—Pete y yo podemos ir a quitar las hierbas de la hélice —ofreció Ricky, valerosamente—. Podemos sumergirnos bajo el barco y hacerlo.
—Eres muy generoso al querer hacerlo, pero creo que no te imaginas lo duras que son las hierbas de esta clase.
—Nadie puede salir a cubierta, ni a ninguna parte hasta que el viento haya amainado —dijo con firmeza la señora Hollister, y su marido le dio la razón.
Al cabo de una hora cesó de soplar el viento y el sol brillaba otra vez. Todos salieron a cubierta, menos Pete y Ricky que estaban poniéndose los trajes de baño. Cuando llegaron arriba, Ricky preguntó:
—¿Ahora podemos ir a ver esos hierbajos?
El señor Hollister observó el agua. Estaba muy clara y había la profundidad necesaria para que los muchachos no se hundieran en el lodo.
—Bien. Se puede bajar, pero antes esperadme n mí. Tenemos por delante un duro trabajo —dijo el señor Hollister.
Y explicó que no sólo habría que limpiar de hierbas la hélice, sino también hacer un sendero para que el barco pudiera salir. De lo contrario volverían a embarrancar. El señor Hollister se cambió de ropa en un momento.
—¡Vamos ya!
Cuando el padre dio la orden, él y sus hijos se lanzaron al agua.
Pete, que fue el primero en asomar a la superficie, anunció que la hélice estaba completamente rodeada de largas hierbas y pidió a Pam que le llevase su navaja. La niña apareció con ella a los pocos instantes. Pete volvió a sumergirse, seguido de Ricky. Los dos hermanos subían de vez en cuando a tomar aire y volvían en seguida al trabajo.
—Muy pronto terminaremos —anunció Ricky, orgullosamente, unos minutos después—. Con dos chapuzones más, todo arreglado.
Entre tanto, el señor Hollister iba nadando, empuñando en una mano su cuchillo. Una y otra vez desaparecía bajo el agua, sujetaba con la mano libre un puñado de hierbajos y los cortaba de un buen tajo. De este modo fue abriendo camino para el «Dulce Pastel».
Sue estuvo observando aquellas operaciones durante un rato, pero luego se cansó y fue en busca de unos vestidos de muñeca que había estado lavando. No tardó en volver con una cuerdecita y un puñadito de diminutas pinzas de tender. En aquel momento sus hermanos subían a la superficie del agua, diciendo que ya habían concluido.
Sue estaba mirando hacia ellos cuando se quedó sin respiración. ¡Una serpiente larguísima nadaba hacia sus hermanos! Mientras el reptil avanzaba, Sue se estremeció.
—¡Pete! ¡Ricky! ¡Hay una serpiente!
—¿Dónde está? —indagó Pete.
—¡Allí! ¡A la derecha! —indicó Holly.
Los muchachos seguían sin verla, y Sue, dándose cuenta del peligro, arrojó las pequeñas pinzas contra la serpiente, la cual se apartó un poco, dando así tiempo a que Pete y Ricky subieran al barco.
—¡Vaya! Me alegro de que no me haya mordido ese bicho tan repugnante —dijo Pete—. Sue, nos has librado de que la serpiente nos mordiera.
—Podía haber sido un mocasín de agua y ya sabes que ésas son venenosas —añadió Ricky, queriendo presumir de lo que había aprendido poco antes en la escuela.
Él y Pete aguardaron un rato, para estar seguros de que la serpiente no andaba cerca y luego se echaron otra vez al agua, para recoger las pinzas de juguete. Desde arriba, Sue, vigilaba atentamente, por si volvía la serpiente.
Cuando los dos chicos hubieron concluido, el señor Hollister ya estaba listo. Los tres nadadores se vistieron y, entonces, el padre puso el motor en marcha, dirigiendo la embarcación hacia el centro de la corriente.
—¡Mirad! —exclamó Holly, al ver flotando en el agua un sombrero de paja, de hombre.
Al poco, pasaba junto a un gran madero que marchaba a la deriva y luego vieron dos cuévanos de fruta, Holly estalló en alegres risillas y señaló a un punto lejano en el agua, mientras decía:
—¡Qué divertido es eso!
En una gran rama que flotaba por el río, aparecía una gallina que levantaba con orgullo la cabeza.
«Cock, cock, cock», exclamó el ave al pasar junto al barco.
—¡Eh, marinero, salta a bordo! —le dijo Pete, pero la gallina no se movió.
—A lo mejor la gallinita se va de viaje a buscar fortuna —opinó Holly, acordándose de los cuentos de hadas que solía leer.
—Pobre animal —dijo Pam, conmiserativa—. Espero que llegue a tierra sin percance.
Pero casi no había acabado Pam de hablar cuando, al llegar a un remolino, la rama se ladeó fuertemente para uno y otro lado.
—La pobre gallinita se va a marear y se caerá al agua —calculó Holly, muy preocupada.
Sin embargo, la parte de la rama en que se posaba el ave no llegaba a tocar el agua. Y, mientras los cinco hermanos daban gritos de ánimo a la gallina navegante, la rama llegó a tierra y el animal saltó a la orilla.
Desviando su atención de la gallina, Ricky se fijó en algo que le hizo exclamar:
—¡Mirad eso! ¿Qué es?
Todos miraron a donde el chico decía y no tardaron en acercarse a algo que se encontraba casi completamente sumergido en las aguas.
—Es una vieja barca de remos —observó el señor Hollister—. Su propietario, quienquiera que sea, seguramente no volverá a verla más.
—A mí me parece conocida —murmuró Pete, que la miraba con toda atención—. Yo creo que es…
—La vieja lancha de remos en que se marchó Bobby —concluyó Pam, emocionadísima.
—¿Estáis seguros? ¿Cómo podéis saberlo? —indagó el señor Hollister.
—Por esa argolla herrumbrosa que tiene en la proa —contestó Pete—. Nunca he visto otra barca con un aro como ése.
Cuando la vieja barca se aproximó más, arrastrada por la corriente, los dos hermanos mayores tuvieron la certeza de que aquélla era la misma que habían visto, medio hundida en el lodo de Shoreham, cerca del Puente de Piedra.
Aunque ninguno de ellos dijo nada, todos estaban pensando lo mismo… ¿Se habría caído Bobby al agua? ¿Le habría ocurrido un terrible accidente? ¡Señor, que todo lo que hubiera sucedido fuese que Bobby dejó abandonada la barca en la orilla!
Pete miró a su padre, preguntando:
—¿No te parece que debíamos buscar en tierra, por estos alrededores? Esto está muy cerca de Fleetwood, ¿verdad? Y en Fleetwood fue donde tío Russ hizo el dibujo de Bobby.
—Sí —sonrió el señor Hollister—. Este viaje es vuestro, Pete. Si vosotros creéis que hay una oportunidad de dar con Bobby, buscaremos por aquí. ¿En qué orilla miramos primero?
—En la orilla oeste, papá. La barca de Bobby está más cerca de esa parte.
El padre hizo virar el timón, llevando el barco en aquella dirección, y recorrieron más de media milla, arriba y abajo de la orilla, preguntando a cuantos excursionistas encontraron. Nadie había visto a Bobby.
Cuando el «Dulce Pastel» viraba hacia la otra orilla, la señora Hollister puso la radio. Todos escucharon con gran interés el boletín de noticias locales, el cual se inició con el anuncio de que Bobby todavía no había sido localizado.
—¡Tenemos que encontrarle nosotros! —decidió firmemente Pam—. ¿Qué podemos hacer?
Ya habían hecho indagaciones por la orilla este y proseguían la búsqueda. Pero los Hollister volvían a estar desanimados. El padre varió la dirección del timón, el barco marchó hacia el centro de las aguas y siguieron avanzando corriente abajo.
—Vamos a jugar a esconder la muñeca —propuso Sue a Holly y las dos pequeñas bajaron a su camarote.
Pero, a los pocos minutos, decidieron ir a la cocina a buscar galletas para ellas y sus muñecas. Sólo había tenido tiempo de entrar Holly en la cocinita del «Dulce Pastel», cuando el barco sufrió una fuerte sacudida y la puerta se cerró de golpe.
Sue cayó al suelo, pero se levantó en seguida y quiso abrir la puerta de la cocina… No lo consiguió.
—Holly, déjame entrar —pidió desde fuera.
—Es… Es que no puedo. La puerta no se mueve. En aquel momento llegaba Ricky a la cocina. Sue le pidió que abriese la puerta y el pecosillo lo intentó con todas sus fuerzas. Pero no consiguió nada. La puerta no se movía.
Holly empezaba a sentir un gran susto.
—¡Llamad a papá! —pidió.
Ricky subió corriendo y dijo a su padre lo que ocurría. El señor Hollister disminuyó la marcha y dijo a Pete que se pusiera al timón. Y, en seguida, bajó a la cabina y manipuló en la puerta.
¡Pero la puerta no se movía ni un centímetro, ni hacia atrás ni hacia delante!
—¡Papá! ¡Papá! —Lloriqueó Sue—. ¿Es que no puedes sacar a Holly?