Ni yanguis, ni marxistas

Ni yanguis, ni marxistas

Uno no puede eludir la sensación de que el fascismo del coronel Perón es sólo un pretexto para las actuales políticas del Sr. Braden y sus partidarios en el Departamento de Estado. Su verdadero objetivo es humillar al único país latinoamericano que ha osado enfrentar sus truenos. Si la Argentina puede ser sometida efectivamente, el control del Departamento de Estado sobre el hemisferio occidental será absoluto. Esto contribuirá simultáneamente a mitigar los posibles peligros de la influencia rusa y europea sobre América latina, y apartará a la Argentina de lo que se supone es nuestra órbita.

Informe de VÍCTOR PEROWNE, funcionario del Foreign Office, 4 de julio de 1945[73]

Para entender el complejo y fundamental tema del conflicto entre la Argentina y los Estados Unidos durante el ascenso de Perón al primer plano de la política nacional, es necesario retroceder unos meses, hasta finales de 1943. El secretario de Estado norteamericano, Cordell Hull, había dicho que después del ataque japonés a Pearl Harbour la Argentina se había convertido en un «mal vecino» y en un factor de discordia entre los Estados Unidos y Gran Bretaña[74]. Las relaciones entre Argentina y la potencia del Norte tenían una larga historia de roces y entredichos, por la tradicional resistencia argentina a aceptar la hegemonía norteamericana en el «sistema panamericano» que se pretendía construir desde Washington. Pero con el trasfondo de la neutralidad de nuestro país en la Segunda Guerra Mundial, la tensión fue creciendo ante las acusaciones de «pronazi-fascistas» lanzadas desde el Departamento de Estado contra los gobiernos argentinos desde Castillo en adelante.

Ante todo, carece de racionalidad darle a la política exterior norteamericana la categoría moral para juzgar el carácter democrático o autoritario de tal o cual gobierno. Con una continuidad apabullante, los ocupantes de la Casa Blanca condujeron permanentes atropellos a las libertades de nuestros pueblos hermanos, instalando a sangrientos dictadores a costa de la vida de miles de latinoamericanos. Durante la Segunda Guerra Mundial, el presidente de Estados Unidos era Franklin Delano Roosevelt, quien el 26 de diciembre de 1933 había firmado, durante la Séptima Conferencia Panamericana, la siguiente declaración: «Ningún Estado tiene derecho a intervenir en los asuntos internos o externos de otro». Al estampar su firma, el mandatario norteamericano declaró:

Me permito decir con toda tranquilidad que se ha sugerido el principio general de nointervención con nuestro apoyo, y que ningún gobierno puede temer ninguna clase de intervención de parte de los Estados Unidos durante la administración Roosevelt[75].

Sobre las relaciones de los Estados Unidos con el Tercer Reich de Hitler durante la presidencia Roosevelt, el investigador norteamericano Charles Higham señala que

empresas como Ford, General Motors, Standard Oil, ITT, el Chase National Bank y el National City Bank practicaron la ideología del Business as Usual [negocios como de costumbre]. Unidos además por ideas reaccionarias, los miembros de La Fraternidad[76] veían con agrado un sistema fascista mundial que los tuviera a ellos como los únicos y excluyentes hombres de negocios. El vuelco del curso de la guerra los tornó más patriotas, pero no evitó que continuaran comerciando con el enemigo[77].

Cuando en 1974 comenzó una serie de demandas contra las empresas norteamericanas que se sirvieron del trabajo esclavo de los campos de concentración instalados por los nazis,

el vocero de la Ford, John Spellich, defendió la decisión de la empresa de mantener los lazos económicos con los nazis, alegando que el gobierno estadounidense había continuado, indefinidamente, sus relaciones diplomáticas con Berlín hasta el bombardeo de Pearl Harbour, en diciembre de 1941[78].

El fundador de la empresa, el mítico Henry Ford, había escrito un conocido libro antisemita, El judío universal. El propio Hitler reconoció la notable influencia de aquel texto en la escritura de su Mein Kampf[79]. En 1938 —cuando las persecuciones del régimen de Hitler contra judíos y alemanes opositores ya eran vox pópuli—, en su cumpleaños número 75, el empresario más emblemático de los Estados Unidos recibió un regalo muy especial: la Gran Cruz de la Orden Suprema del Águila Alemana. Obviamente, la condecoración no era una bijouterie que se le otorgaba a cualquiera. Había que hacer méritos con el Führer y ser una persona que gozara de indiscutible admiración y respeto por parte del dictador y su séquito. Meses antes, la había recibido Mussolini. Fue el cónsul nazi en Detroit, Karl Kapp, quien estampó en el pecho de Ford la condecoración, mientras le entregaba un cariñoso telegrama de Hitler deseándole un muy feliz cumpleaños[80].

En el período que nos ocupa y hasta bien entrada la década de 1960, millones de negros en los Estados Unidos debían dar el asiento a los blancos en los transportes públicos; no podían concurrir a los mismos colegios, les estaba prohibido acceder a los estudios universitarios y eran discriminados en todas las formas pensadas e impensadas. ¿Desde qué moral los funcionarios de aquel país podían erigirse en los campeones mundiales de los derechos civiles y del antifascismo?

Por todo lo dicho, las críticas al gobierno argentino de entonces provenientes del Departamento de Estado no deberían tener el carácter de indiscutibles, ni mucho menos de desinteresadas. La primera pregunta que surge, y quizás la más obvia, es por qué el gobierno argentino resumía, según Washington, todos los males del fascismo y el autoritarismo, mientras que el brasileño encarnado por Getúlio Vargas —que había proclamado, según el lenguaje específico del fascismo, su «Estado Novo» y que permaneció en el poder durante quince años, muchos de ellos con la actividad política opositora completamente prohibida— no parecía cuestionable. El gobierno brasileño accedió inmediatamente a la calificación de «democrático» en el diccionario del Departamento de Estado al declarar la guerra al Eje, lo que bastó para dejar en el olvido su pasado muy poco afecto a las libertades públicas que los «hermanos del norte» siempre dijeron defender.

Por si hace falta aclararlo, lo precedente no opera de ninguna manera como justificativo para las actitudes autoritarias del gobierno argentino de la época, sino que intenta poner el análisis por fuera de la clásica aceptación explícita o tácita de una parte de nuestra intelectualidad de la probidad del gobierno estadounidense para emitir juicios en materias en las que un mínimo de pudor debió haberlos inhibido. Intentaremos demostrar que la actitud hostil del gobierno norteamericano tuvo poco que ver con la declamada intención de combatir al nazifascismo y mucho con aprovechar la coyuntura para desplazar a la Argentina de su lugar preponderante en América Latina, para eliminarla de la competencia por un mercado mundial que Estados Unidos quería monopólico, y para hacerse cargo del papel de potencia hegemónica de nuestro país que venía ocupando Gran Bretaña.

El tiro por la culata

Hacia fines de 1943, el curso de la guerra comenzó a favorecer a los aliados y, desde entonces, al gobierno argentino se le hizo más difícil sostener su posición de neutralidad. Aumentaban exponencialmente las presiones estadounidenses para que la Argentina rompiese relaciones con el Eje y se integrase al «sistema panamericano», alineado con Washington.

El almirante Segundo Storni, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Ramírez, era un conocido partidario de los aliados, que había vivido en los Estados Unidos durante la construcción del acorazado Rivadavia. El 5 de agosto de 1943, Storni le envió, a través del embajador norteamericano Armour, una carta personal y confidencial al secretario de Estado, Cordell Hull, diciéndole:

Puedo afirmar, señor secretario, que los países del Eje nada tienen que esperar de nuestro gobierno y que la opinión pública es cada día más desfavorable. Pero esta evolución podría ser más rápida y eficaz para la americana si el presidente Roosevelt tuviera un gesto de franca amistad hacia nuestro pueblo; tal podría ser el suministro urgente de aviones, repuestos, armamentos y maquinarias para restituir a la Argentina en la posición de equilibrio que le corresponde con respecto a otros países americanos[81].

También le pedía paciencia a Hull porque, según Storni, le parecía inoportuno y de poca caballerosidad declarar la guerra al Eje cuando la derrota era irreversible. El que tenía poco de caballero era mister Hull, que lejos de mantener en secreto la carta y darle tiempo a Storni para negociar con el frente interno, decidió darla a conocer al mundo, dejando muy mal parado al almirante. Además, el Departamento de Estado emitió un durísimo comunicado oficial en el que le quitaba, literalmente de un plumazo, todas las ingenuas ilusiones de que los Estados Unidos proveyera de armas y repuestos a nuestro país.

Bajo el influjo de Hull, Washington pasó a la ofensiva: suspendió los permisos de exportación para casi 16 000 embarques que estaban acordados con anterioridad al 1.° de mayo. La medida privaba a la Argentina de maquinarias, materias primas y artículos manufacturados imprescindibles. En particular, se veían afectados los insumos industriales, lo que alejaba cada vez más la competitividad argentina de la brasileña en este rubro. La decisión cumplía fielmente el plan estratégico de los Estados Unidos para la región: debilitar al máximo a la Argentina e impulsar el desarrollo industrial y militar de su ahora incondicional aliado, Brasil.

Decía Hull a fines de 1944:

Argentina es el cuartel del fascismo en el hemisferio occidental. Y un foco potencial de infección. […] El movimiento nazifascista atrincherado en la Argentina requiere una acción económica diseñada para ejercer el máximo de presión sobre la economía argentina y, de tal modo, privar al presente régimen del apoyo económico y financiero que hace posible su existencia[82].

Pero la opinión de Hull y de los halcones de la Casa Blanca no era la única. Los analistas norteamericanos más inteligentes ya venían advirtiendo sobre los riesgos de la campaña yanqui:

Bien puede imaginarse la risotada popular con que el argentino común recibe la noticia de que se le va a «proteger» de Hitler con el establecimiento de bases de los Estados Unidos en su territorio o en el vecino […]. Aquí es una broma del peor gusto, porque el argentino dice: «Los norteamericanos nos protegerán contra Hitler en el mar, pero ¿entonces, quién va a protegernos contra el yanqui en el umbral?». Con razón o sin ella, el argentino entiende que las bases están apuntando no contra Alemania sino contra la Argentina. Porque sabe —y es su lección cotidiana— que la economía argentina no es complementaria sino que está en competencia con la economía de los Estados Unidos, que mientras las economías de algunos países sudamericanos pueden combinarse con la de los Estados Unidos con provecho mutuo, toda fusión permanente entre las economías argentina y estadounidense sería solamente una desventaja para la más débil. La oposición a las bases, en el pueblo argentino, es universal y unánime[83].

Hull quería presionar al gobierno de Ramírez; pero en lo inmediato, con su carta y sus draconianas medidas, debilitó a los sectores más moderados y fortaleció a los más duros. Storni debió renunciar y los nacionalistas más retrógrados ocuparon espacios clave.

Que Dios y la Patria se los demanden

En octubre de 1943 hubo un cambio de gabinete: asumió como ministro de Justicia e Instrucción Pública el ultraconservador y confeso antisemita Gustavo Martínez Zuviría, que como novelista usaba el seudónimo de Hugo Wast. El ministro había escrito cosas como: «El judaísmo es algo indeleble como el color de la piel de uno. No es una religión, es una raza». En aquel contexto, nuestros autodenominados «nacionalistas» dieron rienda suelta a su culto al hispanismo recalcitrante. Hubo que escuchar discursos como el pronunciado por el interventor en la Escuela Superior del Magisterio, Jordán Bruno Genta, ante miles de maestras que no podían huir despavoridas porque fueron obligadas a concurrir:

es urgente la rehabilitación de la inteligencia en el maestro normal por la disciplina metafísica y teológica que la restituya al hábito de Dios y de las esencias. Se trata de que el maestro asuma conciencia lúcida y fervorosa de todo lo que concierne a la defensa de nuestra soberanía y de que enseñe a sus niños que la escuela argentina, antes prepara para saber morir en la hora precisa, que para asegurar una vida tranquila y confortable y que el arado pueda abrir el surco porque la espada vigila[84].

Acto seguido, se dirigió a la concurrencia el interventor en el Consejo Nacional de Educación, Ignacio B. Olmedo, quien espetó:

Mujeres para procrear héroes, no madres de renegados. La mujer argentina debe cumplir celosamente con sus obligaciones naturales. La dignificación de la mujer consiste en no substraerla de su menester específico. La Nueva Argentina quiere mujeres sanas, fuertes y limpias. Debemos mantener nuestra personalidad diferenciada, dentro del tronco hispánico, católico y romano[85].

Contrariando la histórica Ley 1420 de educación laica, gratuita y obligatoria, el gobierno decretó la obligatoriedad de la enseñanza de la religión católica en las escuelas del Estado.

Entre los nuevos ministros figuraba el del Interior, general Luis César Perlinger, un confeso admirador del nazismo. Bajo su impulso se suspendió la publicación de periódicos judíos, se reprimió a comunistas y a liberales. Por un decreto del 31 de diciembre de 1943, todos los partidos políticos fueron proscriptos, mientras se agudizaba el control sobre los medios de comunicación.

Pero, según la Iglesia, no había por qué preocuparse: «nada hay que tenga sabor a totalitarismo en el actual gobierno»[86], escribía monseñor Gustavo Franceschi en la revista Criterio.

Los mareados

El fanatismo, como suele ocurrir, dio paso a la ridiculez y se formó una comisión de defensa de la pureza del lenguaje español, presidida por el mismo monseñor Franceschi, que prohibió la difusión radial de tangos con letras lunfardas. El insólito hecho inspiró inmediatamente al forjista Homero Manzi[87], que imaginó un programa de radio en el que nada menos que la «Negra» Sofía Bozán, la más popular intérprete de tangos reos en los teatros de revistas, cantaba:

—No quiere tangos reos el director del correo[88] […]. Dame un consejo concreto, ¿cómo tengo que cantar?

—Cambia, altera, disimula. En vez de gil di pelmazo. Y di asno en vez de mula, y en vez de matón, ¡hombrazo! En cambio de mina, niña. En lugar de araca, eureka. En cambio de broma, riña. Ya ves que sin gran dolor, todo se arregla, Sofía.

—Bueno. ¡Basta!, conectad, que ya tengo lleno el carro, radiólogos escuchad, un tango rudo y bizarro, se llama riñas de barro, lo canta Lily Bozán[89].

El genial Homero lo ponía en tono de broma, pero la «comisión de notables» se tomó tan en serio su ridícula labor que propusieron cambiarle el nombre a varios tangos. La lista, incompleta y reducida para no aburrirnos, incluía joyitas como: El ciruja pasaría a ser El recolector; La maleva, La mala; Quevachaché, Qué hemos de hacerle y Shusheta sería El aristócrata. Las letras también sufrirían el afán hispanista. El comienzo de Mi noche triste, en lugar del célebre «Percanta que me amuraste», diría «Señorita que me hiciste daño». El humor popular le sugería a la comisión cambiarle el nombre a la calle «Guardia Vieja» por «Cuidado, madre» y al genial «Yira-yira» por «Dad vueltas, dad vueltas».

Perón se despega

Tanta exaltación greco-romano-hispánico-católica hizo estallar la paciencia de los jóvenes de FORJA[90], que emitieron un comunicado firmado por Arturo Jauretche[91], que decía:

Que la cultura grecoromana salve a Europa y vengan después sus portavoces a proclamar su vigencia y excelencia […]. Y aquí, terreno más familiar para nosotros y menos conocido para los intelectuales grecoromanos, ¿no es la inteligencia la que ha brillado en el régimen con sus católicos cultísimos, en sus judíos cultísimos, en sus ateos cultísimos, sus mercaderes y gobernantes cultísimos? ¿Y qué han significado? Por sus frutos los conoceréis. En la acción del Estado, ahí están sus leyes, decretos, sentencias, tratados, en que toda justicia fue subordinada a los intereses más abyectos. Nadie que no sea meramente un grecoromano podrá dejar de comprender que el General San Martín, al conciliar a los pueblos, para organizar sus libertades, formar sus ejércitos, conducirlos a la victoria, proclamar y establecer sucesivamente la independencia de repúblicas hermanas, realice un proceso histórico que no cabe en tradiciones ajenas a la nuestra, argentina, americana[92].

En aquellas circunstancias, Perón fue prudente y sólo se dedicó a apuntalar a Farrell para la vicepresidencia, que había quedado vacante. Perón era consciente de que aquellos «nacionalistas» eran absolutamente piantavotos y que si quería profundizar su relación con el movimiento obrero era imprescindible despegarse de estos personajes que estaban en la vereda de enfrente de cualquier delegado gremial. Su primera reacción fue sondear a los partidos políticos. Pudo comprobar que, entre los radicales de primera línea, su figura no entusiasmaba; pero logró sumar a su círculo íntimo a los intelectuales de línea nacionalista popular y antiimperialista del grupo FORJA y a algunos hombres provenientes del radicalismo alvearista como Hortensio Quijano y Juan Ignacio Cooke.

El presidente que renunció tres veces

Dos episodios derrumbaron al débil presidente de facto Pedro Pablo Ramírez. Por un lado, ante el fracaso de las tratativas para reequipar a las Fuerzas Armadas en Estados Unidos, el coronel Enrique González, secretario general de la Presidencia, decidió enviar a un oficial argentino a Berlín para comprar armamento. Luego se sabría que el enviado era, además, un espía nazi. En un episodio digno de una novela de Graham Green, fue detenido en el Caribe por autoridades británicas, lo que generó un escándalo internacional de grandes proporciones. También pesó el contacto de Perón con el general Gualberto Villarroel y Víctor Paz Estensoro, la cabeza visible del Movimiento Nacionalista Revolucionario que acababa de protagonizar un golpe de Estado en Bolivia contra el presidente Enrique Peñaranda Castillo. Washington dedujo que hubo participación de Buenos Aires en el levantamiento boliviano y alertó a los otros países sobre el «expansionismo argentino».

En ese complicado contexto, el canciller Alberto Gilbert confirmó que el país declararía la guerra al Eje y el GOU se reunió especialmente para tratar el tema. El coronel González y el general Eduardo Ávalos apoyaron al gobierno, frente a una nutrida oposición. Perón sacó provecho, al no alinearse con ninguno de los dos bandos. El 26 de enero de 1944, el gobierno argentino rompía las relaciones diplomáticas con Alemania y Japón (Italia ocupada por los aliados, ya no integraba el Eje). Tres semanas después de esa ruptura, los miembros del GOU, muy probablemente alentados por Perón, exigieron la renuncia de González y Gilbert. Eliminados ambos, Ramírez quedaba solo a merced de Perón, quien agitó el fantasma de que el gobierno se aprestaba a enviar tropas al Asia contra Japón. Ramírez no supo convencer a los principales oficiales del Ejército de la falsedad de los rumores. En los días siguientes, Ramírez lograría un récord difícil de batir: tendría que presentar tres veces su renuncia a la presidencia.

El punto crítico se produjo el 23 de febrero, cuando por las amenazas de Ramírez, el GOU se disolvió con el juramento de sostener al régimen. Al día siguiente, en un intento desesperado, el presidente ordenó la destitución de Farrell. Inmediatamente y convocados por Perón, se reunieron oficiales del ex GOU y le bajaron el pulgar a Ramírez. Una delegación militar se trasladó hasta la residencia presidencial y le comunicó a Ramírez su destitución, quien a regañadientes presentó su primera renuncia «por la imposición de la fuerza». El texto claramente sugería que se había producido un golpe de Estado. Alertados por un civil sobre la posibilidad de que eso impidiese el reconocimiento del nuevo gobierno por otros países, los militares resolvieron que Farrell visitase a Ramírez para convencerlo de que redactase una segunda nota. En ella, renunciaba «fatigado por las intensas tareas de gobierno».

El 29 de febrero, que marcaba el carácter de bisiesto y, para muchos, de funesto de aquel año que había comenzado con el terremoto de San Juan, el teniente coronel Tomás Adolfo Ducó encabezó una sublevación que reclamaba la vuelta de Ramírez, el nombramiento de civiles en el gabinete y elecciones generales. Pero no tuvo el menor eco y acabó por rendirse[93]. En medio de la crisis, el presidente Ramírez presentó su tercera renuncia, esta vez ante la Corte Suprema de Justicia. Al día siguiente asumía la presidencia el general Edelmiro J. Farrell.

Perón, nombrado ministro de Guerra, decidió enviar de gira a los principales cuarteles del interior al general Orlando Peluffo, con el objetivo de obtener bajo juramento el respaldo a Farrell como nuevo jefe de la revolución y a Perón como ministro, por parte de los más altos oficiales con mando de tropa. Sólo restaba sacarse de encima a Perlinger y la facción pro Eje que lo apoyaba. En ese momento circulaban por Buenos Aires los peores comentarios sobre Farrell: que estaba dominado por Perón y que el cargo le quitaba tiempo para sus grandes pasiones: los clubes nocturnos y las peleas.

En el mes de julio de 1944 se discutió quién debía ocupar la vicepresidencia vacante y en una asamblea de oficiales fue electo Perón por un estrecho margen de seis votos. Con la ayuda del almirante Alberto Teissaire, nuevo secretario de Marina y aliado de Perón, exigió la renuncia de Perlinger. Fue reemplazado interinamente por el propio Teissaire y, con ello, el control de Perón sobre sus camaradas de armas llegaba a su apogeo. Durante los últimos tres meses del ’44, Perón promovió reformas internas en el cuerpo militar que le permitieron mantener su autoridad y, a la vez, como vimos en el capítulo anterior, comenzar a conquistar el apoyo del movimiento obrero.

Cuando casi bombardean Buenos Aires

La campaña contra nuestro país por parte de los halcones de la Casa Blanca alcanzó tal punto que funcionarios del Pentágono llegaron a evaluar muy seriamente, a fines de 1944, el bombardeo de Buenos Aires a través de la Fuerza Aérea Brasileña. El alucinado proyecto consta en una carta fechada el 29 de diciembre de 1944, dirigida por el consejero de la embajada de Gran Bretaña en Washington, R. H. Hadow, a Victor Perowne, del Departamento Sudamericano del Foreign Office[94]. El documento, rescatado por el investigador argentino Carlos Escudé, señala:

En primer lugar, el embajador brasileño en Washington fue quien me dijo en confianza que un relevamiento de la situación llevado a cabo por las Fuerzas Armadas norteamericanas en Washington (al cual evidentemente había tenido acceso) da por descontado que Buenos Aires puede ser totalmente destruida por la Fuerza Aérea Brasileña. En segundo lugar, un oficial norteamericano, altamente ubicado, de mi amistad, insinuó que habían sido sostenidas conversaciones con respecto a una acción ofensiva contra Buenos Aires, por el Agregado Militar de Estados Unidos y/o el General Brett (o posiblemente por orden del último) en Río de Janeiro, y que la conclusión había sido que Buenos Aires podría ser destruida y la Argentina sometida, sin la intervención abierta del gobierno norteamericano. Pregunté si esto significaba usar la técnica usada por los alemanes durante la guerra española: la respuesta fue precisamente. Siempre hay en los Estados Unidos —explicó mi amigo— cierto número de jóvenes aventureros listos a enrolarse bajo una bandera extranjera, como lo han hecho en China, España y otros lugares; entre ellos hay numerosos pilotos de cazas y bombarderos, de primera categoría. No les faltarían aviones ni bombas, como no les faltaron a los alemanes en España, ya que Brasil estaría ejecutando la tarea de Estados Unidos: destruyendo al fascismo. La opinión pública estaría, por consiguiente, del lado del Brasil. Más aun: la información norteamericana era suficientemente exacta como para poder afirmar con confianza que existirían muy pocas probabilidades de revelaciones inconvenientes en caso de derribamiento de aviones, ya que las baterías antiaéreas y hasta los cazas argentinos y sus pilotos son pocos, están desconcentrados y muy por debajo de sus necesidades mínimas[95].

Lo que los norteamericanos no podían imaginarse por aquellos días, era que Buenos Aires sería bombardeada diez años y medio después, el 16 de junio de 1955, pero por las propias fuerzas armadas argentinas, más precisamente por la aviación naval.

La tregua

No sabemos si por culpa de la mala onda que le venía de la Argentina, pero lo cierto es que Cordell Hull sufrió una «indisposición» —como se decía entonces— y debió ser reemplazado interinamente en el cargo por Edward Stettinius, quien se mostró más comprensivo con la Argentina. A poco de asumir, le informaba al presidente Roosevelt:

He revisado cuidadosamente con el FBI nuestras acusaciones contra la Argentina y puedo concluir con seguridad que si bien es cierto que hasta hace un año hubo indicios sustantivos de ligazones con el Eje, tal situación ya no existe. Nuestro antagonismo actual se basa más bien en un sentimiento emocional, presente en nuestro pueblo y gobierno. Nos guste o no, Perón permanecerá en el poder […][96]

Summer Welles, un alto funcionario norteamericano, traducía en un informe la preocupación por las consecuencias que había provocado en la opinión pública latinoamericana la ofensiva lanzada contra la Argentina por Washington:

Cuando la bandera argentina aparecía en las pantallas cinematográficas de los países hispanoamericanos era saludada con vivos aplausos, mientras que se acogía con silbatinas todavía más fuertes las imágenes de las personas consideradas responsables de la política de los Estados Unidos[97].

Esta inquietud ya había sido expresada por un artículo titulado «El Fracaso», publicado en la influyente revista Time:

El entredicho con la Argentina es uno de los más tristes fracasos de la diplomacia de los Estados Unidos. […] la tendencia de la diplomacia estadounidense a sojuzgar a las naciones latinoamericanas y a tratarlas como a chicos rebeldes, que deben ser atraídos con dinero almibarado o gobernados con mano de hierro […] da resultados con algunos de los más pequeños y débiles, aunque nunca en forma completamente satisfactoria, transformándose casi siempre en un enorme perjuicio para el Gran Vecino. Con la Argentina no ha dado ningún resultado. La Argentina espera ser tratada como par. Perdidas las esperanzas de recibir ese tratamiento, sus ciudadanos se han convertido en nuestros enemigos. Su orgullo nacional herido se convierte en desafiante nacionalismo. […] es un producto nacional, no es mera copia inspirada en el nazismo sobre la base de los modelos europeos. Los Estados Unidos pueden suspender todo comercio con la Argentina, pero los ingleses no están en la misma situación[98].

Mientras todo esto ocurría, el 4 de febrero de 1945 se reunían en Yalta[99] los nuevos amos del mundo. Allí estaban Roosevelt, Churchill y Stalin. El tema de la Argentina estuvo presente en las conversaciones entre los tres «grandes». Según cuenta Stettinius en sus memorias:

Stalin declaró que la Argentina debía ser castigada y que si se hallara en este continente, él mismo se encargaría de que así fuera. Roosevelt agregó que el pueblo argentino era bueno, pero que de momento había hombres equivocados en el poder. Después de un brindis de Churchill por las masas proletarias del mundo[100], hubo una gran discusión sobre el derecho de los pueblos a gobernarse a sí mismos. […] Stalin preguntó a Roosevelt sobre la situación argentina. El presidente contestó que estábamos en tratos sobre la celebración de una Conferencia de Naciones Unidas y Asociadas que habían ayudado en el esfuerzo de guerra. La Argentina, claro, no era una nación unida ni una nación asociada. El secretario Hull había lanzado sus invectivas más duras contra la Argentina por haber persistido esta nación en prestar una ayuda abierta y notoria el Eje. Gran Bretaña, sin embargo, por depender de los suministros de carne que recibía de la Argentina y tener grandes inversiones hechas en aquel país, no deseaba unirse a los Estados Unidos y participar en una acción enérgica contra la República Argentina. Stalin dijo al presidente que no sentía ningún afecto hacia la Argentina y añadió que existía una contradicción en la lógica que regía el sistema de admitir naciones[101].

Como se ve, la actitud para nada desinteresada de Gran Bretaña fue decisiva para no excluir a la Argentina del sistema internacional.

El 21 de febrero de 1945 se reunió en el Palacio de Chapultepec, en la ciudad de México, la «Conferencia Interamericana Especial sobre Problemas de Guerra y Paz», promovida por Washington para asegurar su predominio en lo que ellos mismos denominaban despectivamente «el patio trasero». La Argentina no asistió pero fue claramente protagónica en ausencia, ya que tres artículos de la declaración final hacían clara referencia a nuestro país, invitándolo a firmar las resoluciones e incorporarse al «concierto de las naciones americanas». Para no desafinar, el presidente Farrell decidió, el 27 de marzo de aquel año clave de la historia argentina, dictar el decreto-ley 6945 que decía: «El gobierno de la Nación acepta la invitación que le ha sido formulada por las veinte repúblicas americanas participantes de la Conferencia y adhiere al Acta final de la misma». La redacción del artículo 2 del decreto no deja de sorprender: «Declárase el estado de guerra entre la República Argentina y el Imperio del Japón», y recién en el artículo 3 se le declaraba la guerra a Alemania por carácter transitivo: «Declárase igualmente el estado de guerra entre la República Argentina y Alemania, atento al carácter de esta última aliada del Japón».

El Acta de Chapultepec fue firmada por nuestro embajador en México el 4 de abril. Una semana después, los Estados Unidos y las demás naciones latinoamericanas normalizaron las relaciones con la Argentina.

En retribución, el gobierno argentino tomó medidas tendientes a mejorar su imagen: cese total del intercambio comercial con los países del Eje, cierre de publicaciones pronazis, intervención de empresas alemanas, arresto de un número importante de espías nazis o sospechosos de serlo y promesa de una pronta convocatoria a elecciones nacionales.

Perón le confesaría años más tarde a Félix Luna:

Indudablemente, a fines de febrero de 1945, la guerra ya estaba decidida. Nosotros habíamos mantenido la neutralidad pero ya no podíamos mantenerla más. Recuerdo que reuní a algunos amigos alemanes que tenía, que eran los que dirigían la colectividad, y les dije: —Vean, no tenemos más remedio que ir a la guerra, porque si no, nosotros y también ustedes vamos a ir a Nüremberg. Y de acuerdo con el consenso y la aprobación de ellos, declaramos la guerra a Alemania pero ¡claro!, fue una cosa puramente formal[102].

Bienvenido Mister Braden

El 18 de abril del ’45, una flotilla aérea norteamericana sobrevoló Buenos Aires y aterrizó en la base de El Palomar. Pero venían en son de paz, trayendo abordo a Avra Warren, jefe de la división Asuntos Americanos del Departamento de Estado. Como suele ocurrir en estos casos, el hombre venía acompañado por militares de alto rango y economistas. La «Misión Warren» venía con la idea de estrechar contactos con el gobierno argentino. Perón puso especial cuidado en recibirlos cordialmente porque esperaba concretar la tan ansiada compra de armamentos.

Todo venía bien, pero la «luna de miel» duró poco. La muerte del presidente Roosevelt —el 12 de abril de 1945— y la asunción de Harry Truman trajeron aparejados cambios en el gabinete y en el equipo de funcionarios. El conciliador Stettenius fue reemplazado por un enemigo de la Argentina, James Byrnes, quien a instancias de Nelson Rockefeller —coordinador de la Oficina de Asuntos Interamericanos y secretario de Estado adjunto para la región— designaría al nuevo embajador en nuestro país. El funcionario llegó el 19 de mayo de 1945 a Buenos Aires procedente de Chile, donde su familia era propietaria de la Braden Copper Mines, una de las más importantes empresas mineras del país vecino. Se llamaba Spruille Braden y seguramente nadie sospechaba hasta qué punto protagonizaría la política argentina de los meses siguientes.

El americano más famoso

¿Quién era este mister Braden? Había nacido en Elkhorn, Montana, hacía cincuenta y un años. Era hijo de un rico empresario minero vinculado a los Rockefeller. A la hora de estudiar, el joven Spruille no tuvo muchas opciones y se recibió de ingeniero en minas. En 1920, gracias a los contactos familiares, ganó la licitación para la electrificación de los ferrocarriles chilenos. Poco después organizó la Corporación Boliviano-Argentina de Exportación, y se fue convirtiendo en consejero, o sea lobbysta, de varios gobiernos latinoamericanos en negociaciones de empréstitos. En la Casa Blanca fue ganando fama de hombre conocedor de América Latina y en 1933 acompañó al representante norteamericano Cordell Hull a la Séptima Conferencia Panamericana de Montevideo. Pero sus escarceos diplomáticos no iban en desmedro de sus actividades empresariales; por el contrario, las complementaban perfectamente. En uno de sus múltiples viajes por la región, Braden consiguió una concesión que negoció como testaferro para sus amigos los Rockefeller y su Standard Oil Company en la cuenca petrolera en la zona del Chaco boreal, disputada por los gobiernos de Paraguay y Bolivia. Durante la guerra que desangró a los países hermanos entre 1932 y 1935, Braden movió los hilos en defensa de los intereses de la Standard Oil y participó de la firma del acuerdo de paz que puso fin al dramático conflicto.

En 1939 fue designado embajador en Colombia y en 1941 fue trasladado a Cuba, donde entabló estrechos vínculos con Fulgencio Batista[103]. Con esos antecedentes, llegó en 1945 a la Argentina.

La revista más influyente de los Estados Unidos, la famosísima Time, hacía una curiosa referencia a Braden que incluía una deliciosa confesión de parte:

En viaje a Buenos Aires se encuentra el astuto, alegre y rudo Spruille Braden, designado embajador de los Estados Unidos en la Argentina. Braden es un diplomático inusitadamente democrático[104].

Se ve que lo «inusitado» era que los representantes del imperio no tuviesen nada de democráticos. Pero la revista se podía quedar muy tranquila. Braden no sería la excepción a la regla.

Así recibía La Nación al nuevo embajador:

Hombre de ciencia al mismo tiempo que hombre de ley, hombre de acción ante todo, mister Spruille Braden es un prototipo de los estadistas de su país, eminentemente práctico. Su vida es un ejemplo de fe apasionada en la energía que la Democracia encierra como fuerza propulsora de progreso. Desde que comenzó a señalarse en el desempeño de misiones en el exterior, ha afirmado el ideal de la confraternidad basado en la soberanía individual, como la única forma de alcanzar la victoria del espíritu sobre las pasiones obscuras[105].

El «enviado» fue presentado en sociedad el 29 de mayo en el Club Americano. Allí Braden se dirigió a la «distinguida» concurrencia con estas palabras, que serían contrariadas inmediatamente por sus actos. Decía que su misión tenía por objetivo:

proteger y promover todos los legítimos intereses norteamericanos. Habréis observado que empleo la palabra legítimo. Lo hago porque si nuestros intereses llegaran alguna vez a ser ilegítimos se opondrían directamente a las normas y principios que inspiran nuestra política, no podrán esperar de nuestra misión diplomática sino la más obstinada oposición […]. Estoy seguro de interpretar bien vuestro pensamiento cuando digo que si una minoría de malintencionados intentara llegar a estas costas, la colectividad norteamericana y su embajada la rechazarían con más indignación que los propios argentinos[106]

Se ve que entre los presentes no hubo nadie que tuviera ganas de recordarle que los Estados Unidos no habían hecho otra cosa en América Latina que impulsar sus «legítimos intereses», que eran a todas luces absolutamente ilegítimos para los verdaderos intereses de nuestros pueblos.

A los pocos días de aquel discurso, Braden enviaba uno de sus primeros informes a Washington en estos «bienintencionados» términos:

Si bien la eliminación de Perón y los militares sería un gran paso adelante, la seguridad de Estados Unidos y consecuentemente la de Gran Bretaña no quedará asegurada hasta que [los] últimos vestigios de los malignos principios y métodos que [el] existente gobierno representa y practica hayan sido extirpados y una democracia razonablemente efectiva reine en la Argentina[107].

No nos queda claro si «una democracia razonablemente efectiva» era para Braden algo parecido a la dictadura cubana, a la que el embajador impulsó tan fervientemente desde su sede diplomática en La Habana.

Es curioso, pero todos coincidían en calificar zoológicamente al corpulento embajador: mientras para algunos era un noble búfalo de las praderas, para otros era un bulldog y para otros, simplemente un cerdo. Lo concreto es que el hombre llegaba a la Argentina como un conquistador, dispuesto a hacer cualquier cosa para garantizar la hegemonía norteamericana en nuestro país y asegurarse el control sobre todos los negocios que traería la posguerra. Desde Londres las cosas se veían así:

La mayor dificultad enfrentada por el gobierno de Su Majestad [respecto de la Argentina] es la actitud del gobierno norteamericano, el cual es fundamentalmente hostil hacia la Argentina por considerar a ese país un foco de oposición hacia la hegemonía de Estados Unidos en América del Sur. Esta actitud persistirá independientemente del gobierno que invista el poder en la Argentina, a no ser que el tal gobierno se subordine totalmente a Estados Unidos[108].

El gobierno de «Su Graciosa Majestad», insospechable de nazi, advertía claramente el carácter de la misión de Braden y no daba el más mínimo crédito a las virtudes «democráticas» del embajador. Para el Foreign Office se trataba de una intervención directa del gobierno de los Estados Unidos en los asuntos internos del país, violatoria del Acta de Chapultepec, cuyo celoso cumplimiento reclamaba sin ruborizarse el corpulento diplomático.

Enemigos íntimos

No pasaron muchos días hasta que finalmente Braden se vio cara a cara con su archienemigo, el coronel Perón. Fue una entrevista relativamente cordial. El vicepresidente le reclamó el cumplimiento de lo acordado por la Misión Warren, o sea el envío de equipamiento militar. Braden retó al coronel diciéndole: «Ustedes tienen una prensa y una opinión pública extremadamente malas en el exterior y van a tener que hacer algo en ese sentido primero»[109]. Perón le aseguró que no habría ningún problema. Pero a la segunda reunión el embajador fue, no quisiéramos decir con cara de perro para no agregar otro animal a la lista, pero algo así. Le comunicó oficialmente a Perón que el Departamento de Estado había decidido no enviar nada a la Argentina a causa de lo que Washington entendía como incumplimiento de las obligaciones acordadas en la Conferencia de Chapultepec. Según el historiador Robert Potash, la cancelación de los embarques prometidos por la Misión Warren fue obra de Braden[110].

Hubo un encuentro posterior, el 5 de julio de 1945. En él, Braden intentó extorsionar a Perón. Le dijo que si transfería la propiedad de las empresas alemanas y japonesas (incautadas tras la declaración de guerra) a firmas norteamericanas y si abría los cielos a las compañías aerocomerciales estadounidenses, él intercedería ante la Casa Blanca para que revieran su política frente a la Argentina y para convertirlo en alguien muy popular y con muy buena imagen en el exterior. Perón le contestó:

A ese precio prefiero ser el más oscuro y desconocido de los argentinos, porque no quiero llegar a ser popular en ninguna parte por haber sido un hijo de puta en mi país[111].