Los primeros octubres de Perón

Los primeros octubres de Perón

Todo lo que hagas, hazlo a propósito, o adecuadamente, para alcanzar el objetivo; hazlo acabadamente, no de manera superficial. Ve hasta el fondo de las cosas. Todo lo hecho a medias o conocido a medias no es, en mi opinión, ni hecho ni conocido en absoluto.

Carta de LORD CHESTERFIELD a su hijo [1]

En 1895 el Estado argentino levantaba el segundo Censo de nuestra historia. La población total alcanzaba casi los cuatro millones de habitantes. En Buenos Aires vivían unas 700.000 personas, de las cuales más de la mitad eran extranjeras. La Argentina se debatía en una nueva crisis económica que encendía todos los reflejos aprendidos en sus antecesoras de 1873 y 1890. El presidente José Evaristo Uriburu estaba gravemente enfermo y el general Julio Argentino Roca, «héroe del desierto», presidente del Senado y número uno en la línea sucesoria, estaba de vacaciones en una de sus estancias en Córdoba. Mientras esto ocurría, seguramente ajena a todos estos avatares, y según la versión canónica, el 8 de octubre de aquel año, doña Juana Sosa Toledo (1875-1953) daba a luz a un niño al que llamó Juan Domingo, en homenaje a sus dos abuelos: Juan Irineo Sosa y Dominga Dutey. El General recordaría, muchos años después, que en realidad había nacido el 7 de octubre de 1893 y que su padre, Mario Tomás Perón, lo anotó como «hijo natural del declarante» con una demora de dos años.

Lo de «hijo natural» no pasará desapercibido por la vida de Perón y así pensaba al respecto:

Ese hijo no tenía padre y la ley argentina prohibía hasta investigar la paternidad del recién nacido. Pero sí se castigaba el adulterio de la mujer y ese hijo pasaba a ser un bastardo. Al padre se lo eximía de toda culpa y al hijo se le cerraban las puertas del futuro. ¿Eso era justo? Nosotros hicimos una ley que daba al hijo natural los mismos derechos que al hijo legítimo. […] Las leyes estarán siempre hechas por adúlteros que ignoran que no hay hijos ilegítimos sino padres ilegítimos[2].

Don Mario era hijo de Tomás Liberato Perón, senador mitrista y médico destacado durante la Guerra del Paraguay. Habría sido el primero en aplicar la vacuna antirrábica en el país y llegó a presidir el Consejo Nacional de Higiene. Mario Perón había decidido seguir los pasos de su padre; pero abandonó los estudios de medicina por razones de salud y se radicó en Lobos, provincia de Buenos Aires, para dedicarse a una pequeña producción agrícola-ganadera. Tenía 23 años cuando conoció a Juana, una muchacha de 17, «criolla con todas las de la ley», al decir de Perón, que como muchos paisanos aunaba sangre indígena y española. En 1891 nació Mario Avelino, el primer hijo de la pareja que, «no estaba legalmente constituida».

En los últimos años creció la polémica sobre el lugar de nacimiento de Perón. A la versión tradicional, que ubica su casa natal en la calle Buenos Aires 1380 de Lobos, se le opuso la afirmación impulsada fundamentalmente por el doctor Hipólito Barreiro —uno de los médicos del General en el exilio—, quien en su libro Juancito Sosa, el Indio que cambió la Historia, sostiene que Juan Domingo nació en Roque Pérez. Al trabajo de Barreiro se ha sumado últimamente el libro Perón ¿cuándo y dónde nació?, de Oscar Domínguez Soler y Alberto Gómez Farías, publicado por la Universidad de La Matanza, que aporta un valioso material documental en apoyo de esta hipótesis.

El acta de bautismo de Perón data del 14 de enero de 1898. En la ceremonia celebrada en la parroquia de Lobos, en la que no estuvo presente su padre, fue bautizado como Juan Domingo Sosa, hijo natural de Juana Sosa.

Nuestros paisanos, los indios

El futuro líder de los trabajadores pasó su infancia como miles de chicos del campo, montando a caballo y compartiendo el mate, las anécdotas y las fascinantes historias de aparecidos y luces malas con los peones. Su abuelo había recibido de su amigo, el doctor Eulogio del Mármol, el cráneo del famoso gaucho Juan Moreira[3], ultimado por el soldado Andrés Chirino el 30 de abril de 1874 contra los tapiales del boliche «La Estrella» en Lobos[4]. Cuentan que Juancito asustaba a una de las mucamas corriéndola por la casa portando la célebre calavera que sería donada finalmente al Museo de Luján. Su primer amigo fue el domador Sixto «el Chino» Magallanes, quien lo inició en el arte de montar y en la pasión por los caballos y los perros, que lo acompañaría para siempre. Para fines de siglo, la situación económica de los Perón se volvió difícil y don Mario decidió probar suerte en la Patagonia. Firmó un contrato con la empresa Maupas Hermanos, una administradora de estancias ovejeras, y hacia allí marchó en avanzada con sus peones; él, en barco y sus empleados, en arreo a caballo, recorrieron 2000 kilómetros hasta llegar a la tierra prometida: una estancia al noroeste de Río Gallegos, Santa Cruz. Doña Juana y los chicos se quedaron en Lobos esperando la llamada de Mario, que llegaría un año más tarde. La estancia patagónica implicó un mundo lleno de aventuras para los hermanos Perón. Allí Juancito, cuando tenía ocho años, recibió el primer regalo de su padre: una carabina 22 con la que el pequeño aprendió a cazar. Aquellas expediciones en compañía de su padre y su hermano fueron el primer contacto con un paisaje que años después describiría minuciosamente en su libro Toponimia patagónica de etimología araucana.

Muchos años más tarde, convertido ya por la vida y la historia en un anciano y exiliado general, rememorará:

Siempre recuerdo un caso que quedó grabado en mi pobre imaginación infantil: se trataba de un indio, de los que aún quedaban dispersos y abandonados en la inmensa Patagonia. Un día llegó a mi casa y pidió hablar con mi padre; él lo atendió como a un gran señor. Le habló en su propio idioma y lo recibió con el usual «Marí-marí». Enseguida entraron en confianza. El indio se llamaba Nikol-man, que significa Cóndor Volador. No tenía el indio más que unas pocas pilchas y su caballito tordillo. Presencié la entrevista porque mi padre me hizo quedar, tal vez para darme una lección de humanismo sincero. En esa oportunidad mi padre le dijo que podía instalarse en el campo, y le asignó un potrero donde le construyó una pequeña vivienda como las que usaban entonces los indios, media casa y medio toldo. Le regaló también una puntita de chivas. Cuando le pregunté a qué venía tanta consideración con un indio, me respondió: «¿No has visto la dignidad de este hombre? Es la única herencia que ha recibido de sus mayores. Nosotros los llamamos ahora indios ladrones y nos olvidamos que somos nosotros quienes les hemos robado todo a ellos»[5].

Según Pavón Pereyra, don Mario daría a sus hijos lúcidas lecciones de historia, no exentas de cierta poesía:

«¿Saben por qué en el campo la soledad es más grande que el horizonte? Porque el general Roca asesinó a los únicos seres humanos de esta llanura. Tanto es así que entregaron la vida luchando por su tierra. Los indios pampas, los tehuelches, los pehuenches, fueron masacrados en nombre de la civilización. Ahora sus hijos son parias del destino. Roca les robó la tierra y la repartió entre sus lugartenientes. Algunos se quedaron con ella, pero la mayoría la vendió a acaudalados porteños. Así nació la oligarquía terrateniente, que sumergió al descendiente del aborigen aún más con el transcurso del tiempo y que limitó posteriormente, el acceso político de la inmigración europea a la propiedad de la tierra. Éste es el origen de la pobreza de la gente», nos decía. «Los pobres de hoy son tratados como extraños, en la tierra que fue de sus antepasados»[6].

El frío y el viento eran dos hermanos.

Si en Lobos la economía familiar no andaba muy bien, en el sur las cosas no mejoraron, con el agravante de que la vida cotidiana se volvía más complicada por un clima hostil y fríos extremos que perjudicaban la salud de los chicos. Todo esto llevó al matrimonio Perón a tomar la decisión de mudarse al clima un tanto más benévolo de Chubut. La imagen y el espacio que ocupaba Doña Juana crece proporcionalmente a las dificultades que tiene que afrontar la familia: «Veíamos en ella al jefe de la casa, pero también al médico, al consejero y al amigo de todos los que tenían alguna necesidad»[7], recordará años más tarde el único argentino que llegó tres veces a la presidencia de la República. Doña Juana tenía un especial don para las curaciones domésticas, que la llevaría a ejercer de comadrona, con el pequeño Juan Domingo como asistente. También le gustaba acompañar a sus hijos y a su compañero, montada a caballo, cuando salían de cacería. Mario era un hombre duro, al que no le temblaba la mano si había que «disciplinar» a los chicos y no le hacía asco al rebenque.

Para servir a la patria

Juancito se trasladó a Buenos Aires y se instaló en la casa de la abuela paterna, Dominga Dutey, para estudiar en la escuela ubicada en la calle San Martín 548 y luego en el Colegio Internacional Politécnico de Olivos. No era lo que se dice un buen alumno, pero sí un gran apasionado por todos los deportes. Perón recordaba:

A los diez años yo no pensaba como un niño sino casi como un hombre. En Buenos Aires me manejé solo y las faldas de mi madre o de mi abuela no me atraían como a otros chicos de mi edad. Pretendía ser un hombre y procedía como tal. Es lógico que a más de dos mil kilómetros de mi casa tenía muchas oportunidades de probarme[8].

Cuando cumplió los 15, comenzó a estudiar las materias para ingresar en la Facultad de Medicina. Parecía dispuesto a seguir la tradición familiar y los deseos de su padre. Pero muy pronto, influido por varios compañeros de la secundaria, rindió y aprobó el examen de ingreso al Colegio Militar. Por ser quinto en el orden de mérito, consiguió una beca de apoyo económico. Para 1911 el muchacho ya era un flamante cadete que iniciaba una carrera que nadie podía imaginar hasta dónde llegaría. La vida militar no le trajo al joven Perón mayores dificultades. Era un muchacho saludable, curtido, que había enfrentado los climas patagónicos y había sobrellevado sin problemas el estar lejos de su familia. Era buen jinete y estaba acostumbrado al uso de las armas, el esfuerzo físico y las incomodidades de la vida al «aire libre». La eterna hipótesis de un potencial conflicto armado con Chile había dotado al Ejército Argentino de cierto dogma ofensivo, acorde al que impulsaba la escuela prusiana que formaría en diversas materias a aquellas camadas de cadetes. Uno de los oficiales más influyentes en la formación de Perón fue el general Colmar von der Goltz, autor de La Nación en armas (1883), que difundía la teoría del general y teórico prusiano Karl von Clausewitz (1780-1831). A los tres tomos de su obra De la guerra, Clausewitz sostenía que los enfrentamientos entre seres humanos eran inevitables, por lo cual las naciones debían permanecer en pie de guerra, ya que, según entendía, «la guerra no es otra cosa que una prolongación de la política».

La biblioteca del oficial

Perón se recibió de subteniente de infantería el 13 de diciembre de 1913. Su padre le regaló como tributo de graduación tres libros que lo marcarían para siempre: Vidas paralelas, de Plutarco; Martín Fierro, de José Hernández y Cartas de Lord Chesterfield a su hijo Philip Stanhope. En Vidas paralelas, Plutarco (46-125 de nuestra era) recorre con un innegable afán didáctico y ejemplar la vida de los más célebres personajes de la cultura y la política de Grecia y Roma. Se trata de una serie de biografías comparadas, como las de Teseo y Rómulo, los míticos fundadores de Atenas y Roma; los generales conquistadores Alejandro y César y los oradores Demóstenes y Cicerón, entre otros. El libro influyó notablemente en el pensamiento occidental, le sirvió de base a Shakespeare para escribir sus célebres Julio César y Antonio y Cleopatra, y era uno de los preferidos de Napoleón y San Martín.

La influencia del Martín Fierro en Perón será enorme. Fuente permanente de citas para sus escritos y discursos, le gustaba recitar frente a sus visitantes varios de sus octosílabos de memoria. Dirá en una ocasión:

José Hernández cantó las necesidades del pueblo que vive adherido a la tierra. Todavía no se ha cumplido para el pueblo argentino la invocación de grandeza y de justicia que el Martín Fierro enseña. Nosotros hemos de tomar de él ese ideal ya cantado para llevarlo paulatinamente a la ejecución[9]

Pero de los tres libros recibidos de su padre, Perón destacaba siempre el de Philip Dormer Stanhope (1694-1773). Más conocido como Lord Chesterfield, había sido educado en francés y en inglés, fue camarero del Príncipe de Gales (el futuro Jorge II), estudió en Cambridge y viajó por gran parte Europa. Con sólo 21 años llegó a ser miembro de la Cámara de los Comunes y en 1728 fue designado embajador en La Haya. Allí tuvo un cálido e «incorrecto» romance con Elizabeth Du Bouchet, fruto del cual nació su hijo Philip, a quien Lord Chesterfield destinará a partir de 1737 más de 400 cartas. El libro se ubica en las antípodas del Emilio de Rousseau[10], que reivindicaba la espontaneidad en la educación del «buen salvaje». Lord Chesterfield confía en los valores tradicionales y propicia una educación dirigida hasta en los más mínimos detalles. Es un libro absolutamente pragmático, en el que el autor se ocupa obsesivamente de que su hijo vea al mundo y a los hombres como son y no como deberían ser. He aquí algunos de los consejos de Lord Chesterfield que, según el propio Perón, tanto influirán en su formación política:

Solamente los locos intentan lo imposible; pero si algo es posible, siempre existe una manera de conseguirlo. Si un método fracasa, prueba otro. La gente odia a quien le hace sentir su propia inferioridad. Nunca parezcas más sabio que la gente que está contigo. Guarda tu conocimiento como un reloj de bolsillo y mantenlo escondido. No lo saques para contar las horas, pero da la hora cuando te la pregunten. La cultura se adquiere leyendo libros; pero el conocimiento del mundo, que es mucho más necesario, sólo se alcanza leyendo a los hombres y estudiando las diversas ediciones que de ellos existen. La ciencia es para nosotros en la vejez un cómodo refugio; pero si no la plantamos de jóvenes, no nos dará sombra cuando seamos viejos. Lo único que deseo para mi entierro es no ser enterrado vivo. Si te propones mandar algún día con dignidad, debes aprender a servir con diligencia. La profundidad de los políticos rara vez pasa de la superficie. Habla con tus inferiores sin insolencia. Pese a que estés seguro, muéstrate dudoso[11].

Atravesado por la realidad

El flamante oficial Perón cumplió sus primeros cinco años de servicio en el Regimiento 12 de Infantería de Línea, con asiento en Paraná. Los informes sobre su aptitud física lo califican de «muy bueno» y como un «oficial de porvenir». En 1914, su pasión por el boxeo lo llevó a fundar el Boxing Club de Paraná, De aquellos años formativos contará Perón:

Fue mi primer contacto con una realidad humana que contemplé con preocupación no exenta de emoción. Allí vi por primera vez, ya a conciencia, las miserias fisiológicas y sociales. En un país con 50 millones de vacas, más del 30% de los conscriptos era rechazado del servicio por debilidad constitucional, y los que se incorporaban venían semidesnudos, como provenientes de la mayor miseria[12].

El 2 de abril de 1916, en las primeras elecciones sin fraude de la historia argentina, Perón estrenó su libreta de enrolamiento votando, como muchos compatriotas, por Hipólito Yrigoyen. Dos años más tarde integró varias comisiones militares enviadas a reprimir las huelgas y conflictos sociales en la zona de La Forestal[13]. Allí pudo ver la miseria y la explotación en su punto más alto y la rapiña de la compañía británica que deforestaba impunemente amplias zonas de nuestro territorio, derribando miles y miles de monumentales y añosos quebrachos sin plantar un solo árbol. La Forestal, que monopolizaba la extracción y comercialización del tanino —muy demandado entonces por las industrias químicas y del cuero— llegaba a cortarles el agua y el suministro de comida a las familias obreras. Seguramente con otra visión de los hechos que la que tenía mientras transcurrían, dirá Perón años más tarde:

Si yo hubiera sido uno de esos obreros y me cortan el agua, los víveres y cuanto resulta indispensable para la subsistencia de mi familia y de mis compañeros, no hubiera aguantado tanto tiempo como los trabajadores de Villa Guillermina. Hubiese asaltado el almacén y hecho funcionar el agua por mi cuenta. Yo sabía perfectamente cuál era la misión del ejército en ese trance y la cumplí cabalmente. Más aún: tenía en cuenta las utilidades escalofriantes que estos monopolios británicos se llevaban del país todos los años, a costa de las privaciones y sufrimientos de sus obreros ¡y nosotros no podíamos estar de parte de los monopolios que saqueaban al país[14]!

Pero en otro texto Perón completa el panorama. Cuenta que un ejecutivo de La Forestal

insinuó que la empresa podía mostrarse más generosa si no hubiera tantos anarquistas infiltrados entre los peones. Les pregunté si tenían pruebas… y me mostraron unas fichas de la policía de la provincia. Les ofrecí un trato. Ellos aceptaban todas las demandas de los obreros, que me parecían legítimas, y el ejército se ocupaba de los ácratas […]. Empeñaron su palabra de honor en respetar el arreglo, por lo menos en Tartagal[15]

En noviembre de 1918, mientras se produce el desenlace de la Primera Guerra Mundial, escribe a sus padres una curiosa carta. En ella recoge la visión revisionista de la historia argentina, que estaba en las antípodas de la recibida en el Colegio Militar, donde había tenido como profesor nada menos que a Ricardo Levene, el pope de la historia liberal argentina:

Mis queridos padres: Hoy he recibido carta y me alegra mucho que estén buenos y contentos con el triunfo de las ideas aliadas; pero debo hacer presente que no está bien eso de la lista negra, por cuanto es un atropello a la libertad de comercio y yo la critico desde el punto de vista puramente neutral y argentino. Por la única que sentí siempre ser germanófilo fue porque Francia ha dado ejemplos de guerrera, pero también ha pecado grandemente de ingenua y se ha dejado arrastrar a la ruina casi, por oír los necios consejos de conquista comercial de la Pérfida Albión. No olvides papá, que este espíritu de patriotismo que vos mismo supiste inculcarme brama hoy un odio tremendo a Inglaterra, que se rebeló en 1806 y 1807 y con las tristemente argentinas Islas Malvinas, donde hasta hoy hay gobierno inglés; por eso fui contrario siempre a lo que fuera británico, y después del Brasil a nadie ni a nada tengo tanta repulsión. Francia e Inglaterra siempre conspiraron contra nuestro comercio y nuestro adelanto… Rosas con ser tirano, fue el más grande argentino de esos años y el mejor diplomático de su época… Rosas antes que todo fue patriota. Imaginas que habiendo seguido de cerca la historia nuestra y la inglesa pudiera tener simpatías por la Entente; al contrario; en Francia es disculpable porque en realidad siempre se dejó arrastrar por Inglaterra, tuvo esa mala debilidad. Y todavía ahora hay quien cree que en esta guerra se luchó por la justicia y la igualdad y al cabo de esta quimera los ingleses imponen al mundo su supremacía naval y tiranizan los mares; 50.000 veces peor que el militarismo y 100.000 más sectario que el kaiserismo imperial, porque obstaculizan al comercio universal; pero nos da un aliciente: Norte-América, que será la terrible enemiga de la Pérfida Albión, a pesar de que hoy se tiran con confites. Tiene que venir porque las dos son crápulas y harán un conflicto por rivalidades de oficio[16].

Perón fue trasladado al Arsenal Esteban de Luca en Buenos Aires y en enero de 1919 le tocó participar en la represión de la gran huelga obrera que pasará a la historia como la Semana Trágica[17]. Mientras algunos autores, como Milcíades Peña[18], sostienen que el joven oficial actuó decididamente del lado de las fuerzas represivas, su biógrafo oficial, Enrique Pavón Pereyra, pone en boca de Perón estas palabras:

Cuando los obreros se declaran en huelga, reclamando salarios, como en la Semana Trágica, se dijo que eran comunistas, que eran rusos; me inclino a pensar que eran solamente pobres argentinos azotados por las miserias fisiológicas y sociales[19].

En 1920 fue transferido a la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral en Campo de Mayo, donde sobresalió como instructor de tropas. Ya entonces se distinguía entre otros colegas por su especial interés y trato para con sus hombres, lo que prontamente lo convirtió en un militar carismático. Por aquellos años publica sus primeros trabajos en forma de contribuciones gráficas a la traducción del alemán de un libro de ejercicios para soldados y algunos capítulos de un manual destinado a aspirantes a suboficial.

En 1924, mientras el radicalismo se escindía entre los partidarios de Yrigoyen, llamados «personalistas», y los seguidores de Alvear, los «antipersonalistas», Perón fue ascendido a capitán. Por entonces se destacaba en varios deportes, como la esgrima, disciplina en la que llegó a ser el campeón del Ejército. Su pasión por los deportes lo impulsó a promoverlos como una práctica habitual entre sus hombres e incorporó institucionalmente la práctica del básquet.

Gardel y Perón…

El joven oficial tenía su barra de amigos, con la que transitaba la noche porteña. Se los conocía como el «clan de las cuatro P»: Peluffo, Pirovano, Pedernera y Perón. Uno de los lugares preferidos de los muchachos era el mítico Palais de Glace de la Recoleta. Una de aquellas noches, pudieron disfrutar, desde la mesa más cercana al escenario, de la magia de Carlos Gardel. El Zorzal, que jamás podría imaginarse que estaba viendo de cerca al personaje con el que compartiría el lugar más alto del panteón nacional y popular, a poco de terminar su primera canción sorprendió a los miembros del clan con un «araca muchachos, con esa pinta, ¿sacaron la grande? ¿Me invitan un faso?». Se fueron del Palais agrandados por el privilegio de haber sido los elegidos por Gardel y decidieron volver a la semana siguiente y reservar la misma mesa. Pero esta vez Carlitos eligió otra mesa para lucir su mágica sonrisa y halagar a sus ocupantes con aquella frase «araca muchachos, con esa pinta…».

A principios de 1926, tendrá un nuevo destino: la Escuela Superior de Guerra. Durante tres años recibirá una intensa formación en cursillos y conferencias que influirán decisivamente en definir su interés por la estrategia militar, que tan útil le sería en su futura e impensada vida política.

Un militar en la «década infame»

Por esos días conoció a Aurelia «Potota» Tizón, una bella maestra de 17 años, concertista de piano y guitarra, que hacía trabajos solidarios para ayudar a niños con capacidades diferentes. El 5 de enero de 1929, se convirtió en la primera esposa de Perón.

A los 34 años, Perón era un capitán de muy buena formación profesional, casado con una digna representante de la respetada clase media. Se aprestaba a afrontar una nueva década que encerraría algunos de los acontecimientos más importantes del siglo, y estaba preparado para ser un testigo inteligente.

La vida política nacional se cruzó en su camino. Durante los meses previos al golpe de Estado que derrocó al presidente radical Hipólito Yrigoye, Perón trabajó a favor del movimiento. Sus líderes visibles eran los generales José Félix Uriburu[20] y Agustín Pedro Justo, que si bien coincidían en la metodología golpista para deponer a Yrigoyen, mantenían importantes diferencias sobre las formas políticas a aplicar a la hora de ejercer el poder. Mientras Uriburu pretendía hacer una profunda reforma constitucional que terminara con el régimen democrático y el sistema de partidos para implantar un régimen de representación corporativa, Justo planteaba un modelo de gobierno provisional que convocara a elecciones en un tiempo prudencial y restableciera el clásico sistema de partidos con las restricciones que los dueños del poder creyeran convenientes, o sea, una democracia de ficción y fraudulenta. Esto llevó a que Justo permaneciera en un segundo plano durante los preparativos del golpe de Estado programado para el 6 de septiembre de 1930, pero no dejó de presionar a Uriburu a través de sus oficiales para introducir sus puntos de vista. No pocos oficiales y suboficiales se sumaron al golpe sin medir las consecuencias, sin tomar conciencia cabal del error gravísimo que estaban cometiendo. Uno de ellos, Perón, comentaba al respecto:

Yo recuerdo que el presidente Yrigoyen fue el primer presidente argentino que defendió al pueblo, el primero que enfrentó a las fuerzas extranjeras y nacionales de la oligarquía para defender a su pueblo. Y lo he visto caer ignominiosamente por la calumnia y los rumores. Yo, en esa época, era un joven y estaba contra Yrigoyen, porque hasta mí habían llegado los rumores, porque no había nadie que los desmintiera y dijera la verdad[21].

Perón advierte a la distancia la trascendencia del hecho y su influencia en el futuro político argentino:

Nosotros sobrellevamos el peso de un error tremendo. Nosotros contribuimos a reabrir, en 1930, en el país, la era de los cuartelazos victoriosos. El año 1930, para salvar al país del desorden y del desgobierno no necesitamos sacar las tropas de los cuarteles y enseñar al ejército el peligroso camino de los golpes de Estado. Pudimos, dentro de la ley, resolver la crisis. No lo hicimos, apartándonos de las grandes enseñanzas de los próceres conservadores, por precipitación, por incontinencia partidaria, por olvido de la experiencia histórica, por sensualidad de poder. Y ahora está sufriendo el país las consecuencias de aquel precedente funesto[22].

Finalmente, en su autobiografía recopilada por Enrique Pavón Pereyra, Perón concluye:

El 6 de setiembre terminó bruscamente la experiencia radical que había sido promovida por la ley del sufragio universal y por la intención participativa. Ese día histórico es el comienzo de una nueva etapa en la cual el gobierno será dirigido por las huestes de la oligarquía conservadora donde muchos de los que participaron y contribuyeron al éxito del golpe lo hicieron sin saber exactamente quién se movía detrás de ellos. La proclamación de la ley marcial desde el 8 de setiembre de 1930 hasta junio del ’31 puso en evidencia que había triunfado la línea del nacionalismo oligárquico[23].

Por lo pronto, el capitán halló un nuevo e inmediato destino: secretario privado del ministro de Guerra, aunque por sus inclinaciones justistas al poco tiempo fue removido por Uriburu, junto con todos los sospechados de la misma tendencia, y designado para patrullar la frontera con Bolivia. A su regreso, en noviembre de 1930, fue nombrado profesor de Historia Militar en la Escuela Superior de Guerra. Ya con el general Justo en la presidencia y junto con su ascenso a mayor, en 1932 fue designado ayudante de campo del nuevo ministro de Guerra. Sus años en la Escuela Superior de Guerra le permitieron profundizar en la investigación de la historia militar, una pasión que lo llevaría a publicar El frente oriental de la guerra mundial en 1914, Apuntes de historia militar y un estudio detallado sobre la guerra rusojaponesa.

En 1936 fue destinado a Chile como agregado militar argentino y a fin de ese año ascendió a teniente coronel. Cumpliendo órdenes superiores, organizó una pequeña red de espionaje para obtener información de las fuerzas armadas chilenas. La información llegó a conocimiento de las autoridades, pero no intentaron detenerlo, probablemente porque el gobierno trasandino no deseaba dar un motivo a sus propios militares para demandar más presupuesto. Sin embargo, el escándalo estalló después de que Perón había dejado la agregaduría, y las acusaciones cayeron sobre su sucesor: el mayor Eduardo Lonardi. La inteligencia militar chilena, aprovechando que Lonardi era un recién llegado, le tendió una «cama»: a través de un contacto le ofreció ciertos datos secretos, nada menos que los planes ofensivos y defensivos que el Ministerio de Guerra chileno tenía previstos en caso de acciones bélicas contra la Argentina. Todo eso por sólo 75.000 pesos chilenos. Oficiales trasandinos simularon dejarse reclutar por un agente que venía operando para Perón y que siguió trabajando para Lonardi. El 2 de abril de 1938 entregaron los documentos falsos en el departamento de un matrimonio que formaba parte de la red de agentes argentinos. Lonardi estaba fotografiando los documentos y tenía consigo el maletín con el dinero cuando un grupo de integrantes de los servicios chilenos irrumpió en el departamento para arrestarlo por conspirador. Fue declarado persona non grata y debió abandonar Chile. La vida y la política se encargarían de volver a cruzar a Lonardi y Perón.

Para el matrimonio Perón, el regreso a Buenos Aires fue muy duro: a Aurelia le detectaron un cáncer de útero. Fue internada y operada de urgencia en julio de 1938; pero todo fue inútil y murió el 10 de septiembre de aquel año.

Mientras tanto, en Munich, el primer ministro inglés Arthur Neville Chamberlain, su colega francés Edouard Daladier, Adolf Hitler y Benito Mussolini firmaban el 29 de septiembre un pacto por el cual las potencias occidentales aceptaban la cesión de la región checoslovaca de los Sudetes a Alemania. El pacto, que se demostraría suicida para Francia y Gran Bretaña, legitimaba a Hitler como gendarme de Occidente frente a la posible expansión soviética.

Tras la muerte de su mujer, Perón trató de distraerse ayudando a su amigo, el padre Antonio D’Alessio, en la organización de competencias atléticas para los niños del vecindario. Poco después emprendió un viaje hacia la Patagonia. Recorrió miles de kilómetros en auto y regresó a principios de 1939. Fruto de aquel viaje y de prolongadas charlas con los caciques mapuches Manuel Llauquín y Pedro Curruhuinca, fue su Toponimia patagónica de etimología araucana.

Europa, Europa

Perón vivirá intensamente la crisis política que atravesaba la Europa de preguerra en los mismos escenarios del viejo continente, lo que influiría decisivamente en su pensamiento. Según Perón, el ministro de Guerra, general Carlos Márquez, lo llamó a su despacho y le dijo:

Lo considero uno de los oficiales más capacitados. Quiero que se vaya usted inmediatamente para Europa. Le daremos credenciales como agregado militar, pero su verdadero trabajo será estudiar la situación. Queremos saber quién va a ganar la guerra y cuál cree usted que será la actitud de Argentina. Estudie usted el ejército italiano, especialmente sus escuelas de alpinismo; visite Alemania, hable con sus amigos de las fuerzas armadas —sus antiguos profesores alemanes—, y cuando haya formado una opinión, regrese para hacerme un informe exhaustivo[24].

Partió el 17 de febrero de 1939, a bordo del transatlántico italiano Conte Grande; iba en una misión de perfeccionamiento. Entre el 1.° de julio de 1939 y el 31 de mayo de 1940, sirvió en unidades alpinas del ejército italiano y asistió a una escuela de infantería de montaña. Los informes de sus instructores hablan de sus magníficas aptitudes. Durante este tiempo, Perón trató de que lo destinaran a Roma, pero el Servizio di Informazioni Militari de Italia, sospechando que en verdad quería dedicarse al espionaje, interceptó su correspondencia para analizar sus motivos. Descartadas las dudas, desde junio hasta diciembre de 1940 se desempeñó como asistente del agregado militar en la embajada argentina en Roma. Viajó a Budapest, Berlín, Albania y la frontera rusoalemana e ingresó brevemente en la URSS, cuando todavía regía el pacto entre Rusia y Alemania[25]. En Roma escuchó en Piazza Venezia a Benito Mussolini anunciar el ingreso de Italia a la guerra como aliada de Alemania. Aunque Perón comenta con entusiasmo su encuentro con Mussolini, es muy poco probable que éste se haya concretado. A fines de 1940, la Cancillería argentina ordenó el regreso al país de todo el personal militar que permanecía en el exterior.

Las ideas de Perón

Perón volvió fascinado de su viaje, y entusiasmado con las movilizaciones populares y multitudinarias de Hitler y Mussolini, que, pensaba, derivarían en una democracia social. Comprendió por primera vez, según sus propias palabras, la importancia de los sindicatos en la construcción del Estado. Dará numerosas conferencias sobre la situación europea, en las que dirá algunas de las cosas que años más tarde repetiría a sus biógrafos:

El fascismo italiano llevó a las organizaciones populares a una participación efectiva en la vida nacional, de la cual había estado siempre apartado el pueblo. Hasta la ascensión de Mussolini al poder, la nación iba por un lado y el trabajador por otro, y este último no tenía ninguna participación en aquélla. […] En Alemania ocurría exactamente el mismo fenómeno, o sea, un Estado organizado para una comunidad perfectamente ordenada, para un pueblo perfectamente ordenado también; una comunidad donde el Estado era el instrumento de ese pueblo, cuya representación era, a mi juicio, efectiva. Pensé que tal debería ser la forma política del futuro, es decir, la verdadera democracia popular, la verdadera democracia social[26].

Textos como el precedente son los que dan lugar a los enemigos de Perón a acusarlo de fascista. Lo curioso es que de este escrito, ya célebre, los oficiales de inteligencia de entonces, de aquel gobierno que lo había enviado a Europa, destacaron no la supuesta admiración por el fascismo y el nazismo, sino su destacado interés por la movilización de masas, por lo que «decretaron» que el oficial Perón podía ser un comunista potencialmente peligroso y lo destinaron al Regimiento de Montaña en Mendoza.

Ninguno de los autores que seriamente han estudiado la ideología de Perón lo califican como fascista. No confunden aquellas observaciones, hechas bajo cierto deslumbramiento, con una adhesión clara al fascismo que terminara por aplicarse en sus políticas de gobierno. Creemos que lo que primó en la ideología de Perón fue un notable pragmatismo que tomaba eclécticamente lo que podía serle útil de los diferentes modelos. Entre las teorías y experiencias políticas que influyeron en el pensamiento del fundador del peronismo se destacan las teorías keynesianas en las que se había basado Franklin D. Roosevelt en los Estados Unidos para llevar adelante su política de ampliación del mercado interno y fomento del empleo y el consumo, conocido como New Deal. También deben incluirse los ensayos políticos y sociales del fascismo, por ejemplo en el concepto de conciliación de clases frente a la lucha de clases planteado por el marxismo. Pero de manera similar incidieron la reivindicación del principio de «defensa nacional» como valor político esencial de primer orden, la Doctrina Social de la Iglesia e incluso algunos principios socialistas.

Tulio Halperín Donghi habla de un «desapego por la ideología». Señala:

Hay razones que van más allá de sus inclinaciones personales para su desapego por la ideología. La Europa que conoció, en que la etapa en que las democracias en retirada habían venido dejando creciente espacio para la polarización entre dos soluciones extremas, identificadas con ideologías antitéticas que ambicionaban imponer su sello en futuro, acababa de cerrarse con la cuasi alianza entre la Rusia socialista y la Alemania fascista, invitaba en efecto a dejar de lado cualquier intento de entender en clave ideológica el drama que así parecía acercarse a su culminación. Y esa lección europea se tornaba aún más persuasiva en cuanto el espectáculo que ofrecía la Argentina sugería conclusiones parecidas. […] Sin duda su acción política estuvo guiada por convicciones muy firmes mantenidas sin cambios sustanciales a lo largo de su carrera pública, pese a los frecuentes zigzagueos con que supo adaptarse con agilidad en ocasiones deslumbradora a las cambiantes circunstancias, pero esas convicciones no reflejaban adhesión a ninguna corriente ideológica definida […]; aun su admiración por la Italia fascista, que nunca creyó necesario ocultar […] no logró tampoco inspirarle una curiosidad demasiado viva[27].

Refiriéndose al mismo tema, afirma Arturo Jauretche:

Es muy posible que Perón estuviese influenciado por algunas cosas del fascismo italiano, no del nazismo, pero tuvo la habilidad de darse cuenta de que eso no andaba acá y se adaptó al país […]. Se puso a la cabeza de un hecho, que era el surgimiento de una nueva masa obrera, el cambio de relaciones económicas internacionales, la distinta situación del mercado interno con respecto al mercado mundial. Todo eso Perón lo vio… y vio la cosa, precisamente porque Perón no era fascista ni antifascista, era realista. […] Él percibió que la guerra había transformado totalmente al país y el mundo, y que la presencia de las masas obreras era ya definitiva en los países y especialmente en la Argentina […] que el poder de decisión estaba esencialmente en esas masas. Eso lo percibió enseguida, tanto es así que pidió la Secretaría de Trabajo[28].

Resulta también interesante el comentario que el exembajador inglés David Kelly escribió sobre el asunto en sus memorias:

Desde mi primera entrevista con Perón llegué a la conclusión de que era brillante improvisador, con un fuerte sentido político y gran encanto personal, pero sin interés alguno por la ideología nazi ni por ninguna otra. Sentía instintivamente, y estaba en lo cierto, que la masa desheredada del pueblo argentino ansiaba inconscientemente tener un caudillo[29].

En las filas del GOU

El 8 de enero de 1941, Perón fue destinado a una unidad en la provincia de Mendoza, como señalamos, para alejarlo de los focos conspirativos porteños, que estaban demasiado activos desde el comienzo de la guerra y habían acelerado sus actividades al conocerse el carácter terminal de la enfermedad del presidente Roberto M. Ortiz[30]. En Mendoza, Perón fue ascendido a coronel. Allí se fue consolidando una muy cercana relación con el general Edelmiro Farrell y con el teniente coronel Domingo Mercante. Farell fue designado al mando de la Inspección de Tropas de Montaña con sede en Buenos Aires, y el 18 de mayo de 1942 dispuso los traslados de Perón y Mercante a la Capital.

La Argentina de 1943 se preparaba para ver el entierro de aquella nefasta restauración conservadora, de aquella «década infame» empalagada de miseria, represión, negociados y fraude electoral que se había iniciado trece años atrás con el golpe fundacional del general Uriburu. Roberto M. Ortiz había renunciado por enfermedad a31la presidencia en junio de 1942. Lo sucedió su vicepresidente, el conservador Ramón S. Castillo[31], quien retomó las prácticas fraudulentas y trabajó para asegurar el triunfo de Robustiano Patrón Costas, un terrateniente y prominente conservador salteño simpatizante de los aliados, en las futuras elecciones presidenciales. La oposición había conformado la Unión Democrática, una alianza política conformada por la Unión Cívica Radical y los partidos Demócrata Progresista, Socialista y Comunista. En su plataforma anunciaba su propósito de garantizar «la libertad de pensamiento y de reunión» y el «respeto por los derechos sindicales», junto con «la solidaridad activa con los pueblos en lucha contra la agresión nazifascista». Parecía seguro que, de no mediar el fraude, la Unión Democrática se impondría en los comicios. A los nacionalistas de derecha les preocupaban tres posibles efectos de este triunfo: el alineamiento de la Argentina con los aliados, la continuación de las políticas liberales de subordinación económica y la presencia de socialistas y comunistas en el Parlamento nacional.

Al conservador Castillo le tocó enfrentar una situación política muy complicada. La neutralidad argentina frente a la Segunda Guerra Mundial sufría el permanente torpedeo de los Estados Unidos que, desde su tardío ingreso en la contienda, buscaban alinear a todo el continente en el bando de los aliados. Esa presión tuvo efecto en algunos sectores de la sociedad civil y militar, y contribuyó a que se asociara la neutralidad con ciertas simpatías hacia el Eje nazifascista. A importantes sectores del Ejército les comenzó a preocupar la idea de que Castillo terminara cediendo a la ofensiva de los Estados Unidos. Como trasfondo, la sociedad argentina se transformaba aceleradamente, en un proceso social que pasó casi desapercibido para la mayoría de los dirigentes políticos de la época, demasiado inmersos en sus cuestiones de comité: el proceso de migraciones internas que llevó a casi un millón de personas a trasladarse del campo a la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, con todo lo que ello implicaba política y culturalmente en el nuevo mapa electoral del país.

Para 1943 el bando militar estaba dividido entre los que apoyaban a los aliados, los que estaban a favor de la neutralidad y los que simpatizaban con el Eje. En Campo de Mayo surgió una logia militar que sería conocida por sus siglas: el GOU. Su organización fue tan secreta que no se conoce a ciencia cierta qué significaban esas iniciales: para algunos, «Gobierno, Orden, Unidad»; otros la traducen como «Grupo Obra de Unificación» y otros como «Grupo de Oficiales Unidos». Los temas más convocantes para el grupo eran el repudio al fraude electoral de la década infame; la necesidad de resistir las presiones para salir de la neutralidad y el miedo a la toma del gobierno por un «frente popular» dominado por los comunistas. Pero el GOU tenía una debilidad: la mayoría de sus miembros ocupaban cargos administrativos y no tenían comando de tropa. Esta situación mejoró cuando el general Pedro Pablo Ramírez fue nombrado ministro de Guerra de Castillo; con él los muchachos del GOU se aseguraban puestos en el poder y el control de toda la estructura castrense. Como se esperaba, Ramírez nombró a miembros del grupo en áreas clave. En enero de 1943 murió el general Justo. La muerte del viejo caudillo militar dejó huérfanos y debilitados a los sectores aliadófilos de las Fuerzas Armadas. Por otro lado, la candidatura a presidente de Robustiano Patrón Costas implicó la adhesión de numerosos oficiales a las ideas del GOU. Mientras tanto, el gobierno naufragaba y su ministro de Guerra participaba en reuniones secretas, pero no tanto, con la oposición. El 3 de junio, el presidente Castillo firmaba, junto con el decreto de destitución de Ramírez, su partida de defunción política.

El GOU pensaba velar las armas hasta las elecciones, pero el descabezamiento de Ramírez aceleró sus planes. Salieron a buscar un general para encabezar el golpe, lo que siguiendo el curso de nuestra historia parece fácil, pero no fue tan así: Ramírez se negó a participar y Farrell se disculpó diciendo que se estaba divorciando. Ese mismo día, el GOU destacó a su principal «operador» militar, el teniente coronel Enrique P. González (alias «Gonzalito»), para que consiguiese el general que necesitaban como inquilino de la Rosada. González tomó contacto con el único que estaba en oferta: don Arturo Rawson, que ostentaba el mando de las unidades de caballería de Campo de Mayo.

Esa noche se volvieron a reunir Rawson, González y otros oficiales que no pertenecían al GOU, y acordaron derrocar a Castillo. El 4 de junio, Rawson, al frente de 10.000 hombres, salió de Campo de Mayo rumbo a la Casa Rosada. El presidente Castillo se embarcó en el rastreador Drummond e intentó resistir con el apoyo del ministro de Marina. Pero ante la falta de respaldo de la Armada, al día siguiente, desembarcó en La Plata y presentó su renuncia. Rawson llegó a la Rosada, apareció en el balcón y anunció que el Ejército actuaba en defensa de la Constitución y para preservar la ley y el orden. Farrell fue nombrado comandante del Primer Cuerpo del Ejército y Perón quedó bajo su sombra, como su principal ayudante.

Pero Rawson seguía vinculado a la vieja política y sus vicios. Armó su gabinete en una de las tradicionales reuniones de los viernes en el Jockey Club, conformando la lista con viejos figurones de la oligarquía como el exministro de Hacienda del segundo gobierno de Roca. Al comprobar que el general-presidente venía a hacer lo mismo que ellos habían repudiado en su comunicado de presentación en sociedad, los oficiales del GOU decidieron desalojar a Rawson de inmediato, sin darle tiempo ni para hacer el juramento de prática. Cuando Ramírez llegó a la Casa Rosada, le comunicaron que él era el nuevo presidente[32].