UN VAQUERO ACUÁTICO

—Te sacaré en seguida de la cocina, Holly —dijo el señor Hollister con serenidad—. Tengo un manojo de llaves que me dio tío Russ.

El señor Hollister sacó un llavero y empezó a probar en la cerradura cada una de las llaves. Pero no se conseguía nada.

—Se ha debido de correr el pestillo de la puerta desde el otro lado —murmuró, ya nervioso, el señor Hollister.

Y dijo a su hija cómo debía hacer correr el cerrojo, pero la niña contestó que no había nada para hacerlo correr.

—Pues tendremos que tirar la puerta abajo —dijo el padre.

—¡No! Eso no está bien —intervino la señora Hollister—. ¿Cómo vamos a hacer un destrozo así en el barco de Russ? Hay que buscar otra solución.

Pete, Pam y Ricky estaban junto a sus padres. Pete había detenido el timón, de modo que la embarcación no se movía. Cada uno de los niños se esforzaba por imaginar una solución para libertar a su hermanita. Y, al poco. Pete exclamó:

—¡Ya sé por dónde se puede pasar! Por el ventilador…

—¿Por el agujero de la cabina en donde está ajustado el ventilador? —preguntó Pam, extrañada.

—Sí. Papá, ¿no podemos desmontar el ventilador para que yo pase por ese agujero?

—Es posible —admitió el padre.

Subieron a la pasarela y examinaron el ventilador.

—Sí —asintió el padre—. Podremos desenroscar estos tornillos. —Mas en seguida añadió con desaliento—: ¡Oh, no! ¡Las herramientas están en la cocina!

—Todas no —sonrió Pete—. Hay una caja con varias herramientas en el cuartito del motor.

Y Pete sacó dicha caja. Mientras los demás hablaban con Holly, dándole valor, Pete y su padre se pusieron al trabajo. Tuvieron que desmontar varias piezas del ventilador, pues no era posible levantarlo entero.

—A ver si podemos montarlo otra vez —sonrió Pete, que ya se deslizaba por el orificio—. Holly, ¿dónde estoy?

—Encima del fogón. Casi lo tocas. Échate un poco a la izquierda. Así. Una pizquita más.

Y Holly se puso de puntillas para coger los pies de su hermano y apartarlos un poco, de modo que no se fueran a apoyar en los quemadores de la cocina. Al cabo de un momento, Pete había saltado dentro y estaba al lado de Holly.

—¡Pete! ¡Pete, sácame de aquí! —rogó la niña.

—Sí. Claro que sí.

Probó a abrir la puerta, pero ésta seguía sin moverse. Y la cerradura no giraba en ningún sentido.

—Tendrás que salir por ese agujero —decidió Pete, levantando a su hermana en vilo.

El señor Hollister tomó a su hija, desde arriba, y la niña aspiró con alegría el aire fresco.

—¡Qué contenta estoy de haber salido! —dijo—. Se estaba muy mal allí dentro, sola.

Entretanto, Pete había sacado la caja de las herramientas, guardada en la cocina, y estaba intentando hacer girar la cerradura. Empleó un destornillador, luego una cuña… Pero nada daba resultado. Hasta que al fin, fue un trocito de alambre doblado lo que solucionó el problema. Pete abrió la puerta de par en par, y la dejó bien sujeta para que no volviera a cerrarse.

—¡Gracias a Dios! —dijo el padre—. Ahora volveremos a colocar el ventilador.

—Mientras tanto, yo prepararé algo de comer para mi hambrienta familia —rió la señora Hollister—. ¿Sabéis que ya son las dos y media?

Después de la comida, todos descansaron. Y más tarde se dieron un baño en el río. Cuando volvieron a estar todos dispuestos para reanudar la marcha, pusieron otra vez la radio, por medio de la cual informaron de que Bobby seguía sin aparecer.

—Me da la impresión de que vamos a encontrar a Bobby muy pronto —anunció Pam—. Seguro que mañana ya le habremos encontrado.

—Yo también lo creo —afirmó Pete—. Papá, ya debemos de estar cerca del sitio en donde aquellos excursionistas vieron al viejo. Podríamos aproximarnos a la orilla y avanzar lentamente.

—De acuerdo, hijo. Y que todo el mundo tenga los ojos bien abiertos, por si se ve algo.

El señor Hollister condujo a marcha muy lenta para que fuera posible ir contemplando hasta el último centímetro de terreno. El panorama se presentaba cada vez más selvático. No había ya casitas de campo, los árboles crecían muy juntos y los matorrales tenían espesa hojarasca.

—Podría ser éste el lugar donde vive el Viejo Moe, papá —comentó Pete, saltando de nerviosismo.

Y, al darse cuenta de que su padre no le daba respuesta, Pete se volvió a mirarle. El señor Hollister tenía el ceño fruncido y en todo su rostro aparecía una expresión de inquietud.

—¿Qué pasa, papá? —indagó el muchacho.

—¡Tenemos vacío el tanque del combustible! —le anunció su padre.

Y, apenas el señor Hollister había dicho aquello, cuando el motor produjo un chisporroteo y dejó de funcionar.

—¡Bonito lugar para quedar estancados! —Rezongó, con disgusto, el señor Hollister—. ¡Pues sí que estoy hecho un gran capitán!

—Yo conozco un sitio donde hay una estación gasolinera —aseguró Ricky.

—Y yo también —masculló Pete—. Hay muchas estaciones de gasolina, pero ¿para qué nos sirven, si no están aquí?

—Es que estoy hablando de una estación gasolinera que he visto en el río. —Y el pequeño señaló hacia atrás, a un lugar por donde acababan de pasar—. Podríamos llegar allí remando.

—Eres un verdadero salvavidas, Ricky —rió la madre, abrazando al niño.

El señor Hollister y Pete bajaron el bote, en el cual se encaminaron a la estación gasolinera; allí explicaron al empleado lo que les ocurría y media hora después regresaban con un bidón de combustible. Cuando el tanque quedó lleno, el señor Hollister llevó la embarcación hasta la estación ribereña de gasolina.

—Hola, amigos —dijo el empleado—. Me alegro de haber podido ser útil a los felices Hollister.

—¿Y cómo sabe que somos los Hollister? —le preguntó Pam, muy asombrada.

—¿Cómo no iba a adivinarlo? Se ve que estáis todos muy contentos.

Entonces intervino la chiquitina Sue, declarando:

—Pues tenemos todos mucha pena porque no encontramos a Bobby.

Holly explicó por qué buscaban a aquel niño y el hombre de la gasolinera se echó hacia atrás la gorra para rascarse la cabeza, mientras decía:

—Me jugaría una buena rana de río a que el chico que me habló de vosotros es ese Bobby al que buscáis.

—¡Cómo! —gritó Pete—. ¿Es que Bobby ha estado aquí?

—Exactamente. Y me dijo que los felices Hollister habían sido muy amables con él.

—¿A dónde se marchó? —quiso saber Pete inmediatamente.

—Lo siento, hijo, pero eso no lo sé. Sólo me dijo que había salido a pescar y que pensaba conseguir el pez payaso más grande que haya en todo el río.

—¿Ese chico iba en una barca de remos?

—No. Iba a pie.

Aquella noticia hizo que Pam exclamase llena de alegría:

—Entonces, ¡Bobby está bien! Tiene que estar cérea de aquí.

Y la familia decidió hacer una pequeña excursión a tierra para buscar al muchachito desaparecido. El señor Hollister abrió la marcha a través del busque, seguido de sus cuatro hijos mayores, pero las zarzas les arañaban y desgarraban de tal modo sus ropas que tuvieron que volver atrás.

—Estoy segura de que por aquí no puede estar Bobby —admitió entonces, Pam.

En cuanto llegaron al «Dulce Pastel» el señor Hollister puso el motor en marcha y reanudaron el viaje, después de despedirse amablemente del hombre de la estación gasolinera.

—Se está haciendo tarde —dijo al poco, la señora Hollister—. Lo mejor sería que buscásemos sitio para pasar la noche.

—¿Por qué no nos detenemos en aquella parte del río donde, a lo mejor, vive el Viejo Moe? —sugirió Pete.

—Si hay algún trecho que quede resguardado, anclaremos allí —accedió el padre.

Cruzaron el río y durante un rato navegaron muy próximos a la orilla. Y, de pronto, Ricky, que iba sentado en la misma punta de la proa, anunció:

—¡Allí, en frente, hay una ensenada!

El señor Hollister miró hacia donde indicaba su hijo. A la izquierda tenían una pequeña cala, que casi quedaba oculta por los altísimos árboles que crecían a las orillas del río. Cuando se aproximaron, el señor Hollister comprobó que era un buen sitio. El agua formaba algunos remolinos, pero no eran tan fuertes como en el centro de la corriente.

—Muy bien. ¡Echad el ancla! —ordenó el señor Hollister.

—En seguida, capitán —contestó Ricky, mientras entre él y Pam se ocupaban de cumplir el mandato de su padre.

Pete tenía ganas de explorar aquellos terrenos en seguida, pero oscurecía rápidamente y sus padres consideraron que debía dejarse la búsqueda hasta la mañana siguiente. La señora Hollister y Pam prepararon la cena y, después de haber acabado de comerla, los niños estuvieron jugando un rato en cubierta. Ricky encontró una cuerda y con ella fingió ser un vaquero que echaba el lazo a las reses.

—¡Hola, vaquita! —dijo, dirigiéndose a Sue—. Ya te atraparé yo.

—No soy una vaquita —declaró Sue, muy digna.

Al poco rato, la señora Hollister recordó a sus hijos que ya era hora de acostarse. Ya se disponían a bajar cuando el viento empezó a soplar otra vez; unos minutos después era tan fuerte como lo había sido la noche antes.

De pronto, una de las sillas de mimbre de la cubierta fue a parar al agua.

Cuando esto ocurrió, Ricky estaba cerca y actuó rápidamente, antes de que la silla se sumergiera. Con mucha soltura, arrojó el lazo que tenía en la mano, alcanzó la silla y la hizo girar hasta cubierta.

—Pues sí que eres un buen vaquero —dijo Sue, admirativa—. Un vaquero de agua.

Todos rieron alegremente y bajaron a acostarse.

A media noche, la tormenta se hizo más fuerte, eran continuos los rayos y truenos, y llovía a torrentes. Repentinamente brilló un relámpago cegador, seguido por un tremendo trueno.

Aquello despertó a todos los Hollister, quienes pudieron escuchar un sonoro chasquido. ¡El rayo había alcanzado un gigantesco árbol de la orilla y lo había partido por la mitad! La parte superior del árbol cayó con gran estrépito y sacudiendo el agua violentamente, lo que hizo tambalearse al «Dulce Pastel».

Todos saltaron en sus literas, cuando ocurrió aquello y el señor y la señora Hollister preguntaron a sus hijos si todos estaban bien. Cada uno de los niños fue contestando que sí y que todo lo que habían notado fue una especie de cosquilleo.

—Seguramente ha sido a causa del rayo —dijo la señora Hollister—. Debemos estar agradecidos al árbol, porque nos ha salvado.

Cuando la tormenta amainó, Pete y su padre se pusieron los impermeables y subieron a cubierta, llevando cada uno su linterna. La parte superior del árbol gigantesco estaba en el agua, atravesado delante de la embarcación.

—¡Vaya! ¡Qué cerca ha caído! —Exclamó el señor Hollister—. Confiemos en que ese tronco no nos dificulte el camino para salir de aquí.

Volvieron abajo y la señora Hollister dijo:

—Debemos volver a acostarnos.

A Pete le resultaba difícil dormir. Pensaba en lo terrible que habría sido que el «Dulce Pastel» hubiera sido alcanzado por aquel árbol. ¿Qué habría pensado el tío Russ?

El muchachito se adormilaba de vez en cuando, pero volvía a despertar al cabo de unos momentos. Cuando despertaba por sexta vez, miró la esfera luminosa del reloj, comprobando que eran las cuatro de la mañana y entonces, quedó perplejo al oír un golpe en una de las paredes laterales del barco. Pete se levantó y, cuando salió a las escaleras, se encontró con su padre.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó.