EL PREMIO

El anciano abrió la puerta de su dormitorio. Tendido en un catre y profundamente dormido, ¡estaba Bobby Reed!

Antes de que nadie hubiera pronunciado una palabra, el Viejo Moe se llevó una mano a los labios y cerró la puerta. Luego preguntó:

—¿De modo que es mi biznieto?

—Sí —contestaron todos los Hollister a un tiempo.

Moses Twigg volvió a sentarse en su mecedora y les preguntó cómo sabían tal cosa. Él tenía poco que explicar. La tarde anterior, mientras paseaba por la orilla del río, se había encontrado con Bobby. El niño iba llorando y le confesó que tenía hambre. También le dijo que se llamaba Bobby Reed, pero aquel nombre todavía no significaba nada para el Viejo Moe.

—Desde luego, no le dije al chico mi nombre. Hace muchos años que guardo el secreto. Después del incendio de mi tienda perdí el interés por todo y me marché a vivir solo… En cuanto a Bobby, el pobre se hallaba tan extenuado que le traje hasta aquí en brazos, casi todo el trayecto.

—Por eso las pisadas de Bobby desaparecieron tan repentinamente —opinó Pete.

El Viejo Moe sonrió al decir:

—Di a Bobby una buena comida y le metí en la cama. Y todavía no se ha despertado.

Entonces la señora Hollister murmuró:

—Es un verdadero milagro que haya sido usted quien ha encontrado a Bobby. No puede imaginarse cuántas son las personas que andan buscando al pequeño. Me alegro mucho de que el pobre esté a salvo.

—Todos nos alegramos —dijo Holly. El señor Hollister tuvo una idea.

—Propongo una cosa. Nosotros podíamos volver al barco y, cuando Bobby se despierte, usted, señor Twigg, le lleva al «Dulce Pastel». Entretanto, yo me encargaré de localizar un teléfono para notificar a la señora Reed que su hijo está a salvo.

Moses Twigg repuso que estaba de acuerdo y añadió:

—Sé que a Bobby le alegrará ver otra vez a sus amigos, los Hollister.

—Tendré comida preparada para todos —dijo la señora Hollister.

Cuando estuvieron en el barco, el padre decidió que él y Pete saldrían en la lancha de remos río arriba, hasta encontrar una casa en la que hubiera teléfono. Bajaron la lancha y se instalaron en ella. El señor Hollister remó hasta que se sintió cansado, y entonces Pete le sustituyó en la tarea. Todavía no habían visto ninguna casa.

—Verdaderamente todo esto es una región casi selvática —comentó el señor Hollister.

—Yo estaba pensando en si el Viejo Moe querrá marcharse de aquí —respondió Pete—. Seguramente la madre de Bobby querrá que se vaya a vivir con ellos, pero yo creo que a él le dará pena dejar los bosques.

—Creo que tiene razón, hijo. Ahora, al Viejo Moe, el ambiente de una ciudad le resultará agobiante.

Siguieron remando en silencio durante otros quince minutos hasta que, al fin, el señor Hollister vio una casita. Un cable que pasaba por la pared demostraba que allí tenían teléfono. Pete remó hasta la orilla, y padre e hijo saltaron a tierra.

Cuando llamaron a la puerta de la casa, una señora muy guapa salió a abrirles y les indicó dónde estaba el teléfono.

—¿Qué te parece si te encargases-tú de la llamada, pete? —Propuso el padre con una sonrisa—. Después de todo, habéis sido Ricky, las niñas y tú quienes habéis resuelto el misterio.

El muchachito pidió comunicación con la policía de Shoreham y pidió que se pusiera al aparato el agente Cal. Al conocer las buenas noticias el policía lanzó un silbido.

—¡Eso es magnífico, Pete! Ya te dije que vosotros resolveríais el problema.

Cal prometió comunicar inmediatamente con la madre de Bobby. Tenía la certeza de que ella querría estar en el desembarcadero de Shoreham cuando llegase el «Dulce Pastel». ¿Tenía Pete idea de cuánto regresarían a casa?

El muchacho se volvió a su padre, preguntando:

—¿Cuándo volveremos a Shoreham, papá?

—Ante todo confiemos en que aquel árbol no nos dificulte la salida. Pero, vaya, vaya. Creo que podremos estar de regreso hacia el anochecer.

Su hijo transmitió aquello al agente Cal y el policía prometió ir en seguida a casa de la señora Reed.

—¡Qué historia tan sorprendente! —comentó la señora, mientras cobraba el dinero que le entregaba el señor Hollister por la llamada telefónica. Luego, les despidió amablemente.

A Pete y su padre les llevó menos tiempo llegar al «Dulce Pastel» del que habían tardado en encontrar la casa con teléfono, porque al regreso iban a favor de la corriente. Cuando llegaron a la embarcación les aguardaba una sorpresa. Ya habían llegado el Viejo Moe y Bobby Reed y todos se disponían a saborear la espléndida comida que la señora Hollister había preparado.

—¡Bobby! —exclamó Pete al ver a su amigo—. ¡Cuánto me alegra volver a verte!

Y Bobby sonrió al contestar:

—Éste es el día más feliz de mi vida, Pete. —El niño estaba tan emocionado que siguió hablando sin casi hacer pausas para respirar—. Me he enterado de que mamá está ya en casa; he encontrado a mi bisabuelo y él me va a permitir pescar el róbalo más grande de todo el río Muskong para que pueda ganar el premio del «Centro Comercial».

Pete se echó a reír y, mientras empezaba a comer una estupenda patata salada, aseguró:

—Todos deseamos que ganes el premio.

Durante la comida se habló de las cosas más interesantes que les habían ocurrido a unos y otros en los últimos días. Y Bobby se quedó asombrado al enterarse de que los Hollister llevaban varios días buscándole.

—Pero ¡si yo no quería que nadie se preocupase por mí! Lo que pasa es que quería pescar el pez payaso más grande de todos para poder ganar el premio.

—¿Y sólo te marchaste por eso? —quiso saber Ricky.

—No no. No fue sólo por eso.

Y por fin Bobby declaró que fue, también, porque no quería seguir viviendo con el señor Gillis.

—¿Cogiste la barca vieja que había debajo del puente? —indagó Pam.

—Sí. Se me ocurrió hacerlo cuando encontré entre unos arbustos un par de remos viejos. Pero me costó mucho trabajo sacar la barca a flote, porque se filtraba el agua por todas partes.

—¿Se te perdió la barca durante la tormenta? —preguntó Ricky.

Bobby respondió que sí. Había chocado contra una roca y se hizo un gran agujero en la quilla.

—Tuve que dejar que se hundiera y yo nadé hasta la orilla. He estado dos días caminando por los bosques, sin apartarme de la orilla del río. Una vez encontré a una persona que me dio comida, pero después me pasé un día entero sin comer nada.

Entonces Bobby miró sonriente a su bisabuelo y explicó:

—Bueno… Estuve sin comer hasta que encontré a mi bisabuelo.

Y mientras el anciano contemplaba a su biznieto con expresión de alegría, Bobby declaró orgullosamente:

—El Viejo Moe es el mejor pescador del mundo. Tiene montones de cebos distintos y puede pescar todas las clases de peces que hay en el río Muskong.

Aquello hizo a Ricky preguntar:

—Entonces él te dará un pez muy grandote para que ganes el premio del «Centro Comercial», ¿no?

El Viejo Moe levantó una mano y dijo con firmeza:

—Eso no. Si Bobby quiere ganar algún premio, tendrá que pescar él mismo el pez.

—Eso es lo justo —asintió el señor Hollister.

El Viejo Moe les dijo, entonces, que él conocía un remanso, en la parte baja del río, donde había un payaso de tamaño colosal.

—Intenté pescarlo yo mismo, pero me rompió una de las cañas. Hoy pensaba haberlo intentado de nuevo, pero lo dejo para Bobby, si él quiere probar.

Mientras acababan de comer, hicieron planes para regresar todos a Shoreham en el «Dulce Pastel».

—¡Qué contenta se pondrá tu madre cuando te vea! —dijo la señora Hollister.

Ricky, alegremente, recordó a los demás:

—Ya hemos resuelto otro misterio. ¿No se alegrará el agente Cal cuando lo sepa?

—Hemos encontrado todo lo que buscábamos —añadió su hermana Pam.

Pero, con una sonrisa traviesa, Ricky repuso:

—Eso no es verdad. Yo no he encontrado el «lopadupalus» para el señor Kent.

Al oír aquello, el viejo Moe se rascó la cabeza y repitió:

—¿Lopadupalus? ¿Y eso qué es?

Pete guiñó un ojo y dijo que debía de ser algún animalito extraño que el simpático periodista quería para su vitrina.

—Ya comprendo —rió el anciano—. Creo que sé lo que ese señor quiere. Ven conmigo, Ricky.

Todos los niños le siguieron y el Viejo Moe les condujo hasta una fuente cercana, pero oculta en el bosque.

—Si miras ahí podrás ver un «lopadupalus».

—Yo sólo veo una tortuga —anunció la pequeñita Sue.

—Y yo también —recordó Ricky—. Pero es la tortuga más rara que he visto nunca. Tiene dos cabezas.

Mientras estaban hablando, la tortuga subió a la superficie. Ciertamente, la tortuga tenía dos cabezas y aquello hizo reír a todos los Hollister.

—Yo no sabía que un «lopadupalus» fuese una tortuga con dos cabezas —declaró Ricky, que estaba ya casi convencido de que era el nombre verdadero del animal.

Cuando el Viejo Moe metió en el agua una mano, la tortuga fue a posarse en ella.

—¡Qué risa! Tiene una cabeza delante y otra detrás, donde tenía que estar la cola —rió el travieso pelirrojo.

Holly se acercó tanto para mirar que su naricilla estaba a punto de tocar a la tortuga.

—¿Verdad que esto es un «fenómeno» de la naturaleza? —indagó.

—Exacto —asintió el anciano—. Pero siento teneros que confesar que esta tortuga la he «preparado» yo así. La cabeza posterior es de madera y lo más interesante es que yo sé la manera de adherir esa pieza en el cascarón de la tortuga.

El viejo puso palas arriba al animal y todos pudieron ver que, naturalmente, tenía un rabo diminuto bajo la cabeza postiza.

—Sería muy bonito poder regalarle esto al señor Kent —dijo Ricky, con los ojos resplandecientes.

—Pues regálasela —repuso el señor Twigg, entregándole la tortuga.

El chiquillo se entusiasmó tanto que empezó a gritar:

—¡Esto es estupendo! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Muchas gracias!

Volvieron todos al barco y el señor Hollister les dijo que debían prepararse para marchar. Bobby todavía tenía que pescar el gran pez payaso y, además, podía ocurrir que tuvieran alguna dificultad para poner en marcha la embarcación. Mientras Pete y Bobby iban a la casa del Viejo Moe, en busca de una caña sólida y de un recipiente en donde poder trasladar vivo al pez, el señor Hollister y el Viejo Moe se ocuparon de cortar todas las ramas posibles del tronco caído, que se encontraba delante del «Dulce Pastel».

Cuando Pete y Bobby regresaron, todos estaban ya dentro del barco, y el señor Hollister puso en marcha el motor. Tras unas pocas intentonas, pudieron dejar atrás el gran tronco de árbol y no mucho después se encontraban en medio de la corriente.

—¿Dónde dice usted que vive ese pez gigantesco? —preguntó el señor Hollister al Viejo Moe.

El anciano señaló hacia un lugar de la orilla izquierda. Cuando llegaron allí, el señor Hollister detuvo la marcha y echaron el ancla.

El Viejo Moe entregó a Bobby la caña de pescar.

—Echa el anzuelo por allí, cerca de aquel viejo tronco —le orientó el anciano.

Bobby arrojó el anzuelo varias veces, pero no conseguía que el hilo quedase bastante próximo al tronco. Por fin, al tercer intento, el anzuelo cayó donde el anciano indicaba. Casi inmediatamente se oyó un chapoteo.

—¡Ya lo tiene! ¡Ya lo tiene! —se entusiasmó Ricky.

Bobby batallaba con el enorme pez que daba fuertes sacudidas dentro del agua, ansiando librarse del anzuelo que tenía en la boca. Y el pobre Bobby no cesaba de tambalearse de un lado a otro.

Por fin, el gran pez payaso quedó agotado y el Viejo Moe dio a su biznieto una red para que echase al pez en ella.

¡Qué róbalo tan gigantesco!

—¡Vaya, vaya, vaya! —se admiró Ricky—. Es tan enorme que va a chocar con las cuatro paredes de nuestro acuario del «Centro Comercial».

El pez fue metido en el recipiente, el cual se tapó y se aseguró luego con grandes cuerdas a la borda del barco.

—No me cabe duda de que éste será el que gane el premio —declaró el señor Hollister—. A cualquier pez más grande que éste, yo le consideraría una ballena.

Luego, siguieron el viaje, río arriba, entonando alegres canciones. Era ya última hora de la tarde cuando llegaron al desembarcadero municipal de Shoreham.

—¡Ahí está mamá! —gritó Bobby que salió corriendo de la embarcación, seguido por los demás.

Cuando vio a su hijo, la señora Reed le estrechó en sus brazos, mientras lloraba y reía al mismo tiempo.

—¡Qué alegría! ¡Qué alegría me da ver que estás bien! ¿Y éstos son tus amigos, los Hollister? ¡Qué buenos amigos tienes!

La señora Reed se volvió entonces al bisabuelo de Bobby y le abrazó, mientras repetía que no creía posible tanta felicidad.

—¡Qué maravilloso!

—Y vamos a vivir con él, en una casa que tiene junto al río —hizo saber Bobby—. Me lo ha dicho él.

Al día siguiente el periódico publicó una extensa información sobre la aparición de Bobby Reed y el anciano Moses Twigg. Se notificaba que los hermanos Hollister se habían ganado la recompensa ofrecida por el señor Finder, pero que dichos niños habían solicitado que aquel dinero fuese entregado a Bobby.

La competición de peces tuvo mucho más interés de lo que nunca hubiera podido suponer el señor Hollister, el cual se vio obligado a alquilar un grandísimo acuario en un almacén de artículos de pesca, para poder dar entrada a todos los peces que fueron llevando al «Centro Comercial». El último día del certamen, los niños acudieron a la tienda de su padre para ver quién había ganado. En el escaparate había un gran letrero en que se leía:

EL PREMIO OFRECIDO PARA EL PEZ PAYASO MÁS GRANDE, PESCADO EN EL RÍO MUSKONG, HA SIDO GANADO POR BOBBBY REED

—¡Viva! —exclamó Ricky, mientras todos sus hermanos le rodeaban.

—Muchas gracias —dijo una voz tras ellos.

Al volverse, se encontraron con la sonriente carita de su nuevo amigo, Bobby Reed. Todos le dijeron que se alegraban mucho de que hubiera ganado el premio.

—Entrad y veréis el premio que he elegido.

—Seguro que es una caña de pescar —apuntó Ricky.

—No. Tu padre me ha dicho que puedo quedarme con una barca de remos para ir a nuestra nueva casa. Nos marchamos mañana. ¿Iréis alguna vez a verme?

—Claro que iremos.

Dos días más tarde, llegó tío Russ a buscar su barco. Estuvo tan contento, viendo que todo había salido bien y que sus sobrinos habían encontrado a Bobby Reed, que aseguró que no le importaba que le hubieran hecho unas cuantas raspaduras en el «Dulce Pastel». Cuando su tío se marchó, Ricky dijo:

—Acabo de encontrar al señor Kent, que volvía de vacaciones. Tengo que ir a verle.

Sus hermanos contuvieron la risa, porque conocían el motivo de aquella visita. Los cinco Hollister se dirigieron a la redacción del periódico y pidieron ser recibidos en el despacho del señor Kent.

—Vamos a ver. ¿Qué es lo que deseáis de mí? —preguntó el periodista, sonriendo alegremente.

Ocultando una mano en la espalda, Ricky dio un paso al frente. Y dijo:

—Tengo una cosa para usted, señor Kent.

—¿Y qué es, amiguito?

Ricky le mostró la tortuga con dos cabezas.

—Aquí tiene el «lopadupalus».

El señor Kent abrió la boca tanto que la barbilla le tocó en el pecho, y los ojos casi se le salieron de las órbitas. Luego, hizo coro a las risas de los niños, mientras éstos le hablaban del descubrimiento del «lopadupalus». Y, levantando la tapa de la vitrina donde tenía los animalitos, el señor Kent metió allí la tortuga.

—Muchas gracias, Ricky. Estoy seguro de que poseo la más asombrosa colección de reptiles de todo el mundo.

—¿No desea usted poseer ningún otro animalito raro? —Preguntó Ricky—. Si quiere alguno más, los felices Hollister estamos dispuestos a buscárselo en seguida.