UNA LANCHA EN APUROS

Un pensamiento angustioso se apoderó de Pete, Pam y el señor Hollister. ¡Estaban perdidos en medio de la niebla!

El muchachito sacó la linterna, pero el haz luminoso de la misma no traspasaba la blanca niebla que les rodeaba.

—Puede que la corriente nos arrastre hasta muy abajo, y mamá no sabrá lo que nos ha pasado —dijo Pam, cada vez con más inquietud.

—Lo que me preocupa es que podamos chocar contra otra embarcación —repuso el padre.

—Yo daré gritos de advertencia —se ofreció Pete, mientras el padre empezaba a remar, nuevamente—. ¡Eh! ¡Eh! —chilló el muchacho, con la esperanza de hacerse oír.

Nadie respondió.

—Nuestra única esperanza está en que, cuando mamá vea esta niebla, comprenda lo que nos ha pasado y ponga en funcionamiento la sirena —declaró el señor Hollister.

Apenas acababa de pronunciar aquellas palabras, cuando la sirena del «Dulce Pastel» empezó a sonar en la lejanía.

«Uuuuh, uuuuh, uuuuuuh».

—¡Gracias a Dios! —exclamó el padre, remando con nuevas energías—. Ahora todo lo que tenemos que hacer es dirigirnos hacia la parte por donde se oye la sirena.

Pero, a los pocos minutos, él mismo añadió:

—Claro que no va a resultar fácil.

La sirena seguía repitiéndose, pero, en lugar de aproximarse, parecía oírse cada vez más lejana.

—Me parece que vamos en dirección contraria, papá —opinó Pete.

—Pues creo que tienes razón —asintió el padre, que acentuó sus esfuerzos con el remo izquierdo—. Esperemos que ahora vayamos directamente hacia el barco.

Continuó remando y esta vez el aullido de la sirena fue aumentando progresivamente.

—Ya debemos de estar muy cerca —anunció Pete, lleno de alegría, pero a los pocos momentos, exclamaba—: ¡Papá, otra vez nos estamos alejando!

El señor Hollister cambió de dirección una vez más. Pero cuando se creían ya muy cerca del barco, otra vez, súbitamente, notaban que el rumor volvía a sonar distante.

—Deja que Pete y yo rememos un rato —propuso Pam—. Necesitas descansar, papá.

El padre consideró que la niña tenía razón y, con toda precaución, cambiaron sus puestos en la lancha.

Pete y Pam remaron regularmente y el bote tomó velocidad a través de las aguas, invadidas por la niebla. Pero a los dos hermanos les ocurría lo mismo que a su padre, es decir, que estaban unos momentos aproximándose a la sirena y luego, sin saber cómo, volvían a oír que se alejaba.

—¿Sabéis lo que nos está pasando? —dijo Pam, al cabo de un rato.

—¿Qué? —preguntó Pete, con extrañeza.

—Pues que debemos de estar dando vueltas por un mismo lugar todo el rato, como les ocurre a los excursionistas cuando se pierden en el bosque.

—Seguramente es eso lo que nos sucede —asintió el padre—. ¿No llevas una brújula en el bolsillo, Pete?

El muchacho repuso que no. Había cogido una en casa, pero se la dejó en la litera del barco.

De pronto los tres quedaron sorprendidos al notar un fuerte roce en la quilla del bote.

—Hemos tocado tierra —dijo Pete—. Pero no sabemos en qué parte.

—Tengo una idea —declaró su hermana—. Si hemos llegado a la orilla del río en que estaban esos chicos excursionistas, podemos llamarles.

—¿Para qué? —le preguntó Pete.

—¿No son excursionistas esos chicos?

—Sí.

—Pues seguramente llevarán una brújula. Y a lo mejor tienen más de una, por si acaso.

—Eres casi una maga, Pam —dijo Pete, admirativo.

Y el señor Hollister rió, al asegurar:

—Tú y yo, Pete, hemos sido un par de idiotas al no pensar en eso.

Llevaron el bote hasta la orilla y saltaron a tierra encontrándose exactamente en el mismo lugar al que habían acudido para ayudar a los excursionistas. Pete y Pam les llamaron con nosotros gritos.

Momentos después llegaba la respuesta, en forma de grandes voces a las que siguieron rumores de pisada. Michel llegó junto a ellos, llevando una linterna encendida.

—¿Han perdido algo? —preguntó, al reconocer a los Hollister—. Creíamos que se habían marchado ya.

—Es que hemos estado remando en sentido circular y hemos venido a parar otra vez aquí —explicó Pete, sonriendo, y luego contó cómo se habían desorientado a causa de la niebla.

—¿No tenéis una brújula sobrante que podáis prestarnos?

—Claro que sí —respondió Michel, buscando en su bolsillo—. Aquí tengo una. Os podéis quedar con ella. Es vieja, pero funciona bien. Y tiene esfera luminosa.

Pete cogió la brújula y dio las gracias al muchacho. El señor Hollister volvió a los remos y reanudaron la marcha. Mientras el padre remaba, Pete sostenía la brújula en la palma de su mano derecha.

—Creo que ya sé en qué dirección suena la sirena. Poniente derecho, desde aquí —dijo Pete, hablando como un verdadero marino.

Y Pete guió a su padre muy bien.

—Remo izquierdo, remo derecho —decía el muchacho, según uno u otro de los remos se desviaba de la ruta.

Veinte minutos más tarde, Pete anunciaba alegremente:

—Ahora ya estamos muy cerca del barco.

—La sirena suena como si estuviéramos en la cubierta del «Dulce Pastel» —opinó Pam.

Y entonces se produjo una fuerte sacudida que lanzo a los dos hermanos hacia delante.

—¡John! ¡Pam! ¡Pete!

Era la voz de la señora Hollister que les llamaba, angustiada, desde lo alto del barco de tío Russ.

—Hola, mamá —contestó Pam—. Hemos vuelto sanos y salvos.

Echaron la cuerda del bote y la madre la sujetó fuertemente mientras subían al barco.

—¡Vaya! —exclamó el señor Hollister, mientras izaba la lancha del agua—. Creí que no llegábamos nunca, Elaine.

Ricky, que todavía no se había dormido, escuchó con los ojos muy abiertos las aventuras que habían pasado los mayores.

—Pues, menos mal que os dieron la brújula —comentó.

—Me alegro de que pudierais vendar bien la pierna a ese chiquito —dijo la señora Hollister.

—Además, Michel nos ha dado una buena pista del Viejo Moe —informó Pete—. Dice que él y sus amigos han visto a un anciano muy extraño, que parecía querer ocultar alguna cosa.

—¡No será a Bobby a quien esconda! —se horrorizó la señora Hollister.

Pero Pam adujó:

—A lo mejor quiere ayudar a Bobby a conseguir un pez muy grande.

—Esto me recuerda que también nosotros tenemos alguna noticia que daros —dijo la madre—. Mientras habéis estado fuera he escuchado la radio. La policía informó de que Bobby no ha sido localizado todavía.

—Entonces, tenemos que encontrar a ese hombre viejo —declaró Pam.

—Todavía no os he dicho todo —añadió la señora Hollister—. Según han dicho por la radio, la señora Reed ha vuelto y está preocupadísima, pensando en lo que puede haberle ocurrido a Bobby. Ruega que todo el mundo se interese por el paradero de su hijo.

—Si el Viejo Moe le ha secuestrado, nosotros le obligaremos a que nos devuelva al pobre Bobby —declaró Ricky, amenazador.

—Hemos olvidado un detalle, hijos, y es que habíamos pensado que el Viejo Moe puede ser el bisabuelo de Bobby —les recordó la señora Hollister—. Sin duda ese hombre mandaría el chiquillo a casa.

—Es verdad —asintió Ricky.

Aquel misterio era demasiado grande para poder solventarlo en un momento, así que la señora Hollister propuso que se acostaran todos, ya que un buen sueño podría darles nuevas ideas para encontrar a Bobby y al Viejo Moe.

Cuando el sol empezaba a acariciar las copas de los árboles que crecían en la orilla del río Muskong, los Hollister se disponían a proseguir su viaje. La niebla de la noche anterior había quedado disipada gracias al viento del este y con ello todos se sentían más animados para continuar la búsqueda. Desayunaron y luego Pete ayudó a su padre a levar el ancla.

Mientras avanzaban río abajo, el viento fue tornándose más fuerte y fue preciso hacer que Sue y Holly se protegiesen en la parte interior del barco.

—Sopla demasiado viento en cubierta —dijo la madre.

—Pues déjanos jugar en la cocina —pidió Holly, y ella y su hermanita se fueron adentro.

El viento era ahora tan fuerte que les arrancaba las gorras de la cabeza y producía gran oleaje en las aguas.

—¡Zambomba! ¡Qué ventolera! —comentó Pete, mientras observaba cómo su padre luchaba por mantener al barco en el debido curso.

—Yo más bien lo llamaría un huracán —le repuso el señor Hollister, mirando al cielo que se iba oscureciendo rápidamente.

El «Dulce Pastel» se desviaba peligrosamente hacia la orilla derecha, a pesar de los esfuerzos del señor Hollister por mantenerlo en ruta.

—Menos mal que no hay escollos invisibles en esta zona del río —dijo a Pete.

—Sí, pero mira ahí delante, papá —repuso el muchacho—. Esta parte está llena de algas gigantescas.

El señor Hollister hizo girar rápidamente el timón, para evitar que el «Dulce Pastel» llegase a aquella zona.

—El viento es más fuerte que yo —hubo de admitir el padre, con rostro preocupado—. Pero no me atrevo a detener el barco.

Mientras él hablaba, una tremenda ráfaga de viento lanzó a «Dulce Pastel» directamente en medio de las grandes algas. Segundos después, la embarcación quedaba inmóvil, mientras el motor seguía girando.

—Tenemos que salir de aquí lentamente —dijo a Pete.

—¿Cómo, papá?

—Haciendo que el barco vaya de atrás adelante una y otra vez.

—¿Como los coches cuando quedan bloqueados en un montón de nieve?

—Eso es.

El señor Hollister cambió la dirección del motor, durante unos instantes, para luego volver a dar la marcha normal. El «Dulce Pastel» recorría unos cuantos metros cada vez que el señor Hollister hacía aquello.

—¡Vamos a conseguirlo! —se entusiasmo Pete, mientras el barco avanzaba entre las espesas algas.

Pero entonces el motor empezó a producir una especie de runruneo y el señor Hollister se puso muy tenso mientras manipulaba la válvula.

—Creo… creo que… —empezó a decir.

Y entonces, el barco pareció sufrir un escalofrío y el motor se paró.

—¡Hemos embarrancado! —gritó Pete.

—La hélice se ha debido de enredar con las algas —dijo el señor Hollister—. Ahora sí que nos encontramos en un buen conflicto.