LA CAZA DEL TESORO

¿Qué pasaba en el «Dulce Pastel»? ¿Habría alguna rotura en la embarcación?

—¡Hum! —Murmuró el señor Hollister, arrugando el ceño—. Si Russ me dijo que funcionaba perfectamente.

Se apartó un poco para levantar la trampilla de cubierta, bajo la cual estaba el motor. Tocó varios dispositivos y dijo:

—Todo parece estar en orden.

Entretanto, Pete se había ocupado en comprobar el estado de los cables y pronto llegó a la batería.

—¡Creo que ya lo he encontrado, papá! —anunció—. Está suelto un cable de los que conectan con la batería.

Su padre fue a mirar.

—Seguramente es eso —asintió.

Pete se apresuró a ir en busca de una caja de herramientas guardada en una alacena de la cocina y sacó unos alicates. Con dedos ligeros unió el cable y ajustó las clavijas.

—Bien hecho, hijo. Ahora, probaremos otra vez. Mientras los demás aguardaban, ansiosos de ver el resultado, el señor Hollister volvió a oprimir la palanca de puesta en marcha.

¡El motor del «Dulce Pastel» runruneó furiosamente!

—¡Viva! ¡Viva! —gritó Ricky, mientras en los rostros de todos, la expresión de inquietud era sustituida por amplias sonrisas.

—¡Ya estamos «andando»! —dijo alegremente Holly, cuando la hélice empezó a girar en el agua.

—¡Ole! —palmoteo Sue—. Adiós, Shoreham. El barco avanzaba hacia el centro del río.

—¿Podré ponerme yo al timón cuando estemos en el centro de la corriente? —pidió Pete.

—Dentro de un rato —le dijo el señor Hollister—. Antes debes estudiar con toda atención este mapa para que sepas dónde está el canal. Este barquito desaloja mucha más cantidad de agua que una motora corriente y no quiero que tropecemos con un escollo o que nos atasquemos en un banco de arena.

—Tampoco a mí me gustaría —sonrió Pete.

Y el muchachito extendió el mapa y se fijó en la curva que describía el lecho del río, y en la situación de los bajíos que debían evitarse. Por fin anunció que ya estaba preparado para convertirse en timonel.

—Muy bien, hijo —asintió el señor Hollister.

El padre cedió su puesto en el timón a Pete, quien condujo con gran pericia el «Dulce Pastel», consultando muy a menudo el mapa que tenía delante.

Durante todo aquel tiempo, Ricky había estado muy ocupado. Estuvo un rato contemplando el panorama y el agua del río. Le gustaba muchísimo ver los rayos del sol que en el agua reflejaban todos los colores del arco iris.

Al poco, decidió ir escondiendo los regalitos que compró con tío Russ la noche antes. Una vez hecho esto, buscó en la cocina dos pedazos de tela negra. Uno de ellos lo ató a la pequeña asta de popa y el otro se lo colocó él mismo, rodeándose la cabeza. Y con voz sonora anunció:

—¡Da principio la búsqueda del tesoro del pirata! Los otros, de momento quedaron sorprendidos y luego se echaron a reír.

—¿Y qué es el tesoro? ¿Goma de mascar? —se burló Holly.

—No es nada de eso —declaró el pirata Ricky. El señor Hollister volvió al timón y dio principio la búsqueda. Ya que él no participaba en ello, Ricky resolvió entretenerse, mascando el regalo que le habían hecho la pasada noche. Cada vez que uno de sus hermanos se aproximaba mucho al tesoro que le correspondía, Ricky mascaba más rápidamente.

—¡Oh! Esto no está bien —rió Pete, mientras se arrastraba bajo el bote salvavidas—. Ya tengo una muñequita para jugar.

—Es para Sue —le dijo su hermano.

Por lo tanto, Pete dio a la pequeña el regalo, pero dejó de participar en la búsqueda.

Poco después, en un cajón y debajo de los salvavidas, Sue encontraba el diminuto coche de bomberos, que entregó a Pete.

Holly encontró la otra muñeca entre las latas de conservas y al cabo de una búsqueda interminable, Pam dio con el escondite del pito, que estaba bajo el colchón de su litera.

—Tuvisteis una buena idea tío Russ y tú —dijo Pete, volviendo al timón.

Las pequeñas jugaron con sus muñecas, pero Pam prefirió sentarse en silencio en la cubierta de proa, cerca de Pete y de su madre, y mirar si se veía algún indicio de Bobby. Al cabo de un rato, se aproximaron al lugar en donde ella encontró el papel de la panadería. Allí había ahora un hombre pescando.

—Papá, ¿no podríamos detenernos aquí y hablar con ese pescador? —preguntó Pam—. Quizá sepa algo. Bobby puede haberle dicho a dónde se iba.

—Es una buena idea —asintió su padre. Consultaron el mapa y, entonces, el señor Hollister dijo que no podían arriesgarse a desviar el «Dulce Pastel» del centro de la corriente, en aquella zona.

—Bajaremos el bote y vosotros podéis ir a hablar con el pescador. Tu madre puede acompañaros. Yo os espero aquí.

Pete paró el motor y los demás le dijeron lo que iban a hacer.

Fue muy complicado el bajar la lancha sin golpear los costados del barco, pero, al fin, lo consiguieron. Primero entró en el bote la señora Hollister, a quien entregaron los remos. Luego, saltaron los dos hermanos mayores, y Pete remó hasta la orilla del agua.

—¡Qué, amigos! ¿Les pasa algo? —preguntó el pescador, al verles aproximarse.

—No. No es eso —contestó Pete—. Estamos buscando a un chico que se llama Bobby Reed. ¿Usted no le ha visto?

—Que yo sepa, no. Aunque el otro día llegó aquí un chico en la peor barca de pesca que he visto en mi vida. Puede que fuera ese Bobby que dices.

—¿Y no le dijo a dónde iba? —se interesó Pam muy nerviosa.

—Pues no me indicó ningún lugar especial. Sólo me aseguró que estaba buscando el róbalo más grande de todo el río Muskong.

Pete dio un silbido y exclamó:

—¡Pam! ¡Mamá! ¡Seguro que era Bobby! ¡Quiere ganar el premio del «Centro Comercial»!

—Pero con ese detalle no hemos solventado el problema de su desaparición. Seguimos sin encontrarle —le recordó la señora Hollister.

El pescador lamentó no poder prestarles más ayuda. Y cuando ya los Hollister se marchaban, el hombre les dio un róbalo de gran tamaño, diciendo que estaba teniendo mucha suerte aquel día en la pesca y que deseaba que ellos probasen aquel pescado para la comida.

—Lo guisaremos en seguida —le aseguró la señora Hollister—. Muy agradecidos.

Y la señora Hollister dejó el pez en su bote.

Cuando ella y los niños volvieron a encontrarse en el «Dulce Pastel» y se hubo subido a bordo el bote salvavidas, Pam informó a los otros sobre las novedades obtenidas acerca de Bobby.

—Tenemos que preguntar por Bobby a todos los pescadores que veamos —opinó Holly.

Pero los demás pescadores que fueron encontrando durante el día no habían visto al muchacho desaparecido, ni tenían la menor idea sobre Bobby o su barca.

—Me parece que lo mejor será detenerse temprano para pasar la noche —dijo el señor Hollister, que estaba de nuevo al timón.

Miró el mapa y encontró una caleta resguardada, donde no había escollos y la profundidad del agua era suficiente para el «Dulce Pastel», al mismo tiempo que quedaba apartado de la línea de ruta. El señor Hollister llevó hasta allí el barco, desconectó el motor y echó el ancla.

—¿Podemos bañarnos, antes de cenar? —preguntó Ricky a su madre.

—Pues claro, hijito.

Todos los Hollister se pusieron sus trajes de baño y a Sue la protegieron con un chaleco salvavidas. Pronto se encontraron todos nadando y chapoteando en el agua.

Pete, Pam, Ricky y Holly subían una y otra vez a la popa del barco ara lanzarse desde allí al agua y bucear. De pronto, Pete, viendo que su hermano que se había sumergido hacía un rato, no emergía, exclamó:

—¡Le ha ocurrido algo a Ricky!

Se hundió en el agua y estuvo un rato mirando, mientras los demás llamaban a Ricky con voces de susto. Y, cuando menos lo esperaban, una vocecilla risueña anunció:

—¡Estoy aquí! ¡Al otro lado del barco! He nadado por debajo.

Ya tranquila, la señora Hollister le repuso:

—Me alegro que estés bien, Ricky, pero no vuelvas a darnos un susto así.

Y el padre advirtió al pequeño que no volviera a hacer aquello porque podía hacerse daño con la hélice, incluso ahora que estaba parada.

—¡Todos a bordo! —llamó al cabo de un rato la señora Hollister.

Volvieron al barco y se vistieron para cenar.

—Es lo mismo que una merienda en el campo, pero mucha más larga, ¿verdad? —dijo Holly, después de haber saboreado una estupenda cena de albóndigas con patatas y guisantes, y plátanos y helado para postre.

Mientras la madre ayudaba a acostarse a los tres pequeños, Pam fregó los platos y limpió la cocina. ¡Qué relucientes dejó las ollas y las perolas!

En aquellos momentos, Pete estaba en la cubierta, intentando pescar con caña, y su padre se encontraba cerca de él, sentado en uno de los mullidos asientos. Oscurecía rápidamente y Pete estaba a punto de renunciar a la pesca, cuando notó un fuerte tirón en la caña.

—¡He pescado algo, papá! —gritó, nerviosísimo el chico.

El pez dio un salto en el aire, pero no tardó en quedar quieto.

—Es un pez payaso. Y muy grande, por cierto —observó el señor Hollister.

—¡Mira! ¡Lleva un aro! —Y Pete leyó—: Viejo Moe 69. ¡Papá, a lo mejor nos estamos acercando al sitio en donde vive el Viejo Moe!

El señor Hollister se mostraba tan emocionado como su hijo. ¡Probablemente estaban muy próximos a encontrar la solución al misterio del pez payaso con un aro en la cola!

Mientras Pete quitaba el anzuelo de la boca del pez, observó que, en la orilla, había una luz oscilante.

—¡Mira allí, papá! ¿No será el Viejo Moe que nos hace señales?

El señor Hollister volvió la cabeza hacia la orilla. Efectivamente, había una luz con la que alguien les estaba enviando un S. O. S.

—¡Alguien está en peligro! —exclamó el padre, reconociendo aquella señal—. Lo mejor será que vayamos allí para ver qué ocurre. Díselo a mamá.

Pete fue en busca de su madre y luego cogió el botiquín. El señor Hollister estaba bajando el bote salvavidas por la borda, cuando llegó allí Pam.

—Dejadme ir también —suplicó.

—Bien, hija. Ven —accedió el padre.

Los tres salieron en el bote hacia la orilla. Cuando la lanchita llegó a tierra, los Hollister salieron a toda prisa. Un muchacho se acercaba, corriendo.

—¿Pueden ayudarnos? —preguntó.

—¿Qué es lo que ocurre? —quiso saber el señor Hollister.

—Uno de los muchachos se ha cortado.

Y el desconocido, el cual les informó que se llamaba Michel, condujo a Pete, Pam y su padre, a través del arbolado, hasta un rincón próximo, donde había seis muchachos, sentados alrededor de una hoguera. Uno de ellos estaba tendido en una manta, con una pierna sangrante, aunque ya alguien le había puesto un torniquete.

—Jack se ha cortado el tobillo con un hacha —explicó Michel— y no hemos podido hacerle gran cosa, porque no tenemos botiquín.

Pete llevó el botiquín de los Hollister y el padre se puso al trabajo de curar al herido, con la ayuda de los dos niños. Aplicaron un antiséptico a la herida y vendaron la pierna del muchacho.

Cuando se enteraron de que aquellos muchachos estaban haciendo camping y que llevaban varios días de camino, Pam les preguntó si habían visto en alguna ocasión a Bobby Reed. No. Ninguno de ellos sabía nada del chiquito desaparecido.

—No hemos visto a nadie, más que a un hombre viejo muy raro —dijo Michel—. Es viejísimo.

Los tres Hollister sintieron un repentino interés.

—¿Cómo se llama? —preguntó, en seguida, Pete.

—No nos lo dijo. Todo lo que hizo fue echarnos.

—¿Por qué?

—No lo sabemos, pero nos imaginamos que tenía algún secreto que no quería que nosotros descubriéramos —contestó Michel.

—¿Y dónde le visteis? —preguntó, ahora, Pam.

—Unas cuantas millas río abajo, en un trecho lleno de árboles. Su casa queda casi completamente oculta.

—Seguro que es el Viejo Moe —declaró, muy convencido, Pete.

Los chicos excursionistas no habían oído nunca aquel nombre.

—Bueno. Puesto que ya está curado vuestro compañero, nosotros volveremos al barco —dijo el señor Hollister.

—Con esta cura, en seguida estaré bien —aseguró el muchacho herido—. Muchas gracias.

—Nos alegramos de haberte podido ayudar.

Los Hollister volvieron al bote salvavidas, y se alejaron de tierra. Cuando llegaban a su barco, notaron que desde el agua se levantaba una niebla que iba ascendiendo como si fuera un fantasma.

—Tenemos que darnos prisa, para llegar antes de que la niebla se haga más espesa —dijo el señor Hollister, empezando a remar con más energías, para llevar al bote hacia aguas más profundas.

Pero, cuando avanzaban hacia la orilla opuesta, en donde se encontraba su barco, se acentuó el espesor de la niebla, al cual se extendía sobre ellos como una esponjosa manta. Cuando más avanzaban, más densa era la niebla, hasta que llegó un momento en que no pudieron ver cosa alguna.

—Es igual que si nos hubiéramos metido dentro de una nube —observó Pam—. ¿Crees que pasará pronto, papá?

El padre repuso que un poco de viento podría levantar aquella niebla, pero, en aquellos momentos, el aire no se movía absolutamente nada.

—¿Por qué no volvemos a la otra orilla? —propuso Pete—. Allí la niebla no era tan densa.

El señor Hollister y Pam creyeron oportuno hacer lo que el chico proponía. El padre dio la vuelta a los remos y él y su hijo se pusieron a remar con presteza.

—Ahora ya debemos estar cerca de la orilla —calculó Pam, mientras el señor Hollister dejaba de remar y echaba un vistazo a su alrededor.

Pero la niebla parecía haberse condensado aún más sobre ellos.

—¿Cómo vamos a poder encontrar ahora el «Dulce Pastel»? —se lamentó Pam, aterrada.