El Premier trabajador[33]
Ya los timoratos que llegan hasta mí, me han dicho sibilinamente al oído: «Tenga cuidado; usted hace un juego peligroso con las masas obreras». Yo les he contestado: «Tengo fe en los hombres que trabajan, porque no he sido jamás engañado ni defraudado por los humildes. En cambio, no puedo decir lo mismo de los poderosos».
JUAN DOMINGO PERÓN, julio de 1944[34]
Como señalamos en el tomo anterior de Los mitos de la historia argentina[35],. La brutal crisis del capitalismo mundial desatada a fines de 1929 en los Estados Unidos exportó sus efectos más negativos hacia los países dependientes. Nuestra metrópoli comercial de entonces, Gran Bretaña, decidió que una buena parte de la crisis la pagáramos los argentinos, al reducir unilateralmente los precios de nuestras exportaciones (esencialmente granos, lanas y carnes) y subir el precio de los productos manufacturados que nos vendía, muchos de los cuales estaban elaborados con nuestras materias primas. De esta forma comenzó a darse en nuestro país un desordenado proceso de sustitución de importaciones: había que fabricar aquí lo que antes comprábamos en el exterior porque nuestra balanza comercial deficitaria hacía imposible disponer de divisas para importar. Este proceso industrializador no sólo sirvió para abastecer nuestro mercado interno, sino que convirtió a la Argentina en exportador de bienes manufacturados hacia el mercado latinoamericano. Para 1940 el 39,3% del total de nuestras exportaciones era de origen industrial, mientras que en 1944 esa proporción se había elevado al 68,4 por ciento.
Este proceso aparejó profundas consecuencias económicas, sociales y finalmente políticas. La brutal rebaja del valor de nuestros productos agropecuarios —que en algunos casos llegó al 40%— arruinó a los pequeños y medianos productores, que se habían endeudado para sembrar con la esperanza de levantar las hipotecas sobre sus campos con la nueva cosecha. Miles de hectáreas fueron rematadas por los bancos y compradas a precio vil por los grandes terratenientes y las compañías ferroviarias y frigoríficas británicas que aumentaron la extensión de sus ya enormes latifundios. Miles de chacareros pasaron de pronto de propietarios a proletarios, quedándose literalmente «en Pampa y la vía»; junto con ellos, miles de peones veían escurrirse sus históricas fuentes de trabajo. Comenzó así un triste peregrinar, un verdadero éxodo del campo a las ciudades donde crecía la demanda de mano de obra para las nacientes industrias. Allí iban dejando atrás los campos adquiridos con tanto sacrificio nuestros paisanos, los hijos de la Pampa gringa, los hijos y nietos de los que habían dado el «Grito de Alcorta»[36]. Familias enteras migraban con lo puesto, cargadas sobre todo de miedos a los fantasmas de la gran ciudad. Uno de esos paisanos, que llegaría a ser un notable dirigente sindical, recordaba:
Muchos de nosotros hemos llegado desde nuestras provincias corridos por la miseria y la desocupación, obligados a desparramarnos por otros campos, por otras estancias, y por cuanta empresa industrial fuera posible, en procura de una vida digna. Llegamos con mapas de cicatrices producidas por nuestras labores en el campo; así venimos desde las chacras y los montes de Entre Ríos, desde los quebrachales y algodonales del Chaco, desde las selvas de Misiones, las estancias de Corrientes, desde las sedientas tierras de Santiago del Estero, y así desde todos los rincones de nuestro inmenso territorio patrio, trayendo en nuestras venas sangre de charrúa, de araucano, de guaraní, sangre de gringos campesinos y trabajadores, para mezclarla en los frigoríficos y así acrisolar la unidad proletaria para lograr una vida mejor[37].
Los descamisados antes de Perón
Los trabajadores recién llegados del campo a las grandes ciudades se fueron insertando lentamente en el sistema productivo. Traían consigo su inexperiencia política y sindical, ya que la vida política en el campo estaba muy limitada y se centraba en las peleas entre conservadores y radicales. Ni unos ni otros incluían en sus discursos y sus prácticas políticas el tema sindical. En general, en aquellos territorios predominaba una mentalidad conservadora, en la que la religión católica cumplía un rol fundamental para el mantenimiento de la obediencia y el mantenimiento de los llamados «valores tradicionales»[38].
Perón señalaba al respecto:
Ciertamente que todos los ciudadanos tenían derechos electorales; pero es igualmente cierto que las clases trabajadoras humildes no los podían ejercer porque su falta de independencia económica los sometía a la voluntad patronal, con lo cual venía a resultar que el patrono, para defender sus intereses frente a los del proletario, contaba con su voto duplicado, triplicado, cuadruplicado o centuplicado, según el número de asalariados que tuviese a su servicio[39].
El movimiento obrero argentino no nació con el peronismo pero alcanzará con éste una etapa de enorme desarrollo y, a cambio de perder su histórica autonomía, accederá a ciertos niveles de poder estatal y paraestatal inéditos en la historia argentina. Como señalamos en el tomo 2 de esta serie[40], la organización sindical en nuestro país se remonta al último cuarto del siglo XIX, cuando las crecientes oleadas inmigratorias trajeron consigo las ideas anarquistas y socialistas de lucha por la dignidad de los trabajadores y la construcción de una nueva sociedad sin explotadores ni explotados. Las décadas siguientes estuvieron jalonadas por históricas y prolongadas huelgas generales, protagonizadas por la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), y por la acción moderada de las centrales socialistas, primero la Unión General de Trabajadores (UGT) y luego la Confederación Obrera Argentina (COA). A ellas, a partir de 1922, se sumó el planteo más negociador de los sindicalistas organizados en la Unión Sindical Argentina (USA).
El golpe del ’30 aglutinó a los distintos nucleamientos obreros para formar la Confederación General del Trabajo (CGT), de la que se autoexcluyeron los anarquistas que siguieron respondiendo a la histórica FORA. Los primeros años de la década fueron muy duros para el accionar sindical. A las feroces persecuciones que incluían la cárcel y la tortura, se sumaba un altísimo índice de desocupación, que reducía notablemente los márgenes de influencia del movimiento obrero organizado en la sociedad. Pero la combatividad estaba latente y estalló en 1935 —cuando se insinuaba la salida de la crisis—, en una gran huelga general contra la política antinacional y antipopular del régimen de Justo. A partir de entonces, el sindicalismo argentino, claramente izquierdista, aumentó su protagonismo vinculado al notable crecimiento de la actividad industrial. Al momento de producirse el movimiento militar del 4 de junio de 1943, la FORA seguía en su histórica intransigencia y la USA se había reconstituido, en disidencia con la línea que entendía demasiado politizada de la CGT. El comienzo de la Segunda Guerra Mundial introdujo un factor de división en el sindicalismo argentino. En marzo de 1943, la principal central obrera se dividió entre las llamadas CGT N.° 1 y CGT N.° 2. La primera estaba dirigida por el ferroviario y afiliado socialista José Domenech, que proponía adoptar una actitud independiente de los partidos políticos. Pretendía diferenciar la acción política de la gremial y se mostraba dispuesta a negociar con el nuevo gobierno. En la CGT N.° 2, comandada por el municipal y también socialista Francisco Pérez Leirós, se nucleaban los sindicatos más cercanos a los socialistas y comunistas, claramente opositores al gobierno militar. Planteaban abiertamente el fin de la neutralidad argentina y la ruptura de relaciones con el Eje.
Las estadísticas muestran que a las cuatro centrales sindicales en su conjunto sólo estaba afiliado el 20% de los trabajadores en actividad.
Era natural que los trabajadores recién llegados[41]; no se sintieran del todo representados por las dirigencias sindicales de izquierda que predominaban en el movimiento obrero, por el choque cultural que implicaba el tomar contacto con ideas y prácticas políticas en las que, por ejemplo, la religión católica era denostada y los conceptos de patria y nacionalidad eran puestos en duda como estrategias burguesas para garantizar la dominación de la clase trabajadora. También los alejaba de la conducción sindical la prioridad que particularmente los comunistas, siguiendo las directivas de Moscú le daban a la política internacional[42], muchas veces poniéndola por encima de las reivindicaciones cotidianas. Sin embargo, estas diferencias entre los trabajadores «nuevos» y «viejos» no deben confundirse con un enfrentamiento entre los miembro de la clase obrera, que estaba unida de hecho por sufrir en su conjunto la explotación patronal[43].
Los gobiernos conservadores que se sucedieron desde el ’30, por lo general, adoptaron políticas contrarias a los sectores asalariados. A pesar de las múltiples iniciativas de las bancadas socialistas en el Congreso, prácticamente no se sancionaron leyes favorables a los sectores populares en aquel lamentable período[44]. Esto contrastaba notoriamente con la catarata legislativa y la creación de organismos estatales destinados a la conservación y aun el aumento de la renta de los sectores más concentrados de la economía, como fueron de hecho las juntas reguladoras. Esta interpretación oligárquica del papel del Estado y de su intervención en la economía llevó a que las demandas irresueltas de la clase trabajadora se acumularan a lo largo de la década infame.
¿Un solo corazón?
Los miembros de las Fuerzas Armadas que tomaron el poder en 1943 eran conscientes de la situación de los sectores populares. Pero de ambos lados había reticencias. A los integrantes del movimiento obrero les costaba, con justa razón, pensar en los militares como aliados. Los habían visto siempre desde la vereda de enfrente, encabezando todas las represiones contra sus movilizaciones y huelgas. Todavía estaban muy frescas las masacres de la Semana Trágica, la Patagonia[45], los quebrachales santafesinos[46] y las permanentes intervenciones como «fuerza pretoriana» del poder económico, como para confiar de pronto en la sensibilidad social de los uniformados.
Del lado de los militares también había marcados recelos. Su formación derechista los hacía desconfiar de la organización sindical internacionalista, «apátrida» en su lenguaje, y sobre todo, «atea». Sin embargo, en las filas del Ejército se venía dando un proceso de discusión, que si bien no salía de ciertos marcos conservadores, comenzaba a contemplar el fenómeno social como un tema ineludible. Más que una cuestión de solidaridad social, se lo consideraba, ante todo, un tema estratégico para evitar que la Argentina cayera «en manos del comunismo».
Un texto muy revelador en este sentido es la carta abierta que el general Fasola Castaño le escribiera al presidente, el también general Justo, en 1938:
No se le podrá perdonar a Ud. que no haya comprendido y ni aprendido nada sobre los movimientos ideológicos que, en estos momentos, embargan a las multitudes del mundo entero y haya sido un Presidente de corte antiguo y capitalista […] y haya ignorado, durante toda su Presidencia, que existe un pueblo argentino que se debate en la miseria, en la enfermedad y en el desamparo moral, social y legislativo más absoluto […]. No se le podrá perdonar que haya dejado al pueblo argentino bajo un gobierno de derecha, porque poseído de esa doctrina seguirá cerrando los ojos a los problemas de la masa del pueblo y abriéndolos grandemente ante los de la oligarquía que lo sostiene; no se le podrá perdonar que Ud. haya sido y sea un enemigo mortal del nacionalismo argentino creyendo que nacionalismo es una legión que saluda a la fascista […]. Compenetrado de esa doctrina nacionalista, Ud. habría virado totalmente de bordo en su acción de gobierno y en vez de continuar las huellas de sus antecesores, la Argentina es actualmente para los extranjeros, Ud. habría procedido en forma de dejarnos una Argentina para los argentinos[47]…
Los oficiales con tropa a cargo, destinados a distintas partes del país, a lo largo de su carrera habían podido comprobar personalmente las terribles condiciones de miseria de sus compatriotas. Anualmente, en la revisación médica para el servicio militar obligatorio, podían comprobar que a muchos convocados no podían sellarles la libreta de enrolamiento con el «apto todo servicio», por estar desnutridos, no dar la talla y el peso mínimos requeridos o padecer enfermedades sociales —es decir, evitables— cuyo agente transmisor era la miseria que incubaba en las políticas de exclusión y corrupción imperantes. Un notable documento que describe minuciosamente la situación social del país y recuerda las crónicas de Alfredo Palacios que publicamos en el volumen anterior[48], fue redactado por un oficial médico del Ejército en 1943:
En la Argentina, país del trigo y de la carne, cuya riqueza agropecuaria lo hace considerar el mejor granero y uno de los mejores mercados de carne del mundo, una gran masa de su población vive permanentemente racionada. El hambre es un problema nacional […]. Puede ser incluida en nuestros cuadros nosográficos una enfermedad que hace estragos en las provincias del Norte y que el doctor Escudero llama sabiamente «el hambre crónico» […]. Diversos factores contribuyen poderosamente a mantener tal situación: la vivienda, el salario, el costo de la vida, son influidos por condiciones climáticas adversas que doblegan al espíritu más batallador […]. A estas condiciones ambientales se agrega la acción constante y destructiva de enfermedades crónicas como el paludismo, la enfermedad de Chagas, la tuberculosis, anquilostomiasis, etc. […]. El estado de desnutrición de nuestros niños del Norte sigue siendo deplorable. La sed hace más angustioso el problema[49].
El mismo informe calificaba de «aterradoras» las cifras de mortalidad infantil:
En Jujuy fue, en el año 1941, del 205 por mil; en Salta, de 141 por mil; en Tucumán, de 133 por mil; en San Juan, de 111 por mil; en Mendoza, de 100 por mil; de 75 por mil en Santiago del Estero […]. Es interesante recalcar que estas cifras constituyen la mortalidad infantil registrada. Es de imaginar que las cifras reales serán mucho más altas, si tenemos en cuenta que el número de nacimientos ilegítimos registrados en Corrientes es de 56,1% en Jujuy de 46,3%, de 44,9% en Salta, de 45,4% en Tucumán, de 42,1% en Santiago del Estero, de 40,2 por ciento en Catamarca, etc. […]. El control minucioso de anuarios estadísticos establece que sobre 100 nacidos mueren, antes de los 20 años de edad, un 20% de los mismos. Anualmente y eso se reproduce en forma periódica y cada vez con índices más altos, en el momento del reconocimiento médico del 80% restante, no son incorporados por presentar defectos físicos el 45% de los ciudadanos, lo que hace, sobre e18total de la clase, sean declarados aptos para todo servicio e incorporados sólo un 35 por ciento[50].
Y el médico militar remataba su documento con un diagnóstico llamativo:
A toda la gama de enfermedades sociales, de taras humanas, las rige el hecho capital de que gran parte de los salarios de la masa obrera de nuestro país está por debajo de un mínimo aceptable […]. Cuando tengamos un código sanitario humano, así como tenemos un código sanitario animal; cuando la natalidad sea la expresión de un holgado bienestar económico; cuando los índices de ineptitud en el reconocimiento médico sean mínimos; cuando la vivienda y el salario hagan factible una vida más humana y mejor, recién se podrá hablar de que en nuestro país, desde el punto de vista alimenticio, la población ha dejado de estar racionada[51].
Hasta los más insensibles comenzaron a entender que había dos Argentinas: la que se mostraba, el «granero del mundo», y la real, la de los constructores de la riqueza que vivían, diríamos hoy, bajo los niveles de pobreza, sin acceder a servicios básicos, como el agua potable, la vivienda digna, la salud y la educación. Y hasta ellos, aunque fuera por el temor a que la miseria estallase en rebelión, tuvieron que prestar atención al problema social sobre el que un joven coronel del GOU venía poniendo el acento desde las primeras reuniones de la logia militar.
En su primer mes de gobierno, junto con sus medidas derechistas en el campo de la educación y la cultura, los militares tomaron algunas decisiones que no dejaban de llamar la atención, como la rebaja de los alquileres en todo el territorio nacional y las bonificaciones salariales a los empleados públicos que percibían sueldos lindantes con la miseria.
La columna vertebral
Inicialmente, el gobierno del general Ramírez, imbuido de sus prejuicios anticomunistas, adoptó una política de enfrentamiento con el movimiento obrero. Dictó un Decreto-Ley de Asociaciones Profesionales que prohibía la intervención de los gremios en política y los sujetaba al control del gobierno. El documento marca la profunda desconfianza y los prejuicios típicos de la derecha para con la organización sindical. Establecía, por ejemplo, que para ser reconocidos jurídicamente, en las actas constitutivas de los gremios debía quedar explicitado que quedaba excluido «todo postulado o ideología contrarios a los fundamentos de nuestra nación y al régimen jurídicosocial que establece la Constitución nacional». Ordenaba que sus afiliados «se abstengan en absoluto de participar en la acción política». Además le daba al Departamento Nacional del Trabajo el derecho a fiscalizar las elecciones, el manejo de los fondos y los asuntos internos que creyera conveniente[52].
El gobierno clausuró la CGT N.° 2, con el pretexto de la «infiltración comunista». En contraposición a estas medidas, Perón daba señales distintas desde el Ministerio de Guerra. La pieza clave en la construcción de su relación con los obreros fue Domingo Mercante, quien tenía amistad con muchos gremialistas. Su padre militaba en el histórico sindicato ferroviario La Fraternidad y su hermano estaba afiliado a la Unión Ferroviaria. Mercante se encargó de establecer lazos entre los dirigentes y el inquieto secretario de Guerra. Así recordaba el estrecho colaborador de Perón aquellos días:
Día tras día, noche tras noche, el Ministerio de Guerra se habría de convertir en un hervidero de sindicalistas. Allí se fueron creando las bases de la revolución social. Mientras tanto, el Departamento Nacional de Trabajo seguía inerte, en manos del coronel Carlos M. Gianni, quien había asumido sus funciones en él, como presidente, el 2 de julio de 1943[53].
La gran oportunidad de «presentarse en sociedad» se le dio a Perón durante la huelga de los frigoríficos de 1943, que fue duramente reprimida. Sus dirigentes fueron detenidos y llevados a penales de la Patagonia. Perón pidió que el Ministerio de Guerra interviniera en el conflicto y logró el primer contrato colectivo de la industria de la carne, por el cual los obreros recibieron un pequeño aumento. También logró la liberación de los detenidos, entre ellos, José Peter, un carismático dirigente comunista que fue traído en avión desde el penal de Neuquén. El operativo culminó el 3 de octubre en el estadio Sportivo Dock Sud, el ámbito propicio para celebrar el triunfo con la presencia de Mercante y de Peter, que fue paseado en andas por sus compañeros por toda la cancha, en medio de una lluvia de flores rojas. El 27 de octubre de 1943, paralelamente a su ascenso en el ámbito castrense, el presidente Ramírez designó a Perón jefe del Departamento Nacional de Trabajo (DNT), una dependencia del Ministerio del Interior. Desde la década infame, los sindicalistas conocían al DNT como «el cementerio de elefantes», por su inutilidad y absoluta inoperancia, que era coherente con el desprecio que sentían por el tema social los sucesivos gobiernos fraudulentos. Perón recordará:
Yo me di cuenta que la manija, la gran palanca, estaba en ese momento del mundo y del país en un departamento olvidado que se llamaba Departamento Nacional de Trabajo. Cuando lo dije, comentaron: «¡Éste está loco! ¿Para qué querrá eso?». Y allí empecé[54].
Un empleado de la dependencia cuenta que, al hacerse cargo, Perón dio un breve discurso a los funcionarios presentes. En esa oportunidad sacó a relucir su estilo desacartonado e irónico que, en poco tiempo, se haría famoso. Les contó que viajando por Europa había encontrado un reloj frente a la plaza de un viejo pueblito que cambiaba sus figuras cada seis horas. Primero aparecía un maestro con la leyenda «soy el artífice de vuestra inteligencia»; después, un abogado, «soy el defensor de vuestros intereses»; luego, un cura, «cuido vuestras almas» y finalmente, una figura con la moraleja «soy un obrero y con mi trabajo mantengo a los otros tres»[55].
Un mes después, el «Departamento» se convirtió, por el decreto 15.074, en la Secretaría de Trabajo y Previsión, que funcionaría en el edificio del Concejo Deliberante, en Perú y la actual Hipólito Yrigoyen, a dos cuadras de la Casa Rosada. Al adquirir el rango superior de Secretaría de Estado, el organismo dejaba de estar en la órbita del Ministerio del Interior y pasaba a depender directamente del presidente. La Secretaría absorbió el viejo departamento laboral, la Comisión Nacional de Casas Baratas y la Dirección Nacional de Inmigración.
Si bien Perón sabía que la base de construcción de su apoyo político pasaba por la Secretaría, no quiso abandonar su cargo en el Ministerio de Guerra, que le permitía manejar los ascensos, destinos y retiros en el Ejército. De esta forma, tenía cerca a sus leales y lejos y sin fuerza a sus enemigos, como se lo comentaba a un periodista del diario chileno El Mercurio:
El Ejército Argentino cuenta con más o menos 3600 oficiales combatientes. Pues bien, todos, con excepción de unos 300 que no nos interesan, estamos unidos y juramentados: todos tenemos firmadas ante el Ministerio de Guerra las respectivas solicitudes de retiro. En mi fichero las tengo a todas. Los oficiales que no pertenecen a nuestra unión no nos interesan porque no son elementos que necesitamos para la obra en que estamos empeñados[56].
En el mismo reportaje, Perón hablaba de la ideología de la revolución en marcha:
Nuestro movimiento es esencialmente espiritualista. Yo personalmente soy sindicalista por antonomasia, y como tal, anticomunista, pero creo que debe organizarse el trabajo en forma sindical, de modo que el trabajador, y no los dirigentes agitadores, sean los que realmente aprovechen los mayores beneficios del esfuerzo que hace. […] He impartido al Departamento una organización que responde a las finalidades mismas que se persiguen para mejorar la condición de vida de los trabajadores, sin que se tolere que prospere ningún conflicto de orden social. Así, en los pocos días que estoy allí he podido dar término a conflictos del trabajo que se arrastraban por algunos años. No voy a aceptar que se mantengan dificultades en el orden del trabajo, y mediante soluciones transaccionales con los patrones y por medio de comisiones paritarias mixtas, estoy dispuesto a terminar con toda posible dificultad en el desenvolvimiento del trabajo en el país[57].
Pero el periodista quería saber más y le preguntó si no temía la reacción de los capitalistas frente al avance de las políticas adoptadas en beneficio de los trabajadores:
Es natural que así sea. Usted sabe lo celoso y miedoso que es el dinero. A nosotros, los oficiales argentinos, nos interesa el progreso de nuestra Patria y en esta labor no permitiremos la interferencia de la acción capitalista. En el gabinete anterior había un ministro que representaba genuinamente los grandes intereses económicos[58], muchos de los cuales son extranjeros. Personalmente, creo que ese caballero era una correctísima persona, pero debió limitarse a ser ministro de Hacienda, y no pretender desviar la línea internacional de nuestro gobierno. No crea, por lo que digo, que somos anticapitalistas. Por ningún motivo, pero tampoco permitiremos que el capital, que el dinero, que no nos interesa, nos venga a dominar. A la Argentina no debe dominarla ningún interés, y el capitalismo internacional está equivocado si cree que puede dominar el espíritu nacional de la Argentina que el Gobierno encarna[59].
Mejor que prometer…
En su discurso de asunción como secretario de Trabajo y Previsión, Perón señaló que los objetivos del área a su cargo eran los altos principios de la colaboración social, con el objeto de robustecer los vínculos de solidaridad humana, incrementar el progreso de la economía nacional, fomentar el acceso a la propiedad privada, acrecer la producción en todas sus manifestaciones y defender al trabajador, mejorando sus condiciones de trabajo y vida[60].
Pocos días después, Perón refuerza su teoría de la colaboración de clases y alerta sobre los peligros de la inacción en la cuestión social:
Se ha hecho urgente la inteligente intervención del Estado en las relaciones del trabajo, a fin de lograr la colaboración, sin rozamientos, injusticias ni prevalencias inadmisibles, de todos los que contribuyen con su músculo, su inteligencia o su capital, a la vida económica de la Nación. El supremo interés de la Patria exige al Estado moderno una función rectora y reguladora que nuestra Revolución ha localizado, en lo relativo al trabajo, en la Secretaría que estamos organizando[61].
Esa referencia a los trabajadores hoy puede parecer formal y escasa, pero ubiquémonos en el tiempo y el espacio: hasta entonces, en la conservadora historia de los funcionarios argentinos, nunca un miembro del Poder Ejecutivo había hablado en esos términos. Los «liberales» argentinos, aunque se declaraban opuestos a la intervención del Estado, siempre habían recurrido a ella en beneficio propio, a través de créditos, exenciones impositivas, subsidios y todo tipo de prebendas. Ahora, Perón les estaba diciendo que el Estado iba a intervenir en un terreno que los patrones tradicionales consideraban un feudo: las relaciones laborales en sus fábricas, campos y empresas.
Perón puso al frente del área de Previsión Social a Mercante. También contó con técnicos como el catalán José Figuerola y Tresols, antiguo colaborador del dictador español Miguel Primo de Rivera y experto en legislación laboral. Instalado en la Secretaria, Perón convocará a los dirigentes gremiales, en buena medida de extracción socialista, sindicalista, comunista y anarquista. Les pedirá obediencia a cambio de garantizarles una acción en favor de las clases más desposeídas, que en pocos meses se develará tan cierta como efectiva.
En el movimiento obrero seguían los recelos contra el coronel, como lo demuestra la resolución del Congreso General Ordinario de la CGT reunido en la sede de la Unión Tranviarios. En él fue electo secretario general, por casi 118.000 votos, el socialista Ángel Borlenghi. El texto resolvía «condenar la intromisión de personas extrañas al movimiento obrero para la solución de los conflictos entre el capital y el trabajo», a la vez que proponía «intensificar la campaña contra la carestía de la vida, a fin de interesar a los poderes públicos de ese grave azote para la economía del pueblo trabajador»[62].
Perón decidió seguir a la ofensiva: obtuvo la revocación de la irritante Ley de Asociaciones Profesionales y redactó estatutos para reglamentar la previsión social, la vivienda, las vacaciones y el trabajo rural, que fueron aprobados por el presidente. La Secretaría tomó parte activa en los conflictos laborales y estimuló la agremiación por oficio e industrias. Esto permitió el acercamiento con la CGT N.° 1 comandada por el dirigente de la Unión Ferroviaria, José Domenech.
Para efectivizar los beneficios impulsados por la Secretaría, los trabajadores debían constituir sus organizaciones gremiales; como dependían del gobierno para fortalecer su posición, estos nuevos sindicatos nacieron ligados a Perón. Con los ya existentes, adoptó distintas tácticas. Algunos dirigentes fueron cooptados, como el socialista Juan Bramuglia de la Unión Ferroviaria. Cuando se resistieron, como en los casos de las industrias textil y frigorífica, alentó a las segundas filas de dirigentes a romper con sus líderes y crear sindicatos paralelos que gozaran de los beneficios que les prometía la Secretaría.
El 9 de diciembre de 1943, Perón participa en Rosario de una asamblea de la Unión Ferroviaria en la que el dirigente José Domenech afirma:
El gobierno acaba de tener el acierto de crear la Secretaría de Trabajo y Previsión. Un militar, el coronel Perón, tiene el honor de ser El Primer Trabajador Argentino[63].
Esto daba cuenta de la importancia creciente de Perón, pero también reflejaba la certeza de que los beneficios conseguidos corrían peligro si el coronel desaparecía de la escena política.
Meses más tarde, Perón lanzaría una de sus frases destinadas a quedar en la historia:
Creo que las reivindicaciones, como las revoluciones, no se proclaman, se cumplen sencillamente. Y ese cumplimiento que nos llevó siempre a preferir los realizadores a los teorizantes, fue la consigna rígida a que ajustamos nuestra acción estatal. He sido fiel a ella porque entiendo que mejor que decir es hacer y mejor que prometer es realizar[64].
El sacudón de la historia
A las 20.45 del 15 de enero de 1944, el país se sacudió literalmente: un gravísimo terremoto destrozó la capital sanjuanina. Murieron 7000 personas, 12.000 estaban heridas, muchas de gravedad, y el 90% de las edificaciones del la ciudad cuyana quedaron en ruinas. Las pérdidas se calculaban en más de cien millones de dólares. La Secretaría de Trabajo y Previsión se puso al frente de coordinación nacional de la ayuda a los sobrevivientes. La tragedia sensibilizó al país entero, que pudo ver a través de las fotografías de los diarios, y más crudamente a través de los noticieros cinematográficos, los terribles padecimientos de los compatriotas que lo habían perdido todo. Se realizaron centenares de colectas y, como siempre, la solidaridad fue directamente proporcional a la pobreza de los donantes: daban más los que menos tenían. Fue en aquellas particulares circunstancias cuando Perón y Evita se encontraron para siempre. El General recordaba décadas después:
Entre los tantos que pasaron en esos días por mi despacho, había una mujer joven de aspecto frágil pero de voz resuelta, de cabellos rubios y de ojos afiebrados. Decía llamarse Eva Duarte, era actriz de teatro y radio y quería concurrir de cualquier manera a las obras de socorro por la desgraciada población de San Juan. Hablaba vivamente, tenía ideas claras y precisas e insistía para que le asignara una misión. —Una misión cualquiera— decía. —Deseo hacer cualquier cosa por esa pobre gente que en este momento es más desgraciada que yo. Yo la miraba y sentía sus palabras que me conquistaban: estaba casi subyugado por el calor de su voz y de su mirada. Eva era pálida pero mientras hablaba su rostro se encendía como una llama. Discutimos largamente. […] Vi en Evita a una mujer excepcional. Una auténtica apasionada, animada de una voluntad y de una fe que se podía parangonar con aquella de los primeros cristianos. Eva debía hacer algo más que ayudar a la gente de San Juan; debía trabajar por los desheredados argentinos, porque en aquel tiempo, en el plano social, la mayoría de los argentinos podía equipararse a los sin techo de la ciudad de la cordillera sacudida por el terremoto[65].
Eva Duarte, como muchas artistas y personalidades de la época, prestó su apoyo y recorrió las calles con las alcancías que recaudaban fondos para aquella gran colecta nacional en pro de San Juan. Según Radiolandia, Evita recolectó 633,10 pesos, muy lejos del récord de Libertad Lamarque que sumó 3802,90.
El encuentro oficial con Perón, que marcaría la vida de Eva para siempre, se produjo la noche del 22 de enero de 1944 en el Luna Park, cuando se realizó un festival artístico a beneficio de las víctimas del terremoto.
Aquella noche, Eva actuó junto a su compañía de radioteatro. Después se sentó al lado de Perón y, terminada la función, se fueron juntos. En La razón de mi vida, ella dice que fue su «día maravilloso». Por entonces, Perón vivía en un departamento de Arenales y Coronel Díaz con una joven mendocina de veinte años, llamada María Cecilia Yurbel, a la que él había apodado «la Piraña». Evita la echó y la despachó de regreso a Mendoza. A los pocos días, Perón logró alquilar un departamento contiguo al de su nueva novia en la calle Posadas. Ya vivían juntos y los enemigos de la pareja lanzaban uno de los primeros chistes sarcásticos, que reproducía un imaginario diálogo en el que Evita le preguntaba a Perón: «¿A qué santo le debo tanta felicidad? —A San Juan, Negrita, a San Juan».
Mejor que decir…
En menos de un año se había avanzado mucho en el campo laboral, como nunca en nuestra historia, muy modesta en realizaciones en favor de la clase trabajadora. Tenía razón, muchos años después, el General al afirmar: «no es que nosotros hayamos sido muy buenos, los otros fueron muy malos». Esto no debe quitarle mérito a lo hecho en tan poco tiempo por la Secretaría, como lo reconocían los sindicalistas de la época:
En nuestro trabajo sindical advertimos a partir de 1944 cosas increíbles: que se hacían cumplir leyes sociales incumplidas hasta entonces; que no había necesidad de recurrir a la justicia para el otorgamiento de vacaciones; otras disposiciones laborales, tales como el reconocimiento de los delegados en las fábricas, garantías de que no serían despedidos, etc., tenían una vigencia inmediata y rigurosa[66].
Entre los múltiples logros impulsados por la Secretaría hay que destacar:
En octubre de 1944, la Secretaría impulsó la firma del decreto 28 169, que pasará a la historia como el «Estatuto del Peón de Campo». Muchos años después, en 1973, el General recordará los conflictos desatados por el Estatuto, incluso uno de índole familiar:
Cuando se hizo el Estatuto del Peón y obligamos a todo el mundo a poner un salario —porque diez pesos no era un salario—, se produjo gran alboroto en nuestro campo. La primera carta que recibí fue de mi madre, que tenía una estancia en la Patagonia, diciéndome: «Si vos crees que les puedo pagar ciento cincuenta pesos a los peones, te has vuelto loco». Naturalmente que, reglón seguido, le contesté: «Si no podés pagar, tenés que dejarlos que vayan a otra parte, donde les paguen; en vez de tener veinte, tené diez peones, pero por lo menos pagales». Y lo pagó y, además, quedó conforme[67].
El Estatuto beneficiaba a uno de los sectores más postergados: los trabajadores rurales que no gozaban de la más mínima protección legal. Hasta ese momento, debían regirse por los horarios y salarios fijados por el patrón, que no incluían descanso ni vacaciones pagas. Toda esta ignominia estaba justificada, según la Sociedad Rural porque
el trabajo en el campo, trabajo en extensión, por lo general y la intemperie, por su propia índole, fue y es de acción personal del patrón. Éste actúa, con frecuencia, con los peones en la labor común, la que acerca a las personas y establece una camaradería de trato que algunos pueden confundir con el que da el amo al esclavo, cuando en realidad, se parece más bien al de un padre con sus hijos[68].
También se sancionaron por decreto numerosas leyes sociales que los diputados socialistas habían infructuosamente intentado imponer en un Congreso que, dominado por conservadores y radicales, invariablemente habían sido vetadas una y otra vez. Lenta pero inexorablemente, la desconfianza de no pocos dirigentes obreros se fue convirtiendo en un reconocimiento pleno de la obra del «coronel del pueblo». Las conversaciones y el trato informal que les daba Perón, la escucha que hacía de los planteamientos obreros y el cumplimiento de las promesas fueron haciendo el resto.
Por supuesto que no todas eran flores en el jardín del coronel. Los dirigentes sindicales que se oponían a su obra por considerarla demagógica o corporativista eran duramente perseguidos y encarcelados. Sus organizaciones gremiales no gozaban del reconocimiento legal de la Secretaría, lo que las dejaba en una situación muy difícil, en la que prácticamente no podían operar.
Convocando al capital
Para concretar su plan de «colaboración de clases», Perón buscó el apoyo del sector empresario. El 28 de julio de 1944 creó la Secretaría de Industria y Comercio para promover la actividad industrial. Tal como se aprecia en el discurso dado en la Bolsa de Comercio el 25 de agosto de 1944, frente a la lucha de clases planteada por la izquierda, la postura de Perón era conciliatoria. Pretendía que los empresarios ganaran un poco menos y que los obreros incrementaran sus salarios como estímulo para aumentar la producción con el apoyo del Estado. Se proponía transformar a los proletarios en propietarios y, en ese sentido, hacía hincapié en la importancia de las políticas sociales de previsión y créditos para la vivienda y en el consumo.
Decía Perón, siguiendo el concepto de la «rueda virtuosa producción-consumo-producción» elaborado por el economista británico Keynes[69], que los patrones terminarían por aceptar un nivel de sueldos más alto que, en definitiva, recuperarían a través del aumento del consumo. Así formalizarían finalmente un pacto entre capital y trabajo para evitar que los obreros proletarizados cayeran en la «tentación comunista».
Señores capitalistas: no se asusten de mi sindicalismo, nunca mejor que ahora estará seguro el capitalismo, ya que yo también lo soy, porque tengo estancia, y en ella hay operarios. Lo que quiero es organizar estatalmente a los trabajadores para que el Estado los dirija y les marque sus rumbos y de esta manera se neutralizarán en su seno las corrientes ideológicas y revolucionarias que puedan poner en peligro nuestra sociedad capitalista de posguerra. La experiencia moderna demuestra que las masas obreras mejor organizadas son, sin duda, las que pueden ser dirigidas y mejor conducidas en todos los órdenes. Las masas por sí no cuentan, cuentan por sus dirigentes, y yo llamo a la reflexión a los señores que piensen en manos de quiénes estaban las masas obreras argentinas y cuál podía ser el porvenir de esa masa que, en un crecido porcentaje, se encontraba en manos de dirigentes comunistas, que no tenían ni siquiera la virtud de ser comunistas argentinos, sino que eran comunistas importados, sostenidos y pagados desde el exterior.
Hay una sola forma de resolver el problema de la agitación de las masas, y ella es la verdadera justicia social en la medida de todo aquello que sea posible a la riqueza del país y a su propia economía […]. Ir más allá, es marchar hacia el cataclismo económico; quedarse muy acá es marchar hacia un cataclismo social […] es mejor dar un 30% a tiempo que no perder todo a posteriori. La organización de las masas será el seguro y el Estado organizará el reaseguro, que es la autoridad necesaria para que, cuando esté en su lugar, nadie pueda salirse de él. Se ha dicho, señores, que soy un enemigo de los capitales, y si observan lo que les acabo de decir, no encontrarán ningún defensor, diríamos, más decidido que yo, porque sé que la defensa de los intereses de los hombres de negocio, de los industriales, de los comerciantes, es la defensa misma del Estado[70].
El debut
El 4 de diciembre de 1944, Perón se dirigió por primera vez a una multitud compuesta por trabajadores que se movilizaron para apoyar su obra. La ocasión la dio el festejo por la sanción del régimen jubilatorio para los empleados de comercio. Dijo desde los balcones de la Secretaría:
La jubilación no puede ser un privilegio, sino un derecho de todos los que trabajan. Y al sostenimiento de ese seguro social deben concurrir el Estado, las empresas y el individuo, porque, mientras las primeras prosperan, el hombre que entregó todas sus energías para que se engrandecieran declina, falto de una legislación previsora y humana. Esto es irritante y debe terminar[71].
Desde la oposición de izquierda e incluso de las propias filas de la derecha «liberal» argentina comenzaron a calificar a Perón y al gobierno de fascistas. El coronel decidió responderles, a fines de 1944, a través de un documento destinado a la prensa:
¿Por qué el gobierno argentino no es fascista? Tal ideario político, u otro de igual naturaleza, comporta necesariamente el propósito de crear un Estado absoluto en lo político, moral, racial o económico. Es decir, «un Estado absoluto frente al cual el individuo sería relativo». El Gobierno Argentino, por el contrario, tiene fe en las instituciones democráticas del país porque ellas son la resultante de su proceso histórico, y porque nacen y se apoyan en la participación de todos los ciudadanos «en la soberanía del Estado». La gestación, el estallido y el desarrollo revolucionario que forja el gobierno actual, se enciende en ideales puros y renovadores de índole popularísima. El país vivía un régimen democrático aparencial. El gobierno se lograba mediante elecciones torpemente viciadas. […] El gobierno revolucionario terminó con una época nefasta para el país y desea: en lo político, la aplicación pura y simple de las disposiciones de su Carta Fundamental; en lo económico, un régimen de libertad constitucional que concluye, como se sabe, donde empieza la libertad de los demás, y que exige el control del Estado; y en lo social, la creación del Derecho del Trabajo que permita al ser humano «por el hecho de nacer, el derecho de vivir con dignidad». Aspira, en suma, al restablecimiento de la aplicación clara y leal de la ley. Por eso, el ordenamiento jurídico que se busca rápidamente en el juego normal de sus instituciones, o lo que es lo mismo, la normalidad constitucional, no importará jamás volver al engaño de las masas, porque el fundamento del Estado es la felicidad del conjunto, vale decir, la realización integral de la Justicia[72].
Perón expuso sus ideas decenas de veces ante militares y empresarios, insistiendo en que después de la guerra la Argentina debería aumentar el consumo interno porque lo más probable era que disminuyese nuestro comercio exterior. Por un lado, los países europeos —nuestros principales compradores— deberían dedicarse a reconstruir sus economías, lo que les dejaría poco margen para proveer los productos elaborados que importaba la Argentina y menos divisas para adquirir nuestras exportaciones. Esto afectaría nuestra balanza comercial y dejaría como principal proveedor de bienes industrializados a los Estados Unidos, que no era comprador de nuestros productos agropecuarios. Para evitar que la economía argentina se ahogase era necesario aumentar la producción impulsando el consumo interno y profundizando el proceso de sustitución de importaciones iniciado con la crisis de los años 30. Para esto resultaba imprescindible ayudar a los empresarios nacionales y aumentar los sueldos de los trabajadores. En este plan, el rol del Estado era fundamental. Cumpliría un papel de árbitro supuestamente imparcial, invertiría en obras de infraestructura y se haría cargo de los servicios públicos para abaratar los costos.
La invitación de Perón a los capitalistas a sumarse a su proyecto nacional no fue aceptada por los verdaderos dueños de la Argentina, que comenzaron a sospechar de los planes del coronel. No sabían muy bien dónde ubicarlo ideológicamente. Para algunos se trataba de un nazi; otros consideraban que era un fascista que le hacía el juego al comunismo. El conservadurismo de nuestra clase dirigente, formalmente abroquelada en un liberalismo político que decía representar y que nunca respetó, se irá convirtiendo en el escudo más fuerte contra la alianza de clases soñada por el coronel. Perón tendrá que ir pensando en cómo reemplazar, a través de un Estado fuertemente interventor, la deserción de una burguesía que nunca había sido nacional, apenas había nacido aquí.