El viejo empezó a sacudir furiosamente su garrote ante los ojos de Pam y Holly.
—¡Largo de aquí! —ordenó.
Las niñas estaban asustadísimas. Dando media vuelta, empezaron a correr todo lo aprisa que pudieron, aunque continuamente volvían la cabeza para ver si el hombre las perseguía.
—Ya no le veo —anunció al poco rato Pam—. Vamos a volver allí.
Holly no estaba muy segura de tener ganas de volver cerca de aquel hombre malhumorado, pero siguió a su hermana. El viejo seguía en el mismo lugar donde le dejaron.
—¿No os he dicho que marchéis? —vociferó—. ¡Volved a vuestro barco y marchaos de una vez!
Pam, sin moverse de donde se había detenido, preguntó valientemente:
—¿Por qué?
—No os lo diré —fue la respuesta del viejo.
Y, diciendo esto, volvió a blandir el garrote y se aproximó a las niñas. Esta vez, cuando Pam y Holly dieron media vuelta y echaron a correr, él salió tras ellas. No podía correr muy de prisa, pero siguió sin detenerse.
—A lo mejor hace que papá se lleve de aquí el barco. ¡Y entonces ya no podremos encontrar ni a Bob-by, ni al Viejo Moe! —se lamentó Holly, temblando de miedo.
—Papá puede hablar con él y entenderse mejor que nosotras —replicó Pam.
Se volvió, entonces, a ver lo cerca que tenían al viejo, y en aquel momento el desconocido dio un tropezón, levantó los brazos en el aire y cayó al suelo. No se levantó de allí.
—¡Mira, Holly, se ha hecho daño! —exclamó Pam, dejando de correr.
También Holly se detuvo y entonces ambas corrieron nuevamente en dirección opuesta a la de antes, para acudir junto al viejo que seguía sin levantarse. Se había hecho una brecha en la frente.
—Mira. Se ha herido en la cabeza con una piedra —observó Pam—. Tenemos que hacer algo.
—¿Qué? —preguntó Holly.
Pam miró a su alrededor. Muy cerca corría un arroyo de aguas transparentes. La niña sacó un pañuelo limpio de su bolsillo y pidió a Holly que lo mojase en el agua. Holly lo hizo y, cuando volvió con el pañuelo, Pam lo puso sobre la frente del hombre.
Luego, le prestó algunos auxilios que había aprendido… Le dio unos golpecitos en las mejillas y le frotó las muñecas, pero el viejo no recobraba la conciencia. Pam empezó a asustarse.
—Tendríamos que hacer venir a mamá en seguida declaró.
Cuando las dos hermanas estaban a punto de irse, Holly se fijó en el garrote, en el cual se habían dibujado, con fuego, unas iniciales.
—¡Mira, Pam! Hay una M y una T. ¿Crees que serán las iniciales de Moses Twigg?
—Seguramente —respondió la hermana mayor, muy nerviosa—. Vamos. Tenemos que darnos prisa.
Corrieron por todo el camino hasta el improvisado puente constituido por el tronco y, cuando llegaron al «Dulce Pastel», Pam llamó a voces a su madre.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Sal pronto!
La señora Hollister subió inmediatamente, seguida de su marido.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntaron a un tiempo el padre y la madre.
A toda prisa, Pam explicó lo que le había ocurrido al viejo. La señora Hollister corrió en busca del botiquín y luego salieron corriendo, todos, incluyendo a Sue.
Cuando llegaron al sendero, regresaban Pete y Ricky. Al enterarse de lo ocurrido, también ellos fueron con el resto de la familia.
—¡Es por aquí! —indicó Pam, abriendo la marcha.
Tomó la curva del sendero y quedó inmovilizada por el asombro. ¡El anciano había desaparecido!
—¡Se ha ido! —se lamentó—. ¿A dónde puede haberse marchado?
Los Hollister quedaron inmóviles durante varios segundos, hasta que llegaron a la conclusión de que el anciano se había marchado a su casa. Siguieron corriendo por aquel sendero y a los pocos minutos llegaban ante una pequeñísima casita de madera. El señor Hollister llamó a la puerta.
Nadie dio respuesta y, después de haber llamado por segunda vez, sin resultado, el señor Hollister empujó la puerta y entró. Sentado en una mecedora estaba el anciano de blancas barbas. Se oprimía la cabeza con ambas manos y daba débiles quejidos. Al ver a sus visitantes, gruñó con voz cansada:
—¡Váyanse! ¡No quiero a nadie aquí!
La señora Hollister, sin hacer caso de aquellas palabras, se aproximó a él y le apoyó una mano en el hombro.
—Hemos venido a ayudarle —dijo afectuosamente—. Mis hijas me han dicho que se ha herido usted.
—Sí. Me he dado un golpe en la cabeza —admitió el hombre—. Me duele mucho.
La señora Hollister abrió el botiquín y empezó a hacerle una cura. Al poco rato le había limpiado la herida y le vendó la cabeza. Luego, cogió un vaso de agua y se lo dio al viejo, al mismo tiempo que una pequeña pastilla. A los pocos minutos el hombre dijo que se encontraba mejor y les dio las gracias. Incluso sonrió amablemente.
—No quisiera resultar desagradecido —dijo—. He vivido solitario tanto tiempo que ya no sé portarme con cortesía.
Casi bruscamente, Pete se aproximó al hombre para preguntarle:
—¿No es usted Moses Twigg? El anciano les miró sorprendido.
—Sí —admitió—. Pero ¿cómo lo sabes? He guardado mi nombre en secreto durante muchos, muchísimos años.
Pete le contó que habían pescado un pez payaso con el aro en la cola, en Shoreham, y que eran muchas las personas que sentían curiosidad por aquellos peces con el aro en la cola. Al enterarse de aquello, el viejo sonrió.
—Esos peces son mi distracción. Haciendo un cruce de razas he conseguido los peces que tú llamas «payasos» y espero que sean muchos los pescadores que disfruten obteniendo este tipo de peces. Algunos de los que tenía marcados con el aro se me escaparon.
—¿Ha estado usted cerca de nuestro barco hoy, a las cuatro de la madrugada? —preguntó otra vez Pete.
—Sí. Tengo una vieja barca de remos escondida entre los árboles y la utilicé para ir allí porque quería saber quiénes erais.
Los niños le explicaron cuáles eran las pistas que les habían inducido a pensar que el Viejo Moe era el mismo Moses Twigg.
—Pero lo mejor de todo es lo del dinero que tiene usted en el banco —dijo alegremente Ricky.
El Viejo Moe se mostró muy extrañado y repitió:
—¿Dinero en el banco?
—Sí —afirmó Pete—. Tiene usted dinero en el banco desde hace mucho tiempo. El señor Finder le busca a usted. Quiere entregarle el dinero, antes de que se cumplan los veinte años desde que usted lo depositó en el banco.
El anciano quedó tan anonadado ante aquella noticia, que hundió la cabeza entre las manos, lamentándose de que su memoria le fallaba mucho, cuanto más viejo se hacía.
—¡Huy, no llore, señor Barba Blanca! —rogó Sue, acercándose al hombre y poniéndose de puntillas para apoyar su manecita en el hombro del anciano.
El viejo la miró, se secó una lágrima y sonrió a la pequeña.
—Si quieres, puedes llamarme Viejo Moe. Todo el mundo solía llamarme así. —El viejo suspiró otra vez, murmurando—: Desde luego, necesitaría que alguien se ocupase de mí.
—Pues podía cuidarle alguien —le dijo Holly—. ¿No sabe que tiene usted un biznieto que le está buscando?
—No sabía nada. ¡Eso es magnífico! ¿Y dónde está?
—No lo sabemos. Estaba en Shoreham, pero marchó.
El anciano inclinó la cabeza lastimeramente, mientras Pam le informaba de todo lo sucedido. Le contó que la madre de Bobby había llegado del Oeste con la idea de encontrar a Moses Twigg, y todo lo que averiguaron fue que aquella persona había desaparecido mucho tiempo atrás. Ahora, la señora Reed estaba desesperada porque también su hijo había desaparecido.
—Decidme, ¿cómo se llama mi biznieto? ¿Cuántos años tiene? —pidió el Viejo Moe.
Los niños quedaron extrañadísimos de que el hombre les hiciese tales preguntas, tratándose de un familiar suyo, pero luego comprendieron que era porque no había llegado nunca a saber que su nieta se había casado.
—Tiene diez años y se llama Bobby Reed —contestó Pete.
—¡Bobby Reed!
El Viejo Moe empezó a hablar a gritos, como si hubiera recobrado todas sus fuerzas. Se levantó de un salto, de la mecedora, y repitió:
—¡Bobby Reed! Venid aquí.
Y se encaminó hacia una puerta que conducía a otra habitación.