UNA BÚSQUEDA EMOCIONANTE

Mientras dirigían el haz luminoso de sus linternas hacia la pared exterior del barco, Pete y su padre se preguntaban si el ruido que les había sobresaltado lo habría producido algún tronco a la deriva, que hubiera chocado contra el casco de la embarcación.

—¿Ves algo, papá? —preguntó el chico.

—No. ¿Y tú?

—No. Ese ruido lo habrá producido algún tronco al tropezar con el barco.

—¿No habrá sido alguien, con una barca de remos…?

No había podido acabar el señor Hollister de pronunciar aquella frase cuando se oyó el apagado chapoteo de unos remos. Padre e hijo dirigieron sus linternas en la dirección del ruido, pero no pudieron ver nada y al cabo de unos momentos todo estaba silencioso.

—¡Había alguien rondando junto a nuestro barco, papá! —exclamó Pete.

—Me temo que eso sea cierto. Por eso, es natural que esa persona no haya querido dejarse ver.

—Pero ¿para qué estaría vigilando nuestro barco?

—Puede que pensase que con esta tormenta no había nadie a bordo. De haber sido así, esa persona habría tenido la oportunidad de entrar en la cabina y robar parte del equipo que llevamos.

—Pues ha sido una suerte que estuviéramos aquí y que le hayamos oído.

El señor Hollister decidió quedarse allí el resto de la noche para vigilar, y dijo a su hijo que volviese a la cama.

Brillaba un sol espléndido cuando Pete se despertó de nuevo. Mientras él se levantaba, se despertó Ricky y los dos hermanos se vistieron a toda prisa.

Su padre se alegró de verles llegar y dijo que ahora él se acostaría un rato. Nada había sucedido mientras el señor Hollister estuvo de vigilancia, pero en la distancia, a través del arbolado, había podido observar una luz parpadeante.

—Seguro que hay alguien acampado allí —reflexionó Ricky.

—O puede que haya una casita. A lo mejor la del Viejo Moe —opinó Pete—. ¿Podemos ir a ver, papá?

—Sí, hijos, pero id con precaución.

En aquel momento apareció la señora Hollister, diciendo que no debía iniciarse ninguna búsqueda antes de haber desayunado, así que los niños aguardaron. En su prisa por marchar, desayunaron aceleradamente y su madre tuvo que reprenderles, diciendo que la comida debe tomarse despacio.

Cuando los cuatro mayores estuvieron preparados para marcharse, Ricky saltó al tronco de árbol atravesado delante de la embarcación.

—¡Canastos! Sirve estupendamente de puente para llegar a tierra. ¡Vamos, chicos!

Balanceándose lo mismo que un equilibrista en el alambre, Ricky cruzó el improvisado puente. Pete y las dos niñas le siguieron. Ricky perdió pie y estuvo a punto de caer al río, pero, por suerte, recuperó a tiempo el equilibrio.

—¡Qué divertido es esto! —Dijo, al llegar a la orilla, y al momento prorrumpió en un estridente grito—: Mirad cuántos peces.

—¿Dónde?

Ricky señaló hacia el centro del agua, explicando:

—Allí. En aquella cerca de tela metálica.

Los demás niños treparon por el tronco hasta donde se encontraba Ricky y miraron lo que el pequeño les enseñaba.

Bajo ellos, en una especie de gran cesta de tela metálica, había algo que los Hollister no habían visto nunca. Cientos de peces payaso nadaban en aquel recipiente. Los había de todas las medidas, desde seis centímetros hasta más de medio metro.

—Son peces gigantísimos —consideró Holly.

—Éstos no llevan aro —observó Pete—. ¿Creéis que serán del Viejo Moe?

—Ojalá fuera así —le contestó Pam—. Si le encontramos, podremos cobrar la recompensa que ofreció el señor Finder.

Entre tanto, Ricky había arrancado una hoja de una de las ramas y se la arrojó a los peces que, sin duda, creyeron que era comida y acudieron a mordisquearla.

—Pues ahora lo que hay que hacer es coger uno de esos peces para nuestro acuario del «Centro Comercial» —opinó Ricky.

Holly estaba fascinada, mirando los peces, que giraban y giraban rápidamente, hasta hacer que la niña se sintiera mareada. Pete dijo, con una risilla.

—Si te caes ahí, en medio de esos peces tan tragones, seguro que te comen las trenzas.

Pam y Ricky se echaron a reír, pero no le ocurrió lo mismo a Holly. De repente, la niña se inclinó excesivamente hacia delante y empezó a tambalearse, luchando desesperadamente por no caer al recipiente de los peces, hasta que…

¡Plass!

Los peces huyeron en todas direcciones cuando Holly cayó entre ellos. Pete se agachó para ayudar a su hermanita a salir.

—¡Aggg! —murmuró Holly, escupiendo el agua que había tragado—. ¡Qué mal sabe!

—¡Cómo! —bromeó Pete—. ¿Es que no te gusta el pescado crudo?

Holly miró huraña a su hermano y luego pidió que la esperasen mientras iba a cambiarse de ropa. Pam contestó:

—Está bien. Iremos andando poco a poco.

Su hermana volvió a toda prisa al barco, y los otros siguieron adelante. Los árboles y matorrales eran tan tupidos que era muy difícil ver a través de ellos. Pero había dos estrechos caminillos; uno corría a lo largo de la orilla, el otro se internaba entre los árboles.

Mientras aguardaban a Holly, Pete oyó unos crujidos. Volviéndose rápidamente, pudo ver al final del camino una persona que desapareció instantáneamente.

—¡Voy a seguirle! —dijo Pete—. Ven, Ricky. Tú, Pam, espera a Holly.

Mientras los hermanos corrían, Ricky dijo:

—¿Tú crees que podremos alcanzarle? Claro que si es el Viejo Moe no correrá muy de prisa.

Pero no resultaba fácil correr porque el camino estaba cubierto de lodo y hojarasca. Una vez Ricky resbaló y cayó de espalda. Pete esperó a que su hermano se levantara y este último se lamentó:

—Ahora ya nos habrá adelantado mucho.

—A lo mejor podemos seguir por las huellas que haya dejado en el suelo —dijo Pete, esperanzado—. Por allí, todo el camino está lleno de fango.

Cuando llegaron a donde Pete decía, el mayor de los Hollister dio un silbido de sorpresa, al tiempo que señalaba las pisadas del suelo. Varias habían sido dejadas por el mismo hombre, pero existían unas que pertenecían a las sandalias de un niño.

—¡Eso es de un pie de niño! —observó Ricky—. Y Bobby llevaba sandalias cuando estuvo en casa. ¡Ésta sí que es una pista de verdaderos detectives!

Y Ricky fijó entonces la vista en las profundidades del bosque y empezó a gritar:

—¡Bobby! ¡Bobby! ¿Dónde estás?

La única respuesta que obtuvo fue un apagado eco de su propia voz. Los dos hermanos prosiguieron la marcha, siguiendo aquellas huellas. Y, de pronto, ambos quedaron perplejos al observar que las pisadas infantiles habían desaparecido.

—Puede que subiese a un árbol —dijo Ricky, mirando hacia arriba.

Sin embargo, no vieron a nadie escondido entre las ramas y, al cabo de un momento, Pete aseguró:

—Ya sé lo que ha pasado. El hombre se llevaría al niño en vilo.

Llenos de ansiedad, los dos muchachitos continuaron siguiendo las huellas del hombre. Pronto el camino se adentró en el bosque y empezó a resultar tan musgoso y lleno de maleza que Pete tuvo la seguridad de que se habían desorientado. Además, ya no se veía pisada alguna.

—¿Qué hacemos? —preguntó Ricky a su hermano.

—Creo que tendremos que volver —resolvió Pete, empezando a regresar, camino del «Dulce Pastel».

Entretanto, Holly se había cambiado de ropa y estuvo esperando, en compañía de Pam, a que los chicos regresasen.

—Puede que hayan encontrado a ese hombre —dijo Pam, después de explicar a su hermana que habían visto desaparecer a una silueta por el otro extremo del camino—. Si al menos fuese el Viejo Moe…

—¿A dónde crees tú que va ese camino? —Preguntó Holly—. ¿A la casa del Viejo Moe?

Pam, que estaba ya muy impaciente, decidió:

—Vamos a andar un poquito, a ver si lo averiguamos.

Y empezaron a caminar, pero el camino estaba lleno de unas piedras puntiagudas que les hacían torcerse los tobillos y herirse los pies. Y las dos hermanas tenían que andar con la vista baja para ver donde pisaban, si no querían hacerse daño.

Ése fue el motivo de que no vieran a alguien que las estaba observando desde lejos. Una vez que levantó un momento la cabeza, Pam dejó escapar un grito.

A un lado del sendero, y oculto entre dos matorrales, había un viejo de aspecto extraño que miraba fijamente a las niñas. El viejo tenía el cabello blanco, una barba muy blanca y espesa, ojos negros y hundidos y nariz afilada. Iba muy mal vestido y en la mano derecha empuñaba un garrote nudoso. De pronto, levantó amenazadoramente el garrote en dirección a las niñas, que se detuvieron en seco y miraron al viejo con terror.

—Hola —osó decir Holly, tímidamente, y tragando saliva con gran apuro.

El hombre no contestó nada, sino que miró a las dos hermanas con ojos amenazadores.

—¿No querrá… no querrá hacernos daño? —siguió diciendo Holly, valientemente.

El viejo dio un paso adelante, siempre empuñando el grueso leño en alto.

—¡Ven! —susurró Pam a su hermana—. Será mejor que nos marchemos.

Y, entonces, el desconocido pareció empezar a despedir fuego por los ojos, mientras exclamaba con voz chillona:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vosotras no tenéis nada que hacer aquí!