. A la vez, invitaba a sumarse a su causa a los oficiales allí reunidos. Les advertía que estaba al tanto de los conciliábulos que, promovidos por Braden, se venían produciendo entre empresarios, dirigentes políticos y jefes del Ejército y la Marina para desplazarlo de todos sus cargos. El planteo era concreto y no dejaba lugar para los neutrales. La guerra estaba declarada.

Braden go home

El 6 de agosto de 1945, el mundo se enteró que los Estados Unidos poseían el arma más mortífera que jamás hubiera inventado el hombre y de algo peor: que la acababan de usar contra la población civil del Japón. Los diarios anunciaban que los norteamericanos habían borrado del mapa a la ciudad de Hiroshima, donde murieron según las cifras proporcionadas por los asesinos, 129 558 personas y se destruyeron las viviendas de 176 987 habitantes. La explosión destrozó absolutamente todo en 10 kilómetros cuadrados. Pero eso no fue todo: tres días después, la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, bajo orden expresa del presidente Truman[140], destruía la ciudad de Nagasaki, donde perdieron la vida 66 000 personas.

Cuando había pasado poco más de una semana de estos terribles hechos, el representante del gobierno que acababa de aniquilar en dos ataques a más de 200 000 seres humanos se atrevía a decir en Buenos Aires:

Cualquier ataque, por pequeño que sea, a los derechos del hombre, debe ser inmediatamente rechazado […]. Dondequiera y cuando quiera que los derechos y libertades sean amenazados, habremos de salir a defenderlos […]. Un mundo que respete y defienda los derechos del hombre bajo la democracia no puede seguir tolerando que exista un gobierno cuya norma es la violencia y que humillen al hombre bajo la dictadura. Para asegurar la paz en el mundo, nosotros, las democracias victoriosas, debemos establecer ¡y estableceremos la única soberanía legítima!: ¡la inviolable soberanía del pueblo[141]!

Pero la alucinante realidad política argentina tenía preparada otra sorpresa: por sus notables servicios a la causa, Braden había sido ascendido a secretario de Asuntos Latinoamericanos del Departamento de Estado y debía abandonarnos. La reacción de sus amigos no se hizo esperar y estalló en un selecto banquete. Dejemos el relato a la inefable crónica del diario La Prensa, dirigido por un íntimo de Braden:

Una elocuente y significativa demostración de simpatía y adhesión a la labor que ha venido desarrollando en nuestro país el embajador de la Unión, el señor Spruille Braden, constituyó el almuerzo que se sirvió ayer en su honor, en los salones del Plaza Hotel. […] Concurrieron en total más de 800 personas, entre las cuales se contaban representantes calificados de todos los círculos culturales, diplomáticos y sociales[142].

Entre aclamaciones del público, Braden comenzó su discurso haciendo referencia a una manifestación de militantes nacionalistas frente a la embajada británica en Buenos Aires, en reclamo de la soberanía argentina en Malvinas, para regocijo de los «representantes calificados» de los círculos que acompañaban su cruzada contra el «nazifascismo»:

Hace algún tiempo, cuando el éxito parecía acompañar de modo fulminante a los ejércitos nazis, el canciller de uno de los gobiernos satélites del Eje se creyó en el caso de hacer méritos ante sus jefes extranjeros y, de pasada, hacer leña de un árbol caído… A tal objeto organiza una «espontánea» manifestación (grandes expresiones del público, risas) en contra de las Naciones Unidas. Seleccionó de entre sus huestes dos o tres centenares de «nacionalistas» (risas) ya probados con anterioridad en análogas aventuras (risas), y les dio orden expresa de exigir con gritos, con insultos y con piedras (risas), la inmediata reintegración a la soberanía patria de cierto famoso territorio (risas). Inútil es decir que la policía limitó su actuación a observar complacientemente los desmanes de los que se hacían pasar por patrióticos defensores de la soberanía nacional.

La anécdota anterior le servía al «búfalo» para arremeter con su caballito de batalla:

El hecho que acabo de relatar presenta las características típicas de lo que podríamos definir como los modos y modas del mal vivir de los regímenes fascistas (¡muy bien! Aplausos). Uno por uno, en él aparecen casi todos los elementos de que el fascismo se ha servido en sus torpes ardides desde los días de la llamada «Marcha sobre Roma[143]»: la subversión y el desorden organizado por el propio gobierno, sirviéndose para ello de sicarios a sueldo, encubiertos bajo un disfraz honorable; (¡muy bien!, ¡bravo! Ovación) la utilización de los medios coercitivos del Estado, no para reprimir, sino para amparar la subversión; la fanfarronería del cobarde (aplausos) que ataca al que cree caído y se humilla ante el poderoso; el uso de la intimidación y la amenaza precisamente contra una persona que ese gobierno estaba en la obligación de proteger y respetar… Creo que lo dicho basta para comprender por qué he relatado este suceso y por qué lo propongo como término de comparación.

Y remataba con una amenaza:

Que nadie imagine, pues, que mi traslado a Washington significará el abandono de la tarea que estoy desempeñando (ovación). La voz de la libertad se hace oír en esta tierra y no creo que nadie consiga acallarla. La oiré yo desde Washington con la misma claridad con que la oigo aquí, en Buenos Aires (aplausos). Sé que es la voz del pueblo argentino, su auténtica voz. […] Si durante mi permanencia entre vosotros he reflejado fielmente el sentir del pueblo de los Estados Unidos —que no es otro que el de su gobierno— espero poder interpretar con igual fidelidad, cuando me encuentre en Washington, el sentir del pueblo de la República Argentina[144].

Al leer este discurso, uno se queda pensando en qué fácil sería, según el diccionario del propio Braden, calificar de fascista al gobierno de los Estados Unidos, que tantas veces antes de Braden, durante y hasta hoy, sigue usando aquellos métodos descriptos por el embajador como claramente fascistas.

Lo habían despedido cálidamente, pero Braden todavía no se iba. No se quería perder la «Marcha de la Constitución y la Libertad» que con tanto empeño había ayudado a preparar.

Silbidos en la Rural

Durante la segunda semana de agosto, los diarios, particularmente alguno de ellos, se ocupaban del «desaire» sufrido por la Sociedad Rural. Era la primera vez en la historia del sindicato de los patrones del campo que no asistía a la ceremonia inaugural de la muestra ninguna autoridad nacional. El presidente Farrell estaba en Paraguay, el ministro de Agricultura sufrió una «indisposición» y al vicepresidente Perón ni se le pasaba por la cabeza asistir a un acto que le sería claramente hostil, con aquel público selecto que nunca le perdonaría el Estatuto del Peón de Campo. No se equivocaba. Cuando se avisó por los altoparlantes su ausencia «sin excusas», se escuchó una terrible silbatina, eso sí afinada, como corresponde a gente tan educada que seguidamente entonó un campestre cantito que decía:

Los caballos al cuartel,

me refiero al coronel.

Y las mulas al corral,

me refiero al general

(con perdón del animal)[145].

La «libertad» en marcha

A pesar del paro decretado por la mayoría de los gremios del transporte, que respondían a Perón, aquel 19 de septiembre de 1945 marchó, según como se mire, el otro país o el mismo de siempre. Del brazo y por la calle iban los carcamanes de la vieja concordancia fraudulenta junto a dirigentes socialistas, comunistas y señoras y señores de la «alta suciedad», todos cantando La Marsellesa como si festejaran la liberación de París de los nazis, bajo carteles que representaban en un complejo panteón a los próceres de la Argentina, juntando para la ocasión a declarados enemigos en vida como San Martín y Rivadavia. Estaban allí muchos jóvenes de clase media con buenas intenciones, que repudiaban las actitudes autoritarias del gobierno militar y gritaban consignas como: «Con tranvía o sin tranvía se quedaron en la vía»; «A Farrelll y Perón hoy le hicimos el cajón»; «Juancito, yo te decía, que sin tranvía igual se hacía»; «Desde el cabo al coronel, que se vayan al cuartel»; «Votos sí, botas no»[146].

Probablemente no advertían que si el gobierno dejaba muchísimo que desear en materia de libertades civiles, no pocos de los convocantes eran los peor calificados para juzgar en la materia y eran los artífices históricos de la dependencia y la miseria nacional. La construcción de la democracia real era imposible de la mano de la corrupta clase política de la década infame, la Sociedad Rural y la embajada de los Estados Unidos. Seguramente, muchos de los que estaban allí no sentían simpatía por no pocos de los personajes que encabezaban la marcha, pero querían sobre todo expresar su descontento con aquel gobierno en el que veían elementos que les recordaban a los regímenes que acababan de ser depuestos en Europa.

Muchos estudiantes, profesores e intelectuales no olvidaban la fascistoide política cultural y educativa de la primera etapa de «la revolución de junio», que no terminaba de ser corregida, a pesar de ser definida por Perón como «intransigentemente medieval». Repudiaban a un gobierno que cada tanto daba una muestra clara de su enemistad con aquel sector, cometiendo un gravísimo error que será oportunamente señalado por Arturo Jauretche. Sería una torpeza histórica suponer que todos los participantes en la manifestación eran oligarcas, proyanquis y antiobreros, como también lo sería no decir que los había muy entusiastas. La marcha marcó algo inexorable: la sociedad argentina estaba claramente dividida en una nueva antinomia: peronistas y antiperonistas.

Maniobras en Campo de Mayo

La marcha del 19 de septiembre reunió, según las diversas fuentes, entre cien mil y trescientas mil personas. Su magnitud animó a los enemigos civiles y militares de Perón a intentar un golpe palaciego, con centro en la influyente guarnición de Campo de Mayo. Para algunos integrantes de las Fuerzas Armadas, Perón había avanzado «demasiado». Pensaban que no era necesario otorgar tantos derechos e intentaban por todos los medios que la obtención de las conquistas sociales y laborales no se transformara en una real toma de conciencia por parte de sus principales beneficiarios.

A todo esto hay que sumar el hecho, nada menor, del rechazo por parte de un sector importante de la oficialidad del noviazgo de Perón con Eva Duarte. Uno de esos militares confesaba años más tarde:

Con las actitudes de Perón la Revolución perdía su jerarquía y nosotros no podíamos permitir que en las resoluciones del gobierno gravitara una familia como la de los Duarte. Estábamos convencidos de que nuestro deber era impedir que la Nación cayera, sobre todo, en manos de esa mujer, como sucedió[147].

Esta inquietud le fue transmitida por distintos camaradas en más de una oportunidad, a lo que el coronel respondía:

Yo nunca pensé que un hombre que busque a una mujer cometa un delito. Solamente a un gobierno de maricones puede parecerle un defecto que al hombre le gusten las mujeres […]. Los conmilitones de la guarnición de Campo de Mayo encomendaron al general Virgilio Zucal que me apretara en nombre del Ejército, pues la institución rechazaba a mi pareja, advirtiendo las graves consecuencias de la desobediencia. ¡Había que haber visto la cara del pobre Zucal, cuando le repliqué!: «¡Vos me querés persuadir de que elija, en vez de una señora actriz, a un señor actor!»[148]

El 24 de septiembre por la noche, el general Rawson, con el apoyo de varios dirigentes opositores, entre ellos Alfredo Palacios, intentó un golpe de Estado que nació muerto. No tuvo mayores repercusiones, con excepción de darle al gobierno la excusa para restablecer el estado de sitio, detener a varios dirigentes y ocupar policialmente varias universidades. En ese contexto, militantes de la Alianza Libertadora Nacionalista asesinaron al estudiante Aarón Salmún Feijóo por negarse a gritar «viva Perón». Su entierro fue multitudinario.

Los historiadores radicales coinciden en que fueron sus hombres, que tenían buen diálogo con el general Ávalos, los que animaron al sector descontento con Perón a lanzarse a la acción. Particularmente, señalan a una de sus figuras más prestigiosas, el doctor Amadeo Sabattini[149], como uno de los ideólogos del putsch. La idea era destituir a Perón de todos sus cargos, formar un nuevo gabinete armado por el caudillo cordobés, mantener a Farrell en la presidencia y convocara elecciones generales lo más rápido que lo permitieran las necesidades organizativas. Ávalos creyó suficientes estas primeras conversaciones con Sabattini, sin esperar un respaldo oficial de la UCR, y puso en marcha el plan.

Éstas son las mañanitas

La gota que colmó el vaso fue, como suele ocurrir en los grandes procesos históricos, un hecho menor: el 1.° de octubre Perón designó a Oscar Nicolini, un amigo de la familia Duarte, como director de Correos y Telégrafos de la Nación[150]. El día 5 se dio a conocer la designación en el Boletín Oficial y los muchachos de Campo de Mayo estallaron: ahora «la señorita Duarte» también nombraba funcionarios, era el colmo. Llenos de furia, creyeron encontrar en el episodio la excusa para hacerle al coronel todos los planteos que venían acumulando. Le encargaron a su jefe la difícil misión de entrevistarse con Perón en su departamento del cuarto piso de la calle Posadas 1567. Como primera respuesta a aquel planteo y en perfecto conocimiento del pliego de Campo de Mayo, Perón recibió a Ávalos con Evita a su lado la hizo partícipe del cónclave. El general le transmitió el profundo desagrado de sus colegas. Evita lo interrumpió y mirando fijamente a su compañero le dijo: «No aflojés, Juan».

Juan no aflojó y Ávalos le pidió una reunión con el resto de los oficiales para tratar, entre otros, el asunto Nicolini. Perón le dijo que no había ningún problema: los esperaba el lunes 8 en el Ministerio de Guerra y estaban invitados a la celebración de su cumpleaños que harían allí sus compañeros.

El 8 de octubre de 1945, el coronel cumplía 50 años. Sus servicios de inteligencia lo mantenían informado sobre las maniobras de Campo de Mayo; sabía que sus enemigos le tenían reservado un regalito sorpresa y se decidió a esperarlos junto a 40 invitados en el Ministerio, en medio de saladitos y sandwiches.

A eso de las once llegó el convidado de piedra, el general Ávalos, acompañado por un grupo de oficiales superiores de Campo de Mayo. Ávalos reiteró la lista de planteos de sus camaradas, que volvían a expresar su «preocupación» por la designación de Oscar Nicolini. Perón, lejos de amilanarse, pasó a la ofensiva: les reprochó que si él había acumulado cargos y asumido tantas responsabilidades era porque ninguno de ellos había tenido el coraje, la voluntad ni la capacidad política para hacerlo, y que en cada paso que dio había contado con el aval del conjunto de las Fuerzas Armadas. También les dijo que pensaran bien en lo que estaban haciendo, que él no tenía ningún problema en renunciar a todos sus cargos, irse a su casa y dejarles la papa caliente a ellos.

La misión volvió enfurecida a Campo de Mayo, donde ya no se reclamaba la renuncia de Nicolini sino la de Perón. Por la tarde se comunicaron con el presidente Farrell y le pidieron que fuera a la guarnición para palpar personalmente el «clima».

Entre tanto, la agenda de Perón contemplaba, para la mañana del 9 de octubre, una visita a la Escuela Superior de Guerra; pero la canceló, sin saber que en el lugar lo estaba esperando un grupo de militares armados hasta los dientes para asesinarlo. La conspiración había sido planeada por el teniente coronel Manuel Mora, profesor de Logística.

Farrell aceptó el convite de Campo de Mayo y el 9 de octubre por la tarde llegó al cuartel, juntocon el ministro Hortensio Quijano. Ávalos fue claro y terminante: le pidió la renuncia de Perón. El presidente preguntó con molestia: «¿A todos sus cargos?». «A todos» fue la seca respuesta de su colega en el generalato. Farrell aceptó el planteo pero trasmitió una preocupación: cómo se lo iba a informar a Perón. Los rebeldes le sacaron ese peso de encima. Le ofrecieron enviar una delegación encabezada por Juan Pistarini para comunicarle al «coronel del pueblo» que debía cesar en todos sus cargos.

Entre tanto, según cuenta Perón:

En previsión que el Presidente lo dispusiera, se había preparado la orden de represión. Disponíamos de tropas leales suficientes para liquidar pronto la situación y las medidas preparatorias estaban tomadas, sin contar que la Tercera División del Ejército podía concurrir en horas desde Paraná, donde estaba reunida. La aviación había abandonado El Palomar por la proximidad de Campo de Mayo y se había reunido en el aeródromo de emergencia en Morón. Disponíamos de 24 Glenn Martin de bombardeo con bombas hasta de 500 kilos, además de otras diez máquinas del mismo tipo de la Armada, que concurrían de Punta Indio. Con ello, en caso de represión, podíamos reducir Campo de Mayo en poco tiempo. Todo dependía de la decisión del Presidente[151].

Volveré y seré millones

Pero ni Farrell ni el hasta entonces ministro de Guerra pensaron seriamente en reprimir. Los hechos siguieron su curso, como lo relata Perón:

Hacia las 17 y 30 llegaron al Ministerio, provenientes de Campo de Mayo, el general Von der Becke y los ministros del Interior [Hortensio Quijano] y de Obras Públicas, general Pistarini. Pasó primero el señor general Von der Becke y comenzó a decirme cuál había sido su actividad, con el evidente propósito de evidenciar su preocupación y para preparar lo que me diría después el general Pistarini. Yo le interrumpí:

—¿Cuál es la decisión del general?

—Eso le transmitirá el general Pistarini —me contestó. Se paró y salió del despacho entrando aquél. El general Pistarini también pretendió entrar en circunloquios y le espeté a boca de jarro

—¿Cuál es la decisión del general?

—Él cree que conviene su renuncia —me contestó. Llamé a mi ayudante de campo y le dije:

—Dígale al jefe de operaciones que detenga todo movimiento de tropas y que retornen a sus cuarteles; tráigame papel para escribir mi renuncia[152].

Mientras el ayudante salía a cumplir esas órdenes, Pistarini le propuso a Perón que en la renuncia dijese que lo hacía para actuar desde fuera del gobierno, por el llamado a elecciones ya anunciado. Perón no estaba dispuesto a que le dijeran qué firmar y le contestó:

—Mi general, no interesa la causa.

Y escribí: «Excelentísimo señor presidente de la Nación: Renuncio a los cargos de vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión con que Vuestra Excelencia se ha servido honrarme», y firmé. La entregué al general Pistarini y le dije:

—Se la entrego manuscrita para que vean que no me ha temblado el pulso al escribirla.

Se había cerrado un capítulo de mi vida. Di gracias a Dios por haberme permitido hacerlo sin sacrificar una sola vida en el holocausto de la irreflexión o el apasionamiento[153].

La noche anterior les había dicho a sus íntimos, en términos mucho menos literarios: «Todo esto viene del tanito de Villa María, que lo ha catequizado a este boludo de Ávalos, ahora me han hecho la revolución»[154].

A las barricadas

Lo único que le pidió Perón a Farell fue que lo dejara despedirse de los trabajadores. El presidente no tuvo inconveniente e incluso le dijo que vendría bien para calmar la inquietud obrera que se venía observando desde que había estallado la crisis. Perón cuenta que pensó hacerlo a través de un mensaje radial, pero para las siete de la tarde la esquina de la Secretaría ardía. No menos de setenta mil obreros estaban allí aclamando al coronel. Perón ya tenía un balcón y la cadena nacional de radio para contestarles a todos sus opositores y no pensaba desaprovechar la oportunidad. Saludó y dijo:

Si la Revolución se conformara con dar comicios libres, no habría realizado sino una gestión a favor de un partido político. Esto no pudo, no puede ni podrá ser la finalidad exclusiva de la Revolución. Eso es lo que querían algunos políticos para poder volver; pero la Revolución encarna en sí las reformas fundamentales que se ha propuesto realizar en lo económico, en lo político y en lo social. Esa trilogía representa las conquistas de esta Revolución que está en marcha, y que cualesquiera sean los acontecimientos no podrá ser desvirtuada en su contenido fundamental. La obra social cumplida es de una consistencia tan firme que no cederá ante nada, y la aprecian no los que la denigran, sino los obreros que la sienten. Esta obra social, que sólo los trabajadores valoran en su verdadero alcance, debe ser también defendida por ellos en todos los terrenos. Calma, trabajadores, calma y tranquilidad. No entremos en el laberinto de la conspiración, porque poseemos la fuerza invencible de la verdad y de la razón. Estamos empeñados en una batalla que ganaremos porque es el mundo el que marcha en esa dirección. Hay que tener fe en esa lucha y en ese futuro. Venceremos en un año o venceremos en diez, pero venceremos[155].

Y concluía con un anuncio de gran interés: «Dejo firmado un decreto de aumento de sueldos y salarios, que implanta, además, el salario móvil, vital y básico».

El discurso tenía un objetivo preciso: dejarle en claro a su auditorio —los trabajadores de todo el país— que sin él en el gobierno, todas las conquistas sociales de las que estaban comenzando a disfrutar corrían un serio peligro y que debían prepararse para luchas por su retorno, la única garantía de que la obra de la Secretaría no quedase en la nada.

Perón sabía que le había puesto una bomba de tiempo al general Ávalos, que se consideraba el nuevo hombre fuerte del gobierno. Ávalos se había hecho cargo del Ministerio de Guerra e hizo nombrar al almirante Héctor Vernengo Lima, un declarado opositor a Perón como ministro de Marina.

El coronel renunciante sabía que los enemigos que había mencionado en el discurso del 7 de agosto no se iban a quedar tranquilos y prefirió tomar precauciones.

Lo primero que hizo fue pedirle a su estrecho colaborador en la Secretaría de Trabajo y Previsión, el coronel Domingo Mercante, que armara una reunión urgente con los sindicatos autónomos y todos los dirigentes gremiales con los que tenía un contacto directo, para ir pensando en una gran movilización y en cómo responder frente a los hechos que se iban a producir. En poco tiempo Mercante reunió a representantes de 80 gremios clave que le brindaron su incondicional apoyo para lo que fuera necesario. Allí estuvieron, entre otros, el telefónico Luis Gay y el dirigente de la carne Cipriano Reyes, que le garantizaron a Mercante que si algo pasaba, independientemente de lo que resolviera la vacilante CGT, los gremios autónomos pondrían a toda su gente en la calle para defender a Perón.

Al día siguiente, Perón salió con rumbo a San Nicolás, a la estancia de su amigo Román Subiza; pero paró a pasar la noche en Florida, en la casa del mayor Arrieta, esposo de Elisa Duarte, la hermana de Evita.

En Campo de Mayo seguían las reuniones para conformar un nuevo gabinete. Ávalos se soñaba como el nuevo conductor de la Argentina, con el apoyo de todos los partidos políticos constituidos, del poder económico, de los Estados Unidos y del mundo. En los cálculos del general y de sus asesores civiles faltó algo. De tanto ignorarla, de tanto ningunearla, de tanto negociar en su nombre, se olvidaron de la Argentina profunda, que lógicamente no se olvidaría de ellos y pronto les demostraría contundentemente su existencia.

Un picnic democrático

Mientras tanto, muchos hombres de armas iban perdiendo su compostura y se autoconvocaron en la noche del 11 de octubre a una especie de asamblea en el Círculo Militar. Todos expresaban su indignación con el discurso de «despedida» del coronel. Uno de ellos, el mayor Desiderio Fernández Suárez[156], propuso lisa y llanamente matar a Perón. Obtuvo algunas adhesiones, pero primó cierta cordura. En medio del bullicio militar se hizo un silencio: había llegado el líder socialista Alfredo Palacios, que reiteró la propuesta de su partido de entregar el gobierno a la Corte Suprema de Justicia. La mayoría de los presentes se opuso. Lo veían como una derrota, ya que impedía asumir el poder a uno de los suyos que garantizara la efectiva detención y el procesamiento de Perón y la convocatoria a elecciones. Les parecía indigno haber dado un golpe interno para que los laureles se los llevara una clase política de la que desconfiaban no mucho menos que en junio de 1943.

En los alrededores del Círculo Militar, en la Plaza San Martín, se fue dando cita lo más granado de la sociedad porteña a la espera de novedades. Según el diario La Prensa «era un público selecto formado por señoras y niñas de nuestra sociedad y caballeros de figuración social, política y universitaria». Las damas y los caballeros lucían sus mejores galas, aunque no sus mejores modales. Protagonizaban episodios como los que recordaba Ernesto Giudici, en aquel momento un enconado enemigo de Perón:

Ahí, frente al Círculo Militar, estaba la crema del elitismo reaccionario. En un momento se acercó un guarda de tranvía. Varias decenas de hombres y mujeres se abalanzaron sobre él para golpearlo, cosa que no sucedió porque nos opusimos unos pocos. Le gritaban, volcando un profundo odio de clases: «Esto es lo que les va a pasar a todos los obreros que están con Perón»[157].

Un pobre pibe, un canillita que vendía el diario peronista La Época, también recibió las «atenciones» de la «mejor gente de Buenos Aires». Fue salvajemente golpeado y todos sus diarios fueron quemados. Las damas y los caballeros también se la tomaron con algunos militares que llegaban al Círculo, como el coronel Juan E. Molinuevo que fue agredido a patadas, golpes y carterazos y debió ser hospitalizado. Este episodio, que no fue el único, molestó particularmente los uniformados, que comenzaron a replantearse qué estaban haciendo. Algunos comentaron que para frenar al pueblo le habían abierto las compuertas al elitismo autodenominado liberal que los despreciaba profundamente y los consideraba, como siempre, sus mucamos, un simple instrumento para lograr sus fines. No pocos comenzaron a mirar con simpatía al coronel que hacía horas habían derrocado.

El almirante no tiene quien lo escuche

A las 13.30 del 12 de octubre, amenizó la jornada la aparición de un uniformado por la ventana del Círculo Militar. La primera reacción de la concurrencia fue silbar e insultar: «No queremos más botas». Pero el hombre tuvo paciencia e insistió hasta que pudo hacerse oír. Se produjo el siguiente diálogo con el selecto auditorio:

Yo soy el almirante Vernengo Lima. Por primera vez en mi vida, tengo el honor de improvisar unas palabras ante gente que tiene el corazón en el mismo sitio que lo tengo yo. Comprendo, señoras y señores, la inquietud de todos. Sin embargo, es necesario que tengan calma. El pueblo sabe muchas cosas, pero yo sé más, ya que me hallo en una situación que me permite estar mejor informado.

«Es que el pueblo también debe estarlo», gritó una señora y, como en las óperas italianas, su frase fue coreada por la multitud. Pero no había problemas, estaban entre amigos:

Recibo como es debido estas manifestaciones. La señora que me ha interrumpido, por otra parte, es una amiga mía, cuyo entusiasmo y patriotismo me place. Estando con el presidente…

«¡No hay presidente! ¡No hay presidente!», gritaba afinadamente el coro, mientras el almirante trataba de hacerse oír:

Nuestro país tiene una postrera tabla de salvación en la Corte Suprema de Justicia. Pero también tiene instituciones armadas, y el pueblo tiene obligación de respetarlas, puesto que son suyas. Antes de recurrir a la última tabla de salvación, el país debe confiar en que el Ejército y la Armada, honestamente, le propicien un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo…

Alguien que no era tan amigo de Vernengo profirió un insulto y señaló que ya no se podía confiar en las Fuerzas Armadas.

Usted no tiene derecho a dudar de la palabra del almirante Vernengo Lima. En 1930 el pueblo llevó a la Casa de Gobierno a un general…

«¡Muera! ¡Muera!», gritaban algunos ingratos, deseándole una muerte, que ya se había producido hacía varios años, al general que había instaurado un régimen que se había portado muy mal con el pueblo, pero muy bien con algunos de los participantes del picnic.

… quien a su vez llevó al país a una situación de falsificación de la democracia, y las Fuerzas Armadas han salido ahora a poner remedio a tantos males. La Marina y el Ejército han resuelto devolver la Nación a su cauce normal.

—¡Habla como Perón!

«¡Yo no soy Perón, señora!», aclaró, por si hacía falta, Vernengo, y tras esperar que se acallaran las risas y los insultos a quien el almirante no era, prosiguió: «Todo el gabinete ha renunciado».

«¡Farrell también!», pedía el coro.

Tengo la palabra del general Farrell. Puedo afirmar que todos los culpables de este estado de cosas serán castigados, comenzando por Perón… (Aplausos) El gabinete estará integrado por los mejores hombres del país…

—¡Civiles!

—… por los mejores hombres civiles del país.

—¡El gabinete! ¡Que diga el gabinete!

—Solamente puedo adelantarles en este instante que yo seré ministro de Marina[158]

Por supuesto, este último dato no le interesaba a nadie. Pero el viejo lobo de mar siguió:

Yo, que soy el almirante más antiguo de la Armada, con estos galones que he honrado toda mi vida, les digo a ustedes que garantizo lo que he dicho con mi nombre y con mis galones de oficial de Marina[159].

Su voz se fue apagando lentamente. Era la primera y la última vez que improvisaba.

El gobierno a la carta

La consigna unificadora de toda la elegante concurrencia era «Gobierno a la Corte». El humor popular satirizaba la consigna diciendo que los «pitucos» querían un «gobierno a la carta», o sea a su medida.

Ya desde principios del ’45 los socialistas pidieron la entrega del gobierno a la Corte Suprema de Justicia. A ellos se sumaron los radicales y el resto de la oposición. Resultaba difícil de entender que un partido como el socialista propusiera ese traspaso del poder, como si la Corte fuera la tan mentada «reserva moral de la Nación». Por cierto que estaba a años luz de serlo. Sus miembros eran los sobrevivientes de la acordada del 10 de septiembre de 1930 que sentó el nefasto precedente del aval jurídico a un golpe de Estado; eran los que rechazaron todas las demandas que pudieran afectar los intereses de los dueños de todo; los que habían amparado y defendido desde la «Justicia» el histórico régimen de injusticia que imperaba en la Argentina. Para ponerle la cereza a la torta, se aprestaban a desconocer la obra emprendida por la Secretaría de Trabajo y Previsión y a negarse a aprobar los nombramientos de los jueces laborales de los flamantes tribunales de trabajo, que empezaban a darle la razón a los ninguneados de la historia y la «justicia».

La llamada Junta de Coordinación Democrática, que reunía a todos los partidos de la oposición, sereunió con Ávalos. En un alarde de torpeza política y de falta de conocimiento sobre el clima que se vivía entre los militares, dio por descontado que el general y sus compañeros avalarían laentrega del gobierno a la Corte. El diálogo concluyó con estas palabras de Ávalos que dejan en claro su ingenuidad:

Eso no puede ser. No es decoroso para el Ejército. A mí se me dijo que a Perón no lo volteaba nadie. Lo volteé. Además no puede entregarse el gobierno a la Corte, pues esto no sería constitucional. Recuerden que hay un Presidente. Los argentinos tienen un gobierno y éste puede devolver la normalidad por medio de elecciones[160].

El general había hablado, como antes el almirante al que sólo habían escuchado su amiga yalgunos más. La improvisación de Vernengo y la respuesta de Ávalos, lejos de calmar las aguas, las embravecieron y el picnic terminó mal. Cuando la cosa les pareció incontrolable a los oficiales reunidos en el Círculo Militar y temieron no poder salir de los elegantes salones del Palacio Paz, pidieron a la policía que lanzara la represión sobre la Plaza San Martín. El saldo fue gravísimo y dio cuenta de que no pocos manifestantes estaban armados: hubo 34 heridos de bala, de los cuales 18 eran civiles y 16, policías. En el césped quedó el cuerpo del doctor Eugenio Ottolenghi, un médico de 40 años. La Asociación de Médicos Democráticos declaró una huelga general por 48 horas en homenaje al colega asesinado.

Adelante, radicales

Ávalos tenía todas sus esperanzas puestas en una salida electoral hegemonizada por lo que él entendía como un nuevo sector de la oficialidad, en alianza con el radicalismo. Le propuso aAmadeo Sabattini encabezar una fórmula presidencial, en la que Ávalos soñaba figurar como vice.

Al enterarse de la oferta, el dirigente forjista Arturo Jauretche fue a visitar al caudillo radical al departamento de su yerno, Barón Biza, para tratar de convencerlo. Cuando don Amadeo estaba entrando en duda, llegaron a la casa dos altos miembros del Comité Nacional de la UCR. Sabattini se disculpó con Jauretche y los atendió reservadamente en otro salón. Al término del cónclave, le contó que venían a comunicarle la oposición orgánica del partido a su candidatura y planteaban insistir con la entrega del gobierno a la Corte. Jauretche levantó sus tupidas cejas y sentenció: «Sepa, doctor, que la historia ha pasado al lado suyo y usted la ha dejado escapar. Nunca más tendrá esta oportunidad. Usted ha terminado políticamente»[161].

El hecho demostró hasta dónde llegaba la escasa autonomía de Sabattini respecto de su partido, cuya cúpula ya estaba comprometida con el arco opositor que terminaría conformando la Unión Democrática. De todos modos, Sabattini mantuvo el contacto con Ávalos y le sugirió la formación de un gabinete de «notables», para no seguir dando esa triste y sospechosa imagen de un gobierno sin vicepresidente y con sólo dos ministros: él en Guerra y Vernengo Lima en Marina, dos carteras que no eran justamente las más simpáticas para aquella heterogénea oposición a Perón que se proponían hegemonizar y que se mostraba francamente antimilitarista. El dirigente radical cordobés le propuso al general el nombre del procurador Juan Álvarez para esa tarea. Ávalos aceptó y Álvarez comenzó a armar, a su ritmo, demasiado parsimonioso para los tiempos que corrían, un gabinete que jamás llegaría a asumir[162].

La propuesta de Sabattini dejaba a las claras la desorientación y la impotencia de la oposición, que ni siquiera podía ponerse de acuerdo en armar un equipo de gobierno. Tenía que encargarle la tarea a un personaje vinculado estrechamente a la Corte Suprema y los sectores más recalcitrantes del conservadurismo, atrasando los relojes al 3 de junio de 1943. Días después, en declaraciones para un diario rosarino, Sabattini dejaba en claro el ninguneo que había sufrido por parte de los capitostes del radicalismo:

Ahora tengo la satisfacción de mi vida, pues mientras creían que yo no hacía nada por el radicalismo, han culminado los trabajos con haberlo sacado a Perón, en compañía de mi amigo Ávalos[163].

Lost

Uno de los problemas del gobierno hegemonizado por Ávalos era qué hacer con Perón. El reclamo de la oposición era que se lo detuviera y procesara. Pero a Farrell y los generales les preocupaba la seguridad del coronel, teniendo en cuenta que se habían planeado varios atentados contra su vida. Era obvio que si a Perón le llegaba a pasar algo, estallaría de manera imparable la violencia social contenida. Fue sobre todo por esto, más que por cumplir con los reclamos de una oposición inoperante y muy poco peligrosa en términos reales, que se decidió detenerlo y trasladarlo a alguna de las unidades de las Fuerzas Armadas. En principio se lo localizó en el Tigre y se le comunicó que quedaría detenido en un centro de la Marina. Perón sabía del odio que le profesaban muchos hombres de esa fuerza y redactó el siguiente comunicado:

Me niego a ser sacado de la jurisdicción del Ejército y trasladado a jurisdicción de la Marina […]. Estoy dispuesto a ser trasladado hasta mi domicilio, en la calle Posadas, y esperar allí la decisión presidencial. […] Si he cometido algún delito como funcionario, prefiero que se me traslade a Villa Devoto[164].

Pero Farrell no accedió. Instruyó que, una vez detenido, Perón fuese llevado a la isla que estaba bajo la jurisdicción de la Armada y debía su nombre al despensero de la expedición de Juan Díaz de Solis, Martín García, cuyo mérito para tal honor fue morirse justo frente a sus costas y ser enterrado allí[165]. La detención la concretó a las dos y media de la madrugada el subjefe de Policía, mayor Héctor D’Andrea. Así cuenta Perón aquellos momentos:

En el departamento de la calle Posadas, estuvimos en vigilia esperando un posible ataque militar con el fin de arrestarme. Armados con metralletas, custodiando puertas y ventanas, pasamos la noche dispuestos a resistir. Al otro día, aprovechando la falta de decisión de mis enemigos, escapamos a un paraje denominado «Tres Bocas», en el delta del Tigre, refugio que nos ofreció el industrial Ludovico Freude. Cuando las autoridades advirtieron que habíamos dejado el domicilio, resolvieron nuestra captura. El hijo de Freude y Juan Duarte fueron interrogados, al igual que Mercante que prefirió confiar al coronel Mittelbach el lugar donde estábamos, responsable de la policía. Me fueron a buscar en compañía de Duarte, Mercante y Freude. Cuando Evita se enteró de la actitud inflexible del presidente y que yo sería trasladado a dependencias de la Marina, lloró y me rogó que no me fuera, pero debía abandonar el lugar en compañía de Mercante y el jefe de la policía. Ella permanecía sujeta a mi brazo llorando y un policía debió apartarla[166].

En otras versiones, el propio Perón señala que fue detenido en su departamento de la calle Posadas.

Lo cierto es que D’Andrea entregó el detenido a Caillet-Bois, comandante de la cañonera Independencia, poco después de las tres de la madrugada del sábado 13 de octubre de 1945. Por la mañana llegó a la prisión militar de la isla Martín García.

El coronel Mercante fue detenido pocas horas después del arresto de Perón. Pero a esa altura los seguidores del «coronel del pueblo» eran muchos y las gestiones comenzadas por Mercante y ordenadas por Perón siguieron ininterrumpidamente su curso a cargo de Hugo Mercante (sobrino del coronel) y de Isabel Ernst, que con el tiempo se convertiría en una de las más notables colaboradoras de Evita en la Fundación[167].

Una Mazza, el doctor

Al día siguiente, su médico personal, el capitán Miguel Ángel Mazza, obtuvo permiso de la Marina para visitarlo en la isla. Mazza se había entrevistado previamente con Mercante y el coronel Franklin Lucero. Juntos habían elaborado un plan para traer a Perón de regreso a Buenos Aires. El médico presentaría unas viejas placas radiográficas de Perón que daban un diagnóstico de «elevación cupuliforme del hemidiafragma derecho, cuyo probable origen tumoral debe ser imprescindible e impostergablemente dilucidado por el examen clínico y de laboratorio en un ambiente hospitalario». Mazza agregaba que «efectivamente, el clima húmedo de su actual alojamiento le puede resultar sumamente desfavorable»[168], por lo cual se hacía urgente el traslado a la Capital.

A poco de llegar, Mazza le dio un efusivo abrazo al coronel y le advirtió al oído que no se dejara tocar por ningún médico. El doctor era portador de informaciones clave; el frente militar estaba francamente dividido, ninguna guarnición del interior apoyaba a Ávalos, había tres generales sobre los que se estaba trabajando con buen pronóstico: Sosa Molina, Solari y Urdapilleta; y el movimiento obrero preparaba un paro y una gran movilización para pedir por su libertad.

El coronel tiene a quién escribirle

La isla Martín García tiene algo especial que inspira a sus involuntarios ocupantes a escribir. Allí don Hipólito Yrigoyen, confinado a pesar de su edad y su estado de salud por la miserable dictadura de Uriburu, escribirá gran parte de su defensa ante la Corte Suprema de Justicia, la misma la que en aquellos días del ‘45 sus correligionarios le querían entregar el gobierno[169]. En esos mismos días de octubre, Perón escribió varias cartas y comenzó a redactar lo que se convertiría en un folleto que venimos citando y citaremos, al que llamó ¿Dónde estuvo?, firmado bajo el seudónimo Bill de Caledonia, en memoria de uno de sus perritos.

Perón le entregó cinco de aquellas cartas a su médico. Una, para Ávalos, donde le pedía el traslado a Buenos Aires por razones médicas. Otra, para su operador en Buenos Aires, que contenía una advertencia a quienes pudiesen leer el texto «de contrabando»:

Mi querido Mercante: Desde que me «encanaron» no hago sino pensar en lo que puede producirse si los obreros se proponen parar, en contra de lo que les pedí […] Con todo, estoy contento de no haber hecho matar un solo hombre por mí, de haber evitado toda violencia Ahora he perdido toda posibilidad de seguir evitándolo y tengo mis grandes temores que se produzca allí algo grave. De cualquier modo, mi conciencia no cargará con culpa alguna, mientras pude actuar lo evité, hoy anulado no puedo hacer nada[170].

Una tercera carta era para Evita y se convertiría en la más famosa al cabo de los años. En ella decía:

Mi tesoro adorado: Sólo cuando nos alejamos de las personas queridas podemos medir el cariño. Desde el día que te dejé allí con el dolor más grande que puedas imaginar no he podido tranquilizar mi triste corazón. Hoy sé cuánto te quiero y que no puedo vivir sin vos. Esta inmensa soledad está llena de tu recuerdo. Hoy he escrito a Farrell pidiéndole que me acelere el retiro. En cuanto salga nos casamos y nos iremos a cualquier parte a vivir tranquilos. Por correo te escribo y te mando una carta para entregar a Mercante. Ésta te la mando con un muchacho porque es probable que me intercepten la correspondencia. De casa me trasladaron a Martín García y aquí estoy no sé por qué y sin que me hayan dicho nada. ¿Qué me decís de Farrell y de Ávalos? Dos sinvergüenzas con el amigo. Así es la vida.

Te encargo que le digas a Mercante que hable con Farrell para ver si me dejan tranquilo y nos vamos al Chubut los dos. […] Debes estar tranquila y cuidar tu salud mientras yo esté lejos para cuando vuelva. Yo estaría tranquilo si supiese que vos no estás en ningún peligro y te encuentras bien. […] Si sale el retiro, nos casamos al día siguiente, y si no sale, yo arreglaré las cosas de otro modo, pero liquidaremos esta situación de desamparo que tú tienes ahora. Viejita de mi alma, tengo tus retratitos en mi pieza y los miro todo el día, con lágrimas en los ojos. Que no te vaya a pasar nada porque entonces habrá terminado mi vida. Cuídate mucho y no te preocupes por mí; pero quiéreme mucho que hoy lo necesito más que nunca. Tesoro mío, tené calma y aprende a esperar. Esto terminará y la vida será nuestra. Con lo que yo he hecho estoy justificado ante la historia y sé que el tiempo me dará la razón. Empezaré a escribir un libro sobre esto y lo publicaré cuanto antes; veremos quién tiene razón. El mal de este tiempo y especialmente de este país son los brutos y tú sabes que es peor un bruto que un malo. Bueno, mi alma, querría seguir escribiendo todo el día, pero hoy Mazza te contará más que yo. Falta media hora para que llegue el vapor. Mis últimas palabras de esta carta quiero que sean para recomendarte calma y tranquilidad. Muchos, pero muchos besos y recuerdos para mi chinita querida. Perón[171].

La otra carta era para el presidente Farrell. En ella insistía sobre su situación jurídica y la ausencia de acusaciones concretas contra su persona y, dramatizando, le decía:

Hubiera preferido ser fusilado por cuatro viejos montañeses y no pasar por lo que estoy pasando. Si aún tengo derecho de gozar de alguna gracia, le ruego quiera acelerar mi retiro del ejército, que solicité el mismo día de mi renuncia.

Y deslizaba, como quien no quiere la cosa: «No sé si represento algo para los trabajadores, para el ejército y la aviación; los años lo dirán»[172].

Como suponía Perón, varias de las cartas, entre ellas la dirigida a su mujer, fueron interceptadas. La estrategia de despistar a sus enemigos, con su retiro de la vida pública y su inminente mudanza a la Patagonia, no dio mucho resultado.

Aquellos días de Evita

Evita hizo lo poco que estuvo a su alcance para lograr la libertad de su compañero. Estuvo muy lejos de tener un papel protagónico en aquellas jornadas que culminarían el 17 de octubre. No era una figura conocida en el ámbito gremial y faltaban un par de años de intensa labor para que su palabra adquiriera el valor de una orden entre los descamisados. Pero nadie podrá negarle su tesón ni hacer lo que estuvo a su alcance por lograr la libertad de su compañero. Recordaba Perón:

En aquellas jornadas previas al 17, entre otras gestiones, ella deambuló entrevistando a varios letrados, instándolos a prestar un hábeas corpus con suerte diversa. No es ocioso recordar que entre sus consultados estuvieron el doctor Bramuglia y Román Subiza, dirigente este último de San Nicolás[173].

La actitud de colaboradores muy cercanos a Perón, como la de Juan Atilio Bramuglia, de negarse a presentar un hábeas corpus, habla de que todavía Evita no se había ganado su plena confianza. Bramuglia le explicó duramente por qué no presentaría el recurso:

A usted lo único que le interesa es irse a vivir con el coronel a otra parte y para eso apela a los hombres del movimiento, cuando lo que hay que hacer es retener a Perón y juntar a la gente para defenderlo, antes de dar esta batalla por perdida[174].

Evita le respondió con un saludo poco afectuoso para toda su familia, en especial para su madre. Años más tarde le haría pagar caro al futuro canciller de Perón aquella negativa.

Evita define así su participación en aquellas jornadas:

Poco tendría que decir de mí misma, y sí mucho, en cambio, de aquellos de los que hablo siempre, de los que fueron protagonistas del 17 de octubre, es decir, del pueblo y de Perón. A ellos va mi homenaje, y el homenaje diario de todos los peronistas, en todos los momentos de nuestra diaria existencia[175].

A mí no me toque

De acuerdo a lo prometido a Perón, al llegar a Buenos Aires, Mazza se entrevistó con Farrell y le planteó la necesidad de sacar al coronel de Martín García por problemas de salud. El médico se sorprendió al ver la buena disposición de Farrell para con Perón. Pudo advertir que el presidente estaba rodeado, que tenía ganas de decirle muchas más cosas pero temía ser escuchado por lagente de Ávalos y Vernengo Lima. El doctor también cumplió con la misión encomendada por Perón de transmitir directivas precisas a sus hombres en Buenos Aires, que venían concretando febriles reuniones en contacto permanente con los gremios. Los sindicalistas les transmitían el clima de efervescencia que se vivía en todo el ámbito laboral por la detención de Perón.

El 15 de octubre, Farrell le comunicó a Vernengo Lima que era necesario traer a Perón porque se encontraba enfermo. El marino desconfió y sugirió que se enviara una junta de médicos para guardar las formas. Farrell aceptó, pero pidió que, de todos modos, trajesen a Perón a Buenos Aires.

Vernengo Lima envió a los doctores José Tobías y Nicolás Romano y al capitán de corbeta Andrés Tropea. Perón siguió los consejos de Mazza para evitar que se descubriera su verdadero estado de salud. Como él mismo lo cuenta:

Me habían mandado una junta médica a la isla para ver si era indispensable mi traslado. ¡Eso sí que hubiera estado bueno! No me dejé tocar. ¡Si se avivaban, me dejaban de por vida en la isla[176]!

Se viene el estallido

Ya en la tarde del 15 de octubre, las radios —entre avisos de yerba Salus, fijador Glostora y «entre pecho y espalda, pastillas Valda»— informaban que en el ingenio La Florida de Tucumán, los cañeros se habían declarado en huelga para pedir la libertad del coronel y que en varias fábricas del «Jardín de la República» estaba pasando lo mismo. En los surcos viñateros de San Juan y Mendoza, en los ingenios madereros de Santa Fe y el Chaco, en las minas y canteras del Norte en el cordón industrial y en el puerto de Rosario, en Córdoba, en las estancias de la Pampa húmeda y la Patagonia, en todo el país la huelga se iba generalizando.

En la sede de la Unión Tranviarios, en Moreno 2969 de la Capital, el Comité Central Confederal de la CGT estaba trenzado en un acalorado debate que duró más de diez horas. Recién a la una de la madrugada se votó declarar una huelga general a partir de la hora cero del 18 de octubre, «como medida defensiva de las conquistas sociales amenazadas por la reacción de la oligarquía y el capitalismo»[177]. La discusión fue durísima hasta que el delegado de ATE y hombre de FORJA, Libertario Ferrari, inclinó la votación final hacia el paro. Los gremios que votaron en contra, los socialistas y los comunistas llamaron a «unificarse para terminar de una vez por todas con las maniobras del nazifascismo que atentan contra la libertad, la democracia y el progreso del país»[178].

Pero la iniciativa sindical fue ampliamente desbordada por las bases, y ya en la tarde del 16 de octubre los obreros comenzaron a abandonar sus lugares de trabajo para dirigirse hacia la Plaza de Mayo, para liberar a Perón.

En las primeras horas de aquel 17, en algunos casos de manera espontánea y en otros organizadamente, respondiendo a los novísimos dirigentes peronistas como el del gremio de la carne Cipriano Reyes, las columnas obreras partieron desde diversas zonas del conurbano y la Capital Federal hacia la Plaza de Mayo. Reyes recordaría años más tarde:

Salimos de Berisso muy temprano. En La Plata nos reunimos con los de Ensenada. Las columnas iban por los caminos General Belgrano y Centenario. Desde varias empresas del Gran Buenos Aires los obreros iniciaron la marcha. En el puente de Barracas, la gente de los frigoríficos de Avellaneda se concentraba. Desde el norte, los trabajadores entraban en la Capital por los puentes Saavedra y Liniers, y por la rotonda de avenida Libertador. Ya en el Riachuelo, como levantaron los puentes, la gente tomó maderas y troncos de la orilla y se tiró al agua. Fue impresionante ver cómo la plaza se llenaba con el pueblo. Todos gritaban Perón presidente[179].

Los trabajadores se fueron acercando a la Capital y alguien, efectivamente, había dado la orden de levantar los puentes que comunicaban con la provincia para impedir que continuaran avanzando y se concretara una manifestación política de insospechadas consecuencias.

Algunos uniformados se fueron indignando al comprobar no sólo la pasividad sino la franca simpatía de las fuerzas policiales para con los manifestantes peronistas. El almirante Vernengo Lima propuso reprimir a las columnas obreras que convergían desde el Gran Buenos Aires hacia la Plaza de Mayo. Lo mismo hizo el teniente coronel Gerardo Gemetro, jefe del Regimiento 10 de Caballería, el mismo cuerpo que dirigido por el teniente coronel Héctor Varela había protagonizado las matanzas patagónicas a comienzos de los años 20. Pero por orden de Farrell, Ávalos, en su carácter de ministro de Guerra, emitió el siguiente comunicado:

Por encargo del Excmo. Señor Presidente de la Nación, el Ministro de Guerra reitera que el Ejército no intervendrá contra el pueblo en ninguna circunstancia. Solamente procederá para guardar el orden, cuando la gravedad de los hechos así lo imponga[180].

Al mediodía, mientras las columnas iban colmando la Plaza, en la Casa Rosada, Farrell y Ávalos se entrevistaban con la cúpula cegetista. Los dirigentes gremiales les llevaban un petitorio y la resolución del Comité Central Confederal convocando a la huelga para el día siguiente. El documento, en el que no se nombra a Perón en ningún momento, estaba refrendado por los 300 gremios adheridos y las delegaciones regionales. Se pronunciaba:

  1. contra la entrega del Gobierno a la Corte Suprema y contra todo gabinete de la oligarquía;
  2. formación de un Gobierno que sea una garantía de democracia y libertad para el país y que consulte la opinión de las organizaciones sindicales de trabajadores;
  3. realización de elecciones libres en la fecha fijada;
  4. levantamiento del estado de sitio; por la libertad de todos los presos civiles y militares que se hayan distinguido por sus claras y firmes convicciones democráticas y por su identificación con la causa obrera;
  5. mantenimiento de las conquistas sociales y ampliación de las mismas; aplicación de la reglamentación de las asociaciones profesionales;
  6. que se termine de firmar de inmediato el decreto-ley sobre aumento de sueldos y jornales, salario mínimo básico y móvil y participación en las ganancias, y que se resuelva el problema agrario mediante el reparto de la tierra al que la trabaje y el cumplimiento integral del Estatuto del Peón[181].

Mientras tanto, aquel «aluvión zoológico» —como lo llamaría años más tarde el espantado dirigente radical Ernesto Sanmartino— colmó la Plaza de Mayo. Podían contarse por decenas de miles aquellos hombres, mujeres y niños que venían desde su postergación histórica, desde los arrabales de la vida, a defender sus conquistas. Eran la imagen de la Argentina profunda, aquella que no transitaba por la Plaza del poder. Era un espectáculo jamás visto en el país y que sumió a las clases acomodadas en una sensación que oscilaba entre la repulsión y el pánico. Era «un horror» ver a esos «cabecitas negras» meter sus pies en aquellas fuentes de inspiración francesa. Desde el otro lado de la política y la vida, Raúl Scalabrini Ortiz[182] escribía:

Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de Chacarita y de Villa Crespo, de las fundiciones del Riachuelo, hermanados en el mismo grito y la misma fe. Era el subsuelo de la patria sublevado, era el cimiento básico de la nación que asomaba[183].

Desde el mismo lado, diría Leopoldo Marechal[184]:

Me uní a la multitud que avanzaba rumbo a la Plaza de Mayo. Vi, reconocí y amé los miles de rostros que la integraban: no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina invisible que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas, y que no bien las conocieron les dieron la espalda[185].

Un diario católico, al día siguiente, comentará asombrado que los trabajadores movilizados respetaron el orden establecido y que hasta se santiguaron al pasar por la Catedral, a diferencia de los ateos anarquistas y socialistas que acostumbraban «insultar y agraviar» cuando pasaban por la «casa de Dios». La mayoría de los presentes llegaban por primera vez a la histórica Plaza. Miraban asombrados el Cabildo, la Casa Rosada y la Catedral. Los habían visto en los libros de historia, esa historia que ahora ellos estaban protagonizando. Mientras tanto, el diario Crítica adelantaba su edición de la tarde para titular: «Grupos aislados que no representan al auténtico proletariado argentino tratan de intimidar a la población», y bajo una fotografía en la que no se veía a más de diez personas afirmaba:

He aquí una de las columnas que desde esta mañana se pasean por la ciudad en actitud «revolucionaria». Aparte de otros pequeños desmanes, sólo cometieron atentados contra el buen gusto y contra la estética ciudadana afeada por su presencia en nuestras calles. El pueblo los vio pasar, primero un poco sorprendido y luego con glacial indiferencia[186].

Pero la realidad era bien distinta. Allí estaban los invisibles, haciéndose ruidosamente visibles, ocupando la Plaza, decididos a no moverse hasta que su nuevo líder apareciera en los balcones que estaban esperando dueño.

Dentro de la Rosada, ni Ávalos ni Farrell sabían qué hacer, rodeados por una multitud que no paraba de crecer y que según los cálculos más serios llegaba a unas 300 000 personas[187].

El día de Perón

En la madrugada del 17 de octubre se había recibido la orden que permitía a Perón embarcarse hacia Buenos Aires. A las 6.33 había arribado al muelle y, tras un breve rodeo, llegó al Hospital Militar en la avenida Luis María Campos. Así lo cuenta el entonces coronel:

A las 3 y 30 horas del día 17 de octubre, por orden expresa del presidente de la Nación, en contra de la decisión del ministro de Marina, fui trasladado al Hospital Militar Central, desde donde asistí al magnífico movimiento popular que dio por tierra con los hombres que por un golpe de audacia quisieron copar un movimiento que se había enraizado en la historia argentina y que, por lo tanto, no podía ser explotado por audaces superficiales, incapaces de penetrarlo y menos aún de llevarlo adelante. El repudio popular los aplastó en germen y tuvieron la culminación que merecían[188].

Instalado en el piso 11 del Hospital Militar, en el departamento del capellán estableció su cuartel general y se preparó para la gran batalla. Perón y sus allegados seguían los acontecimientos por radio y a través de permanentes llamadas telefónicas. Tenían muy claro que los que estaban desesperados y no sabían cómo manejar la situación eran los del otro bando. Sí eran un motivo serio de preocupación las informaciones que llegaban desde Campo de Mayo, que daban cuenta de que había 10 000 hombres armados hasta los dientes esperando directivas para lanzar la represión sobre la Plaza.

Entre tanto, en la Casa Rosada se vivían momentos tragicómicos. El ministro de Guerra mandó liberar a Mercante y traerlo con urgencia desde Campo de Mayo. El coronel liberado se reunió con Ávalos y Farrell y se dio cuenta de que la partida estaba ganada, pero que había que manejarse con cautela. Si bien la expresión de Farrell era de agobio, cansancio y ganas de que todo terminara cuanto antes, Mercante no alcanzaba a leer claramente si el gesto de preocupación de Ávalos terminaría en rendición incondicional o en orden de represión. Mercante pensó que lo mejor sería hablar con Perón y marchó hacia el Hospital Militar. Tras reunirse con su jefe, regresó a la Casa Rosada. Pudo percibir que el clima en la Plaza era peligroso. Al ingresar al despacho de Farrell le informaron que algunos manifestantes habían roto vidrios e intentado forzar una puerta.

Serían las seis de la tarde cuando Ávalos no tuvo mejor idea que pedirle a Mercante que saliera al balcón y calmara a la multitud. Mercante hizo trampa y dijo «El general Ávalos…»; cuando iba a decir «me ha pedido…», fue interrumpido con una ensordecedora silbatina y un grito unívoco: «¡Perón sí, otro no!» Pícaramente y para ratificarle al «otro», al general que estaba perdido, insistió: «El general Ávalos…»; los silbidos y abucheos fueron todavía peores. Fue entonces cuando Mercante y la realidad convencieron a Ávalos de que se trasladara al Hospital Militar a hablar con Perón. El coronel lo recibió fríamente, haciéndole sentir su bronca. Ávalos le pidió que calmara a los trabajadores; lo urgió a ir a la Casa Rosada y dirigirse a la multitud. Perón se negó: dijo que necesitaba garantías y que antes que nada debía hablar con el presidente.

Anochecer de un día agitado

Poco después de las nueve de la noche, el coronel se trasladó en un auto conducido por el doctor Mazza hasta la residencia presidencial de Agüero y la avenida Alvear (actual Avenida del Libertador) para entrevistarse con Farrell. A las diez menos cuarto comenzó la reunión. El presidente le ofreció que volviese a ocupar todos sus cargos o, si lo prefería, que ocupase la presidencia. Perón rechazó ambas ofertas y planteó sus condiciones: 1) poder hablar desde el balcón de la Casa Rosada y que el discurso fuese transmitido por la cadena nacional; 2) las renuncias de Ávalos y Vernengo Lima; 3) que se cubrieran los cargos del gabinete con aliados a su persona, y 4) apoyo para su candidatura a la presidencia.

Farrell aceptó todas las condiciones y le transmitió todo su afecto y apoyo. Le dejó muy en claro que había actuado bajo presión y que quería tener el honor de presentarlo ante la multitud reunida en la Plaza.

Ávalos, al enterarse de lo decidido en la residencia, se comunicó con los hombres de Campo de Mayo. Cuando sonó el teléfono, algunos sonrieron; debía ser la orden que habían esperado todo el día. En minutos estarían marchando como en 1930, a contramano de la historia. Pero lo que Ávalos les dijo los dejó helados: que no había nada que hacer, que vinieran a la Plaza pero no en son de golpe de Estado sino a participar del acto, a escuchar al vencedor, el coronel Juan Domingo Perón.

El gabinete del doctor Álvarez

Más que recordarnos a la extraordinaria película expresionista de Robert Wiener filmada en 1919, El gabinete del doctor Coligan, lo ocurrido con el procurador general de la Nación remite más al surrealismo de Buñuel y Dalí en Un perro andaluz, estrenada en París en 1929. Cuando ya nadiese acordaba de aquel encargo hecho entre gallos y medianoche, el doctor Juan Álvarez y un grupo de distinguidos señores se presentaron a las ocho y media de la noche en la Casa Rosada con una voluminosa carpeta que contenía los currículos o prontuarios, según como se mire, de aquelgabinete de «notables». Álvarez se había nombrado a sí mismo ministro del Interior; al doctor José Figueroa Alcorta como ministro de Justicia e Instrucción Pública, el mismo que, además de firmar la acordada de la Corte que avalaba el golpe del ’30, fue acusado por un escándalo con unos cadetes en el Colegio Militar; Isidoro Ruiz Moreno, en Relaciones Exteriores y Culto. En Hacienda, nombró a Alberto Hueyo, que había ocupado la misma cartera durante el gobierno fraudulento del general Justo y en «cumplimiento de sus funciones» les había rebajado sustancialmente el sueldo a los empleados públicos; también había sido director de la CHADE en pleno escándalo por las coimas para la extensión de la concesión[189], por lo que fue acusado por la comisión investigadora del delito de cohecho. En Agricultura, a Tomás Amadeo, uno de los integrantes del círculo íntimo de Braden, organizador de más de una cena en su honor. En Obras Públicas, a Antonio Vaquer, el mismo que integró durante la presidencia de Ortiz el directorio de la «Coordinación de Transportes», el símbolo viviente del odiado Pacto Roca-Runciman, que llevó a los manifestantes que apoyaban la «revolución» del 4 de junio a quemar varios tranvías de la empresa en cuestión, en señal de repudio al régimen depuesto[190].

Farrell se enteró de la insólita «novedad» mientras terminaba su crucial reunión con Perón en la residencia presidencial. Un funcionario de la Casa Rosada lo llamó por teléfono y entre risotadas pidió instrucciones sobre qué hacer con los distinguidos visitantes que lo estaban aguardando desde hacía rato. Farrell le contestó que los despidiera cortésmente y cuidase de que no les pasara nada a sus personas.

Terminado el episodio surrealista, para sellar el acuerdo, Farrell y Perón se estrecharon en un abrazo y subieron al auto oficial. No había tiempo que perder; al coronel lo estaba esperando la historia.

Vernengo Lima en el planeta de los simios

En medio de la alegría y el desborde popular, había varios que la pasaban mal. Entre ellos, el inefable Vernengo Lima. Según Perón, el almirante fue obligado por el pueblo a

vestirse precipitadamente en el comedor de la Presidencia y a abandonar la Casa de Gobierno vestido de burgués y buscar refugio en un buque, mientras era perseguido por la multitud al grito de «la cabeza de Vernengo Lima», después de intentar infructuosamente que se hiciera fuego sobre la muchedumbre de obreros. Evidentemente él no era el coronel Perón, y quizá los dos estemos contentos con la suerte[191].

Como si estuviera en otro planeta y suponiendo vanamente que Ávalos y todo Campo de Mayo lo acompañarían, se sublevó contra la realidad e intentó un último golpe contra Perón. Lo hizo desde el famoso rastreador Drummond, el mismo que había trasladado a Yrigoyen a La Plata el 6 de septiembre de 1930 para presentar su renuncia y al presidente Castillo el 4 de junio de 1943, con el mismo destino, en los dos sentidos.

Sintiéndose un héroe, quizás pensando en su amiga de la Plaza San Martín, el almirante emitió un radiograma «a todas las unidades» para que se plegaran al golpe. Como suele ocurrir, siempre hay alguien dispuesto a plegarse y ese alguien fue el contralmirante Ernesto Basílico, comandante de la Escuadra de Río.

El coronel Juan N. Giordano cuenta:

Se hizo saber a los jefes contrarios que si la marina de río, que estaba anclada frente a Buenos Aires, disparaba sobre la Capital, se tomarían medidas extremas con sus familiares y con ellos mismos; lo mismo sucedería —se les advirtió— si algo le pasaba al coronel Perón. Algunos oficiales y suboficiales se entrevistaron con los jefes obreros, haciéndoles saber que las armas estaban de su parte[192].

El patético dueto Basílico-Vernengo Lima terminó por rendirse ante la realidad. Esperarían pacientemente diez años para tomarse revancha y ver cómo su sublevación de juguete se convertía en la autodenominada «Revolución Libertadora».

La maravillosa música

Perón partió junto a Farrell desde la residencia y llegó a la Casa Rosada a eso de las diez y media de la noche. En el despacho presidencial se escuchaban nítidamente los cantitos de la multitud:

¡La Patria sin Perón

es un barco sin timón!

Perón no es un comunista,

Perón no es un dictador,

Perón es hijo del pueblo,

del pueblo trabajador

[Con la música de La mar estaba serena]

Salite de la esquina,

oligarca loco,

tu madre no te quiere,

Perón tampoco.

Con Perón y con Mercante,

la Argentina va adelante.

Aunque caiga un chaparrón,

todos, todos con Perón.

¡Aquí están, éstos son,

los muchachos de Perón!

¡Vea, vea, vea,

qué cosa más bonita,

vinimos a la plaza

a lavarnos las patitas!

Yo te daré,

te daré, patria hermosa,

te daré una cosa,

una cosa que empieza con P…

¡Perón!

Que nadie lo discuta,

Braden hijo de puta.

Los «descamisados», que todavía no tenían ese apodo, habían hecho antorchas con papel de diario y la Plaza tomaba un color y un calor inusitados. La Nación comentaba, enojada, que habían «acampado durante un día en la plaza principal, en la cual, a la noche improvisaban antorchas sin ningún objeto, por el mero placer que les causaba este procedimiento». Los lectores convendrán que no hay nada más placentero que improvisar antorchas. Pero como siempre, la historia oficial estaba mirando para otro lado y no registró estas crónicas. La luz dejaba ver rostros cansados, marcados por el sufrimiento y el trabajo, con una alegría inédita, con una esperanza incontenida. Todo ese pueblo, ajeno a los tejes y manejes y a las especulaciones que se habían urdido de uno y otro lado, estaba allí para dar testimonio de su definitiva existencia y de que ya nadie podría decidir nada sin tenerlo en cuenta. Había aparecido exasperando a todos los que lo querían desaparecer.

Unos minutos después de las once de aquella noche destinada a entrar en la historia, el nuevo líder de los trabajadores apareció acompañado por el presidente en los balcones que desde entonces serían suyos para siempre. La multitud estalló en un solo grito: «Perón». Como lo había prometido, el presidente se dirigió a la multitud:

Trabajadores, les hablo otra vez con la profunda emoción que puede sentir el presidente de la Nación ante una multitud de trabajo como es ésta que se ha congregado hoy en la plaza. De acuerdo con el pedido que han formulado, quiero comunicarles que el Gabinete actual ha renunciado. El señor teniente coronel Mercante será designado secretario de Trabajo y Previsión (aplausos). Atención, señores: de acuerdo con la voluntad de ustedes, el Gobierno no será entregado a la Corte Suprema de Justicia Nacional (aplausos). Se han estudiado y se considerarán en la forma más ventajosa posible para los trabajadores las últimas peticiones presentadas. El Gobierno necesita tranquilidad[193]

Y para anunciar al ya indiscutible líder de los trabajadores, Farrell recurrió al estilo de los presentadores de los cantantes de las orquestas típicas: «Otra vez junto a ustedes, el hombre que ha sabido ganar el corazón de todos, el coronel Perón». El coronel se tomó un rato para mirar el panorama, para absorber toda esa energía y les pidió a los miles y miles que cantaran el Himno. Era una manera de ganar unos minutos para ordenar sus ideas. En medio de los aplausos finales del Himno, comenzó a escucharse su voz:

Hace casi dos años, desde estos mismos balcones, dije que tenía tres honras en mi vida: la de ser soldado, la de ser un patriota y la de ser el primer trabajador argentino. Hoy, a la tarde, el Poder Ejecutivo ha firmado mi solicitud de retiro del servicio activo del Ejército. Con ello he renunciado voluntariamente al más insigne honor a que puede aspirar un soldado: llevar las palmas y laureles de general de la Nación. Ello lo he hecho porque quiero seguir siendo el coronel Perón, y ponerme con este nombre al servicio integral del auténtico pueblo argentino. Dejo el honroso y sagrado uniforme que me entregó la Patria, para vestir la casaca de civil y mezclarme en esa masa sufriente y sudorosa que elabora el trabajo y la grandeza de la Patria, e invito a todos los argentinos a sumarse para lograr la ansiada unidad. Esta verdadera fiesta de la democracia, representada por un pueblo que marcha ahora también para pedir a sus funcionarios que cumplan con su deber para llegar al derecho del verdadero pueblo. Muchas veces he asistido a reuniones de trabajadores. Siempre he sentido una enorme satisfacción; pero desde hoy sentiré un verdadero orgullo de argentino porque interpreto este movimiento colectivo como el renacimiento de una conciencia de los trabajadores, que es lo único que puede hacer grande e inmortal a la patria[194].

Pero antes de terminar se quiso dar un gusto personal y se lo pidió a su gente:

Pido a todos que nos quedemos por lo menos quince minutos más reunidos, porque quiero estar desde este sitio contemplando este espectáculo que me saca de la tristeza que he vivido en estos días[195].

Fue un discurso pacífico y tranquilizador que bregaba por la conciliación social. Terminada la histórica jornada, la multitud se retiró feliz tras haber logrado su objetivo, dispuesta de todos modos a cumplir la huelga convocada para el día 18 que ya estaba por empezar. El paro ahora tenía aire de celebración del triunfo.

Perón fue a encontrarse con Eva y no era un secreto para nadie, ni siquiera para Vernengo Lima, que comenzaba un nuevo ciclo histórico en la Argentina.

La pareja vivió su momento de gloria y casi como un festejo, como una ratificación de una confianza que había pasado una prueba de fuego, decidieron casarse. El 22 se concretó la ceremonia civil en Junín y el 10 de diciembre lo hicieron por iglesia en La Plata. Evita recordaría:

Nos casamos porque nos quisimos y nos quisimos porque queríamos la misma cosa. De distinta manera los dos habíamos deseado hacer lo mismo: él sabiendo bien lo que quería hacer, yo, por sólo presentirlo; él, con la inteligencia; yo, con el corazón; él, preparado para la lucha; yo, dispuesta a todo sin saber nada; él culto y yo sencilla; él, enorme, y yo, pequeña; él, maestro, y yo, alumna. Él, la figura y yo la sombra. ¡Él, seguro de sí mismo, y yo, únicamente segura de él[196]!

La luna de miel la pasaron en la quinta del amigo de la pareja, Ramón Subiza, en San Nicolás. Así la recordaba Evita, en un diálogo con Vera Pichel:

Fue una etapa lindísima aunque para nosotros no fue novedad estar juntos, ya que lo estuvimos desde el primer momento. Nos levantábamos temprano, tomábamos el desayuno y salíamos a caminar por la quinta. Nunca me maquillé en esos días, andaba a pura cara lavada, el pelo suelto, una camisa de él y un par de pantalones. Era mi atuendo preferido y a él le gustaba que estuviéramos así Algunas veces, de pura mandaparte, me metía en la cocina y preparaba una ensalada para acompañar a un buen bife que preferíamos los dos. Lo que sí hacía era cebar mate por las tardes. Interminables ruedas que matizaban nuestras charlas. Mejor dicho, las de él. Porque él pensaba en voz alta, hablaba y yo escuchaba, aprendía… Por la noche, algo de música y a la cama temprano. Fueron realmente días preciosos[197].

Seguramente, Perón y Evita intuían que aquellos días plácidos difícilmente volverían a repetirse.