¡NAUFRAGIO!

—¡Qué horrible! —repitió Pam, pensando en el pobre Bobby con la embarcación llena de agua—. ¡Estoy segura de que era Bobby!

También Pete y Bill estaban preocupados por lo que podía haberle ocurrido a Bobby. No era muy probable que hubiera podido mantenerse mucho tiempo a flote, aunque no hubiese cesado ni un minuto de ir sacando agua de la que llenaba su embarcación.

—Naturalmente —siguió diciendo el hombre que modelaba barquitos—, yo llamé al chico, pero él no me contestó. Yo he prestado mi canoa a un amigo, de modo que no pude salir a ayudarle. Ese chico seguía achicando agua de la embarcación, cuando desapareció por allí, en aquella curva del río.

—Vamos allí —repuso en seguida Pete.

El muchacho dio las gracias a Hugh, y Bill condujo su canoa, a toda velocidad, por el camino que el hombre les acababa de indicar.

Mientras él y los niños escudriñaban por las orillas del río, Bill preguntó si Bobby sabía nadar. Los Hollister no pudieron contestarle a aquello porque no la sabían. Pero Pam opinó que, aunque Bobby supiera nadar, no le habría sido fácil llegar a la orilla. En muchas zonas, el río era tan ancho que un niño podía cansarse y sentirse incapaz de seguir nadando, mucho antes de llegar a tierra.

—Mala cosa es que nos lleve tanto tiempo de ventaja —comentó Bill—. A estas horas puede estar muchas millas río abajo, y eso es lo que yo me inclino a creer. Bobby ha querido irse muy lejos, a donde ese granjero, que le trata tan mal, no pueda encontrarle.

Las palabras de Bill animaron bastante a Pete y Pam. A pesar de que preguntaron a más personas si sabían algo de Bobby y todos les contestaron que no, ya no se sentían tan temerosos de que Bobby hubiera sufrido un grave accidente. Al cabo de un rato, Bill miró su reloj diciendo:

—No conviene que vayamos más lejos. Va a resultarnos muy largo y pesado remar corriente arriba hasta Shoreham. Ahora, lo que tenemos que hacer es descansar un rato y aprovechar para comer.

—Pero ¡si no hemos traído nada! —exclamó Pam, llevándose una mano a la mejilla, lastimeramente.

Bill el Soltero sonrió, diciendo que por eso no había que preocuparse. Y buscó bajo el asiento, de donde sacó una cesta de merienda que entregó a Pam. Luego, llevó la canoa a un claro de la orilla del río. Por primera vez en todo el día, desapareció de los rostros de Pete y Pam la expresión preocupada.

—Muchas gracias por haberse acordado de traer comida —dijo Pam, sonriendo amablemente—. A usted nunca se le olvida nada.

Él le hizo un simpático guiño, y contestó:

—Lo que no se me olvida es que tengo un apetito enorme. Apuesto algo a que soy capaz de comer tanto como vosotros dos juntos.

Todos se echaron a reír y, entonces, la canoa tocó tierra.

—Aquí hay un rincón con lugar para hacer una hoguera. Así podremos hacer a la brasa las cosas que he traído.

Pete salió el primero para ayudar a los otros a saltar a tierra y sacar la canoa del agua. Al abrir la cesta de la merienda, Pam encontró allí salchichas, panecillos y un termo lleno de leche.

Pete encendió una hoguera y la niña se encargó de asar las salchichas, utilizando unas largas ramas de sauce que había buscado Bill.

A los tres, les había abierto el apetito tan largo viaje en canoa y se deleitaron con la sabrosa comida campestre. Cuando acabaron, Pete cogió de la canoa una lata vieja y la llenó de agua para apagar con ella el fuego. Pam estaba recogiendo las sobras cuando exclamó de repente:

—¡Miren lo que he encontrado!

Pam tenía en las manos un papel de los que se usan para envolver las hogazas de pan.

Pete y Bill no podían comprender por qué la niña se ponía tan nerviosa por un simple trozo de papel, pero Pam explicó los motivos.

—¡Este papel es de la panadería de Miller, en Shoreham! ¡Bobby llevaba medio pan cuando desapareció! Pete, ¿no te acuerdas de lo que dijo la señora Bindle?

Al comprender que aquello constituía una pista acerca del muchachito desaparecido, Pete abrió unos ojos tan grandes como platos.

Y dijo:

—Entonces, ¿tú crees que Bobby ha estado aquí?

—Sí.

Bill admitió que era posible tal cosa y dijo que lamentaba no poder continuar la búsqueda.

—¿Querrá usted volver mañana con nosotros? —le preguntó Pete.

Pero Bill contestó que no podía, porque tenía que marchar fuera de la ciudad; aunque tal vez uno de sus amigos querría acompañar a los niños.

—¡Cuánto me gustaría que estuviese aquí tío Russ! —suspiró Pam.

Tío Russ era, aparte de sus padres, el familiar a quien más querían los hermanos Hollister, pues era un hombre alegre, que siempre bromeaba. A todos les gustaba mucho salir a pasear en barca con el tío Russ.

—Hace mucho que no le vemos —recordó Pete—. Debe de estar de viaje.

Pam se guardó en el bolsillo el papel de la panadería y todos volvieron a la canoa. Cuando Pete y su hermana estuvieron dentro de la embarcación, Bill metió un pie en ésta y con el otro dio impulso hacia delante para que la barca se separase de la orilla.

Una vez estuvieron en el centro del río, Bill situó la canoa de frente a la corriente, que era muy impetuosa. Pero el hombre tenía fuertes y grandes brazos, y también Pete contaba con buenos músculos. Hacía un rato que los dos remaban con firmeza, cuando Pam volvió la cabeza y vio una motora que llegaba corriente arriba.

—¿Por qué no les preguntamos si han visto a Bobby? —propuso la niña.

Al aproximarse a ellos la motora, Bill dijo sorprendido:

—Pero ¡si es el «Beeline»! Su dueño es amigo mío. El conductor de la motora redujo la marcha para evitar que el fuerte oleaje hiciese zozobrar a la otra embarcación más pequeña. Bill levantó el remo, haciéndolo ondear en señal de saludo.

—¡Hola, Henry! —gritó—. Detente un minuto.

Henry paró en seguida el motor y situó su embarcación al lado de la canoa. Era un joven delgado, de unos dieciocho años, con cabello negro y ondulado y dientes blanquísimos; y al decir que celebraba conocer a los Hollister, sonrió ampliamente.

—¿Ha bajado usted por el río antes? —preguntó Pam.

—He hecho unas diez millas a favor de la corriente, antes de regresar.

—¿Y no ha visto usted a un niño en una barca vieja, o ha oído algo de él? Es un chico que se llama Bobby Reed.

—He visto una barca de la policía explorando por ambas orillas —repuso Henry—. Una de ellos me dijo que estaban buscando a un chico que ha desaparecido.

—Sí. Es a Bobby al que buscan —dijo Pete—. ¡Si le encontrasen!

—Yo también lo deseo —afirmó Henry—. Bueno, amigos, os falta un buen trecho hasta llegar a Shoreham. ¿Queréis un descanso?

—Nos iría muy bien —sonrió Bill.

A Pam le gustaba ir por el río a marcha de paseo, pero pensó que también sería muy divertido ir por él a la velocidad de una motora.

—Creo que habrá sitio en mi motora para la canoa —calculó, mientras medía con la vista la extensión de su cubierta—. Lo que pasa es que nunca he cargado con una canoa al hombro.

Pete hizo chasquear los dedos, al decir:

—No creo que haga falta eso. ¿Por qué no atan la canoa a la parte trasera de la motora? Bill puede subir con usted y Pam y yo nos quedamos en la canoa.

—Eso es —concordó Henry—. Un remolcador. Bill meditó un momento sobre aquella idea, hasta que decidió:

—Habrá que utilizar una cuerda muy larga, porque el oleaje que producirá la «Beeline» podría volcar fácilmente la canoa.

Henry aseguró que tenía una cuerda larguísima y la buscó en un cajón. Ató, luego, uno de los extremos al aro metálico de la popa y tendió el otro cabo a Bill. Éste último, cuando hubo atado fuertemente la cuerda a la barra de madera, próxima a la proa de la canoa, saltó a la motora de su amigo.

—¡Que os divirtáis! —deseó a los Hollister. Henry puso el motor en marcha y la motora se movió, primero lentamente, hasta que la cuerda del remolque quedó bien tensa. Luego, Henry dio más velocidad y el motor rugió sonoramente, al tiempo que ambas embarcaciones aceleraban la marcha.

Bill estuvo unos minutos observando a los niños, para cerciorarse de que no corrían ningún riesgo. Pete le sonrió, diciéndole a gritos que se iban a divertir mucho, pero Bill no pudo oírle, a causa del zumbido del motor y se volvió para hablar con Henry.

—¡Zambomba! —exclamó Pete—. Es igual que un tobogán acuático.

Las olas que levantaba la motora iban a estrellarse en la canoa, llenando de espuma a los dos Hollister, que no tardaron en quedar empapados en agua.

—Teníamos que haber traído los trajes de baño —rió Pam.

Y, entre alegres carcajadas, Pete declaró:

—Llegaremos a casa en un santiamén.

Mientras viajaban a tan gran velocidad se cruzaron con otras canoas, y Pete y Pam saludaban a todos levantando la mano. Unos niños les gritaron al pasar:

—¡Dejadnos subir con vosotros!

Y siguieron diciendo más cosas, pero todas sus palabras se perdieron en el viento.

—A Holly y a Ricky les habría gustado mucho ir así —dijo Pam, mientras avanzaban por las aguas a toda velocidad.

Pete miró hacia la motora donde Bill y Henry iban sentados de espaldas a él y su hermana, y, de pronto, el muchachito quedó sin respiración. ¡Poco a poco la cuerda se iba desatando de la motora!

Pete llamó a Bill con grandes gritos, pero el hombre no podía oírle, debido al rumor del viento y el rugido del motor.

Entonces, también Pam se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo y, colocando las manos a ambos lados de la boca, gritó igual que Pete. Pero tampoco logró que Bill o Henry la oyeran.

—¿Qué hacemos? —preguntó a gritos, Pam a su hermano.

—¡Sujetarnos muy fuertemente! Muy asustada, Pam se sujetó a los lados de la canoa, mientras la cuerda acababa de soltarse por completo. ¡La canoa se encontró entonces yendo a la deriva! Debido al impulso que llevaba siguió avanzando un corto trecho. Luego quedó parada en medio del oleaje levantado por la motora, y giró sobre sí misma a velocidad vertiginosa. Un momento después se volcaba. Los dos niños fueron lanzados de cabeza al agua.

Quien primero sacó la cabeza a la superficie fue Pete que empezó a llamar:

—¡Pam! ¡Pam! ¿Dónde estás?

Yen aquel momento vio que una mano de su hermana asomaba haciendo movimientos desesperados sobre el agua, por uno de los costados de la canoa volcada.

Y Pete pensó, aterrado:

«¡Pam se ha quedado agarrada por algo ahí debajo!».